—¿Toro
o Plaza?
—No
sé, siempre ganas.
—Tienes
que elegir, Elena. Es muy fácil de adivinar, sólo tienes que estar un poco
atenta.
En aquellas tardes de pan con chocolate era un sacrilegio
perturbar el descanso de los vecinos en la hora de la siesta. Tampoco nos
permitían ir a la calle. El silencio reinaba en la ciudad. El bochorno lo
envolvía todo. Yo, para no molestar en casa, salía al descansillo donde siempre
coincidía con mi vecino Raúl. No se podía decir una palabra más alta que otra y
mucho menos corretear, porque los crujires
y las percusiones que ocasionaban las suelas en aquellos escalones de madera retumbaban
por el hueco y hacían entreabrir las puertas a los vecinos, que dirigían sobre
nosotros una mirada torva, al tiempo que penduleaban
el envés de la mano como amenaza. Así que teníamos que desarrollar la
imaginación y tramar entretenimientos tranquilos.
Tres meses hace ya que Raúl entró con la mirada turbia, los hombros caídos y arrastrando los pies. Había llorado. No lo acompañe a recoger los resultados. Tenía que hacer una presentación. Nada hacía presagiar un diagnóstico tan demoledor por parte del urólogo. Acudimos a urgencias en dos ocasiones. Le dijeron que se trataba una infección de orina. Le recetaron unas pastillas, pero las molestias no remitían. «El lunes empiezo a darme ciclos. No, no se puede operar. Lo tienen que reducir primero».
Estaba fregando y casi se me cae el plato de las manos. «Elena,
¿Llevas mucho tiempo hablando con el vecino?» me preguntó mi padre. Estaba detrás
de mí por lo que no pudo apreciar el rubor que me abrasaba. «¿Qué pregunta es esa, papá? Desde que tengo uso de razón, lo sabes de sobra». Siempre me llamó
la atención esa expresión en desuso de «hablar con», cuando las parejas
iniciaban una relación. «Tu madre sospecha, pero para mí no es novedad. ¿Por
qué, si no, pone los ojos amielados y
abre la boca, como si estuviese papando moscas, cada vez que nos lo cruzamos de
un tiempo a esta parte?».
Traicionero y galopante. Hasta hace poco, cada vez que
entraba en su habitación respiraba hondo, relajaba el semblante e intentaba darle
esperanzas, pero me puso las cosas meridianas. «No finjas Elena, te engañas tú
sola. Nos queda poco tiempo y quisiera dedicarlo a los temas más urgentes. A dejar
claros los papeles. Una vez que nos registremos como pareja de hecho (¡con los berrinches
familiares que nos había ocasionado no formalizar la unión!), hagamos
testamento y te diga como quiero que dispongas mis restos, estaré tranquilo,
podré dejarme ir». Se consumía por momentos.
Me demostró una entereza encomiable. A partir de entonces fue todo más fácil.
Mi padre era un pedazo de pan, pero su mirada escrutadora, sus poblados bigotes y la mosca debajo del labio le daban un aire autoritario. Además, siempre vestía traje oscuro. Bastante tradicional. De escasa conversación. «En boca cerrada no entran moscas», se defendía ante los reproches.
Un día nos descubrió paseando de la mano. No lo vi venir, sentí un dolor en la muñeca que me hizo chillar. Me pilló distraída y Raúl se soltó con tal fuerza que se me hizo una torcedura. Cuando llegué a casa, mis dos progenitores estaban sentados en la mesa camilla mirando hacia la puerta del salón. «¿Cuándo piensa pedir la entrada ese mozo y decirnos cuáles son sus intenciones?». «Eso es del siglo pasado», protesté. «Los noviazgos siempre hay que formalizarlos. Nosotros hasta entonces cómo si no lo conociéramos».
El último de sus días, cuando todo estaba en orden y habíamos dedicado los anteriores a despedirnos de una manera relajada, a pesar de la premura del tiempo, sin excesivo dolor, gracias a los sedantes paliativos, estaba sentada junto a su cama. Adelantó el puño con dificultad, lo puso delante de mis ojos y susurró: «¿toro o plaza?». No me lo esperaba y me salió de dentro la más tierna de mis sonrisas. La imagen de nuestra infancia acudió a mi mente. El pasatiempo consistía en avistar una mosca posada en cualquier lugar, acercar la mano con la máxima cautela e intentar atraparla de un manotazo seco. A continuación, se hacía la pregunta de rigor. Se respondía toro, cuando se pensaba que estaba dentro y plaza, cuando se creía que había escapado. Después, se abría el puño como comprobación. O la mosca salía volando hacia su libertad o la mano estaba vacía. «Plaza, le contesté, no estás tú para cazar moscas» y me arrepentí al instante. Él me lo notó en la cara y puso la mano sobre la mía.
«¿Te acuerdas Elena de que
los chicos más brutotes, para realizar
la prueba, bajaban el puño con todas sus fuerzas contra el piso al tiempo que
lo iban abriendo? Algunas remontaban el vuelo, a duras penas, antes del impacto,
pero a la mayoría les pillaba desprevenidas, se estampaban y allí quedaba su
cuerpo inmóvil, sin vida».
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