jueves, 17 de octubre de 2019

ENERGÍA VERBORRÉICA


«No los vas a ver más si yo puedo evitarlo. Cuando estabas en casa no les hacías ni puto caso, me tocaba a mí apechugar con todo. Aparecías a las tantas con la excusa del trabajo y reuniones inaplazables. Vete tú a saber. Ahora, cada quince días, quieres hacer de papi maravilloso, darles todos los caprichos, pues va a ser que no. Además, son ellos los que se niegan. ¿No lo has notado? No, no les echo la mierda encima. Son niños, pero ya se han dado cuenta de que eres un mal bicho, del daño que has hecho a su madre. Ahora apechuga con tus actos. No me insultes que te denuncio».
«¿Qué te has quitado las bragas? A ver si te vas a constipar. En cuanto llegue a casa te voy a empotrar contra la pared. ¿No ves que me pongo cachondo cuando me dices esas cosas, hija de puta? Se me ha puesto morcillona y va a asomarse a saludar en cualquier momento, la cremallera va a dar un reventón. Cómo te gusta provocarme. ¿No tuviste bastante con lo de anoche? Tus tetas me hipnotizan y lo sabes Vane».
«Eres muy grande, el puto amo, un crack. Te quiero mucho machote. —Mientras habla a grandes voces, con lengua la lengua gorda y pastosa, su boca despide un chaparrón de perdigones que salpican el asiento delantero. Acaso algunas, salvan el parapeto y van a aterrizar entre los cabellos mechados de una joven, brillantes de peluquería—. No te vengas abajo chaval. Me jode mucho verte tan plof. La Patri es una furcia que no te merece. Voy para tu casa y nos vamos de fiesta toda la noche. Lo vamos a pasar de puta madre. Te presentaré a un montón de chicas súper simpáticas, pibones que te van a hacer olvidar las penas. Para eso estamos los amigos».
«Martuchi ¿Te acuerdas de mi Crush? Maikel, ese chico de segundo de bachiller, tan guapo y tan cachas. Lleva dos días tirándome fichas. Me ha pedido el número de wasap, quiere quedar a solas conmigo. ¿No te parece top? Tranqui, que va en plan legal, no es para un lío. Te digo que va en serio. ¿Te has fijado en el cuerpazo que tiene? Seguro que va todos los días al gimnasio. ¡Qué pesada con que ese lo que quiere es lo que quiere! Lo que pasa es que estás en plan celosa. Pero no es mi culpa. Deja a tu empanao. Búscate a un tío de verdad que te haga sentir viva. Me parece muy fuerte que no te alegres de que me vayan bien las cosas. ¿Superficial? ¡Vete a la mierda amargada!»
«¡Echa el arroz que ya estoy en plaza Elíptica! A fuego lento, que no se arrebate el guiso. No lo pierdas ojo que te conozco. Lo meneas de vez en cuando para que no se pegue, cogiéndolo por las asas. No andes metiendo el cucharón y removiendo sin ton ni son que pierde mucho sabor. Cuando notes que se está cuajando le pones una pizca de azafrán ¿Qué cuánto es una pizca? ¿No te fijas en mí cuando lo echo, so torpón? Un par de pellizcos bien espolvoreaos. ¡Pero si te lo dejo casi a punto y ni así! Hay que ver, qué poco te luce tanto seguir a Arguiñano. Nada más te quedas con los chistes y las tonterías. A ver si un día me das la sorpresa y haces la comida, pero no lo verán mis ojos».
«Buah chaval, ¿viste que gol de rabona metió ayer Ángel? Sí, el del Geta. Se vino abajo el Coliseum. Ese lo clava Messi y tenemos sesión continua toda la semana. Tertulianos futboleros, se os ve mucho el plumero. Si, me ha salido con rima y todo. Soy un artista. Tenemos un equipo muy compensado en todas sus líneas. Que sí, que este año nos metemos en Europa fijo.»
«No me cabe en la cabeza como tanta gente puede votar a partidos machistas, sexistas, xenófobos y homófobos. Deberían prohibirlos presentarse a las elecciones. No, no estoy de acuerdo contigo. En democracia no tenemos cabida todos, hay ciertas líneas que no podemos traspasar. ¿Qué se me ve mucho el plumero? Yo no me escondo, voy a votar a Errejón, savia nueva y progresismo para el país. No podemos volver atrás y perder los derechos conseguidos. No me digas más niñata, tú vas a votar al guaperas de Pedro Sánchez. Más a la derecha no te lo consiento».
Dejo la lectura. Con estos vecinos tan locuaces y estentóreos no hay quien se concentre. Además de que uno tiene su pudor. Saco el móvil del bolsillo para estar en igualdad de condiciones. Busco en Google el significado de las siglas GNC que han llamado mi atención. Gas natural comprimido. «Este autobús se desplaza con GNC» es el eslogan que aparece a menudo en la pantalla. Será uno de los combustibles que potencian nuestros gobernantes porque producen bajas emisiones a la atmósfera. Pienso que si algún equipo de científicos enfocara sus estudios hacia el almacenaje y reutilización de la energía verborréica sería la mejor solución, los autobuses levitarían. Sería de lo más ecológico y llegaríamos siempre en hora.
Mientras tanto, maldigo en mi interior a las operadoras de telefonía móvil por ofrecer como coletilla en todas sus ofertas las llamadas ilimitadas gratis.

