lunes, 22 de enero de 2024

Capítulo 1- Melodías urbanas

 

¡Hijos de diez mil putas! Antonio esta asomado a la ventana, con medio cuerpo fuera, fuera de sí, gritando barbaridades en plena madrugada. Son las siete de la mañana, todavía no ha amanecido. Algunos vecinos corren la cortina y pegan la nariz al cristal extrañados, quieren saber a que se deben estas voces estentóreas, pero no se atreven a enseñar el rostro. Antonio siempre ha tenido fama de hombre tranquilo y sosegado, de los que nunca pierden las formas.

 

El día comenzó como todos. Renata se había levantado a prepararle el desayuno. Le tiene dicho que se quede en la cama, ella que puede, pero parece que le gusta ese servilismo. Después se vuelve a arrebujar entre las sábanas y duerme como un tronco. A Antonio le resultaría imposible. Mientras él se mete en el baño a darse una ducha, afeitarse y asearse, ella va hasta la cocina y exprime unas naranjas, calienta dos tostadas, las prepara con tomate rallado y una loncha de jamón por encima. También calienta leche y hace café.

Cuando Antonio entra a la cocina está todo dispuesto y colocado en la mesa. Viene sin chaqueta. Se pone una sudadera encima de la camisa y de la corbata para evitar estropicios y burlas por parte de Renata. «Tú eres de Castilla La Mancha, pero más de “la mancha” que de Castilla». Ha adquirido una fama que ya hace tiempo que optó por no desmontar. La bola de nieve había crecido demasiado y no le compensa. Tampoco se solivianta, forma parte de su cotidianeidad, si acaso se le escapa un gesto de hastío o un suspiro, como diciendo «otra vez con la monserga de siempre, qué cansinos».

Renata trabaja en la lavandería de un hospital, en turno de tarde. Se ven apenas un rato cuando llega a casa por la noche, por eso prefiere iniciar la jornada así, en la cocina, charlar un rato, comentar los formalismos típicos de cómo se ha pasado la noche, si se ha descansado. Aparte de esto se ponen al día con pequeñas cápsulas informativas, sobre el ambiente y las novedades laborales y, a veces, temas domésticos o de economía familiar. Por la noche, Antonio la compensará preparando la cena. Aunque no es un maestro de la cocina, se defiende. Suelen hacerla ligera, no hay que atiborrarse porque después se duerme fatal. El almuerzo, la comida fuerte del día, la hacen los dos fuera de casa: Renata en el hospital y Antonio en el restaurante que está en los bajos del edificio de su oficina.

Cuando ha llegado al trabajo, se ha encontrado el estor de su ventana en el suelo. Menos mal que el incidente ha ocurrido durante la noche, sino le podía haber caído encima. Se ha desprendido con cajetín y todo, por lo que el trastazo podría haber sido serio. Ha llamado a mantenimiento para que arreglen el estropicio cuanto antes. A partir de las diez el sol da de plano y no hay método alternativo de protección. Le han dicho que se puede arreglar, no ha sufrido desperfectos graves, se puede volver a utilizar. Allí mismo, a su lado, se ponen a dar martillazos para enderezar el cajetín, lo que ocasiona un ruido metálico seco que le resulta molesto.

A continuación, un operario se sube a una escalera y lo sujeta, contra el techo, para colocarlo en su lugar de origen. Otro compañero se sube en otra, con una taladradora que tiene ya la broca acoplada. Funciona con batería, no es necesario enchufarla a la pared. Cada vez existen más adelantos que nos hacen la vida más cómoda. Antonio abandona este pensamiento de golpe. La broca comienza a girar al introducirse en el falso techo y un sonido chirriante le taladra los oídos. Se los tapa y aprieta los dientes al tiempo. Vanesa, su compañera, que se sienta justo enfrente de él se ríe de su poco aguante. Le llama exagerado. En un rato todo habrá acabado. Se trata de tres agujeros y se cumplen los pronósticos de Vanesa, en diez minutos los tienen hechos, introducen los tacos pertinentes y en media hora han acabado todo el proceso y se van por donde han venido.

