sábado, 21 de marzo de 2020

ESTADO DE ALARMA



Bajo las escaleras con cuidado, procurando no hacer ningún ruido que alerte a los vecinos y ponga en marcha el cronómetro. Franqueo la puerta de salida, cruzo la calle con las bolsas. Allí están como siempre, uno al lado del otro, perfectamente alineados. Marrón, naranja, amarillo, azul y verde. «Los daltónicos lo deben llevar crudo». Me viene ese pensamiento recurrente cuando veo una gama de colores, a pesar de que tiempo atrás, para saciar mi curiosidad, se lo pregunté a mi amigo León. Me sacó de dudas con suficiencia. «Es acostumbrarse y tener truquillos, te aprendes el orden como en los semáforos o en el mando de la tele. En los contenedores no hay problema, tienen dibujitos explicativos y a veces aparece escrita la palabra clave. Pasa lo mismo que con los zurdos. El mundo estándar no está pensado para ellos y se acostumbran a abrir las puertas del revés, cortar con tijeras en sentido contrario o adiestran la mano derecha para realizar ciertas funciones que no son de precisión». Me ilustró de propina con una palabra que desconocía, discromatopsia.
Salgo de mi ensimismamiento y diviso en la otra acera una fila de personas, pero no me alcanza la vista a distinguir su inicio. Seguro que es la tienda que hay al doblar la manzana. Están separadas entre sí como cuando guardas el turno en el cajero o realizas una gestión y, por respeto, dejas una distancia prudencial. Séptimo día de estado de alarma y se confirman las peores sospechas. Hace diez días que no salgo. La situación y la actitud de las personas ha cambiado diametralmente. Permanecen en silencio. Unos consultan los móviles, otros miran hacia el horizonte con la bolsa apretada en la mano.
Decido dar un paseo breve, por las calles colindantes, para airearme un poco después de tantos días metido en la gazapera. No hay que contravenir las instrucciones gubernamentales, pero lo necesito. «Total, van a ser diez minutos», me tranquilizo para que la infracción se diluya de mi mente. Hace fresco y se me ha olvidado la braga en casa, así que me subo las solapas de la cazadora hasta las orejas. Las calles están desiertas, pasa algún vehículo de vez en cuando. Veo a dos o tres dueños de perros paseándolos. Deben ser imaginaciones mías, pero me parece que los chuchos tienen cara de hastío. Estoy influido por los memes recibidos en el sentido de que las familias sacan a sus mascotas a pasear por turnos y los animales extrañan estos excesos y acaban el día derrengados.
Me cruzo con un par de humanos sin coartada, como yo, sin bolsa, sin carrito, con las manos en los bolsillos. Nuestras miradas se encuentran recelosas, inconscientemente ponemos los ojos achinaos, como queriendo decir «¿No me irás a inocular el coronavirus de los cojones, espabilao? ¡Cómo me tosas, te rebano el pescuezo!». La madre que me parió, cómo está el ambiente. La psicosis saca estas cosas, pero no es para menos, las noticias sobre los picos, curvas y repuntes nos tensan y no contribuyen a dar esperanzas. Abrevio la vuelta y alcanzo otra vez el portal tocando pomos y el quitamiedos de la escalera. Cuando me doy cuenta ya es demasiado tarde. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a reparar en estos detalles? Lavado de manos exhaustivo y desinfectante para asegurar. Todo en orden de nuevo.
Oigo una voz inconfundible cuando ya me había apoderado del mando.
—¿No te acuerdas de que hoy había que comprar sin falta? Son muchos días y estamos bajo mínimos.
—El que tiene el mando manda. Así que tienes que ir tú.
—No me vengas con simplezas. Estaba hablado y es asunto cerrado. Además, hay que hacer una compra en condiciones. Coge el coche y te acercas al Mercadona.
—¡No! Pídeme lo que quieras, pero no me mandes al Mercadona con la que está cayendo y desarmado, además. No estoy preparado para la batalla final.
—¿Cómo puedes ser tan ganso? Anda, coge la mascarilla y no te la quites para nada. Aquí tienes la lista.
Cuando llego al aparcamiento, compruebo para mi sorpresa que hay bastantes vehículos, pero no está petado. Las imágenes del fin de semana anterior eran espeluznantes. Una nota en el ascensor comunica que sólo lo puede utilizar una persona cada vez. Bajo los dos pisos por las escaleras y accedo al supermercado. El ambiente se me antoja raro, cojo la lista para completarla cuanto antes. Echo en falta algunos productos, varios palets están vacíos, pero he de reconocer que menos de los que creía. Llego al pasillo de la leche. El vigilante de seguridad y una pareja de edad avanzada están enfrascados en una discusión.
—Les he dicho ya tres veces que hay que comprar de uno en uno, mantener la distancia de seguridad.
—Nosotros no hacemos mal a nadie— replica el señor.
