jueves, 14 de diciembre de 2023

WHITTLES EN LA CAVERNA

 

—Permítame que disienta de las conclusiones de su exposición, profesor Wormster.

—Por supuesto, señor Jason. Siempre he defendido que el contraste de pareceres desde la educación, sin exabruptos, es muy sano y enriquecedor. 

 

En el aula magna de la Facultad de filosofía de la Universidad de Yale no cabe un alfiler. Se ha anunciado durante las semanas anteriores, tanto en redes sociales como en carteles por todo el campus, el enfrentamiento más esperado de los cursos de verano, esponsorizados por una popular marca de refrescos. La presentación del profesor Wormster ha concluido con la fotografía de Harold Whittles en el momento en que percibe un sonido por primera vez. La imagen continúa sobre la pantalla situada encima de la mesa presidencial. Su caso es muy estudiado en el ámbito universitario, marcó un hito en el tratamiento de los trastornos auditivos y la foto del primer plano del niño tan ilustrativa, con los medios existentes en la época, conlleva un mérito enorme por la pericia demostrada al captar el momento justo. 

El profesor Wormster defiende la tesis de que existe un paralelismo notorio entre la vida llevada por Harold, alterada al percibir el ruido por primera vez y el mito de la caverna de Platón. Los hombres encadenados dentro de la cueva consideran como verdad, como realidad, a las sombras de los objetos, debido a que es lo único que han visto desde su nacimiento y no saben lo que realmente ocurre detrás del muro: «colega Jason, fíjese con atención en la expresión del niño. ¿Qué le sucede? Su mirada es reveladora, encierra algo mágico. El hombre que salió de la caverna quedó igual de deslumbrado. En su caso por la luz del sol, en el que nos ocupa, por el descubrimiento del sonido. Ambos experimentaban esa vivencia por primera vez, hasta entonces no habían conocido nada similar en su vida y habían dado por hecho que eso era todo, que su existencia era como las demás. Sucede un punto de giro inesperado y ahora sienten miedo por lo desconocido, por lo que ocurrirá a partir de ese instante. 

El doctor Jasón piensa, en su fuero interno, que esa teoría no está suficientemente sustentada y se dispone a rebatirla mostrando lo que considera vías de agua manifiestas. Tras un ligero carraspeo, y un par de golpes con el dedo índice para probar su micrófono, toma la palabra: «Harold es consciente de que tiene una deficiencia desde edad muy temprana. Sabe que su percepción del mundo no es igual a la del resto. Ahí estriba la diferencia principal. Si el prisionero que fue liberado volviera luego a la caverna, tendría dificultades para ver, puesto que sus ojos estarían adaptados a la luz del sol. Despertaría las burlas de sus compañeros porque les contaría con angustia que su experiencia en el exterior le había gastado los ojos».

    —¿Y no obtuvo esa reacción de burla Harold Whittles por parte de sus amigos cuando les comunicó que había sentido algo maravilloso, inenarrable, que podía oír? —. Replicó Wormster.

         —Puede que sí, lo que diría muy poco en favor de ellos. Pero si así hubiera ocurrido, la hilaridad vendría producida por una causa totalmente distinta. En el caso de la caverna estaría motivada porque los prisioneros que quedaron en el interior no creyeron ni una palabra de lo que les dijo su compañero, pensaron que les mentía. Es una alegoría para explicar la situación del ser humano frente al conocimiento. En el caso de Harold la burla no estaría producida por considerarlo un mentiroso sino por la nula empatía de los otros niños. Tenían el sentido del oído en perfectas condiciones desde su nacimiento y banalizaron el logro conseguido por Harold gracias a la actuación y al tratamiento, culminado con la colocación el audífono y su conexión neuronal, por parte del doctor Bradley.

El decano Skinner toma la palabra a continuación. Agarra el micrófono y se dirige al público: «los postulados han quedado claramente explicados y defendidos. Se abre un turno de palabra en el que haré de moderador. Podéis participar levantando la mano, así como dirigir preguntas a los profesores para aclarar dudas y sacar vuestras propias conclusiones. Después procederemos a la votación». 

