La
sorpresa le hizo abrir los ojos y, a continuación, arrugó el entrecejo. Se tomó
unos segundos para contestar. Algo sospechaba, pero no podía creer que llegase
a tanto.
—¿Me
lo estás diciendo en serio? Antonio, tenemos nuestro trabajo y nuestra vivienda
en Madrid. Nuestra vida. Más vale que se te quiten esos pájaros de la cabeza
porque, al final, como remolonees te van a echar. Date con un canto en los
dientes que te han autorizado el mes de permiso sin avisar y sin justificar
nada.
—Sabían
que llevaba una temporada mal. Que no me centraba. Me tienen bien considerado.
Tengo una trayectoria y por eso, a pesar de la sorpresa que les causó mi
petición, accedieron.
—
Te pueden permitir un calentón, una ocurrencia, una espantada, por una vez. Si
empiezas a hacer aguas te pondrán, más pronto que tarde, de patitas en la calle
por muy buen contable que seas, por mucho que tengas cogidos todos los
intríngulis, subterfugios y zonas alegales donde poner a salvo las ganancias de
la empresa para que declare lo mínimo, como me confiesas en confianza. Hay gente
joven a patadas en el paro, con tanta o más valía que tú y se ahorrarían la antigüedad
adquirida, los bonus y demás. Además, estarán deseando aprender y vendrán con fórmulas
e ideas innovadoras en la cabeza.
—Por
eso si me despiden me tienen que dar una pasta. Les voy a ahorrar el trago y
les voy a pedir el finiquito.
—¿Te
estás oyendo? ¿Y que vas a hacer con esa cantidad? ¿Venirte aquí? ¿A qué? ¿A
teletrabajar? No lo veo. En cuanto a mí trabajo, ese no lo puedo realizar a distancia.
Lo perdería sin indemnización. Iría directamente al paro.
—Por
eso te he preguntado si estarías dispuesta a venirte a vivir aquí, con todo lo
que ello conllevaría.
—No. No estoy dispuesta, Antonio. Y tú tampoco aguantaras mucho. Esto es precioso, pero los inviernos son eternos y abarcan medio año. Nada más que queda gente mayor, no hay actividades ni locales lúdicos; para cualquier gestión tienes que acercarte a Ponferrada, que no está a la vuelta de la esquina precisamente…
—No
lo veas todo negro. Tampoco allí buscamos esparcimiento todos los días. La mayoría
nos quedamos en casa enganchados al ordenador o a la tele. Casi no coincidimos
los días de diario. Aquí también ha llegado internet, Neflix, Amazon. Si
queremos ir un día al cine o al teatro en vez de acercarnos a la Gran Vía, pues
vamos a Ponferrada que es una ciudad de tamaño medio y tiene de todo. No es que
Silván sea el Edén, pero tiene sus ventajas. Principalmente, ofrece sosiego y
tranquilidad. Date un tiempo. A mí también me parecía complicado, pero he dado
con la tecla y prefiero esto al caos y al hormiguero de la capital de los
cojones. Lo tengo todo pensado. Escucha.
Entonces
Antonio comenzó su perorata. Con el dinero que le diesen y, si vendiesen el
piso de Madrid, podrían conseguir una buena cifra y hacerse con una casa
decente. No tendrían que vivir con sus padres. A eso no la podía obligar,
incluso para él no era plato de gusto estar las veinticuatro horas compartiendo
techo y comida, sobre todo por Mariana, que reconocía que era muy intensa. Había
viviendas tiradas de precio, precisamente por la escasez de demanda, que con
una buena reforma quedarían como nuevas. Aquí la vida pasaba despacio y se podía
disfrutar, no es un corre corre que te pillo constante.
En
cuanto a los medios de vida, tenía pensado hablar con su padre y, como estaba
próxima su jubilación, le iba a proponer un trato: quedarse con la ganadería,
modernizar las instalaciones y renovar el ganado. No se podía negar,
seguramente se alegrase. Los últimos años se había dejado llevar, creyendo que
sería el último ganadero de la familia, para después vender las cabezas y los
terrenos y disfrutar del descanso merecido.
Había
estado informándose y, para ganado de carne, lo que más rentaba era la raza
Aberdeen. Construiría un par de naves en condiciones, con todos los adelantos,
Se haría con un semental certificado y con una docena de hembras. Estas mejor
autóctonas, mitad moruchas como las que tenía su padre, mitad Sayaguesas que
dan muy buen rendimiento. Están más adaptadas al terreno y al clima y la mezcla
puede resultar perfecta. Las Aberdeen puras aquí las pasarían canutas.
