lunes, 4 de julio de 2022

EL HOMBRE TRANQUILO

 

Estaba despierto cuando sonó la alarma del móvil. Llevaba un rato mirando al techo, cavilando. Había pasado mala noche, durmiendo poco y a ratos. Se sentía, de un tiempo a esta parte, cabreado consigo mismo. A pesar de que le ponían nervioso esas situaciones y no se manejaba con soltura en ellas, tenía que encontrar el momento oportuno para hablar con Elsa. La tocó en el hombro.

—Ya es la hora.

—Lo he oído. —Dio un bostezo, se incorporó, liberó sus piernas de las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Intentó despabilarse frotándose la cara con las palmas de las manos. Se levantó y fue hacia el baño. —Despierta a estos dos, pero con brío, a ver si hoy no tenemos que andar a carreras —le dijo mientras desaparecía tras la puerta.

Manuel empezaba a cansarse de estas advertencias. Reconocía que su carácter era condescendiente en general y con sus hijos en particular, pero no veía que eso fuese malo. Un poco de empatía y después solían cumplir las órdenes.

Cuando bajó a la cocina con ellos, perfectamente aseados, vestidos y con sus carteras listas, Elsa ya había preparado el desayuno. Los recibió con gesto impaciente.

—Mira que te he avisado, pero cada día tardáis más, no tienes solución —dijo mientras con la jarra iba sirviendo el zumo en los vasos.

—No empieces, tenemos tiempo de sobra ¿Verdad chicos que os lo vais a zampar todo en un periquete? —Tania y Lucho asintieron moviendo la cabeza arriba y abajo mecánicamente, dejando escapar una risita.

—Tampoco se trata de remolonear y ahora comer como los pavos. Bueno, ya nos conocemos. Se tomarán su tiempo y me pondrán de los nervios. Te torean como quieren.

Manuel respiró hondo. No caería en la provocación. No era momento ni lugar para dejar las cosas claras, aunque cada vez tenía más agotada la batería de la paciencia.

—Tengamos la fiesta en paz Elsa. Ya verás como llegamos al cole en hora. Nada más que nos ha tenido que abrir la puerta el conserje dos o tres veces en lo que va de curso. ¡Vamos a demostrárselo, chicos! —les espoleó mientras untaba las tostadas con mantequilla.

—Al cole sí, pero espero que yo no tenga que dar explicaciones por enésima vez en el trabajo. Siempre me hacéis empezar el día estresada. ¡Es que eres más crio que ellos, joder!

«Tente Manuel, sujétate. Esta noche dejarás las cosas claras. Hablaréis largo y tendido», se dijo interiormente para tranquilizarse, pero su voz hizo un quiebro a su conciencia y su pensamiento salió por la boca, sin filtro y a fuerte volumen.

—¿Y a quien tienes que dar tú explicaciones, cari? ¿A ese jefe que te tiene tan bien considerada? ¿Qué babea como un allen en cuanto te ve aparecer? Ese come de tu mano, te lo digo yo.

Elsa abrió la boca, amusgó los ojos y apretó los dientes. Después, cuando parecía que iba a explotar, miró a los niños, se lo pensó mejor y relajó la expresión.

—Qué tonterías estas diciendo Manuel. Borja es muy amable conmigo, es comprensivo, tenemos cierta amistad después de tantos años en la empresa, pero nada más. Ya hablaremos tú y yo, ya hablaremos —y le lanzó una mirada sombría mientras cogía a los niños de la mano y se dirigía al garaje con paso decidido.

Manuel les siguió y abrió el coche con el mando a distancia mientras seguía dando la réplica.

—No me invento nada. El petulante ese te colma de atenciones y tu te dejas querer. ¿Te crees que no tengo ojos en la cara?

La familia al completo estaba dentro del coche. Todos con los cinturones puestos, preparados para realizar su trayecto matutino.

—Manuel, hay ropa tendida, pero esta me la pagas como que me llamo Elsa. ¿A qué viene este número? Te repito que no es el momento ni el lugar.

—Este número viene a que estoy harto de que siempre me estés ninguneando y poniendo como un trapo delante de los niños. Y también de aguantar tus reproches, tus desahogos y tus broncas.

Se pararon ante un semáforo rojo. Elsa echaba fuego por los ojos y tenía la cara roja como la grana, pero no daba la impresión de que fuese a decir nada, a rebatir las acusaciones. Se había quedado sorprendida ante este despliegue verborreico de Manuel, impropio en él y no quería encenderlo más. Prefería esperar y devolvérsela con creces cuando estuviesen los dos solos en casa. El vehículo dobló la esquina y desembocó en la calle del colegio.

—Al cayetano te lo puedes meter donde te quepa. Aunque va de jefe enrollado, cabalga a las mujeres porque está podrido de dinero, no por su sex-appeal, es feo de cojones. Pero tú, si has sucumbido a sus encantos, podías haber sido sincera conmigo.  

Miró al espejo retrovisor y al ver a sus hijos cabizbajos y mirándose entre sí en silencio, se dio cuenta de la gambada que acababa de cometer e intentó volver a su estado natural. Aparcó delante del colegio. Los peques tardaron más de lo habitual en bajarse del coche, parecía que sus cuerpos reaccionaran a cámara lenta, ni siquiera se volvieron para despedirse.

La oficina de Elsa estaba cerca. Ninguno de los dos habló más. Había roto por una vez y de la peor manera su imagen de hombre de nervios templados, que encaja bien las críticas y no se solivianta casi por nada. Se acordó en ese momento de un consejo que le dio su suegro, al que probablemente a partir de ahora dejara de ver tan a menudo: «antes de desembuchar hay que pensárselo mil veces porque las palabras no se pueden recoger».