 

En 1974 el médico Jack Bradley fue capaz de fotografiar ese momento que pasó a la historia.



jueves, 16 de noviembre de 2023

CIUDAD AZABACHE

 

El Código tipifica todas las infracciones y las penas que acarrea cada una de ellas.

—Conozco perfectamente El Código, Magister. Como todos los moradores de Ciudad Azabache.

— ¿Entonces?


—He pedido recepción ante Su Excelencia para que interceda en el caso que sacude a nuestra comunidad.

—El Consejo de Ecuánimes los juzgará mañana previa vista oral. Allí podrán plantear sus alegaciones. La resolución será inamovible.

—El Magister tiene facultad para indultar a reos en ocasiones especiales.

—¿Qué pasa Kunc? ¿Porque sean Dignatos, hijos de Dignos, los quebrantadores de nuestras leyes tengo que hacer uso de esa prerrogativa?

—No es por eso.

—No se me escapa que tu hijo se encuentra entre esa caterva. Eso ha sido lo que te ha empujado a presentarte ante mí.

—Nunca hasta hoy he pedido nada y he entregado todo ¡Clemencia Señor! No puedo seguir viviendo si él muere.

—Kunc, mi leal Kunc. Los Ruines, pendencieros crónicos, tienen gran poder de convocatoria. Los jornaleros de la primicia, indolentes sin escrúpulos, están buscando un pretexto para lincharme. Me examinan con lupa. Estoy atado de pies y manos. No puedo ser parcial. Ahora menos que nunca.

—No digo absolver sino permutar. Influir para que la pena impuesta no sea la capital.

—Los Predecesores nos transmitieron, de generación en generación, que la ciudad de la eterna noche no fue siempre tenebrosa. Hace muchísimas lunas hubo tal despilfarro de energía artificial que, en un momento dado, sólo podían pagarla y disfrutarla las clases pudientes.

—Excelencia, desde mi más temprana consciencia he oído de fondo la historia negra de la urbe.

—A Los Ruines y Menestrales les era imprescindible para desarrollar sus oficios. Ello desencadenó graves disturbios, alentados por los Belicosos. La salvaje represión de Los Castrenses hizo el resto para que el baño de sangre fuera atroz.

— ¿Por qué me recuerda esos hechos, Señor?

—Por la sencilla razón de que no quiero que nuestra civilización sufra una devastación semejante. La energía es un asunto muy sensible, está tasada y pautada. Salirse de esa armonía, carece de importancia en un principio, pero puede ser el germen que a la larga desencadene una crisis de imprevisibles consecuencias.

—Ellos sólo prendieron lumbre. Se alejaron. Llegaron casi al límite de la Zona sombría.

—¿Con que fin? No lo necesitaban para nada.

—Divertimento. Salir de la rutina.

—Capricho de púberes acomodados. Eso me enerva aún más, si cabe.

—También Su Excelencia fue joven.

—Y, al igual que tú, supe reprimir ciertos impulsos.

—La opinión pública ya les ha condenado.

—Hemos conseguido sobrevivir, después de los infaustos lustros que siguieron a la catástrofe, fabricando grandes generadores de energía galvánica, la única permitida. Repartida minuciosamente de acuerdo con las necesidades de cada familia.

—No eran conscientes de la gravedad de sus actos.

—Sí lo eran. Lo que no sabían es que la última remesa de Canes biónicos está programada para detectar energía calorífica a descomunales distancias, esa fue su perdición.

—La angustia me corroe las entrañas ¿Qué puedo esperar de su magnanimidad?

—Alea jacta est.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

HOTEL FACTOR (Big Fish)

 

La mañana estaba desapacible, con unas rachas de viento cambiantes. Debía tratarse de la ciclogénesis explosiva que llevaban toda la semana anunciando en radio y televisión. No hago caso nunca porque se ponen muy pesados con las perogrulladas de que hace frío en invierno y calor en verano. En qué hora me bajé del autobús. Llegaba con tiempo de sobra y decidí apearme tres paradas antes, enfrente de la iglesia de San Francisco el Grande, para dar un paseo y oxigenarme un poco. Pensaba seguir por la calle Bailén, torcer a la derecha por Mayor hasta la esquina con la calle del Factor que es donde trabajo, justo donde se produjo el atentado a Alfonso XIII. Se lo he oído cien veces al señor José, el dueño del hotel: «El ramo de flores que ocultaba la bomba, lanzado desde el balcón del segundo piso, chocó con los cables del tranvía que lo desviaron de su trayectoria. Gracias a ese imprevisto se truncó el magnicidio, pero murieron veinte transeúntes que estaban viendo pasar el cortejo nupcial». Cada vez se repite más con las batallitas. Como jefe es majo, pero se está haciendo mayor.