lunes, 14 de octubre de 2019

11 S


   Los críos atan una barbaridad— dijo John.
   ¿Ahora me vienes con esas? Te recuerdo que por tu insistencia vinieron a este mundo Paul y Mariah —Se desahogó Melissa.
            — ¿Cómo iba a imaginar yo lo que te llegan a acaparar estos monstruos cuellicortos? ¿La cantidad de tiempo que hay que invertir en ellos? La vida en pareja no es que se resienta, es que desaparece.
            —No os quejéis tanto, chicos. Vosotros os lo habéis buscado. Si hubierais hecho caso a mis sabios consejos vuestro presente no sería tan azul oscuro casi negro. Siempre lo he tenido claro. No quería que mi vida se llenara de ruido y tiranía. La patochada de dejar a alguien en este mundo, que te recuerde y reivindique, conmigo no cuela. No lo añoro ni me he convertido en un viejo solitario y cascarrabias a pesar de vuestros sombríos augurios —desembuchó de un tirón, Roderick.
            —No sé cómo podéis pensar de ese modo —declaró Andrew—. Ni por un lado ni por el otro. Alice y yo, intentamos tener descendencia como sabéis, incluso nos sometimos a tratamientos de fertilidad, varios intentos de fecundación in vitro incluidos. Pasamos una época obsesionados y taciturnos, hasta la asunción de que nuestro tren había pasado. Entonces creímos que se acababa el mundo.
            —Hoy nos alegramos —matizó Alice—. La vida en pareja puede ser fructífera y completa sin vástagos. Ya sabéis que laboralmente andamos a salto de mata, por lo que de dinero siempre estamos a la cuarta pregunta. Imaginadnos sacando adelante a un pequeñín con las necesidades artificialmente adquiridas por esta sociedad snob.

