lunes, 4 de julio de 2022

EL HOMBRE TRANQUILO

 

Estaba despierto cuando sonó la alarma del móvil. Llevaba un rato mirando al techo, cavilando. Había pasado mala noche, durmiendo poco y a ratos. Se sentía, de un tiempo a esta parte, cabreado consigo mismo. A pesar de que le ponían nervioso esas situaciones y no se manejaba con soltura en ellas, tenía que encontrar el momento oportuno para hablar con Elsa. La tocó en el hombro.

—Ya es la hora.

—Lo he oído. —Dio un bostezo, se incorporó, liberó sus piernas de las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Intentó despabilarse frotándose la cara con las palmas de las manos. Se levantó y fue hacia el baño. —Despierta a estos dos, pero con brío, a ver si hoy no tenemos que andar a carreras —le dijo mientras desaparecía tras la puerta.

Manuel empezaba a cansarse de estas advertencias. Reconocía que su carácter era condescendiente en general y con sus hijos en particular, pero no veía que eso fuese malo. Un poco de empatía y después solían cumplir las órdenes.

Cuando bajó a la cocina con ellos, perfectamente aseados, vestidos y con sus carteras listas, Elsa ya había preparado el desayuno. Los recibió con gesto impaciente.

—Mira que te he avisado, pero cada día tardáis más, no tienes solución —dijo mientras con la jarra iba sirviendo el zumo en los vasos.

—No empieces, tenemos tiempo de sobra ¿Verdad chicos que os lo vais a zampar todo en un periquete? —Tania y Lucho asintieron moviendo la cabeza arriba y abajo mecánicamente, dejando escapar una risita.

—Tampoco se trata de remolonear y ahora comer como los pavos. Bueno, ya nos conocemos. Se tomarán su tiempo y me pondrán de los nervios. Te torean como quieren.

Manuel respiró hondo. No caería en la provocación. No era momento ni lugar para dejar las cosas claras, aunque cada vez tenía más agotada la batería de la paciencia.

—Tengamos la fiesta en paz Elsa. Ya verás como llegamos al cole en hora. Nada más que nos ha tenido que abrir la puerta el conserje dos o tres veces en lo que va de curso. ¡Vamos a demostrárselo, chicos! —les espoleó mientras untaba las tostadas con mantequilla.

—Al cole sí, pero espero que yo no tenga que dar explicaciones por enésima vez en el trabajo. Siempre me hacéis empezar el día estresada. ¡Es que eres más crio que ellos, joder!

«Tente Manuel, sujétate. Esta noche dejarás las cosas claras. Hablaréis largo y tendido», se dijo interiormente para tranquilizarse, pero su voz hizo un quiebro a su conciencia y su pensamiento salió por la boca, sin filtro y a fuerte volumen.

—¿Y a quien tienes que dar tú explicaciones, cari? ¿A ese jefe que te tiene tan bien considerada? ¿Qué babea como un allen en cuanto te ve aparecer? Ese come de tu mano, te lo digo yo.

Elsa abrió la boca, amusgó los ojos y apretó los dientes. Después, cuando parecía que iba a explotar, miró a los niños, se lo pensó mejor y relajó la expresión.

—Qué tonterías estas diciendo Manuel. Borja es muy amable conmigo, es comprensivo, tenemos cierta amistad después de tantos años en la empresa, pero nada más. Ya hablaremos tú y yo, ya hablaremos —y le lanzó una mirada sombría mientras cogía a los niños de la mano y se dirigía al garaje con paso decidido.

Manuel les siguió y abrió el coche con el mando a distancia mientras seguía dando la réplica.

—No me invento nada. El petulante ese te colma de atenciones y tu te dejas querer. ¿Te crees que no tengo ojos en la cara?

La familia al completo estaba dentro del coche. Todos con los cinturones puestos, preparados para realizar su trayecto matutino.

—Manuel, hay ropa tendida, pero esta me la pagas como que me llamo Elsa. ¿A qué viene este número? Te repito que no es el momento ni el lugar.

—Este número viene a que estoy harto de que siempre me estés ninguneando y poniendo como un trapo delante de los niños. Y también de aguantar tus reproches, tus desahogos y tus broncas.

Se pararon ante un semáforo rojo. Elsa echaba fuego por los ojos y tenía la cara roja como la grana, pero no daba la impresión de que fuese a decir nada, a rebatir las acusaciones. Se había quedado sorprendida ante este despliegue verborreico de Manuel, impropio en él y no quería encenderlo más. Prefería esperar y devolvérsela con creces cuando estuviesen los dos solos en casa. El vehículo dobló la esquina y desembocó en la calle del colegio.

