miércoles, 25 de mayo de 2022

CORRER ES DE COBARDES

 

No es lo mismo correr que huir. Se lo había oído decir a mi padre muchas veces. Por ejemplo, cuando veíamos el encierro de San Fermín por la tele, si un toro hacía hilo con un corredor y este, con la cara desencajada, los ojos fuera de las órbitas y temiendo por la integridad de sus glúteos, esprintaba y braceaba a toda máquina e intentaba zafarse del animal, aunque fuese tirándose al suelo de mala manera. Nos reíamos ambos de la ocurrencia. Mi padre era muy refranero, pero aquella mañana cuando mi mente dibujó su frase, no fue risa precisamente lo que me produjo. Ni a él tampoco cuando le fueron a avisar. 

            Había quedado para salir a correr con mi hermano Héctor a primera hora. Todavía no había amanecido, el cielo estaba encapotado, aunque algún claro se atisbaba en el horizonte. Chispeaba, pero no hacía mucho frío. Me gusta sentir el agua en la cara. Había llovido bastante los últimos días, así que elegimos el camino del río porque es de tierra compactada, filtra bastante bien y es difícil que se llene de charcos.

            Prefiero correr solo e ir escuchando música, más que nada porque, aunque no soy un profesional, con la cháchara no me centro en el control de la respiración y me viene el flato a las primeras de cambio, pero me tocaba cuidar de mi hermanito que estaba plof porque lo había dejado con Virginia después de dos años. Era el mayor y me sentía obligado a mantener su pensamiento entretenido el mayor tiempo posible para que no estuviese dándole vueltas todo el rato.

            La ruta era de diez kilómetros, ida y vuelta, y en una hora habríamos vuelto. Refunfuñó que lo tenía un poco dejado, pero le dije que, a trote cochinero, eso se hacía con la gorra. Asintió sin escuchar lo que le decía y siguió dándome la chapa sobre su drama sentimental. Me estaba luciendo con mi objetivo prioritario, pero al menos le serviría de desahogo.

            Al doblar una curva, vimos un perro negro a lo lejos, en medio del camino. Me extrañó porque no era temporada de caza. Pensé que se habría escapado de alguna finca. Cuando nos acercamos me di cuenta de que no tenía collar y se le marcaban las costillas. Comenzó a gruñirnos, pero empezamos a palmotear y a dar voces y salió zumbando ladera arriba.  

            Retomamos la marcha un poco contrariados por el encuentro. Por lo menos le sirvió para cambiar el chip a Héctor. Lo malo es que un rato después apareció de nuevo ante nuestros ojos, pero esta vez acompañado de otros cuatro amigos, colocados en forma de punta de flecha. En cabeza había un husky que nos miraba fijamente con ojos escrutadores. Permanecieron en silencio hasta que llegamos a veinte metros de ellos. El husky estiró el cuello, levantó la cabeza, y se puso a aullar al cielo, mientras sus compañeros llenaban el valle de potentes ladridos. Me cagué de miedo.

            Nos detuvimos. Mi intención era darme la vuelta y volver sobre nuestros pasos a toda carrera. Fue entonces cuando me acordé de la frase de marras. Mi hermano adivinó mi propósito y me susurró que no lo hiciera, que me quedase quieto sosteniéndoles la mirada. Se nos fueron acercando lentamente. Sentí amargor en la boca, tensión en los músculos y un calor asfixiante. Héctor insistía en que me quedase inmóvil. Los teníamos casi al lado gruñendo y babeando. El husky debía ser el jefe de la manada. Todos le seguían.

            Entré en pánico e hice lo que me había repetido que no debía hacer. Me di la vuelta y comencé a correr a toda leche mirando atrás por el rabillo del ojo. Los perros siguieron mi estela, pero al pasar a la altura de mi hermano este se abalanzó sobre el cabecilla y ambos cayeron rodando hasta la cuneta. El resto de los perros, sorprendidos, se quedaron quietos en un primer momento, pero después acudieron en ayuda de su jefe. Yo lo estaba observando todo desde una distancia prudencial. No veía a mi hermano, nada más que a la turba de perros gruñendo, ladrando y lanzando dentelladas. De repente me pareció ver dos brazos que se elevaban con una piedra agarrada entre las manos. Luego un ruido seco, como de palo que se quiebra. Se hizo el silencio y a continuación los perros se alejaron con el rabo entre las piernas y emitiendo gañidos lastimeros. Todos, menos el husky que yacía muerto en el suelo con la cabeza aplastada. Mi hermano apenas se movía. Me aproximé a la carrera. Al llegar a su altura comprobé que tenía desgarrones en la ropa y sangre por todo el cuerpo. Se hizo de noche de repente.

             Cuando desperté estaba en mi cama. Mi madre me contó que pasaron por allí dos jóvenes en un coche y nos trajeron hasta la población. Habían llamado a emergencias. Vino una ambulancia y se había llevado a Héctor al hospital de Toledo. Tenía bastantes mordeduras. Algunas de ellas profundas. Mi padre estaba con él. 

            Las heridas del cuerpo se curaron, las del alma, aún hoy, siguen sin cicatrizar del todo. A mi hermano le quedó una leve cojera después de un par de operaciones y rehabilitación posterior. Nunca me reprochó nada. No sé qué hubiera pasado si le hubiese hecho caso. Me consuelo pensando que lo mismo. La cosa pintaba fea y no teníamos refugio ni defensa posible. Las citas de las consultas se han ido espaciando, la medicación reduciendo. Ayer salí a correr.