Cinco amigos de facultad quedan para pasar la mañana en Central Park. Cada vez les cuesta más juntarse. Cuando instauraron esta costumbre, allá por el año noventa y dos, recién graduados por la Universidad de Columbia, quedaban todos los viernes en su barrio, Manhattan. Durante los cursos de carrera trabaron amistad con muchos compañeros, pero la verdad es que después de filtros y tamizados —para compartir apuntes primero y confidencias después— este grupo se hizo inseparable. En el transcurso de la década se fueron espaciando las quedadas, pasando a ser mensuales, trimestrales y así paulatinamente hasta convertirse en bianuales con el cambio de siglo. Lo importante es seguir manteniendo el contacto. Desde la aparición de los móviles se podían localizar al instante, pero no era lo mismo. 
            11 de septiembre de 2001. Por fin habían sincronizado agendas. Este año era la primera y única vez que se reunirían casi con toda seguridad. John y Melissa tienen que aparcar a los niños, por eso han quedado por la mañana mientras ellos permanecen en el cole. El plan es dar un gran paseo en el que las novedades surjan salpicadas. Después —ya en reposo, durante el conciliábulo— debatirán y harán matizaciones acerca de ellas. 
            Roderick se ha empeñado en llevar la bici. Ahora que vive en Queens prefiere este medio de locomoción. Es saludable y evita atascos. Resulta engorroso que, mientras el resto hacen la caminata, él aparezca y desaparezca dando pedaladas cada diez minutos. Al final se detienen en el paseo principal, junto al lago. Allí John, Melissa y Roderick se sientan en un murete de espaldas al World Trade Center. Alicia —sentada en una silla— y Andrew —en cuclillas— se colocan frente a ellos.
            El tema de conversación versa sobre niños sí, niños no. ¿Compensan los desvelos que ocasionan y el tiempo empleado en su cuidado? Transversalmente se cuelan las preocupaciones laborales. Escasez de trabajo, contratos precarios y pérdida paulatina de derechos. Hay una cosa en la que están todos de acuerdo. En el primer mundo, a pesar de las quejas esgrimidas, se vive fenomenal. Lejos de hambrunas, guerras y atentados que sacuden otras partes del planeta. Este gran país les protege y, a pesar de las preocupaciones cotidianas, nadie les puede hacer daño.

11S-Thomas Hoepker


            Alice divisa una columna de humo que tiñe de gris el cielo Neoyorquino. Sigue conversando, no lo da demasiada importancia. Diez minutos más tarde la mancha ha crecido mucho, se ha vuelto más densa y oscura. Lo comenta con sus tertulianos. El trío que está de espaldas al lago se vuelve al tiempo que el ruido ambiente se llena de sirenas. Ambulancias, coches de policía y bomberos. Lo que en principio tomó por incidente se está convirtiendo en un suceso bastante grave. Los cinco juntos de pie contemplan horrorizados como una de las torres gemelas se desploma. Una gran nube de polvo denso se eleva en su lugar. Salen de estampida, el tumulto los separa. John y Melissa con el rostro desencajado y el corazón al galope llegan hasta unas vallas colocadas por la policía para acordonar la zona.
            —Mis hijos están en el School of the Blessed Sacrament. Quiero saber lo que ha sido de ellos. Tiene que dejarme continuar, agente —se desgañita Melissa.
—Lo siento mucho, señora. De aquí no puede pasar nadie. Correría serio peligro. Son las órdenes.
Hace ademán de claudicar, pero aprovecha un descuido para saltar la valla. John la secunda. Un policía les persigue. Conforme se van acercando a la zona siniestrada el aire se hace irrespirable y la visión difusa. Sollozos, carreras, gritos. La gente choca entre sí, saliendo trompicada. Un gran caos les rodea. Ruido de helicópteros sobrevolando y de innumerables sirenas rematan el cuadro. La atmósfera se carga cada vez más hasta que la oscuridad lo llena todo.