Renata no daba crédito a lo que oía. Primero, por la locuacidad con la que hablaba su marido, inusual en su carácter; segundo, por todas las ideas que se le habían pasado por la cabeza y de las que no había compartido ni una. A saber, cuanto tiempo llevaba dándole vueltas. Le asustó la convicción con la que se expresaba, el brillo de los ojos mientras le contaba su proyecto. Pero ella le echó un jarro de agua fría porque no estaba dispuesta a venirse a vivir a Silván, ni a vender el piso ni a perder su trabajo porque todo le parecía una locura, una insensatez.
Eso
que proponía Antonio lo tenía ya a los dieciocho años y renunció a ello. Abandonó
el pueblo porque se ahogaba, en busca de formación y de un futuro más digno que
pudrirse en esa «aldeucha», fuente de chismes y sin ningún tipo de alicientes. Escapó
de sufrir los rigores del clima, porque los ganaderos tienen que acudir al
monte a por el ganado, o permanecer en él jornadas enteras, a veces; o pasar
noches en blanco o a la intemperie porque tienen a una vaca de parto o a un
ternero enfermo. Y ahora, veinte años después, añora lo que dejó y desdeñaba a
todas horas. Hasta el punto de no visitar a sus padres nada más que en contadas
ocasiones.
Pero él seguía su exposición sin hacerle mella la cara de haba que ponía Renata, de incredulidad, acompañada a veces con giros del cuello a izquierda a derecha, con resoplidos o con miradas al cielo y movimientos de brazos de los que se podrían deducir, sin tener grandes dotes de adivino, que todo eso la superaba, mascullando entre dientes, de cuando en vez: «Señor, dame paciencia». Antonio siguió explicando su proyecto, novedoso, según aseveraba. Tenía pensado llevar las reses al matadero de Ponferrada, con el que firmaría un convenio y enviar la carne por toda España. De momento a Madrid, que es la que está mejor comunicada y es un mercado inagotable, también a Orense y a León que estaban más próximos. Si la cosa iba bien iría ampliando el radio. Se había enterado de que existía un servicio llamado «SEUR frío» con el que los problemas de conservación se solucionan.
A
ella le reservaba que se ocupase de la parte administrativa: gestiones con el
matadero, con la empresa de transporte; anuncios en las redes, control de
pedidos y clientes. Podría solicitar que la diesen todo el dinero del desempleo
de golpe presentando papeles como emprendedora porque está contemplado en la
Ley si vas a montar una empresa. Unirían el dinero de las dos indemnizaciones,
del piso y de las plazas de garaje y con eso tendrían más que suficiente para
empezar a funcionar. El incremento exponencial de nutricionistas, dietistas o
entrenadores personales convertidos en influencers o tertulianos de las
cadenas de televisión, auténticos gurús de la alimentación, con una legión de
seguidores, había motivado que se pagasen auténticas barbaridades por la carne
de pasto certificada, por ser la más sana y equilibrada, pues contenía proteínas,
minerales, nutrientes y un chorro de excelencias más. Estos charlatanes del siglo
XXI les ayudarían sin pagar un duro.
Renata
intentó meter baza para frenar la euforia y decirle su verdad. Que todo eso le
parecía descabellado y que era muy bonito así, al pronto, pero pasarlo de la
mente al mundo real era utópico. Ninguno de ellos tenía experiencia en el ramo,
menos ella por supuesto, pero Antonio perseveraba, sus ideas iban más allá y
todo lo que había estado atesorando durante este tiempo tenía que salir a flote
una vez que había soltado el freno. Parecía que tuviese una fuerza ignota en el
interior que le compeliese a escupir las palabras que se habían ido macerando y
no estaba dispuesto a que se pudriesen en el averno de sus cavilaciones.
Si el proyecto funcionaba medianamente bien desde el principio y en un par de años se amortizasen todas las inversiones, el siguiente escalón, que haría grande al negocio y a sus dos socios fundadores, sería construir un pequeño matadero en Silván. Pequeño, pero matón. Con todas las exigencias de higiene y calidad que, a fuer de ser sincero, debido a normativas europeas, más estrictas cada vez, costaría una pasta levantar y poner a funcionar y más todavía, si montaban una reducida sala de despiece y una empaquetadora al vacío para poder comerciar con la carne desde allí. Tendrían que pedir más ayudas y subvenciones públicas, estatales o autonómicas, tanto daba. Y, por último, andando el tiempo, adquirirían dos o tres furgonetas con refrigeración, de segunda mano, y se desvincularían de la empresa de reparto. Serían autosuficientes.
