Estaba despierto cuando sonó la alarma del móvil. Llevaba
un rato mirando al techo, cavilando. Había pasado mala noche, durmiendo poco y
a ratos. Se sentía, de un tiempo a esta parte, cabreado consigo mismo. A pesar
de que le ponían nervioso esas situaciones y no se manejaba con soltura en
ellas, tenía que encontrar el momento oportuno para hablar con Elsa. La tocó en
el hombro.
—Ya es la hora.
—Lo he oído. —Dio un bostezo, se incorporó, liberó sus
piernas de las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Intentó despabilarse
frotándose la cara con las palmas de las manos. Se levantó y fue hacia el baño.
—Despierta a estos dos, pero con brío, a ver si hoy no tenemos que andar a
carreras —le dijo mientras desaparecía tras la puerta.
Manuel empezaba a cansarse de estas advertencias. Reconocía
que su carácter era condescendiente en general y con sus hijos en particular,
pero no veía que eso fuese malo. Un poco de empatía y después solían cumplir las
órdenes.
Cuando bajó a la cocina con ellos, perfectamente aseados, vestidos
y con sus carteras listas, Elsa ya había preparado el desayuno. Los recibió con
gesto impaciente.
—Mira que te he avisado, pero cada día tardáis más, no
tienes solución —dijo mientras con la jarra iba sirviendo el zumo en los vasos.
—No empieces, tenemos tiempo de sobra ¿Verdad chicos que os
lo vais a zampar todo en un periquete? —Tania y Lucho asintieron moviendo la
cabeza arriba y abajo mecánicamente, dejando escapar una risita.
—Tampoco se trata de remolonear y ahora comer como los pavos.
Bueno, ya nos conocemos. Se tomarán su tiempo y me pondrán de los nervios. Te torean
como quieren.
Manuel respiró hondo. No caería en la provocación. No era
momento ni lugar para dejar las cosas claras, aunque cada vez tenía más agotada
la batería de la paciencia.
—Tengamos la fiesta en paz Elsa. Ya verás como llegamos al
cole en hora. Nada más que nos ha tenido que abrir la puerta el conserje dos o
tres veces en lo que va de curso. ¡Vamos a demostrárselo, chicos! —les espoleó mientras
untaba las tostadas con mantequilla.
—Al cole sí, pero espero que yo no tenga que dar
explicaciones por enésima vez en el trabajo. Siempre me hacéis empezar el día
estresada. ¡Es que eres más crio que ellos, joder!
«Tente Manuel, sujétate. Esta noche dejarás las cosas
claras. Hablaréis largo y tendido», se dijo interiormente para tranquilizarse,
pero su voz hizo un quiebro a su conciencia y su pensamiento salió por la boca,
sin filtro y a fuerte volumen.
—¿Y a quien tienes que dar tú explicaciones, cari? ¿A ese jefe
que te tiene tan bien considerada? ¿Qué babea como un allen en cuanto te
ve aparecer? Ese come de tu mano, te lo digo yo.
Elsa abrió la boca, amusgó los ojos y apretó los dientes. Después,
cuando parecía que iba a explotar, miró a los niños, se lo pensó mejor y relajó
la expresión.
—Qué tonterías estas diciendo Manuel. Borja es muy amable
conmigo, es comprensivo, tenemos cierta amistad después de tantos años en la
empresa, pero nada más. Ya hablaremos tú y yo, ya hablaremos —y le lanzó una mirada
sombría mientras cogía a los niños de la mano y se dirigía al garaje con paso
decidido.
Manuel les siguió y abrió el coche con el mando a distancia
mientras seguía dando la réplica.
—No me invento nada. El petulante ese te colma de
atenciones y tu te dejas querer. ¿Te crees que no tengo ojos en la cara?
La familia al completo estaba dentro del coche. Todos con
los cinturones puestos, preparados para realizar su trayecto matutino.
—Manuel, hay ropa tendida, pero esta me la pagas como que
me llamo Elsa. ¿A qué viene este número? Te repito que no es el momento ni el
lugar.
—Este número viene a que estoy harto de que siempre me
estés ninguneando y poniendo como un trapo delante de los niños. Y también de
aguantar tus reproches, tus desahogos y tus broncas.
Se pararon ante un semáforo rojo. Elsa echaba fuego por los
ojos y tenía la cara roja como la grana, pero no daba la impresión de que fuese
a decir nada, a rebatir las acusaciones. Se había quedado sorprendida ante este
despliegue verborreico de Manuel, impropio en él y no quería encenderlo
más. Prefería esperar y devolvérsela con creces cuando estuviesen los dos solos
en casa. El vehículo dobló la esquina y desembocó en la calle del colegio.
—Al cayetano te lo puedes meter donde te quepa. Aunque
va de jefe enrollado, cabalga a las mujeres porque está podrido de dinero, no
por su sex-appeal, es feo de cojones. Pero tú, si has sucumbido a sus encantos,
podías haber sido sincera conmigo.
Miró al espejo retrovisor y al ver a sus hijos cabizbajos y mirándose entre sí en silencio, se dio cuenta de la gambada que acababa de cometer e intentó volver a su estado natural. Aparcó delante del colegio. Los peques tardaron más de lo habitual en bajarse del coche, parecía que sus cuerpos reaccionaran a cámara lenta, ni siquiera se volvieron para despedirse.
La oficina de Elsa estaba cerca. Ninguno de los dos habló
más. Había roto por una vez y de la peor manera su imagen de hombre de nervios templados,
que encaja bien las críticas y no se solivianta casi por nada. Se acordó en ese
momento de un consejo que le dio su suegro, al que probablemente a partir de
ahora dejara de ver tan a menudo: «antes de desembuchar hay que pensárselo mil
veces porque las palabras no se pueden recoger».
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