martes, 25 de agosto de 2020

NUDO

 

A lo lejos, en lo alto de una loma, divisamos una encina mediana. Un bulto colgaba de sus ramas mecido por el viento. Según nos acercábamos, la neblina se iba disipando y los perfiles ganaron nitidez. A la soga de la que colgaba le habían hecho un nudo corredizo. Una señal surcaba su garganta. Tenía el cuerpo amoratado y de su boca abierta escapaba un pingajo sanguinolento. Un escalofrío me recorrió. 

Habíamos quedado a las ocho y media de la mañana ya que desde que refundaron la asociación de cazadores, con estatutos presentados para su validación en instancias oficiales, se habían vuelto muy estrictos. Muchas normas que respetar. Algunas no tenían ni pies ni cabeza, otras que costó cumplir al principio ante la extrañeza que causaron tras años de anarquía, pero ahora había que acatarlas bajo apercibimiento de sanciones cuantiosas.

Las primeras semanas los ánimos estuvieron caldeados.  Se incrementó sustancialmente la cuota de los socios. Poner todo en regla suponía más dinero. Hubo que contratar un segundo guarda con el fin de que el espacio a vigilar fuese menos extenso y los furtivos no camparan a sus anchas. Había que pagar a los agricultores los daños causados por liebres y perdices en los brotes de vides y siembras. Hasta entonces se daban cuatro perras y la gente se conformaba, pero ahora estaba todo baremado. Se delimitó por sectores el término municipal, en algunos de ellos, los más llanos y de menos maleza, no se podía entrar con escopeta. Esta medida encantó a los galgueros.

Hasta las nueve estaba prohibido cazar. Antes, apenas amanecía ya estábamos dando patadas sobre el terreno, cundía más la mañana. Los perros había que llevarlos atados, si el guarda los veía sueltos, multa al canto. ¡Cómo si estuviésemos en la ciudad! Aunque reconocían en su foro interno que esta directriz les venía bien, porque se trata de una raza muy simplona. No sé cómo se las apañan, pero siempre que salta la liebre los pilla a contramano. A base de voces y palmoteos se les llama la atención para que hagan hilo con la rabona.

Aparcamos las furgonetas en una pequeña explanación que formaba el terreno en el cruce de dos caminos. Había caído buena pelona durante la noche. Abrimos los portones traseros para que salieran los canes. Son bastante frioleros, así que les dejamos desfogarse unos minutos para que entrasen en calor, los amarramos entre vahos humanos y caninos y empezamos la anhelada diversión. Desde que era un pispajo acompañaba a mi padre, era el único crío y me trataban como la mascota de la cuadrilla.

A veces se gastaba toda la mañana andando de un barbecho a un rastrojo, de una siembra a un erial, de una viña a un olivar y no se advertía un solo rastro. Los cazadores llevan la pasión en su ADN y, olvidado el desengaño en un tiempo prudencial, vuelven con renovados bríos el domingo siguiente.

En otras ocasiones, en cuanto llevabas diez minutos en el cazadero se localizaban indicios: huellas recientes o cagarrutas y comenzaba la animación: «Aquí tiene la cama, ¡qué sobá está!», «ese galgo va sin liebre», «No cacéis tan cerca del perdedero que saben más que Lepe, Lepijo y su hijo», o «¡Aquí está! Aguardad. Es un lebrato. Pasad con cuidado, no se vaya a levantar y tengamos un disgusto». Como todas las aficiones, la cinegética posee su jerga, su lenguaje propio y yo tomaba buena nota mental de cada nuevo vocablo o expresión que se cruzaban entre ellos. Me llamaba más la atención esto que la actividad en sí, por eso la abandoné pronto. Por eso y porque empecé a salir por las noches con asiduidad y no me compensaba madrugar los domingos para deambular por los campos en estado semiinconsciente.