Trabajo de recepcionista y llego a las siete y media de la mañana, relevo a mi compañera del turno de noche. En realidad, mi jornada empieza a las ocho, pero esa media hora la aprovecho para cambiarme y charlar con Alba para que me cuente si ha habido alguna novedad y como queda todo. Me tiene loco la chiquilla. Guapa no es, pero tiene un no sé qué. Menuda de cuerpo, viva en el andar, amena de conversación. Con un tono de voz dulce, una sonrisa franca y un brillo en los ojos que me hipnotiza. No termino de decidirme en pasar de las palabras a los hechos, mi timidez con las chicas es enfermiza. Dice que no le importa trabajar en ese turno, que así gana más dinero, pero la noche es jodida. Demasiado tranquila. Se hace eterna y cuando intentas descabezar un sueño surgen los problemas. Yo, las pocas veces que lo he tenido que hacer, he acabado hasta las narices.

Iba andando por el margen derecho de la calle, ya casi había llegado al inicio del viaducto. A lo lejos, bajo la luz de un farol, se recortaba la figura de un anciano. Llevaba puesto un abrigo de paño. Estaba apoyado con ambos brazos en la barandilla y miraba pensativo hacia abajo, hacía la calle Segovia. Según me aproximaba me pareció que ponía un pie en el murete inferior e intentaba auparse con los brazos. Mis músculos se tensaron. Quedé paralizado cuando reconocí al señor José.

Eché a correr desgañitándome: «¡Don José, por Dios! ¿Qué va a hacer?» Debió oírme porque giró la cabeza hacia mi dirección, pero lejos de apaciguarse metió las punteras de los zapatos entre los barrotes para darse impulso. Menos mal que han puesto protección y resulta difícil saltar hasta para un adolescente. Cuando alcancé su posición posé las dos manos a la altura de sus hombros y pegué un tirón seco. Las manos se desprendieron del poyete con una facilidad pasmosa, debía estar ya bastante agotado por el esfuerzo. Caímos los dos sobre la acera, él encima de mí. Aunque no es de complexión robusta quedé sin respiración. Permaneció sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas, las palmas de las manos en la cara y el mentón hundido. Todavía entre jadeos le pregunté con la mirada.

«Samuel, estoy desesperado desde hace un mes. Me he metido en un lío importante, en asuntos que desconocía totalmente. Zapatero a tus zapatos. Te he contado muchas veces que llevo toda la vida en este negocio, estoy orgulloso de ello, contento con la familia y no le pido más a la vida, pero hace un año uno de los clientes, Don Miguel, me engatusó con que participara en acciones de bolsa, ganancias seguras. Debí consultar con alguien, pero la convicción en sus explicaciones, su estudiado dominio del mundo financiero y su aplomo me cegaron y le entregué dinero, en varias veces. Cuando me quise dar cuenta la suma era exorbitante. Ahora ha desaparecido. Los documentos y justificantes que me entregaba los confeccionaba en el ordenador, parece ser. Soy un incauto, me lo creí todo. Seguro que embargan el hotel.

A mi hijo no me atrevo ni a mirarle a los ojos. Supongo que sospecha algo, pero no creo que se imagine esta hecatombe. Me convenció de que lo mejor es que pusiera todo a su nombre, fiscalmente es más favorable. Cuando yo falleciera estaría todo resuelto y zanjado. Lo he ido posponiendo, me daba pena. Todavía me siento fuerte, válido y conozco todos los recovecos del negocio. Hace un rato hemos tenido una conversación, Me ha dado un ultimátum. Tiene los billetes sacados para que mi mujer y yo hagamos un crucero por las islas griegas y me desvincule de una vez. Con el viaje comprometido no puedo prorrogar el traspaso de poderes ni un día más. Me ha insistido que lo tenemos muy merecido después de tantos años sin apenas vacaciones. Lo he dejado con la palabra en la boca y he venido hacia el viaducto con una sola idea en la mente. Me ha faltado valor para decirle la verdad. Es una desgracia muy grande. Y vosotros, los empleados, también la vais a sufrir en vuestras carnes». Paró la perorata de golpe, los sollozos no le permitían continuar.

