¡Por fin solo! Elisa,
su mujer y María, su hija, se habían marchado a pasar el fin de semana a Aranda
de Duero. La fase final de la liga de Voleibol autonómica se celebraba allí.
Con un acompañante para la jugadora era suficiente. Compartirían habitación
ahorrando costes. Su mami se había
prestado voluntaria y él accedió sin mostrar mucha congoja.
Le esperaban un par de días
a sus anchas en casa.
Aprovecharía para expansionarse, para disfrutar de su cada vez más esporádica
soledad, sin griteríos ni enganchones con hija o madre.
Para comenzar su solaz había preparado una cutre cena, como gustaba de llamarlas con ironía
su querida esposa. Si le viera en estos instantes. En esta ocasión las chacinas
eran de calidad extra superior. Escogidas con mimo, las había ocultado en la
terraza. Todavía no hacía calor durante el día, allí habían sudado lo
estipulado, estaban perfectamente atemperadas. Sólo de pensar cómo se desharían
en el velo de su paladar, babeaba como un Allien.
Para regar esas delicias había decidido bajar a la bodega. La vivienda de más de cien años conservaba este habitáculo original desde su construcción. Su temperatura era la idónea. Ni calor en verano ni frío en invierno. Hacía tiempo que tenía ganas de degustar el Rezuelo Clairdemont, cosecha del cincuenta y seis, que había heredado de su padre. Consideró, después de tanto tiempo, que el momento óptimo para paladearlo había llegado. ¡Qué diablos! Alguna vez tendría que hacerlo. «Las generaciones venideras no iban a saber apreciar estas delicatessen», se alentó mentalmente, para terminar de autoconvencerse.
Le costó abrir la puerta de madera. Estaba un poco encajada debido a que todavía no se había deshinchado del todo después del invierno. Hacía meses que nadie la franqueaba. Nada que no pudiera solucionar un puntapié en el sitio preciso. Se abrió exhalando un tenue chirrido, temblorosa y vibrante por el impacto. Giró la llave de la luz. Había decidido instalar una al estilo de antaño. Era entusiasta de lo vintage. Le mosqueó que la bombilla titilara un poco al encenderse. Bajó los escalones desvaídos por el uso y el tiempo. Avanzó hasta el fondo de la estancia. Se colocó en cuclillas frente al botellero para localizar más fácilmente el caldo elegido de antemano. «Hoy no te escapas», susurró con delectación, asiendo la botella por el gollete.
Advirtió
de nuevo parpadeos y cambios de intensidad en la luz, seguidos está vez por un
chasquido seco. Todo quedó en tinieblas.
A
pesar de que la estancia era amplia y tenía recovecos —aprovechados como
alacenas—, pensó que no le costaría mucho volver sobre sus pasos y alcanzar la habitación
en la que desembocaba.
Un
olor a humedad, del que no se había percatado hasta ese momento, invadía el
ambiente. Se puso en pie apoyando la mano libre en el botellero. Notó la arista
del inglete en la piel. Intentó buscar con el brazo extendido la pared más
cercana. Lo hizo con pasos cortos, recelosos, sintiendo el firme en los tarsos
de sus plantas. Las yemas de sus dedos palparon al fin la tapia rugosa y fresca.
Suponía un primer logro. Ahora se daba cuenta de lo difícil que resulta
orientarse en la oscuridad.
Comenzó
a andar lateralmente deslizando la palma de la mano sobre el muro al mismo
tiempo. Acunó la botella en la entrepierna, sujetándola con la otra mano, con
el fin de protegerla de impactos inesperados. Llegó a una encrucijada. Lo supo
porque la mano quedó al aire. Para un
invidente inexperto, la tarea se complicaba. Creía intuir dónde estaba el tiro
de la escalera. Eso le relajó un poco.
De pronto, el sonido de un portazo quebró el silencio y su moral. Una corriente de aire repentina había hecho que la puerta se cerrara de golpe. «Bueno ¿Quién sabe? A lo mejor ha rebotado contra el marco», pensó. Eso no lo podría averiguar hasta que llegara a sus contornos.
Ahora
tocaba dirigirse donde todos los indicios, de su no muy ejercitada orientación,
hacían suponer que se encontraban los peldaños. Pasitos pequeños, brazo siempre
extendido hacia delante. Tropezó con un obstáculo imprevisto, lo que le hizo
trastabillarse y golpear la botella contra la pared —oyó al cristal estallar y
al líquido derramarse—. ¡La descalzadora de su abuela! Su pasión por los
objetos vetustos le había jugado una mala pasada. Se quedó de hinojos en el suelo.
Sintió como sus rodillas se mojaban al mismo tiempo que el aroma del Rezuelo Clairdemont ascendía y hacía una
penetrante visita a sus pituitarias «¡Mierda, mierda y mierda!» —se oyó decir—.