Ya habíamos disfrutado la primera carrera. La rubia nos había dado calabazas, pero eso no era lo más importante, lo que animaba las mañanas era que se vieran unas cuantas galopadas trepidantes, de poder a poder, más que las piezas apioladas. Esto queda patente en los preceptos no escritos que siguen este tipo de cazadores como pasar de largo cuando lo que está acamado es una media liebre. Cuando una orejona que viene corrida (matacán), se ha zafado de sus perseguidores debido a su fuerza o astucia y se topa con otro grupo hay que dejarle ir, se lo ha ganado. Si en ese momento un miembro de esta cuadrilla azuza algún perro se le tacha de ansioso y de carnicero: «Tú no vienes a divertirte, tú vienes a por chicha». Una suelta de dos minutos daba para media hora de conversación, contraste de pareceres, salidas de tono y, en ocasiones, agarradas a costa de problemas de tal enjundia que a un profano le dejarían perplejo como «ese barcino no entra ni a los alcances, tu galgo todo lo que corre se lo deja atrás, está sucio o no tiene boca». A eso de las once y media hicimos parada para reponer fuerzas. Preparamos una lumbre en un lindazo con unas retamas secas que sirvió para atenuar el frío intenso de esa mañana de diciembre. Asamos un poco de panceta, chorizo y morcilla. Apuntalamos estos manjares con trozos de la hogaza de miga apretá que habíamos comprado en el horno antes de salir del pueblo. Todo regado con recio vino tinto. Una ajada bota de azumbre fue pasando de mano en mano desatascando gañotes y templando cuerpos. Las charlas fueron distendidas. Los temas, los recurrentes aparte de la caza, la política y el fútbol.  Antes de retomar de nuevo la tarea hubo que consensuar si seguíamos a hecho desde donde habíamos dejado el corte o nos dirigíamos a alguna zona considerada más fina para esas alturas del día.   La pausa se suele hacer a media mañana, porque lo que no se haya cazado antes del almuerzo, con la tripa llena es difícil arreglarlo. Decidieron ir hacia la tapia del Monte del Duque. Se trata de una finca vallada en la que abunda la caza, porque está muy bien atendida y severamente vigilada. Acuden allí gerifaltes de la alta sociedad y de la política muy empingorotados. Son cacerías de pago, con puestos numerados, secretarios y ojeadores a jornal y vehículos para la distribución e intendencia. Los animales no conocen fronteras y algunos se escurren a este lado del cercado. Los paisanos aprovechan esta circunstancia para llevarse más piezas a la buchaca.

Allí nos dirigíamos siguiendo una senda estrecha y empinada cuando se produjo el fatal avistamiento. Entonces tenía vista de águila. Le dije al compañero más cercano que me había parecido ver que algo se movía en la encina de lo alto del otero. Me contestó que no divisaba nada, confesando, un poco corrido, que su vista no era fiable desde hacía tiempo. Decidí romper la mano, les hice señas para que se acercasen y les pedí con insistencia que miraran hacia donde señalaba con el dedo. Era una mañana neblinosa, lo que complicaba la visión. Uno dijo: «Sí, parece que pendulea un bulto». Avivamos el paso. Los más ágiles iniciamos el trote, aunque yo, que iba de avanzadilla, a los cien metros me quedé sin aliento y paré a esperarlos.

Cuando llegamos al pie del árbol quedé paralizado ante la macabra contemplación. «Este ya dejó de respirar hace rato, está más tieso que la mojama, poco podemos hacer por él», dijo otro de los cazadores y sin pensárselo dos veces se acercó a la encina, trepó ágilmente por su tronco y avanzó con cautela abrazado a la rama donde estaba atada la cuerda. Cuando llegó a su altura, sacó su tranchete del bolsillo, separó la hoja del mango y pegó un tajo en la soga. El cuerpo se desplomó contra el suelo produciendo un ruido seco. Después de este episodio iniciamos la retirada. Quedaron en dar parte al alguacil de la ubicación cuando llegásemos al pueblo. Que el ayuntamiento dispusiese lo que se hacía en estos casos.

Era un destino habitual para un galgo cuando se hacía viejo, se resabiaba o no era, lo que ciertos cazadores consideraban, suficientemente diestro en la persecución y captura de liebres. Entonces estas prácticas no estaban tan mal vistas entre los vecinos. No se multaba ni se perseguía a los dueños. Bien es verdad que ellos intentaban no dejar rastros para su identificación, pero si se llegaba a conocer el autor, cosa relativamente sencilla en poblaciones pequeñas, no ocurría absolutamente nada. Se oían comentar, sin ningún tipo de rubor, frases de la siguiente catadura: «¿Cuál es el problema? ¿Que tu chucho corre menos que un sapo trabao? pues se le hace un nudo de corbata y a otra cosa mariposa». 

Esa imagen me ha perseguido a lo largo de mi vida. Durante las primeras jornadas fue agobiante, las pesadillas me despertaban agitado. El paso del tiempo ha suavizado los efectos de aquel impacto, pero aún hoy recuerdo aquel día como uno de los más tristes de mi vida.