Vanesa es muy maja y buena compañera, le ayuda en todo lo que le solicita. Son ocho personas en el módulo, pero ha congeniado fenomenalmente con ella. Además, al llevar casi cinco años juntos, también hablan a menudo de la vida extralaboral, se desahogan y se piden consejo. Salen a desayunar juntos a eso de las diez y media. Lo hacen en el bar de la esquina, que se llama Bar baridad. Les hace gracia el nombre. Muchas veces lo han comentado con Sigfrido, el dueño.

—Tuviste una idea brillante, un juego de palabras ingenioso, pero, por otra parte, con el nombre que te pusieron al nacer, se lucieron tus padres. Es un nombre de otra época —le comenta Antonio.

—El de mi abuelo —replica Sigfrido—, siguiendo la tradición familiar y la costumbre del momento.  Podían haberse acogido a otra usanza que era la del santoral del día y hubiese salido mejor librado. Me hubiese llamado Salvador. Lo he visto en el calendario. Nací el 18 de marzo.

—Ahora se pueden cambiar los nombres, creo que no es complicado —dice Vanesa.

—Paso. A estas alturas de la película estoy más que acostumbrado. A la gente le extraña, pero a mí no me incomoda lo más mínimo.

—¡Otra vez no! —vocea desalentado Antonio —¿hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que cese ese ruido infernal? No puedo ni seguir la conversación.

Antonio se refiere a la estridencia que se produce cuando el camarero tiene que calentar la leche o el agua. Coloca la jarra en el extremo derecho de la cafetera, por donde emerge un tubo curvo de acero inoxidable, con pitorro en la punta, que expulsa el vapor de agua que va templando los líquidos. Le parece increíble que en pleno siglo XXI, época de grandes avances e hitos en todos los campos, en la que la inteligencia artificial pide paso sin demora, no se haya inventado un proceso silencioso para este fin. Ahora el que le llama exagerado es Sigfrido. «Pues si que me has salido tú delicado».

Suben a la oficina para continuar la jornada hasta la hora de comer. Tienen que cuadrar balances y cotejar los datos de unos albaranes que han llegado. Trabajan en una multinacional que se dedica a la fabricación y distribución de todo tipo de pinturas y cuentan entre sus mejores clientes con sociedades de la importancia de Leroy & Merlín y Obramart. Sirven también al pequeño comercio. La empresa marcha bien, demasiado bien, pero contratar refuerzos no entra en los planes de los directivos.  Desde hace unos meses se tienen que quedar una hora después de acabar su horario y eso no figura en ningún lado. Aun así, no se queja, el sueldo que cobra es aceptable para los tiempos que corren. La mañana les está cundiendo, pero vuelve a interrumpirse el ritmo porque algo le corta el rollo. Antonio observa frente a la ventana a un operario encaramado en el plátano de sombra que está frente a ella y blandiendo una motosierra está cortando ramas sin parar, como si no hubiera un mañana. Abre la ventana y se dirige haciendo aspavientos al trabajador, parece ser, por lo que pone en la camiseta, que de la división de Parques y Jardines del ayuntamiento. Por fin, el trepador, repara en su presencia y para el motor de la motosierra.

—Hombre de Dios, ¿no ve que así no podemos concentrarnos en el trabajo?, aparte de que podar los árboles en primavera es una aberración.

—No estoy podando, estoy saneando, caballero. Precisamente, hemos venido porque algún vecino ha puesto una reclamación ante la Junta Municipal ya que el árbol está torcido y tiene algunas ramas que, si se levanta viento, podrían caer sobre la calzada, lesionar a transeúntes o dañar a vehículos.

—Pues vaya puñeta. ¿Y va a tardar mucho en acabar, si puede saberse? Porque estamos a tope y con el ruido no nos cunde.

—Tranquilo, en media hora habré terminado.