Estas
últimas fases, no cabía pensar en ellas de momento, no estaba tan zumbado. Habría
que iniciar el camino de manera paulatina. Los principios serían duros, pero
arrimando el hombro y si no se producían incidencias reseñables podían lograr
que se completase todo el proceso: sacrificado de las reses, despiezado,
envasado de los packs (carne picada, Solomillos, chuletones, falda, hamburguesas…).
El resto de los desperdicios también se venderían a empresas que se dedicaban a
tratarlos convenientemente y a convertirlos en alimento para perros y gatos.
Por último, las pieles. El otro día había coincidido en la taberna con el
pellejero de Pombriego y las de vacuno, bien desolladas, sin cortes ni
mataduras, las estaba pagando a cuarenta euros.
En
cuanto al personal, tendrían que empezar solos en el negocio, casi de cero,
si descontaban los prados y el ganado de su padre. Irían aumentado la plantilla
y, si eran capaces de llegar a la etapa última, que acababa de comentar, se
ocuparían básicamente de tareas de dirección y gestión. Deberían tener en nómina:
boyeros, que atendiesen al ganado, tanto en los prados como en las naves; un
matarife para sacrificar las reses, desollarlas y vaciarlas; dos trabajadores
que despiezasen las canales, un par de empleados para empaquetar todos los
productos al vacío y meterlos en la cámara frigorífica en el orden
preestablecido, tres repartidores y un comercial. Este último si llegaba un
momento en que él no diera abasto. Aunque se lo podían ahorrar si potenciaban
convenientemente las redes y hacían buenas campañas en ellas. Cuanto más personal,
más subvenciones conseguirían. Al tratarse de la España vaciada había una línea
de ayudas aparte y créditos a bajo interés exclusivos.
—¿Qué
me dices de la propuesta, Renata? No me tienes que contestar ahora, tómate tu
tiempo. Dale vueltas, sopesa todo lo que te he dicho y piensa que yo te quiero
mucho y deseo lo mejor para ti.
—Pero
no hasta el punto de volver a Madrid a vivir conmigo.
—Madrid
me ha dado muchas satisfacciones, pero hace tiempo que se me hizo bola. He
intentado digerirla, aunque no se disuelve, más bien se apelmaza. No
comentártelo antes sí que me lo puedes reprochar hasta el infinito.
—Pues
sí, porque la excusa de que seas introvertido, un cerrojo, como dice tu padre,
no te exime de que te hayas tragado todo, durante años quizá y ni siquiera te hayas
sincerado con la persona que tanto dices amar, que convive contigo.
—Te
reitero que lo siento Renata, pero lo pasado pasado está. No me has comentado
nada del imperio que vamos a levantar. Ahora en serio, quiero que me digas algo
sobre el proyecto, porque después del esfuerzo que me ha costado desembucharlo
todo, me va a dar un jamacuco si te quedas tan pichi, como si no hubieses oído
nada.
—No
tengas cara. No me has dejado meter cuña. Menudo entusiasmo has puesto,
cualquiera paraba tu alocución, pero habrás comprobado, por mis gestos y
aspavientos, que no lo veo nada claro. Tengo que digerirlo, pero ya te digo de
entrada que son las cuentas de la lechera. Pareciese como si nuestros dirigentes
fuesen repartiendo el dinero a paladas. Yo te quiero mucho, pero no me puedes
pedir que abandone todo para encerrarme en el monte, en un sitio inhóspito y
con una incertidumbre que nos va a ir minando. Tengo un sueldo decente,
amistades, compañeros y familia en Madrid.
—No te lo esperabas y tardarás en hacerte a la idea. Medítalo, sopésalo todo y llegarás a la misma conclusión que yo, que es factible. Querías que hablásemos, pues ya lo hemos hecho y tendremos que continuar. Ahora vamos a merendar que se ha hecho tarde y tenemos las fiambreras, que nos ha preparado mi madre, muertas de risa. Coge agua del arroyo con el cazo que está dentro de la mochila, ya verás que fresca y que rica está. La corriente baja con alegría por el deshielo que se produce en primavera. Este sonido rumoroso, este aire puro que te invade los pulmones…
Volvió
a envolverlos el silencio mientras daban cuenta de las viandas. Estaban encima
de unas piedras lisas donde daba el sol, pero pronto cayó la tarde y se notaba fresco.
Se puso el sol mientras recogían. «Un atardecer precioso en un paraje idílico».
Antonio estaba desatado. Para volver tuvieron que guiarse con la linterna del
móvil, oscureció casi de repente. Buscaron la vereda en el extremo opuesto del
claro y cuando la localizaron, comenzaron la bajada hasta llegar al camino que
les conduciría a la casa de Pancracio y Mariana.