Su voz reverberó al chocar con las paredes cercanas. A pesar de la ira que lo
poseía, se acordó del chiste del borracho que, tras una caída, sintió mojado el
bolsillo del abrigo en el que llevaba una botella y exclamó: «¡Por favor, Dios
mío, que sea sangre!» Esto aumentó su malestar. No estaba precisamente para chacotas.
Aprovechó esta evocación para comprobar —a base de lametones cuidadosos en
palmas y dorsos de las manos—, que no se había herido con los cristales. Sólo
vino ¡Qué desperdicio! Dentro de la suma de fatalidades que le estaba
fustigando había tenido una pizca de fortuna.
Percibió
escozor en sus rodillas, pero asumible. Su preocupación era otra. Llegar hasta
la puerta y comprobar si estaba abierta. No se atrevió a levantarse. Prefirió
jugársela con los cristales. Acarició la tierra desmigada por los efectos del
vino. Puso los dedos en cuchara e hincando las uñas en el piso, avanzó con sumo
tiento, acompasando el movimiento de brazos y piernas. Alcanzó un murete y
tentó en tres dimensiones para cerciorarse de que era el primero de los
escalones que iba a conducirle a su liberación. Inició la escalada impulsándose
con los brazos. La presión del suelo en las rótulas le hizo resoplar por su
molesta bursitis, pero hizo de tripas corazón y tiró para arriba. Le acuciaba
resolver la rocambolesca situación. Todo lo demás pasaba a segundo plano.
Resollaba
como un perro cuando llegó al reducido descansillo. Su corazón galopaba
desbocado. Estaba chorreando de sudor. Percibió un repulsivo olor amalgamado. Separó
mentalmente: Vino añejo, humedad mohosa y transpiración axilar. Había llegado
el momento. Buscó un hueco en la pared para asirse y poder auparse. Una vez de
pie frente a la puerta comprobó con desconsuelo —recorriendo los posibles intersticios
con dedos y uñas—, que estaba cerrada herméticamente. Además, por el lado de
dentro no tenía manilla. Tarea pendiente que había ido dejando por los siglos
de los siglos. Cuando necesitaba acceder, dejaba la puerta abierta de par en
par y así no había cuidado.
Hijopotuda
era la situación en que se encontraba, en la que iba a permanecer casi dos días.
En eso se había convertido el soñado y placentero fin de semana. Su mente era
un torbellino intentando asumir la cruda realidad. Cómo estaría de perjudicado,
que le pareció sentir unos murmullos de fondo. Esto no había hecho más que
empezar y ya se estaba acojonando. No es que fuera asustadizo, pero la
oscuridad encoje al más rudo maleante. Los rumores pasaron a convertirse en
voces moduladas que le resultaban familiares. Nunca pensó que su cabeza le
jugaría estas malas pasadas a las primeras de cambio. No quería caer tan pronto
en la desesperación, en el pánico. Ahora oía, con nitidez y a través de los
muros, una conversación entre Elisa y María. O estaba de frenopático o esas voces eran reales. Para corroborar su
percepción, en ese momento una delgadísima línea de luz se filtró por debajo de
la puerta. Empezó a golpearla con desafuero, con puñetazos sin control. Los
nudillos se le hicieron puré. Percibió una leve vibración en la barriga
procedente del portón al que estaba adosado. Desde el otro lado estaban
intentando abrir. «¡Empujad del pomo y dad una patada abajo, en el centro!» —Se
sintió gritar con la garganta hecha unos
zorros—. En ese momento cedió el batiente e impulsado por la fuerza de las
dos mujeres a un tiempo, cayó como un fardo escaleras abajo. Otra vez a lo
oscuro. Magullado, maltrecho y con arañazos por todo el cuerpo. Por suerte, su
estado no requirió ingreso hospitalario, como comprobó un rato después.
Elisa y María se acercaron histéricas ayudadas por la luz que
vomitaba la cercana habitación. Lo incorporaron tras un esfuerzo ímprobo y
consiguieron subirlo a la estancia superior. Allí, una vez desparramado en una
silla, le contaron que cuando estaban llegando a Aranda de Duero, el Colegio de
árbitros de Castilla y León, les puso un Wasap
en el grupo del equipo. Se suspendían todos los partidos del fin de semana. Por
lo visto, en la concentración de dos días que habían organizado para los
colegiados, previa al evento, debieron comer algún alimento en mal estado y
ocho de diez estaban aquejados de gastroenteritis aguda.
El embutido brillaba untuoso sobre la mesa. Dos bandejas cumplidas
pero someras. Apelotonar esa ambrosía era una zafiedad. Ahora le tocaba a él
explicarse.
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