¡Media hora! Medita impaciente, mientras cierra la ventana y dedica una falsa sonrisa al trabajador arboricida. Vanesa sonríe frente a la pantalla del ordenador, parece que no le afecta tanto. Al rato finaliza el ruido y Antonio retoma la rutina. Cuando dan las dos se marchan a la cafetería de los bajos a comer. Aunque Sigfrido les cae bien y les trata fenomenal, no tiene menú, solo bocadillos y raciones, aparte de que los vales de comedor de la empresa los tienen que gastar allí preferentemente. Saludan a los parroquianos, clientes habituales y viejos conocidos la mayoría, con el manido «que aproveche», mientras se dirigen a su mesa reservada, la de todos los días. Hoy la conversación deriva, no sabe Antonio por qué llegan hasta ahí, a su situación familiar. Niños sí, niños no.

—¿Qué pasa, Antonio, por lo que veo al final no os decidís? Cada vez, según vais cumpliendo años, os va a dar más pereza, te lo digo yo, pero si quieres mi consejo no os vais a arrepentir. A mí me cambió la vida. Criar a los hijos tiene inconvenientes, pero es reconfortante, es mucho más amplia la lista de compensaciones.

—Gracias por la información, aunque no te la puedo comprar.

—No te entiendo.

—Me violenta un poco este tema de tertulia. Contigo es raro que algún tema me tense. Me parece que ese tren ya ha pasado para nosotros, Vanesa.

—¿Qué dices?, ahora hay muchos padres con cuarenta años.

—Y con cincuenta, pero lo nuestro es distinto. No llegan por el método natural y nos hemos resignado. Si te soy sincero me daría un poco de yuyu si viniese una criatura. No se si estaría a la altura.

—Seguro que sí, eso lo pensamos todos, pero después no queda otra, tiras hacia delante y aprendes sobre la marcha, a pesar de haberte leído tochos enteros, tutoriales y consejos de pseudo expertos. No me habías comentado nada, por cierto.

—Tienes razón. Contigo me confieso de casi todo, a pesar de mi hermetismo.

—Hay otras salidas, no desesperéis.

—Te refieres a la adopción. No gracias. Ya lo tenemos hablado. Estamos bien así.

—¿Puedo saber por qué ese descarte tan categórico?

—Sí, pero tendrá que ser otro día. Tenemos que subir, se ha hecho tarde.

—Por cinco minutos más no se va a hundir la empresa.

—Es la hora y prefiero que subamos, ya te dicho que no me apetece hablar de ello. En otra ocasión te doy los detalles. Perdona.

A las seis sale del trabajo, coge el autobús y se baja a dos manzanas de casa. Cinco minutos andando es lo que suele emplear, más los veinte aproximados en el medio de transporte. No le pilla mal desde su domicilio. En una ciudad como Madrid el tiempo empleado para llegar a su puesto de trabajo se puede considerar breve.

En cuanto se apea del autobús, todo su cuerpo comienza a vibrar, de la cabeza a los pies. Hay una obra del Canal de Isabel II, delimitada con vallas metálicas y están rompiendo las aceras con martillos neumáticos. Los operarios tienen unos cascos de diadema puestos, pero a él se le mete el sonido hasta el tuétano. Sale escopetado de allí para alejarse cuanto antes.

Entra en casa, Renata no ha ido a trabajar hoy. Libraba.  Está en medio del pasillo secándose el pelo. «¡Renata, joder! ¿Se puede saber qué haces?». Ella sigue, no le hace ningún caso, pero es porque no le oye. Se acerca a ella y le da unos toques en el hombro.

—¡Ay, qué susto! No te he oído llegar —apaga el secador.

—No me extraña, con la escandalera que estás formando ¿Qué haces en el pasillo? ¿Por qué no te metes en el baño? Ese ruido me saca de mis casillas.

—Perdona cariño. Es que hacía mucho calor dentro por el vapor del agua caliente y el aire que expulsa el calefactor. Lo he apagado, he abierto la puerta para que se ventile y he salido porque estaba empezando a sudar. No te esperaba todavía.

—Cada día salgo más tarde y ¿no me esperabas tan pronto?

—Perdona Antonio. Como a estas horas suelo estar trabajando no me aclaro bien de tu hora de regreso. De todas formas, me pareces un poco tiquismiquis. No es para tanto.

—Si supieses el día que llevo. Parece que la UNESCO lo hubiese declarado el día mundial de las cacofonías. Bueno, preparo la cena mientras terminas de acicalarte.