—Eso no se puede saber, pero de momento tienen que cumplir las normas, que no las he puesto yo, las ha puesto el gobierno.
—O sea, ¿que llevamos cincuenta años casados y nos vas a separar tú ahora, con lo que llevamos sufrido juntos? Lo que me faltaba por ver.
Abandono el pasillo a paso vivo, haciéndome cruces, por un lado, ante la intransigencia que manifiestan algunos ciudadanos a la hora de cumplir las normas y, por otro, sonriéndome ante la ocurrencia del señor. Lo que Dios ha unido que no lo separe el segurata.
Como en carnaval, unos llevamos máscara y otros no, pero se nota, se siente algo raro que fluye cuando te acercas a alguien para coger cualquier producto o en los cruces de carros. Desconfianza, temor, suspicacia, todo junto. Cuando termino me sitúo tras la cinta que han pegado en el suelo a lo largo de la línea de cajas. Me relaja comprobar que las cajeras no pierden el ingenio ante la adversidad, siguen destilando humor entre ellas y con los clientes. «Le ha tocado a usted la guapa, se tiene que fiar de mí, ya que no me puede ver la cara».
De vuelta al hogar entro descalzo. Desinfección, ducha, la ropa a lavar. A mí me parece excesiva tanta prevención, pero las noticias que llegan son abrumadoras. Para atenuar el susto y celebrar que la gymkhana ha acabado con pocos sobresaltos preparo un brebaje a base de jugo de enebro y bebida gaseosa azul, acompañado de unos cubitos de hielo y limón troceado, lo que viene siendo un gin tonic. Los he llegado a tomar a cien pesetas en el Capitol, pero entonces se llamaban medios. Otra vez vuelvo a la nostalgia y a las batallitas de juventud. ¿Carca o Vintage? Cada generación lo verá de una manera. Lo paladeo a pequeños sorbos. El gas sube hacia la nariz, produciéndome un picor placentero.
Cuando más relajado estoy, casi dormitando, suena el timbre. ¿Quién podrá ser? ¿Un vecino que necesita alguna cosa? Los carteros comerciales estos días no se dejan ver. «¡Chicas! ¿Podéis ir a ver quién está llamando a la puerta?» No hay respuesta. Me toca salir del estado de letargo, incorporarme, y echar un vistazo por la mirilla.
—Pero abuelo, ¿hace mucho que salió?
—A las cuatro en punto.
—Cuatro horas fuera ¿Se puede saber dónde ha estado tanto tiempo?
—Con mis amigos, de palique un rato mientras jugábamos a la brisca y al dominó.
—¡Pero si está todo cerrado!
—Por eso hemos estado al aire libre, en las mesas del parque.
—Se lo hemos explicado por activa y por pasiva. La población está afectada por una pandemia.
—¿Anemia? Eso en mi época que se nos marcaban las costillas, pero ahora estáis todos hartos de pan. ¡Menudo lustre gastan las mozas! carnes duras y prietas.
—¿Es la sordera o la guasa que se gasta? —digo levantando la voz—. No se puede salir de casa hasta nueva orden, lo ha dicho el gobierno y lo repiten en todos los telediarios que, por cierto, usted se traga varias veces.
—Ah, la tontá esa del virus. Son unos exagerados. Además, en nuestro grupo estamos todos como robles.
—Abuelo, que son población de riesgo y hay que tener solidaridad, si hacemos todos lo mismo esto se puede alargar mucho. ¿No ha visto la cantidad de muertos que van ya? ¡Me parece una frivolidad tremenda! Los que teníais que dar ejemplo sois los peores. ¿Le voy a tener que atar?
—Bueno, bueno, no te alborotes. A partir de mañana sólo saldré a por tabaco. ¿O eso también me lo vas a prohibir?
—Yo no le prohíbo nada, son recomendaciones de nuestros gobernantes, pero ahora que lo dice sería una buena oportunidad para dejar de fumar.
—Es lo único que me queda, lo demás, entre colesteroles y tensiones, me habéis ido metiendo el miedo en el cuerpo y lo he tenido que orillar, pero por ahí no paso.
—Vale, pero ida y vuelta, se lo advierto, sino no vuelve a salir.
Pa ti la perra chica. No puede uno ni irse un rato a que le de el aire. Yo no sé en qué va a parar esto. Pero, entre tu y yo, esta enfermedad la han inventado para quitarse del medio a los viejos, que cobramos y no producimos. Eso nadie va a quitármelo de la cabeza. Por cierto, ¿qué es esa algarabía que se oye de fondo?
—¡Casi se me olvida! Es la hora, tenemos que salir a la terraza.
—¿Lo de los aplausos? Lo que yo digo, parar no sabremos en que va a parar, pero que bien se nos dan los palmoteos y los bailoteos a los españolitos. La gente no se cansa de inventar, pero conmigo no cuentes, os espero en el salón, a ver si explican en el parte si por fin han descubierto de dónde dimana el mal.