Le intenté tranquilizar, lo levanté cogiéndolo de las axilas por detrás. Le dije que respirara hondo e intentara serenarse.  Teníamos que ir al hotel, hablar con Vicente, su hijo, contárselo todo y llamar a la policía para que buscase al delincuente. Le cambió el color de la cara, hizo amago de echar a correr en dirección contraria, pero al final bajó los brazos, dando a entender que lo que yo proponía era lo único sensato que se podía hacer. Le dije que era normal que ahora lo viera todo negro, pero acabar con su vida era lo último, tenía que dar la cara. Estaba seguro de que su familia lo iba a arropar. Al principio costaría asimilarlo, pero se harían cargo de su error e intentarían buscar soluciones.  Así que me colgué de su brazo y nos encaminamos hasta el hotel. Arrastraba los pies y suspiraba cada poco, pero se dejó conducir.

 

Un mes después fuimos a visitarlo a su casa. Alba me había pedido que la avisara, le daba corte presentarse allí sola. La fechoría se había arreglado en parte. Habían localizado al estafador y recuperado más de la mitad del dinero. Me había comunicado con Carolina, su nuera. Por ella me había ido enterando de la evolución de los acontecimientos. Mi preocupación fundamental era conocer de primera mano los progresos del señor José. Por lo que me comentó había mejorado bastante. Los primeros días estuvo como ausente, retraído. Ni hablaba, ni comía. Sólo sus nietos le hacían salir de su ensimismamiento. Después se fue soltando poco a poco, entraba alguna vez en conversación, aunque volvía al submundo de inmediato. Ahora estaba remontando anímicamente, pero distaba mucho de aquel hombre enérgico y decidido que manejaba con suficiencia todo el cotarro familiar.

Cuando llegamos, Carolina nos abrió la puerta. Nos pidió por favor que pasásemos al cuarto de los niños y los entretuviéramos un rato. El especialista estaba en ese momento con su suegro, pero se marcharía en breve. A mí me gustan bastante los niños, no me defiendo mal con mis sobrinos, aparte de que tenía curiosidad por conocer a Josete. Había oído hablar maravillas de su desparpajo.

Entramos en la habitación. María se puso colorada al vernos entrar, bajó la mirada y siguió a lo suyo. Josete, sin embargo, vino hacia nosotros y empezó a preguntar que quienes éramos, a qué habíamos venido, que si queríamos jugar al pilla pilla. Una pregunta detrás de otra, a borbotones, no paraba de hablar ni para tomar aire. Le dijimos que habíamos venido a visitar a su abuelo, que éramos empleados del hotel.

«Mi abuelo es un gran pez», me dijo el chico. «Lo estamos abrazando hasta que salga al mar». Me quedé bastante descolocado con la salida. La procesé unos instantes y le dije: «Pues aquí como no salga al Manzanares, poco mar va a encontrar. Josete, lo que dices no tiene sentido». «Si lo tiene», replicó, «Lo dicen en una película muy bonita. Me lo ha contado mi mamá. Es una metáfora de lo que le está pasando al abuelo. Lo de la metáfora me lo intentó explicar con ejemplos, pero es muy difícil, no lo pillé».

Apareció Carolina en la puerta y nos dijo que su suegro nos estaba esperando. Nos preguntó cómo se habían portado sus hijos, aunque añadió a continuación que lo podía adivinar sin temor a equivocarse. María reservada total y Josete verborrea por los codos «¿No os habrá preguntado ninguna inconveniencia? porque es tremendo» Le dijimos que, para nada, que nos habíamos divertido con sus salidas de niño mayor.