—Es un poco pronto. Podemos ver un capítulo de una serie que me ha dicho mi amiga Carolina que está fenomenal. Es una distopía: «Los robots están entre nosotros» creo que se titula. Después cenamos y vemos el segundo capítulo antes de acostarnos, incluso el tercero si nos engancha.

—Muchos capítulos son esos. Ya sabes que a mis las series no me suelen hacer gracia y las de extraterrestres o robots que nos invaden me acojonan un poco. Prefiero las películas que se acaban y no tengo que estar con el come come esperando la continuación. En fin, vemos uno y decido. Si no me engancha, me iré a leer al cuarto hasta que me entre el sueño.

Todavía no hace ese calor tórrido de pleno verano, temporada en la que es inevitable enchufar el aire acondicionado, por lo que hay gente que duerme con las ventanas abiertas y otra con ellas cerradas. Renata y Antonio son de los primeros. A eso de las tres de la madrugada comienza la sinfonía que producen los camiones de la basura al vaciar los contenedores y aplastar su contenido entre chasquidos. Antonio resopla de impotencia. Cuando parece que ha vuelto a coger el sueño se despierta de golpe. Mira a través de la ventana. Un camión con una pluma adosada ha levantado el contenedor del vidrio y una vez encima de la caja, mediante una palanca, han abierto el fondo y han comenzado a caer botellas y tarros a plomo produciendo un estrépito que se debe oír en todo el barrio. Aprieta los dientes y vuelve al catre. Esta vez le cuesta un triunfo caer rendido. Si lo hubiera sabido se hubiese tomado media pastilla de Diazepan o, visto lo visto, una entera, así descansaría e iría fresco mañana al trabajo, pero va a llegar hecho unos zorros con total seguridad.

 

Y a eso de las siete ponen la guinda en el pastel. Unos operarios, blandiendo sopladoras, hacen volar hacia la calzada las hojas caídas de los árboles, papeles y materiales livianos que se encuentran en la acera para que un vehículo conducido por un compañero, que tiene adosados unos peines giratorios, los engulla. El sonido de las sopladoras es desesperante. A base de aceleraciones con breves pausas de ralentí pone a Antonio los pelos como escarpias. Está fuera de sí, con una rabia acumulada que se ha convertido en inabarcable, los ojos como platos y la mente dándole vueltas.

Se levanta de un brinco, va al cuarto de la plancha y coge la aspiradora. La enchufa, gira el botón de las revoluciones hasta mil ochocientas, que es el tope. Libera tres metros de cable y sale corriendo hacia el dormitorio. Roza con el hombro contra el quicio de la puerta al pasar. Se desequilibra un poco, pero no se detiene. Una vez allí, enciende el aparato apretando el interruptor, lo saca al exterior a través de la ventana, echa medio cuerpo fuera, clavando la barriga en los rieles de las correderas mientras que, echando espumarajos por la boca y con ojos vesánicos, lanza grandes gritos, dirigiéndose a los operarios de las sopladoras que lo observan atónitos: «¡Hijos de diez mil putas! ¿A que jode?»

Continuará.../...

miércoles, 3 de enero de 2024

EL POETA

 

Se sentía a los quintos cantando por la calle. Era tarde. Marcos ya se había acostado. Salió de la cama. El suelo del piso superior era de madera, pero a pesar de ello, sintió frío en la planta de los pies. El invierno estaba cerca. Se aproximó a la ventana en la oscuridad. Giró la falleba para liberar las contraventanas y desde allí vio pasar a la cuadrilla a la luz del farol. Quince más o menos. Una guitarra y una bandurria, botellas de anís rasgadas con objetos metálicos, almireces, cencerros y panderos. Las voces recias, no muy aunadas y la entonación pasable. El vaho que expulsaban sus bocas ascendía hasta desaparecer cuando llegaba a la altura de los tejados. El volumen de la música se fue atenuando conforme se alejaba el grupo. Permaneció pegado al cristal hasta que se dejó de oír del todo.  Volvió a meterse en la cama y se arropó. Todavía guardaba algo de calor.