A las doce de la noche los cinco amigos están en el hospital —el colegio de Paul y Mariah no ha sufrido daños—. Andrew, Alice y Roderick han acudido a visitar a John y Melissa. Nada grave. Les han tenido que poner oxigeno porque han inspirado partículas dañinas que llevaba el aire en suspensión. Mañana temprano los darán el alta.
—Nosotros departiendo amigablemente y a nuestro lado se estaba fraguando la tercera guerra mundial. La humanidad entrará en pánico, las bolsas se desplomarán, la opinión pública clamará venganza. Los gobiernos pondrán en funcionamiento toda su maquinaria para descubrir y detener a los autores intelectuales —expuso Alice.
—Todo eso son previsiones y futuribles que no sabemos si se confirmarán. Aquí lo único cierto y constatable es que, debido al barullo y el desconcierto imperante, un servidor se ha quedado sin bicicleta —dijo Roderick.
— ¿Perdoona? ¿Cómo puedes ser tan miserable? —Vociferó Alice— ¿Supongo que estarás de broma? Aunque tu egoísmo innato y tu racanería te preceden. Pero aun así me parecería de muy mal gusto ¿Tú sabes los muertos que van ya?
—Yo a ti no te he faltado, casi guapa.
—Bueno, tengamos la fiesta en paz —terció Andrew—. La jornada ha resultado agotadora. Estamos en shock. Vamos a recogernos que mañana va a ser un día durísimo para todos. 
—Y pasado, y al otro. No va a resultar fácil que los efectos de esta debacle cicatricen. Tendrán que pasar lustros para que se atenúe el odio y se mitigue el dolor producido por esta sinrazón —sentenció John.

jueves, 26 de septiembre de 2019

HONDO VACÍO


El reloj marcaba las doce y media cuando nos despedimos. Más de diez minutos empleamos. Estábamos en la etapa del embeleso, de los fuegos artificiales, pero la hora tope que nos habían puesto nuestros padres hizo imposible apurar más.

Diez años después puedo rememorar ese momento, aunque todavía me cuesta. Esa llamada de su madre envuelta en sollozos me dejó como ausente. La mente en blanco. La oía lejos, me resistía a creer. Un sudor frio y una tiritona me invadieron nada más colgar.
—Vamos por el buen camino, César. Ya puedes hablar de ello con cierta naturalidad, es un paso importante.
—Yo no quiero pasos, quiero saltos. Aunque reconozco que la presión está disminuyendo y las crisis cada vez aparecen más espaciadas, necesito liberarme de una vez.
—Te has comido esto sólo. Dejaste pasar mucho tiempo para ponerte en tratamiento. En fin, nunca es demasiado tarde, pero es más costoso aliviar la carga.
—Éramos unos niños.
—Sí, ya lo hemos comentado. El impacto es más fuerte, si cabe, cuando todavía no se es adulto y se está en el momento álgido de la vida. ¿Cómo era su padre? ¿Te apetece hablar de ello?
—Creo que sí. Era muy tradicional y de carácter fuerte. Con Paula tenía discusiones frecuentes porque no asumía que su hija se hubiese hecho mayor. Se metía con la vestimenta, las amistades, los horarios. Yo le decía que no entrara en confrontación, porque no siempre era necesario y evitaría sofocos a su madre, que intentaba mediar sin éxito. Ella opinaba todo lo contario. Los tiempos en que el hombre sometía a la mujer por el mero hecho de serlo habían cambiado.
—Puedes contarme lo que te comunicó en esa llamada. ¿Tienes fuerzas?
—Voy a intentarlo. Aquella noche Paula llegó a casa media hora tarde. Eso para su padre era una afrenta, así que empezó a abroncarla por el pasillo. Ella le dijo que era un machista, que podía hacer lo que le diese la gana porque ya era mayor de edad. Se bajó el tirante de la camiseta dejando un pecho al descubierto. En él lucía el tatuaje de una Rosa. Le preguntó si le gustaba cómo había quedado. Después se metió en su habitación. Le llamó golfa, fue detrás de ella, se oyeron gritos, forcejeos, golpes. Después el silencio. Cuando Elena, su madre, abrió la puerta del cuarto distinguió la ventana abierta de par en par. Su marido estaba solo, jadeante, con rasguños por toda la cara, la mirada perdida y el gesto crispado. Se quedó absolutamente consternada.