En
la cena, al calor de la lumbre de la chimenea, tampoco se habló mucho. Había una
sensación como de hastío en el ambiente. Pancracio había llegado un rato antes,
ya noche cerrada, de atender y dar la última vuelta al ganado. Algún formalismo
para que se acercasen unos a otros el pan, el agua o la servilleta, pero sin
hilar una verdadera conversación. De vez en cuando Mariana rompía la monotonía
son sus salidas que a todos parecieron cargantes y nadie se molestó en
disimular: «Madre mía, que serios estáis». «¿Quién se ha muerto?, esto parece
un velatorio», fueron algunas de ellas. Pero lo que estaba deseando era
quedarse a solas con su hijo para sonsacarle la parte mollar de la charla que
habría tenido, sin duda, con su nuera.
En
cuanto acabaron de cenar, subieron al dormitorio. Mariana se quedó recogiendo
la cocina y Pancracio jugando al solitario. No era tarde, pero Renata estaba
agotada. Llevaba dos noches casi sin pegar ojo y el día en Silván no le había dado
tregua. Ya continuarían el diálogo, que habían dejado pendiente, a la mañana
siguiente. Era imposible hacerlo en ese momento, pues se quedó dormida, como un
cesto, en cuanto tocó la cama. Literal. Fue sentarse y cayó de lado, con cabeza
sobre la almohada y las piernas colgando por fuera del catre. Antonio se ocupó
de colocarla en horizontal y arroparla. Estuvo observándola durante un rato. Escuchando
su respiración cadenciosa mientras el embozo de la sábana subía y bajaba al
compás.
Cuando
despertaron, Antonio comenzó a acariciar la espalda de Renata suavemente y a
recorrer la columna hacia la parte inferior. Cuando iba a llegar a la rabadilla,
ella se tensó y se separó unos centímetros de golpe. No tenía ganas de sexo. Su
cabeza viajaba lejos, pensaba en la propuesta, en el órdago lanzado por su
marido que, en principio le pareció un calentón, pero se había consolidado. Presa
de inquietud y preocupaciones, lo último que le apetecía era un revolcón mañanero.
Antonio, que ya tenía la bandera a media asta, comenzó a engolar la voz y a
decirle entre susurros que precisamente en esos momentos era cuando venía mejor
un desahogo para espantar a los fantasmas. Renata le llamó caradura.
Retomaron
la conversación que habían dejado pendiente, con las cartas boca arriba, por
parte de Antonio. Este añadió, sin querer, más crispación a la escena porque
quiso jugar con los sentimientos de Renata y ella explotó. Después de que
llevaba tres o cuatro años intentando convencerlo para tener un hijo y él
siempre se sacudía las moscas y le daba largas, salió esa mañana con lo bien
que se criaría aquí una chiquillo, en la tranquilidad del pueblo. Había una
escuela para toda la comarca que estaba a ocho kilómetros. En coche, diez minutos.
Renata
le dijo que era un chantajista, que ahora la salía con esas, después de
negárselo durante años. Allí no había ningún futuro para un chaval.
—Si
lo hay, cariño, estamos en un mundo global. Yo nací aquí y tengo mi carrera. Y
mira si han pasado años. Ahora está todo interconectado.
—Vete
a la mierda. Perdona que sea tan zafia, pero me sacas de mis casillas. ¿Ahora
si te hace ilusión tener niños? ¿De repente?
—Un
Antoñito, como me dices tú.
—No
puedes jugar así con la sensibilidad de las personas y estirar la goma de esta
manera porque se va a romper. Sabes que estoy enamorada de ti y recurres a
cualquier subterfugio para que secunde tus demencias.
—Renata,
vamos a hablar claro. Lo único que te preocupaba es si yo estaba follándome a
otra tía. Tu misma lo confesaste. Te traía al pairo si estaba deprimido y me
quería tirar por el balcón. ¿Cómo llamas a eso?
—Vamos
a dejarlo aquí porque no quiero montar un espectáculo. He sentido a tu madre trastear. Ha debido
volver ya de misa. Bajemos a desayunar. Necesito sosegarme. A mediodía, en
cuanto comamos me largo. Va a ser lo mejor, papanatas.
—¿Papanatas?
Hacía tiempo que no oía esa palabra. Demasiada tibieza, ¿no?
—Efectivamente, estoy que exploto y prefiero sujetarme. Es lo primero que me ha salido. Como bien dice mi padre hay que pensárselo mucho antes de perder los papeles y decir barbaridades porque las palabras no se pueden recoger. No quiero tener que arrepentirme.
—Una
explicación que puede pasar por creíble. Vete si quieres ahora mismo, pero espero
que vuelvas porque yo, de aquí, no me muevo.
Continuará…/…
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