—Al cayetano te lo puedes meter donde te quepa. Aunque va de jefe enrollado, cabalga a las mujeres porque está podrido de dinero, no por su sex-appeal, es feo de cojones. Pero tú, si has sucumbido a sus encantos, podías haber sido sincera conmigo.  

Miró al espejo retrovisor y al ver a sus hijos cabizbajos y mirándose entre sí en silencio, se dio cuenta de la gambada que acababa de cometer e intentó volver a su estado natural. Aparcó delante del colegio. Los peques tardaron más de lo habitual en bajarse del coche, parecía que sus cuerpos reaccionaran a cámara lenta, ni siquiera se volvieron para despedirse.

La oficina de Elsa estaba cerca. Ninguno de los dos habló más. Había roto por una vez y de la peor manera su imagen de hombre de nervios templados, que encaja bien las críticas y no se solivianta casi por nada. Se acordó en ese momento de un consejo que le dio su suegro, al que probablemente a partir de ahora dejara de ver tan a menudo: «antes de desembuchar hay que pensárselo mil veces porque las palabras no se pueden recoger».

lunes, 20 de junio de 2022

CONFESIÓN

 [1]—Será mejor —dije— que reanudemos la conversación por donde la dejamos. ¿Por qué la expulsaron a usted del colegio?

—Por asesinar a un tío.

—¿Cómo dice?

—¿No querías respuestas concretas?

—Y directas, cumple escrupulosamente con las premisas que le pedí, pero esto me deja fuera de juego.

—Los detectives estáis por encima del bien y el mal, no se os oculta nada, tenéis un sexto sentido, atáis cabos a las primeras de cambio…

—Cuando termine con sus sarcasmos, podremos centrarnos en esa confesión tan desconcertante. ¿Por qué ahora?

—Todo está prescrito. Muchos años dándole vueltas y hoy, que vienes a tocarme las narices con una gilipollez, he decidido sacarlo y al mismo tiempo rebajar tu arrogancia. Y no me llames de usted, queda ridículo después del polvo que hemos echado.

—Perdona, es la costumbre. Ya que has soltado la bomba, ¿me puedes dar los detalles?

—Eso es lo que os pierde a los hombres, los detalles, qué pocos tenéis y cuántos solicitáis. Luego os pasa lo mismo que a Adrián, mi marido.

—De mi cliente ya hemos charlado bastante. Cuéntame lo que pasó, por favor.

—Mi padre era uno de los empresarios más importantes de Madrid. Hacía poco tiempo de la muerte de Franco y todavía tenía contactos muy estrechos con los gerifaltes que seguían moviendo los hilos. Echaron tierra al asunto.

—No te he preguntado por la resolución sino por el asesinato. ¿Cómo y por qué?

—Fue en Cercedilla, en un internado con el que mi padre colaboraba extendiendo un talón generoso todos los años. Me matricularon allí por buen comportamiento. Porros, litronas y sexo en malas compañías. Se corrió la voz entre las familias bien de la capital. Ese escándalo era lo peor para su mundo superficial y fachendoso.

—¡Qué precocidad! ¿En edad escolar hacías todo eso?

—Tendría quince años. El recinto era colegio e instituto. Salías de él para ir a la universidad o al infierno. De todas formas, tienes razón, era demasiado joven. Empecé para joder a mis padres, pero se me fue la mano.

—Y tanto —se me escapó—. Perdona, prosigue.

—Uno de los desarrapados con los que alternaba se encaprichó de mí. Le conté mi paradero en una escapada por Malasaña, durante mi mes de vacaciones. Se empeñó en venir a rescatarme como a las princesas de los cuentos, aunque este era más chungo que aquellos principitos artificiales, pero siempre me ha gustado el morbo. Me llamaba cada semana. Concertamos una noche para el rescate. Dejaría la ventana de los servicios, contiguos a la nave dormitorio, abierta. Las monjas hacían vida en el ala opuesta y se asomaban cada hora. Las teníamos caladas, por ese lado no tenía que haber sorpresas. Se trataba de un primer piso, pero había una escalera tumbada en un hueco, entre el lateral del edificio y el terraplén que delimitaba la finca, la había visto durante los recreos.

—No has dejado de ser indómita e ir contra las convenciones nunca —comenté, acercándole un vaso de agua que me había señalado y estaba sobre la mesa. Se lo bebió casi entero.