Le gustaban las coplas de quintos y las de carnaval —su madre decía que eran ordinarias—. También las de navidad. Las había muy bonitas, algunas lanzaban requiebros a las mujeres, otras eran ocurrentes, las menos subidas de tono. Desde su más tierna infancia la música y el ritmo le habían cautivado. Siempre que sonaba una canción en la radio se ponía a tamborilear los dedos intentando seguir el ritmo. En el pueblo era difícil aprender a tocar un instrumento. Nadie vivía de la música. Su abuelo Moisés, el padre de su madre, le contó que en tiempos hubo una banda municipal de la que formó parte en su juventud como trompeta, aunque se deshizo pronto. No sabía dónde había ido a parar el instrumento.

El señor Matías, que amenizaba siempre los festejos —acababa de pasar con los quintos—, enseñaba a tocar guitarra, bandurria o laúd por poco dinero. Su intención era formar una rondalla de pulso y púa, así la llamaba. No terminaba de cuajar. Los alumnos se aburrían pronto. Daba clases por la noche cuando volvía de sus quehaceres en el campo. Marcos había planteado esa posibilidad en más de una ocasión a su padre. Su contestación siempre había sido la misma: «Pon todo tu empeño en estudiar unos años, aprender las cuatro reglas y escribir con soltura. Después a labrar la tierra, que será lo que te dé de comer, lo demás son tontás y pérdidas de tiempo». Intentó replicar, pero sabía que era en vano. Su padre era retrógrado, terco y tradicional en grado sumo. Su única afición conocida era acudir a la taberna a echar la partida los fines de semana. Contradecirlo suponía una pérdida de tiempo y le podía acarrear un castigo o un bofetón.

En la intimidad de su cuarto gustaba de escribir. Lo que más, poemas. No recordaba en qué momento comenzó su inclinación. Desde que aprendió las primeras letras le agradaba imitar las coplas tradicionales o componer cuartetos propios rimados, al estilo de los que oía por las calles del pueblo. Después fue alargando sus composiciones, cambiando el estilo inconscientemente, aumentando su complejidad. Este pasatiempo le aliviaba de las tensiones cotidianas, le cargaba de energía. Alejaba las burlas a las que sus compañeros le sometían por su constancia e interés en los estudios. Lo consideraban un ejemplar muy raro. Alguna vez le habían birlado una poesía y la habían leído a grandes voces en el aula, acompañada de gestos ostentosos lo que producía carcajadas por doquier. Pasaba unos sofocos terribles. Ya en casa, en su cuarto, disminuía un poco la angustia, pero no podía bajar la guardia, ya que estas “simplezas” no se concebían. Si lo descubrían la prohibición sería inmediata y eso no lo quería ni pensar.

Don Antonio —su profesor— conocía su pasión y lo alentaba. Era con la única persona que era capaz de sincerarse, se encontraba a gusto en su compañía. Sus pocos amigos estaban en otra onda, consideraban su afición como una extravagancia. Don Antonio le daba ánimos, ensalzaba sus escritos y la imaginación que desplegaba en ellos —impropia de un niño de doce años que no había conocido nada fuera del ambiente rural, le comentaba a su mujer—. Marcos devoraba con pasión los libros que cogía en préstamo de la bibliobús que aparecía por el pueblo un jueves sí y otro no. Ponía especial atención en el estilo con el que escribían sus autores favoritos.

Un día —cuando acabaron las clases— dejó varios poemas al profesor para que los leyese y le diera su opinión. Esto lo había hecho en otras ocasiones. La novedad radicó esta vez en que —sin previo aviso—, el maestro los pasó a máquina y los envió a un concurso infantil que venía anunciado en el periódico.

Dos meses más tarde, la Diputación provincial —entidad organizadora— le concedió el primer premio. Se lo notificó al docente y este le entregó la nota sin poder ocultar su alegría. Marcos rompió a llorar con desconsuelo mientras la leía. Don Antonio intentó calmarlo. Poco a poco fueron aminorando los hipidos. Conocía la gran sensibilidad de su alumno, por lo que achacó este episodio a la emoción que le había producido enterarse de la noticia. Pero no era tal. Se llevó un chasco cuando Marcos, sin estar calmado del todo, le pidió, por favor, que renunciara al premio en su nombre. Tenía pavor a comunicárselo a la familia, bueno, por mejor decir, a su padre.