Pasamos al salón. El señor José estaba sentado en una butaca pegado al ventanal que había en el fondo de la estancia, al lado de Mercedes, su mujer. Sonrió al vernos, nos pidió que tomásemos asiento. Nos dio las gracias por la visita y por mi intervención aquella madrugada. Se le notaba un poco tristón, la mirada lo delataba, pero mejor de lo que esperaba encontrarlo. Nos contó que cuando se recuperara un poco más tenía previsto realizar el crucero por las islas griegas con su esposa. «Fíjate Samuel cómo cambian las cosas. Cuando me lo propuso mi hijo mi contestación fue que a mí en Grecia no se me había perdido nada. Yo quería únicamente estar en mi hotel, en el que ingresé de botones y fui ascendiendo, cambiando de ocupaciones hasta que, tras muchos años de sacrificio, pluriempleos y sacando de donde no había, fui capaz de meterme en un crédito y comprarlo. En el fondo, este golpe me ha servido para darme cuenta de que existen otras cosas en la vida que merecen la pena, que tenía delante y no era capaz de aprovechar».

En ese momento entró en el cuarto Josete. Venía corriendo, eufórico, dando voces: «¡Mamá, ya he cogido la metáfora, la he pillao! Ginés, el jardinero me llama pececillo, porque dice que soy el nieto de un pez gordo. Yo siempre pienso: ‘qué raro, pero si el abu no ha visto nunca el mar’. Hace unos días, cuando el abuelo se puso malito, nos dijiste a mí y a María que era un gran pez, igual que cuentan en la película esa de mayores. La metáfora consiste en que le estamos ayudando entre todos porque está pachucho y cuando se cure, en el crucero por las islas, este pez grande y gordo —dijo señalando a Don José—, por fin va a salir al mar».

Su aparición repentina y su ocurrencia, no exenta de ingenio, hizo que los adultos nos echásemos a reír. «Aunque el abuelo…ni grande ni gordo. Algo falla. Me voy a ver a Ginés, a que me explique a que se refiere» y se alejó murmurando por lo bajo, ladeando la cabeza a un lado y a otro y con las manos amarradas entre sí y posadas en las lumbares.

domingo, 5 de noviembre de 2023

ATRAPADO

—¿Toro o Plaza?

—No sé, siempre ganas.

—Tienes que elegir, Elena. Es muy fácil de adivinar, sólo tienes que estar un poco atenta.

En aquellas tardes de pan con chocolate era un sacrilegio perturbar el descanso de los vecinos en la hora de la siesta. Tampoco nos permitían ir a la calle. El silencio reinaba en la ciudad. El bochorno lo envolvía todo. Yo, para no molestar en casa, salía al descansillo donde siempre coincidía con mi vecino Raúl. No se podía decir una palabra más alta que otra y mucho menos corretear, porque los crujires y las percusiones que ocasionaban las suelas en aquellos escalones de madera retumbaban por el hueco y hacían entreabrir las puertas a los vecinos, que dirigían sobre nosotros una mirada torva, al tiempo que penduleaban el envés de la mano como amenaza. Así que teníamos que desarrollar la imaginación y tramar entretenimientos tranquilos.

Tres meses hace ya que Raúl entró con la mirada turbia, los hombros caídos y arrastrando los pies. Había llorado. No lo acompañe a recoger los resultados. Tenía que hacer una presentación. Nada hacía presagiar un diagnóstico tan demoledor por parte del urólogo. Acudimos a urgencias en dos ocasiones. Le dijeron que se trataba una infección de orina. Le recetaron unas pastillas, pero las molestias no remitían. «El lunes empiezo a darme ciclos. No, no se puede operar. Lo tienen que reducir primero».

Estaba fregando y casi se me cae el plato de las manos. «Elena, ¿Llevas mucho tiempo hablando con el vecino?» me preguntó mi padre. Estaba detrás de mí por lo que no pudo apreciar el rubor que me abrasaba. «¿Qué pregunta es esa, papá? Desde que tengo uso de razón, lo sabes de sobra». Siempre me llamó la atención esa expresión en desuso de «hablar con», cuando las parejas iniciaban una relación. «Tu madre sospecha, pero para mí no es novedad. ¿Por qué, si no, pone los ojos amielados y abre la boca, como si estuviese papando moscas, cada vez que nos lo cruzamos de un tiempo a esta parte?».