—Se coló en el aseo a las tres y diez, según lo convenido. Venía colocado. Ni un beso, ni una muestra de cariño. Me cogió con fuerza del brazo y me empujó hacia la ventana. «Vamos, princesita de pitiminí», me dijo y soltó una risotada. Le dije que con él en ese estado no iba a ningún sitio. Sacó una navaja. Estaba casi grogui, sin reflejos. Respiré hondo. Fingí sometimiento. Levanté los brazos al tiempo que hincaba mi rodilla en sus huevos. Cayó al suelo hecho un ovillo. La navaja fue a parar a un rincón. Fui a por ella. Estaba mareado, resoplando y llamándome puta una y otra vez. Me cegué. Totalmente tensa y superada, le di puñaladas hasta que la visión de la sangre resbalando por mi muñeca me hizo volver a la realidad. Las monjas acudieron, alguna compañera había oído ruidos. Llamaron a mi padre y él, no se con quien habló, pero se encargaron de que desapareciera el cuerpo y los papeles si es que tenía alguno.

—Como cuentacuentos no tienes precio ¿Sabes que casi me lo creo? Que tu padre hiciese desaparecer un cuerpo sin dejar rastro y que nadie preguntase por él, por muy tirado que estuviese el individuo, es muy fuerte, pero que tus compañeras estando el dormitorio al lado de los servicios no acudiesen en tropel ni se fuese nadie de la lengua ante un suceso tan traumático y escandaloso, me lo ha dejado claro. Eso no hay quien lo tape.

—Eres muy perspicaz. No entendía a cuento de qué salías con la expulsión del cole. Supongo que, entre todos los pormenores que soléis pedir a los clientes, le sonaría vagamente a Adrián y te picó la curiosidad. ¿La verdad? Me tiré a dos profesores, pero quise llegar a la cima. El director, que estaba como un queso, se resistió a mis encantos, se escandalizó cuando sintió el ruido de la hebilla del cinturón contra las baldosas y vio sus pantalones en los tobillos. Me abrió un expediente de expulsión y lo estropeó todo.

—Que estrechos son algunos. Vamos a dejarlo porque también me suena a patraña y no tiene la menor importancia para nuestro negocio.

—Recuerda. En los días que me has monitorizado, seguido e investigado no has encontrado ningún indicio de infidelidad. Clases de pintura, quedadas con las amigas para ir de compras o tomar café. Tú lo adornas como te parezca.

—Sé hacer mi trabajo, no te preocupes. Hemos llegado a un trato.

Cogí el sobre que ella había dejado encima del piano dos horas antes, la miré por última vez, giré y me dirigí a la puerta.  

—Fuera de trato me puedes llamar para darnos un revolcón de vez en cuando. No te desenvuelves mal entre las sábanas, detective.

—Gracias por el halago. Nunca me ha gustado mezclar el trabajo y el ocio, pero contigo haré una excepción.



[1]Tres primeras líneas de un diálogo de El misterio de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza.

lunes, 6 de junio de 2022

LOS GIRASOLES

 

Oyó el ruido de pisadas en la hierba. No estaba solo. Había salido corriendo hacia el campo de girasoles y allí se aplastó. Quedó inmóvil, con el oído alerta. Pensaba que nadie lo había seguido. A cien metros la hilera que formaban las traseras de las casas. Contuvo la respiración, tenía seca la garganta, ´se escuchaba un conteo monótono que se detuvo de pronto «Ronda, ronda, ¡quién no se haya escondido que se esconda!».

        

Unos tallos se movieron a su izquierda. Le llegó una risa ahogada que le era familiar. Elvira, sin duda. Reptó hacia ella con sigilo para que no los descubrieran. Estaba tumbada. Según se aproximaba, loma arriba, su mirada penetró en el interior del vuelo de la falda, recorrió las torneadas piernas hasta donde se juntaban, topándose con unas bragas blancas de puntillas.         Le invadió un hormigueo bajo el ombligo, una sensación placentera y desconocida. Permanecer chico y chica solos, al resguardo de miradas ajenas, conllevaba una prohibición implícita. A pesar de ello, se quedaron un rato tendidos de costado, mirándose con ojos amielados y sonriendo, como dos pasmarotes. En un momento dado, él alzó su mano, hundió los dedos abiertos entre las greñas pajizas de ella mientras susurraba: «Tu eres mi sol, yo giraré siempre hacia donde estés».

Después de ese día nada fue igual. Cruzaban miradas cómplices, buscaban cualquier excusa para coincidir, enlazaban las manos cuando nadie los veía. Siempre con ese nerviosismo que produce la clandestinidad. Su amor se consolidó con rapidez, sus escarceos fueron subiendo de tono hasta que, pasados unos años, oficializaron su relación con el beneplácito de sus progenitores. Alonso pidió la entrada en casa de la novia a su futuro suegro, prometiendo seguir el decoro y las buenas costumbres. Podía estar seguro de que su amor era sincero y de que nada le faltaría a su hija. 

Un mes más tarde lo alistaron. La “quinta del biberón” la bautizaron. Todavía no había cumplido los dieciocho. Para Elvira supuso una conmoción. La guerra no había llegado a su apartado pueblo, pero era necesario suministrar soldados para la causa. Se le hacía inimaginable separarse de su amado y vivir en una incertidumbre continua.