—Yo te acompañaré y se lo explicaré todo— le dijo.

—Será aún peor. Mi padre es bruto y terco y, si se siente acorralado, puede salir con cualquier barbaridad, incluso faltarle a usted al respeto.

—Marcos, rendirse sin intentarlo no va conmigo. Aquí puede estar tu futuro.

 

Encogido como un gazapo, siguió su estela hasta el domicilio familiar. Una vez allí —ante la extrañeza de sus progenitores—, el maestro expuso el motivo de su visita. El sábado, si a ellos les parecía bien, le llevaría a Guadalajara a recoger el premio. Estarían allí, entre otras personalidades, el presidente de la Diputación y el alcalde de la ciudad. Cuando terminó de hablar, su padre hizo una seña a Marcos para que subiera a su alcoba.

Una hora después se abrió la puerta y aparecieron su madre y don Antonio. Le contaron la existencia de una segunda carta que le había omitido el profesor. El primer premio llevaba aparejada una beca para cursar estudios en Sigüenza, la población cabeza de partido. Una hora diaria aparte del temario oficial estaría destinada a su pasión, la literatura, a potenciar sus aptitudes. Había resultado duro que el padre diera su brazo a torcer, pero al final —como no tenía que rascarse el bolsillo—, le había picado el orgullo. Nunca lo iba a admitir, pero le gustaría que su hijo se ganase la vida en un trabajo menos duro e incierto que sus ancestros. La literatura como mal menor, como divertimento en un principio, pero no debía quitarle demasiado tiempo. Se debía centrar en sus estudios para ser alguien de provecho, abogado o arquitecto, por ejemplo.

Los primeros tiempos fueron bastante duros, acostumbrado desde que nació al pueblo, a sus gentes y sobre todo a su casa familiar. Aquí estaba en un colegio interno e iba una vez al mes. Pero tenía claro lo que tenía que hacer si no quería volver allí como un fracasado y, lo que es peor, permanecer toda su vida como labrador, un oficio agotador e inseguro. Era lo último a lo que quería dedicarse. Así que hincó codos sin descanso para sacar el bachiller y aprovechó lo mejor que pudo ese curso novedoso de literatura creativa.

 

Hacía diez años que no volvía por el pueblo —desde que falleció su madre—. Le había llamado un amigo para decirle que había muerto don Antonio, su mentor. Acudió a darle la última despedida. Ahora vivía de juntar letras, toda una proeza en este país. Era un poeta reputado. Había ganado unos cuantos premios de renombre y formaba parte del selecto club de personas que tenían como único medio de vida la literatura. Aparte de su predilección por la poesía, también había publicado un par de novelas con cierto éxito.

 Hacía mucho que no tenía contacto con el maestro. Cruzaron correo durante mucho tiempo, pero con el paso de los años esta costumbre pasó a ser residual. Al final, los típicos christmas de navidad. Hacía un par de años que no sabía nada de él. Le habían contado que se había jubilado, pero que a los pocos meses le descubrieron un cáncer de hígado que había resultado letal.

Venía de tarde en tarde a visitar a sus padres. Un par de veces al año. Después de fallecer ambos vendió, a través de su gestor, la casa, todas las tierras y demás pertenencias familiares porque se había desvinculado totalmente de lo relacionado con el pueblo. 

El día después del entierro de don Antonio, antes de irse del lugar —quizá para siempre— pasó por el cementerio, visitó la sepultura de sus progenitores y, a continuación, permaneció largo rato ante la tumba del profesor, pensativo, rumiando algo por dentro. Según contó después en el mercadillo Basilisa, vecina de la villa y que estaba en la sepultura contigua, le oyó murmurar: «Gracias por sacarme de la cueva. Hasta siempre», como epílogo de su perorata. A continuación, se giró y, con pasos lentos y brillo en los ojos, abandonó el camposanto.