Traicionero y galopante. Hasta hace poco, cada vez que entraba en su habitación respiraba hondo, relajaba el semblante e intentaba darle esperanzas, pero me puso las cosas meridianas. «No finjas Elena, te engañas tú sola. Nos queda poco tiempo y quisiera dedicarlo a los temas más urgentes. A dejar claros los papeles. Una vez que nos registremos como pareja de hecho (¡con los berrinches familiares que nos había ocasionado no formalizar la unión!), hagamos testamento y te diga como quiero que dispongas mis restos, estaré tranquilo, podré dejarme ir».  Se consumía por momentos. Me demostró una entereza encomiable. A partir de entonces fue todo más fácil.

Mi padre era un pedazo de pan, pero su mirada escrutadora, sus poblados bigotes y la mosca debajo del labio le daban un aire autoritario. Además, siempre vestía traje oscuro. Bastante tradicional. De escasa conversación. «En boca cerrada no entran moscas», se defendía ante los reproches. 

Un día nos descubrió paseando de la mano. No lo vi venir, sentí un dolor en la muñeca que me hizo chillar. Me pilló distraída y Raúl se soltó con tal fuerza que se me hizo una torcedura. Cuando llegué a casa, mis dos progenitores estaban sentados en la mesa camilla mirando hacia la puerta del salón. «¿Cuándo piensa pedir la entrada ese mozo y decirnos cuáles son sus intenciones?». «Eso es del siglo pasado», protesté. «Los noviazgos siempre hay que formalizarlos. Nosotros hasta entonces cómo si no lo conociéramos».

El último de sus días, cuando todo estaba en orden y habíamos dedicado los anteriores a despedirnos de una manera relajada, a pesar de la premura del tiempo, sin excesivo dolor, gracias a los sedantes paliativos, estaba sentada junto a su cama. Adelantó el puño con dificultad, lo puso delante de mis ojos y susurró: «¿toro o plaza?». No me lo esperaba y me salió de dentro la más tierna de mis sonrisas. La imagen de nuestra infancia acudió a mi mente. El pasatiempo consistía en avistar una mosca posada en cualquier lugar, acercar la mano con la máxima cautela e intentar atraparla de un manotazo seco. A continuación, se hacía la pregunta de rigor. Se respondía toro, cuando se pensaba que estaba dentro y plaza, cuando se creía que había escapado. Después, se abría el puño como comprobación. O la mosca salía volando hacia su libertad o la mano estaba vacía. «Plaza, le contesté, no estás tú para cazar moscas» y me arrepentí al instante. Él me lo notó en la cara y puso la mano sobre la mía. 

«¿Te acuerdas Elena de que los chicos más brutotes, para realizar la prueba, bajaban el puño con todas sus fuerzas contra el piso al tiempo que lo iban abriendo? Algunas remontaban el vuelo, a duras penas, antes del impacto, pero a la mayoría les pillaba desprevenidas, se estampaban y allí quedaba su cuerpo inmóvil, sin vida».




domingo, 8 de octubre de 2023

BENDITA SOLEDAD

 

¡Por fin solo! Elisa, su mujer y María, su hija, se habían marchado a pasar el fin de semana a Aranda de Duero. La fase final de la liga de Voleibol autonómica se celebraba allí. Con un acompañante para la jugadora era suficiente. Compartirían habitación ahorrando costes. Su mami se había prestado voluntaria y él accedió sin mostrar mucha congoja.

         Le esperaban un par de días   a sus anchas en casa. Aprovecharía para expansionarse, para disfrutar de su cada vez más esporádica soledad, sin griteríos ni enganchones con hija o madre.

         Para comenzar su solaz había preparado una cutre cena, como gustaba de llamarlas con ironía su querida esposa. Si le viera en estos instantes. En esta ocasión las chacinas eran de calidad extra superior. Escogidas con mimo, las había ocultado en la terraza. Todavía no hacía calor durante el día, allí habían sudado lo estipulado, estaban perfectamente atemperadas. Sólo de pensar cómo se desharían en el velo de su paladar, babeaba como un Allien.