Al amanecer el soldado abandonó su casa llevando una maleta de madera, acompañado de su padre. Se encaminó a paso lento, con el mentón caído y la mirada fija en el suelo, hacia la plaza. Allí un camión con el motor arrancado estaba esperando. Subió a la caja junto a otros cuantos jóvenes de la población. El vehículo se puso en marcha y desapareció al girar en una cercana bocacalle. El ruido se fue extinguiendo poco a poco.

Los llevaron a un cuartel para darles unas someras indicaciones sobre el manejo del fusil y el modo de actuar en el frente. Tras la batalla del Ebro fue hecho prisionero por el ejército republicano. En su retirada les hicieron cruzar la frontera. Cuando la guerra acabó, estuvo encarcelado por haber pertenecido al ejército franquista. La segunda guerra mundial sobrevino casi de inmediato. De nuevo fue obligado a combatir. Cuando acabó la contienda y le anunciaron que no tenía causas pendientes buscó un empleo en territorio francés. Lo encontró en una fundición. En la prueba ante el oficial mostró desenvoltura. Su padre era el herrero del pueblo.

Nunca olvidó su compromiso. Reanudó la correspondencia tras todos estos avatares. Le llegó el mazazo a la vuelta del correo. Supo que Elvira se había casado y había dado a luz un hijo. A pesar de ello decidió retornar en cuanto reunió el dinero suficiente para el viaje.  Un sentimiento íntimo lo empujaba. Añoraba todas las vivencias experimentadas en su infancia y juventud.  

 

Habían transcurrido doce años desde que se despidieron y al llegar a su lugar de origen se sintió como un extraño. No culpaba a Elvira, las circunstancias se habían confabulado contra ellos. No debía haber ido. Todo se había trastocado. Se le hacía muy duro verla todos los días. Podría establecer una tibia amistad, pero eso sería aún peor. Decidió volver a Francia de nuevo. Sus padres habían fallecido, nada lo ataba ya. Antes de partir quiso verse a solas con la mujer que había acaparado sus sueños, empresa complicada en la España de aquellos días.

Se valió de Tasio, amigo de la infancia de ambos. Le dijo a Elvira que acudiera a su casa. Tenía que comentarle un asunto de vital importancia. A ella le extrañó tanto misterio. Cuando franqueó la puerta, la oscuridad era absoluta, las contraventanas estaban cerradas. Volteó la palomilla, se iluminó la estancia y ¡allí estaba su girasol! Un volcán interior invadió su cuerpo. No pensó en que podían haberla visto entrar. Una fuerza irrefrenable la impulsaba hacia Alonso. Sin mediar palabra empezó a recorrerlo a besos, a mordisquearle las orejas, apretándolo hacia sí. Este, sorprendido, tardó en corresponder. «He soñado tantas veces con este momento», murmuró ella entre sollozos. Se dejaron caer poco a poco mientras se iban desvistiendo el uno al otro. Se tumbaron desnudos sin importarles el basto enlosado de barro. Años de deseo largamente prorrogado provocaron la ausencia de preliminares.

Después, vinieron las confesiones. Acabada la guerra lo dieron oficialmente por muerto. Ella mantuvo la esperanza, soportando un sonsonete constante por parte de amigos y familiares. Años más tarde entró en relaciones con Samuel, hombre honrado, trabajador, buenazo y terco, muy terco.  La sometió a tal asedio, salpimentado con atenciones constantes, que al final sucumbió. Meses después de la boda llegó su primera carta. Estaba embarazada de Matías. El corazón le dio un vuelco. Nunca podrían retomar su antigua relación. Tocaba resignarse.

 

La tarde transcurrió en un suspiro. Oyeron la voz de Tasio desde la puerta trasera apremiando a Elvira. «Prepárate. Yo te aviso cuando puedas salir». Se vistieron con nerviosismo, se cogieron las manos y volvieron a fijar la mirada, amielada, tal como aquella lejana tarde del campo de girasoles. Sabían que era una despedida para siempre.



miércoles, 25 de mayo de 2022

CORRER ES DE COBARDES

 

No es lo mismo correr que huir. Se lo había oído decir a mi padre muchas veces. Por ejemplo, cuando veíamos el encierro de San Fermín por la tele, si un toro hacía hilo con un corredor y este, con la cara desencajada, los ojos fuera de las órbitas y temiendo por la integridad de sus glúteos, esprintaba y braceaba a toda máquina e intentaba zafarse del animal, aunque fuese tirándose al suelo de mala manera. Nos reíamos ambos de la ocurrencia. Mi padre era muy refranero, pero aquella mañana cuando mi mente dibujó su frase, no fue risa precisamente lo que me produjo. Ni a él tampoco cuando le fueron a avisar. 