martes, 13 de agosto de 2019

EL LLAVÍN


Tendida sobre la playa, María se quita el sujetador, cava con la espalda la arena tibia, se acomoda y siente un pinchazo. Lo que le saca de su ensimismamiento no es tan punzante como le parece a primera impresión, es más bien romo, pues le permite frotarse contra él sin que sienta dolor, sí una inoportuna molestia conforme va apretando conscientemente su cuerpo contra la arena.
         Se gira despacio para acabar con la incomodidad y satisfacer su curiosidad al mismo tiempo. Es una llave. No como las de ahora —pequeñas, planas y dentadas—, sino como las de antaño —oxidada por la sal, el agua y el tiempo—. Semejante a la de la casa de su abuela, «el llavín» como ella lo llamaba. Siempre le chocó el empleo del diminutivo a pesar de su gran tamaño. Este hallazgo inesperado le evoca aquellos veranos desinhibidos de la infancia adolescencia en que escapaba por un mes de la vigilancia paterna e iba a su aire. «En el mundo rural no existen la maldad ni los vicios de la gran urbe» —aseguraban sus progenitores.
Los abuelos eran más condescendientes. Si no liabas una catástrofe irremediable, ni dabas que decir a los lugareños con lo que ellos consideraban extravagancias o ligerezas, te dejaban en paz. Por eso cuando cometías un pecado tenías que poner cuidado de estar al socaire de miradas indiscretas. Sonreía al recordar lo prohibido en aquella época. Las primeras caladas a los bisontes que le arrancaban carraspeo, ahogo e irritación ocular. Nunca le vio la gracia al fumeteo, pero si quería pasar por mayor y que la aceptaran en la pandilla es lo que tocaba. Le resultaban más gratificantes y apetecibles aquellos chapuzones en las pozas del arroyo casi agonizante en verano. Los chavales iban a pescar a mano las carpas que quedaban aisladas. A ella le daba un poco de repelús, lo que unido a su falta de pericia hacía que se le resbalasen de las manos ¿Quién le habría decir que unas décadas más tarde iba a sentir una desesperación similar a la de aquellas boqueantes carpas? Quedaba admirada con la destreza de los muchachos. Negros como tizones, curtidos por la intemperie, con el torso desnudo, las piernas firmes y brillantes. El que tuvieran siempre las rodillas adornadas con desconchones, no era óbice para que su contemplación le produjera una agitación interior no experimentada hasta entonces.
         No sabría rebatir el dicho de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Es cierto que nos lo parece, visto desde la distancia, pero también había leído en el manual de autoayuda que en nuestra memoria permanecen con más arraigo las vivencias positivas.

         Ahora está sola bajo el cielo moteado de pequeñas nubes, el sol cae a plomo caldeando el llavín que atesora. Esta sensación táctil difumina en su mente el recuerdo de los veranos de su infancia. Se lo cambia de mano y da un salto en el tiempo. Su memoria se posa ahora en otra llave que supuso un cambio ilusionante en su vida. Era joven y aún creía en el amor. Daniel le había convencido «Podremos asumirlo, una hipoteca a veinte años. Las mensualidades no resultan descabelladas. Está un poco lejos del centro, pero es nuevo, ventilado y tiene casi cincuenta metros». No sabía entonces que la vida es casi siempre devastadora. Procedió con sus padres como Daniel había procedido con ella. Les convenció, les embaucó, les decepcionó. Esa pena la lleva siempre muy dentro. Se estremece sólo con pensar en ese imbécil que a las primeras de cambio abandonó el nido sin previo aviso y le hizo abrir los ojos de golpe.  
         En este instante los tiene entrecerrados, reviviendo su viaje al pasado. Percibe de repente una ráfaga de aire ¿Cómo puede ser? Intenta centrarse, un liviano soplo en el oído le produce una sensación placentera, le eriza la piel, le provoca cosquillas debajo del ombligo.
—Tonto, que susto me has dado. No te sentí llegar.
—El sigilo es la principal estrategia de los depredadores. Esperamos pacientemente a que la presa baje la guardia para caer sobre ella sin remisión— dice Luis, engolando la voz a la manera de Félix Rodríguez de la Fuente.
— ¿Cómo puedes ser tan ganso?
— ¿Ganso? Te repito que soy un felino, que nunca descanso. Cuando pongo los ojos en una pieza el universo en su conjunto pasa a segundo plano hasta que sucumbe entre mis garras, aunque las hay muy astutas, que ponen las orejas tiesas en cuanto me atisban y emprenden veloz carrera.
—Luis déjalo. Ya tenemos una edad.
—Por eso echo mano de Félix, incluso podría hacerlo de Cousteau ahora que estamos a la orilla del mar. Relativizar de vez en cuando este mundo perturbado e intentar divertirse, incluso jugar, no está reñido con la edad, amiga mía.
— ¿Te merece la pena tanto esfuerzo, tanta perseverancia para conseguir un trofeo de caza menor? —desembucha María con aspereza.
—No sigas por esos derroteros gacela Thompson. ¿Por qué te fustigas una y otra vez? No te voy a compadecer si eso es lo que esperas de mí. Eres excepcional. Me jode mucho que no te valores, que pienses que tu tren ya pasó. Eres tú solita la que tienes que convencerte y volver a la vida.