Para regar esas delicias había decidido bajar a la bodega. La vivienda de más de cien años conservaba este habitáculo original desde su construcción. Su temperatura era la idónea. Ni calor en verano ni frío en invierno. Hacía tiempo que tenía ganas de degustar el Rezuelo Clairdemont, cosecha del cincuenta y seis, que había heredado de su padre. Consideró, después de tanto tiempo, que el momento óptimo para paladearlo había llegado. ¡Qué diablos! Alguna vez tendría que hacerlo. «Las generaciones venideras no iban a saber apreciar estas delicatessen», se alentó mentalmente, para terminar de autoconvencerse.

Le costó abrir la puerta de madera. Estaba un poco encajada debido a que todavía no se había deshinchado del todo después del invierno. Hacía meses que nadie la franqueaba. Nada que no pudiera solucionar un puntapié en el sitio preciso. Se abrió exhalando un tenue chirrido, temblorosa y vibrante por el impacto. Giró la llave de la luz. Había decidido instalar una al estilo de antaño. Era entusiasta de lo vintage. Le mosqueó que la bombilla titilara un poco al encenderse. Bajó los escalones desvaídos por el uso y el tiempo. Avanzó hasta el fondo de la estancia. Se colocó en cuclillas frente al botellero para localizar más fácilmente el caldo elegido de antemano. «Hoy no te escapas», susurró con delectación, asiendo la botella por el gollete.

Advirtió de nuevo parpadeos y cambios de intensidad en la luz, seguidos está vez por un chasquido seco. Todo quedó en tinieblas.

A pesar de que la estancia era amplia y tenía recovecos —aprovechados como alacenas—, pensó que no le costaría mucho volver sobre sus pasos y alcanzar la habitación en la que desembocaba.

Un olor a humedad, del que no se había percatado hasta ese momento, invadía el ambiente. Se puso en pie apoyando la mano libre en el botellero. Notó la arista del inglete en la piel. Intentó buscar con el brazo extendido la pared más cercana. Lo hizo con pasos cortos, recelosos, sintiendo el firme en los tarsos de sus plantas. Las yemas de sus dedos palparon al fin la tapia rugosa y fresca. Suponía un primer logro. Ahora se daba cuenta de lo difícil que resulta orientarse en la oscuridad.

Comenzó a andar lateralmente deslizando la palma de la mano sobre el muro al mismo tiempo. Acunó la botella en la entrepierna, sujetándola con la otra mano, con el fin de protegerla de impactos inesperados. Llegó a una encrucijada. Lo supo porque la mano quedó al aire.  Para un invidente inexperto, la tarea se complicaba. Creía intuir dónde estaba el tiro de la escalera. Eso le relajó un poco.

De pronto, el sonido de un portazo quebró el silencio y su moral. Una corriente de aire repentina había hecho que la puerta se cerrara de golpe. «Bueno ¿Quién sabe? A lo mejor ha rebotado contra el marco», pensó. Eso no lo podría averiguar hasta que llegara a sus contornos.

Ahora tocaba dirigirse donde todos los indicios, de su no muy ejercitada orientación, hacían suponer que se encontraban los peldaños. Pasitos pequeños, brazo siempre extendido hacia delante. Tropezó con un obstáculo imprevisto, lo que le hizo trastabillarse y golpear la botella contra la pared —oyó al cristal estallar y al líquido derramarse—. ¡La descalzadora de su abuela! Su pasión por los objetos vetustos le había jugado una mala pasada. Se quedó de hinojos en el suelo. Sintió como sus rodillas se mojaban al mismo tiempo que el aroma del Rezuelo Clairdemont ascendía y hacía una penetrante visita a sus pituitarias «¡Mierda, mierda y mierda!» —se oyó decir—. Su voz reverberó al chocar con las paredes cercanas. A pesar de la ira que lo poseía, se acordó del chiste del borracho que, tras una caída, sintió mojado el bolsillo del abrigo en el que llevaba una botella y exclamó: «¡Por favor, Dios mío, que sea sangre!» Esto aumentó su malestar. No estaba precisamente para chacotas. Aprovechó esta evocación para comprobar —a base de lametones cuidadosos en palmas y dorsos de las manos—, que no se había herido con los cristales. Sólo vino ¡Qué desperdicio! Dentro de la suma de fatalidades que le estaba fustigando había tenido una pizca de fortuna.