            Había quedado para salir a correr con mi hermano Héctor a primera hora. Todavía no había amanecido, el cielo estaba encapotado, aunque algún claro se atisbaba en el horizonte. Chispeaba, pero no hacía mucho frío. Me gusta sentir el agua en la cara. Había llovido bastante los últimos días, así que elegimos el camino del río porque es de tierra compactada, filtra bastante bien y es difícil que se llene de charcos.

            Prefiero correr solo e ir escuchando música, más que nada porque, aunque no soy un profesional, con la cháchara no me centro en el control de la respiración y me viene el flato a las primeras de cambio, pero me tocaba cuidar de mi hermanito que estaba plof porque lo había dejado con Virginia después de dos años. Era el mayor y me sentía obligado a mantener su pensamiento entretenido el mayor tiempo posible para que no estuviese dándole vueltas todo el rato.

            La ruta era de diez kilómetros, ida y vuelta, y en una hora habríamos vuelto. Refunfuñó que lo tenía un poco dejado, pero le dije que, a trote cochinero, eso se hacía con la gorra. Asintió sin escuchar lo que le decía y siguió dándome la chapa sobre su drama sentimental. Me estaba luciendo con mi objetivo prioritario, pero al menos le serviría de desahogo.

            Al doblar una curva, vimos un perro negro a lo lejos, en medio del camino. Me extrañó porque no era temporada de caza. Pensé que se habría escapado de alguna finca. Cuando nos acercamos me di cuenta de que no tenía collar y se le marcaban las costillas. Comenzó a gruñirnos, pero empezamos a palmotear y a dar voces y salió zumbando ladera arriba.  

            Retomamos la marcha un poco contrariados por el encuentro. Por lo menos le sirvió para cambiar el chip a Héctor. Lo malo es que un rato después apareció de nuevo ante nuestros ojos, pero esta vez acompañado de otros cuatro amigos, colocados en forma de punta de flecha. En cabeza había un husky que nos miraba fijamente con ojos escrutadores. Permanecieron en silencio hasta que llegamos a veinte metros de ellos. El husky estiró el cuello, levantó la cabeza, y se puso a aullar al cielo, mientras sus compañeros llenaban el valle de potentes ladridos. Me cagué de miedo.

            Nos detuvimos. Mi intención era darme la vuelta y volver sobre nuestros pasos a toda carrera. Fue entonces cuando me acordé de la frase de marras. Mi hermano adivinó mi propósito y me susurró que no lo hiciera, que me quedase quieto sosteniéndoles la mirada. Se nos fueron acercando lentamente. Sentí amargor en la boca, tensión en los músculos y un calor asfixiante. Héctor insistía en que me quedase inmóvil. Los teníamos casi al lado gruñendo y babeando. El husky debía ser el jefe de la manada. Todos le seguían.

            Entré en pánico e hice lo que me había repetido que no debía hacer. Me di la vuelta y comencé a correr a toda leche mirando atrás por el rabillo del ojo. Los perros siguieron mi estela, pero al pasar a la altura de mi hermano este se abalanzó sobre el cabecilla y ambos cayeron rodando hasta la cuneta. El resto de los perros, sorprendidos, se quedaron quietos en un primer momento, pero después acudieron en ayuda de su jefe. Yo lo estaba observando todo desde una distancia prudencial. No veía a mi hermano, nada más que a la turba de perros gruñendo, ladrando y lanzando dentelladas. De repente me pareció ver dos brazos que se elevaban con una piedra agarrada entre las manos. Luego un ruido seco, como de palo que se quiebra. Se hizo el silencio y a continuación los perros se alejaron con el rabo entre las piernas y emitiendo gañidos lastimeros. Todos, menos el husky que yacía muerto en el suelo con la cabeza aplastada. Mi hermano apenas se movía. Me aproximé a la carrera. Al llegar a su altura comprobé que tenía desgarrones en la ropa y sangre por todo el cuerpo. Se hizo de noche de repente.

             Cuando desperté estaba en mi cama. Mi madre me contó que pasaron por allí dos jóvenes en un coche y nos trajeron hasta la población. Habían llamado a emergencias. Vino una ambulancia y se había llevado a Héctor al hospital de Toledo. Tenía bastantes mordeduras. Algunas de ellas profundas. Mi padre estaba con él. 