Le ha conocido apenas cuatro días atrás. Necesitaba desconectar y contrató un paquete de una semana en la playa, lo máximo que permiten sus exiguas arcas. Desde el primer día tomó un interés inusitado hacia ella, la estaba sometiendo a un asedio casi empalagoso. Una voz interior que surge de lo más recóndito de su ser le pregunta de repente: «¿Por qué te haces este paripé? ¿Por qué sientes la necesidad de auto justificarte?» La verdad es que se ha removido en ella un sentimiento íntimo que pensaba extinguido. Luis no es un adonis: Barriga incipiente, ni alto ni bajo, cara redonda, colorada, ojos achinados. Todo ese conjunto le da un aspecto bonachón que se ha confirmado con el trato y las confidencias de estas jornadas. Su recelo está motivado por algo más profundo, más enraizado en su personalidad, en las muescas que han horadado la línea de su vida. Un auténtico desconocido de repente en su camino ¡Qué locura! ¿Cómo va a funcionar esa relación? Por contra la experiencia vivida constata que un noviazgo tradicional, con fases establecidas, con novio formal, con el visto bueno de sus padres le ha ido peor que mal.
Otra frase del manual le viene al vuelo: «Alguien especial no tiene por qué seguir un canon o unas pautas determinadas, no tiene que ser perfecto. Una persona es especial cuando para ti es especial, cuando te hace sentir importante» ¿Se debe dar una oportunidad a estas alturas de la película? Él lo tiene claro ¿Cómo puede estar tan seguro?
— ¿Qué andas rumiando por dentro, princesa? ¿Cómo puedes disiparte de esa manera teniendo delante al Sex Symbol de La Manga? —Al oírle esbozo una sonrisa casi imperceptible— ¡Qué sorpresa, la mujer de hielo sonríe! Esto supone un avance sensible.
—No tienes remedio —le dice simulando hastío.
—Tú sí. Lo tienes delante.
—Ya veo que no necesitas abuela ¿Sabes que el autobombo me exaspera?
—No te confundas María. Estás malinterpretando mi conducta y lo peor es que creo que lo haces adrede —dice con semblante serio—. Pienso —no lo consideres prepotencia—, que yo despierto en ti algo de interés, que te gusto, vamos. Tu hermetismo lejos de desanimarme me alienta. Estoy seguro de que mereces mucho la pena. No me gustan las grandes frases ni los diálogos grandilocuentes así que para concluir te voy a pedir un favor.
— ¿Qué quieres de mí?
—Que me des lo que aprietas en la mano con tanto afán.
— ¿El qué? ¿La llave?
—Sí, la llave de tu corazón.
Mientras pronuncia estas palabras en un susurro, subrepticiamente pega sus labios carnosos a los de ella. No se puede resistir, se desactivan de golpe todas sus cautelas y se la entrega. 




miércoles, 31 de julio de 2019

Trabucodonosor


¡No lo podía creer! Estaba en el ambulatorio porque me iban a hacer una extracción de sangre para una analítica. Según me acercaba a la sala percibí cierto barullo y un corrillo alrededor de una persona que yacía en el suelo sin sentido. Atisbé por el hueco que dejaban dos de los curiosos. Se trataba de un varón grande de tamaño, orondo de cuerpo, con pelo ralo canoso y muy mal color de cara. Me vino un destello cuando situé sus rasgos, reconocibles a pesar del tiempo transcurrido. «¡Trabucodonosor!», grité sin poder contenerme, ante el sobresalto de los presentes.