Percibió escozor en sus rodillas, pero asumible. Su preocupación era otra. Llegar hasta la puerta y comprobar si estaba abierta. No se atrevió a levantarse. Prefirió jugársela con los cristales. Acarició la tierra desmigada por los efectos del vino. Puso los dedos en cuchara e hincando las uñas en el piso, avanzó con sumo tiento, acompasando el movimiento de brazos y piernas. Alcanzó un murete y tentó en tres dimensiones para cerciorarse de que era el primero de los escalones que iba a conducirle a su liberación. Inició la escalada impulsándose con los brazos. La presión del suelo en las rótulas le hizo resoplar por su molesta bursitis, pero hizo de tripas corazón y tiró para arriba. Le acuciaba resolver la rocambolesca situación. Todo lo demás pasaba a segundo plano.

Resollaba como un perro cuando llegó al reducido descansillo. Su corazón galopaba desbocado. Estaba chorreando de sudor. Percibió un repulsivo olor amalgamado. Separó mentalmente: Vino añejo, humedad mohosa y transpiración axilar. Había llegado el momento. Buscó un hueco en la pared para asirse y poder auparse. Una vez de pie frente a la puerta comprobó con desconsuelo —recorriendo los posibles intersticios con dedos y uñas—, que estaba cerrada herméticamente. Además, por el lado de dentro no tenía manilla. Tarea pendiente que había ido dejando por los siglos de los siglos. Cuando necesitaba acceder, dejaba la puerta abierta de par en par y así no había cuidado.

Hijopotuda era la situación en que se encontraba, en la que iba a permanecer casi dos días. En eso se había convertido el soñado y placentero fin de semana. Su mente era un torbellino intentando asumir la cruda realidad. Cómo estaría de perjudicado, que le pareció sentir unos murmullos de fondo. Esto no había hecho más que empezar y ya se estaba acojonando. No es que fuera asustadizo, pero la oscuridad encoje al más rudo maleante. Los rumores pasaron a convertirse en voces moduladas que le resultaban familiares. Nunca pensó que su cabeza le jugaría estas malas pasadas a las primeras de cambio. No quería caer tan pronto en la desesperación, en el pánico. Ahora oía, con nitidez y a través de los muros, una conversación entre Elisa y María. O estaba de frenopático o esas voces eran reales. Para corroborar su percepción, en ese momento una delgadísima línea de luz se filtró por debajo de la puerta. Empezó a golpearla con desafuero, con puñetazos sin control. Los nudillos se le hicieron puré. Percibió una leve vibración en la barriga procedente del portón al que estaba adosado. Desde el otro lado estaban intentando abrir. «¡Empujad del pomo y dad una patada abajo, en el centro!» —Se sintió gritar con la garganta hecha unos zorros—. En ese momento cedió el batiente e impulsado por la fuerza de las dos mujeres a un tiempo, cayó como un fardo escaleras abajo. Otra vez a lo oscuro. Magullado, maltrecho y con arañazos por todo el cuerpo. Por suerte, su estado no requirió ingreso hospitalario, como comprobó un rato después.

         Elisa y María se acercaron histéricas ayudadas por la luz que vomitaba la cercana habitación. Lo incorporaron tras un esfuerzo ímprobo y consiguieron subirlo a la estancia superior. Allí, una vez desparramado en una silla, le contaron que cuando estaban llegando a Aranda de Duero, el Colegio de árbitros de Castilla y León, les puso un Wasap en el grupo del equipo. Se suspendían todos los partidos del fin de semana. Por lo visto, en la concentración de dos días que habían organizado para los colegiados, previa al evento, debieron comer algún alimento en mal estado y ocho de diez estaban aquejados de gastroenteritis aguda.

         El embutido brillaba untuoso sobre la mesa. Dos bandejas cumplidas pero someras. Apelotonar esa ambrosía era una zafiedad. Ahora le tocaba a él explicarse.