            Las heridas del cuerpo se curaron, las del alma, aún hoy, siguen sin cicatrizar del todo. A mi hermano le quedó una leve cojera después de un par de operaciones y rehabilitación posterior. Nunca me reprochó nada. No sé qué hubiera pasado si le hubiese hecho caso. Me consuelo pensando que lo mismo. La cosa pintaba fea y no teníamos refugio ni defensa posible. Las citas de las consultas se han ido espaciando, la medicación reduciendo. Ayer salí a correr.

miércoles, 2 de marzo de 2022

QUORUM

 Una nebulosa me envolvía, un sopor recóndito, muy profundo no permitía concentrarme. No era un sueño. Mi mente percibía un negro opaco. Mi cuerpo permanecía inmóvil. Poco a poco, conseguí abrir los ojos. Estaba en una cama, pero no era la mía, parecía una habitación de hospital, en penumbra. Unos puntos de luz que se filtraban a través de los orificios de la persiana moteaban la pared. Distinguía los objetos con turbidez. Estaba enchufado a un montón de cables, tenía resecos y con un deje amargo, la lengua y el paladar. La boca cerrada, bueno, en sentido literal no, porque estaba respirando a través de ella. Una especie de ventosa transparente la cubría y abarcaba también la nariz. De allí salía un tubo que seguí con la mirada y acababa embutido en un aparato con varios botones e interruptores y una pantalla, en la que se distinguían varias líneas amarillas oscilantes sobre fondo negro. No me podía mover, Tenía una vía en cada mano. De ellas surgían cables que iban a parar a unos goteros colgados de un pie metálico, pegado a la cama.

Los dolores internos eran llevaderos, probablemente por la sedación, pero me sentía terriblemente cansado. Mi curiosidad hizo que sacase fuerzas de flaqueza. Conseguí levantar un poco la sábana y colar la mirada entre ella y mi abdomen. Tenía una gasa que iba desde el esternón hasta el ombligo, una banda de unos ocho centímetros de ancho sujeta con varias tiras de esparadrapo hipodérmico, por sus bordes asomaban retazos naranjas de Betadine.  Comencé a sentirme angustiado, a sudar copiosamente y me sumergí en las profundidades. 

Desperté de nuevo, desconocía el tiempo transcurrido desde el desmayo. No recordaba cómo y por qué había ido a parar hasta allí, lo que me había pasado. Si me habían operado de urgencia o era una intervención programada. Me costó abrir los párpados. Tras mucho esfuerzo logré despegarlos y divisar el mundo a través de una delgada línea. Estaba sólo. La otra cama permanecía vacía. Se abrió la puerta y entró una enfermera que se movía con cautela en la semi penumbra. Al darse cuenta de que estaba despierto se dirigió a mí: «Hombre, José Luis ¿Qué tal te encuentras?». No tenía fuerzas para contestar. Se oía trasiego de carritos y de bandejas en el pasillo, debían estar repartiendo la merienda o la comida, la verdad es que no sabía la hora que era. Se acercó con un termómetro en la mano y me lo puso sobre la frente. Tras unos segundos se oyó un pitido intermitente, señal de que había detectado la temperatura corporal. «Treinta y nueve grados, te ha bajado un poco desde anoche». «¿Desde anoche?». Esa frase me trastoca, pero no digo nada dadas las circunstancias. Poco puedo decir, estoy agotado y con la boca tapada.

Supongo que es de mañana, porque un rato después pasa el médico con el fonendo colgado acompañado de un trío de jóvenes imberbes que revolotean a su alrededor. Alumnos de MIR o similar, todos con mascarilla. Se me había olvidado hasta el COVID. Por fin me voy a enterar del motivo de mi ingreso.  «José Luis, veo que estás despierto por fin. Buena señal. Para ser sincero no las tenía todas conmigo, las heridas eran bastante feas. Todavía estás muy débil para pedirte un esfuerzo mental, a veces fatiga más que el corporal, pero mañana a estas horas nos pasaremos de nuevo por aquí y nos contarás algunas cosas que no nos cuadran. La policía se está poniendo pesada, pero ya les he dicho que de momento tienen que esperar». ¿La policía? Se me remueve algo por dentro. Hago un ademán señalándome la boca con la mano, dando a entender la imposibilidad de contar nada en estas circunstancias, pero el doctor me tranquiliza, dice que no me preocupe, que me traerán una libreta y en ella debo apuntar todo lo que recuerde, que empiece poco a poco y cuando recupere fuerzas vaya ampliando datos y hechos.

 

Al día siguiente me traen la libreta prometida a primera hora, poco después del desayuno. No tomo ningún alimento, mi dieta es total, así la llaman, pero lo noto por el ruido de los carritos en el pasillo, por los pasos y ajetreos de las auxiliares que se perciben y por el abrir y cerrar de puertas. Entra una enfermera y sube un poco la persiana, por fin luz natural.