Lo había conocido en el instituto hacía la friolera de treinta años. En aquella época la moda de los gimnasios low cost no había llegado ni se la esperaba. Nos llamó la atención por su complexión vikinga, sus brazos con molletes, sus espaldas infinitas y su estatura. Era más largo que un domingo sin dinero. Las chicas revoloteaban a su alrededor a pesar de que era rudo de trato, poco espabilado y parco en palabras. Las más descaradas declaraban sin ningún rubor: «si yo no lo quiero para conversar sobre física cuántica, lo quiero para otro tipo de física». Lo de envidia sana es un eufemismo, nos daba coraje y punto.
Fui yo quien lo bautizó con ese apodo. Estábamos dando el tema de la dinastía babilónica y se me ocurrió esa asociación de ideas entre su bestialidad y el antiguo rey, debido a su dominio del territorio. Nadie osaba toserle. Precisamente por ello pasé unas jornadas de inquietud y desasosiego ya que —aunque la ocurrencia del mote me granjeó elogios y palmadas en la espalda—, no sería difícil que el guaseo llegase a sus oídos. Algún lametraserillos le podía ir con el cuento. Si llegaba a enterarse el susodicho, me daría un escarmiento.  
Quiso la casualidad que el tutor a mitad de curso y, para que la clase no se le fuese de las manos, decidiera alternar alumnos brillantes con mediocres en los pupitres dispuestos de forma pareada. A mí me emparejó con este zote.
Reconozco que al principio se trató de una especie de acuerdo no escrito. Él quería aprobar las máximas asignaturas posibles —meta inalcanzable por sus propios medios—. Yo quería vivir sin sobresaltos en mí cotidiano deambular por las zonas comunes del instituto. Contando con su complicidad nadie me molestaría. Yo por mi parte me haría el loco con el copieteo. Al tratarlo de cerca cambió mi percepción sobre su persona. Poco a poco fuimos trabando amistad.
Me hace sonreír rememorar la vehemencia que desplegaba para llamar la atención del profesor. Si yo soltaba por lo bajo: «no me he enterado de la mitad de lo que ha dicho», a él le faltaba tiempo para levantar su interminable brazo y, a voz en grito, interrumpir al docente en su explicación «¡Profe, profe! Aquí no nos ha llegado la onda ¿Puede repetir?» Yo, más rojo que la grana porque ese tipo de exposiciones públicas destapaban mi timidez, pero Trabuco —el apodo tan largo desembocó en abreviatura—, sabía que su futuro en facetas estudiantiles dependía de mí y procuraba que nada perturbara mi asimilación de conocimientos.
A pesar de su fama con las chicas, su figura portentosa y su aparente simpleza y despreocupación, rascando un poco descubrí una mente en ebullición, con varios conflictos familiares que hacían mella en su personalidad. De ahí la fachada que se había construido como método de autodefensa. Me costó casi un mes que se fuera abriendo, muy poco a poco, hasta conseguir que confesara gran parte de sus angustias vitales. Padres recién separados tirándose los trastos a la cabeza de manera continua y una hermana con retraso de la que ninguno de los dos quería hacerse cargo. Él, en medio de la tormenta, malmetido por ambos.
No es por echarme flores, pero fui el principal culpable de que afrontara de una manera decidida ambos aspectos. En el familiar actué de pseudo psicólogo. Una vez logrado que cogiera cierto grado de confianza conmigo, mantuvimos largas conversaciones. Mas que consejos le insuflé ánimo para que fuera capaz de hablar seriamente con sus progenitores y les hiciera ver que estaban obrando de una manera egoísta, que estaban haciendo mucho daño tanto a él como a su hermana, que no los debían usar como monedas de cambio. En cuanto a la faceta escolar fue capaz de sacar —sin grandes alardes— todas las asignaturas menos una —precisamente historia—, que aprobó en septiembre. No se limitó a copiar, conseguí algo que no hubiera pensado nunca: que abandonara su faceta atrabiliaria, que sólo usase su descomunal físico en defensa propia y dedicara algo de tiempo a coger hábitos de estudio. Este cambio llevó su tiempo y algún enganchón entre nosotros, pero me di cuenta pronto que era un tipo noble cuyo trato merecía la pena. Nunca hay que quedarse con la primera impresión.
Sería injusto no remarcar que hubo contraprestación, que para mí esa amistad reportó beneficios tales como sentirme menos cohibido al hablar en público o defender firmemente lo que creía sin agachar la cabeza a las primeras de cambio. Parece mentira que dos personas, en principio tan diferentes, nos complementáramos de forma tan fructífera.
El primer día del curso siguiente lo encontré mirando el tablón de anuncios. En cuanto me vio le brillaron los ojos. Se llegó hasta mí mientras decía con su vozarrón opaco: «canijo, ¿Dónde te metes? Te estaba esperando para ir al aula y sentarnos juntos». «Claro Trabu, yo lo daba por descontado», afirmé.
Cuando nos entregaron las notas de 3º de BUP lo noté algo esquivo. «¿Qué te pasa chaval? A mí no me engañas», le comenté. «Ni lo pretendo canijo, pero me cuesta horrores contarte que abandono el barco». A continuación, me dio las gracias por haberlo llevado hasta allí. Había sacado todas. Ya tenía su título de bachiller. Mucho más de lo que hubiera pensado, así que no iba a hacer COU. La universidad no entraba entre sus prioridades. Iba a trabajar a partir de ese verano en el negocio familiar, la serrería de su padre. En la oficina, llevando la contabilidad, aunque en una empresa pequeña hay que hacer un poco de todo. Con gran pesar le estreché la mano y le deseé toda la suerte del mundo.
Eran otros tiempos, no existían los móviles. Mantuvimos correspondencia durante unos meses, pero por desidia dejamos de hacerlo y perdimos todo contacto.

Aquel atlante que yo conocí estaba en este momento desmadejado sobre las baldosas. Según me relataron salió de la sala apretándose con un dedo la tirita que colocan para cortar la hemorragia. Se había sentado en una silla y al momento se fue escurriendo como un pez hasta desparramarse por el suelo. La enfermera lo tenía cogido por los pies. Le subía y bajaba las piernas con suavidad. En ese momento los cuchicheos de los espectadores se vieron apagados por la irrupción de los acordes de una canción reconocible a gran volumen. Se trataba de Paquito el chocolatero, melodía propia de ferias y fiestas populares. El personal comenzó a mirarse frunciendo el zuño. La música seguía sonando cada vez más alta. Nos dimos cuenta de que el ruido provenía del cuerpo del interfecto, probablemente de su móvil, pero nadie osaba comprobarlo. La situación se estaba tornando más que violenta cómica, así que me acerqué a Trabucodonosor, le introduje la mano en el bolsillo y saqué su teléfono. En la pantalla aparecía la siguiente leyenda: «Ana hija». Colgué. Ya le daría su padre las explicaciones pertinentes cuando volviera en sí. Me senté a esperar con el teléfono en la mano. A pesar de que la vida lo había coceado físicamente, o precisamente por ello, lo que más me apetecía en este momento era ponerme al día en las vertientes que no se perciben a simple vista, como por ejemplo ¿Qué habría pasado en el devenir de su existencia para ser capaz de poner ese tono de llamada tan folklórico en el móvil?