Estoy un poco mejor que el día anterior, la debilidad todavía es acusada, pero les pido que me levanten la cama con el mando para incorporarme un poco y comprobar si soy capaz de estrenar la libreta. Escribo un par de frases, con dificultad, con eso me basta de momento. Una hora más tarde aparece el doctor con el grupo de alumnos, me pregunta formalidades para romper el hielo, que cómo me encuentro, si he pasado bien la noche y a continuación me levanta la mascarilla de oxígeno. La sensación es rara, como de liberación. Le respondo que bien, que dolorido, pero que estoy recuperando poco a poco las fuerzas y el ánimo. Con el pensamiento. Todo eso le quiero transmitir con mi gesto del pulgar hacia arriba, porque la verdad es que no me atrevo a hablar. Le extiendo la libreta y él, con rictus de sorpresa se apresura a leerla. «No recuerdo nada, así que poco puedo contar» y «exijo una explicación de lo que me ha pasado, de por qué me encuentro en un hospital en estas condiciones». El doctor me mira y me dice que tengo tres heridas por arma blanca, así llaman a las puñaladas. Por fortuna ninguna ha afectado a órganos vitales, pero una de ellas me ha atravesado el intestino delgado y han tenido que cortarme un trozo como de diez centímetros. Me encontraron tirado en el suelo.

 

La reunión de vecinos va a comenzar, estoy en la mesa presidencial, acompañado por el administrador y el secretario. He ensayado un poco en casa, delante del espejo. Es tontería, lo que ocurre poco tiene que ver con lo previsto, pero a mí me sosiega un poco. Todas resultan tensas, pero esta, espero confundirme, lo va a ser más, porque el saldo es exiguo y es urgente hacer una buena derrama si queremos arreglar la canalización subterránea y el alcantarillado. El patio de la comunidad también presenta hundimientos de aceras en varios puntos y roturas de mobiliario (Bancos, columpios, papeleras). Muchos años de dejadez, de mirar hacia otro lado, atendiendo sólo lo imprescindible y, de aquellos polvos, vienen estos lodos.

Llevo meses buscando presupuestos y navegando en internet para descubrir fórmulas que hagan menos costosos los arreglos. Han metido cámaras teledirigidas por las arquetas, han comprobado que están rotos algunos tubos y despegadas las uniones entre ellos. Un pastizal, aunque creo que podemos ahorrarnos dinero y molestias si logramos que mis queridos vecinos voten a favor. Me han hablado de un método novedoso, no es necesario hacer movimientos de tierra, ni excavaciones, causa escasas molestias a los propietarios y se puede realizar en menos tiempo. Se inyecta a los tubos interiormente una película líquida que se solidifica después al enfriarse. El trabajo se realiza desde arriba. Todo les parecerá caro, muchos de ellos ni escucharán la propuesta, es muchísimo más económico que el método tradicional.  Aun así, me temo que no querrán rascarse el bolsillo, aunque se hunda la finca. Tuve que espantar a un par de vecinos cansinos, los típicos que sólo vienen cuando tienen algún problema, para soltar su perorata.

— ¿Qué hay de lo mío?

—Eso al final Iván, en los ruegos y preguntas, que no está en el orden del día».

—Es que tengo hora para el pádel.

—Que lo exponga tu mujer.

—Esta se conformará con cualquier cosa, pero a mí no me toreáis tan fácil, me vais a joder el partido, pero prefiero explicarlo bien explicado yo.

—Como lo veas.

 

En la habitación me han realizado una cura a primera hora. Han retirado todas las gasas, han hurgado de lo lindo y me han dejado bastante removido. Me lo han contado a posteriori. No he visto nada porque soy bastante aprensivo, de los que no miran el orificio ni la aguja cuando les hacen una extracción de sangre en las analíticas. Siempre dirijo la mirada hacia un lado o hacia arriba. En este caso hacia el techo. Para ser justo conmigo mismo, no me quedaba otra, por el sitio donde tengo las heridas tendría que haberme incorporado para verlo. Inviable. Han venido dos enfermeras, ya las voy conociendo, aunque a veces cambian el turno y eso me descoloca un poco. Teresa es bastante borde, Nicole todo dulzura. Me han dicho que me moviese lo menos posible, pero no he podido evitarlo porque me dolía y me escocía muchísimo y era difícil permanecer impasible. Así que he dado unos cuantos respingos, aparte de los ayayays y los madremías que sacaban de sus casillas a Teresa. Me llamaba flojo y exagerado «como todos los hombres». Nicole me transmitía tranquilidad y me daba ánimos con su voz. Se acercó cuando estaba más crispado y me puso la mano en la frente para que me tranquilizase. No me quieren decir nada de lo mío, me remiten al doctor Ibáñez. Tienen órdenes precisas. Esa actitud me da que pensar. 

La Junta seguía por unos derroteros tranquilos, me estaban dejando exponer la situación, los presupuestos y las propuestas de gasto, exceptuando el runrún de fondo y la gente que hace grupos aparte, pero es inevitable. Esto me animaba y me escamaba al tiempo porque después de treinta años nos conocíamos todos y estaba esperando el envite más pronto que tarde. Este se presentó con un exabrupto cuando íbamos a proceder a la votación para aprobar la realización de las obras con el presupuesto más económico y la derrama consiguiente.


—¡El punto uno no se vota!, —vociferó el copropietario “terminal” desde el fondo.

Tengo la fea costumbre de bautizar con apodos a los vecinos por sus actitudes y declaraciones en caliente. He de decir en mi descargo que esos motes permanecen en mi mente, no los propago. “El terminal”, “el quemabloques”, “el contable”, “el saltamesas”. En fin, en otra ocasión contaré cuando y por qué se produjeron estos bautismos.  En todas las comunidades hay personajes un tanto peculiares.

—¿Por qué no se vota, Vicente?

—¡Porque no me sale a mí de los cojones!

No me quedó otra que tirar de ironía y zanjar momentáneamente la cuestión: «Después de la libre interpretación del derecho de nuestro exaltado convecino vamos a proceder a la votación a mano alzada».

—Que digo que no se vota y no se vota —Y, agachándose, cogió algo con la mano que no pude distinguir y lo lanzó a la mesa presidencial. Era un tomate, el primero de una lluvia con la que nos obsequiaron él y sus adláteres. Los esquivé como pude, pero algunos vecinos no tuvieron tanta suerte.

 No tuve que expulsarles porque ellos mismos recorrieron el pasillo que formaban las sillas convenientemente colocadas para la junta y salieron por la puerta. Costó bastante rato serenar el ambiente, sujetar a los damnificados y que se pudiera proseguir después de la tomatina.

 

Cuando entró el doctor Ibáñez, todavía estaba molesto. Me apaciguó con un gesto porque compendió que iba a ponerme a llorar. Me prometió que me contaría lo que pasó realmente al final de la consulta. No es que quisiese ocultármelo, pero tenía que esforzarme en recordar. Formaba parte de la Terapia. Ya le habían contado sus compañeras lo de la reunión de Comunidad, que no paraba de relatarlo. Estaba obsesionado y lo fabulaba. Era normal que aflorara porque era el presidente y debía suponerme una gran preocupación. Me quitó el respirador y esta vez noté menos angustia.

—Doctor, ¿De qué suceso me está hablando?

—Vayamos por partes, ya sabes algo, que te ocurrió un incidente. Necesito que hagas un esfuerzo, medites y me digas si hoy recuerdas algo nuevo.

Estuve reflexionando unos instantes, intentado evocar algún percance, algo distinto de lo que me había venido a la cabeza hasta ahora. Aparecieron imágenes nuevas. Las canchas de baloncesto de la calle Manuel Noya, voces, carreras y chillidos. Era noche cerrada, volvía a casa desde el metro. Había un numeroso grupo de adolescentes rodeando a otros dos que tenían la espalda contra la verja. Estaban fuera de sí, moviendo los brazos e iban estrechando el cerco. Entonces brillaron varios filos en las manos de algunos componentes del grupo. Uno de ellos levantó el brazo y descargó el puñal contra los del dúo.

 

Hubo un enteradillo que argumentó que no había quorum suficiente, estábamos cuarenta de ciento diez vecinos, después de los cinco autoexpulsados, pero el administrador le contestó que en previsión a que pudiera ocurrir esto había citado a los vecinos en segunda convocatoria, media hora después de la primera. Como vio que se le quedaba cara de pazguato, continuó su perorata, abrió un libro que tenía encima de la mesa por donde estaba colocado el marcapáginas y leyó en voz alta: «la Ley de Propiedad Horizontal en su artículo 16.2 expone que si a la reunión de la Junta no concurriesen, en primera convocatoria, la mayoría de los propietarios que representen, a su vez, la mayoría de las cuotas de participación se procederá a una segunda convocatoria de la misma, esta vez sin sujeción a quórum». Así que los aguafiestas punto en boca. Aunque siguieron rezongando por lo bajo todo el rato, no lograron su objetivo: evitar a toda costa la votación.

         Echados por tierra todos los intentos de boicot, aplacados los vecinos díscolos, silenciados los “catedráticos” y desalojados los impresentables, por fin se procedió a la votación. Salió favorable por los pelos y me llevé un alegrón. Soy así de raro. Es de todos, es común, pero a más de uno le he oído decir que le trae al pairo, cierra su puerta y el portal y las zonas comunes quedan fuera, se la suda lo que no esté entre sus cuatro paredes.

         Me tocó escuchar la chorrada de Iván el del pádel, pero ya con otro talante. La contrata de limpieza tenía que subir a su casa una vez a la semana porque se le ensuciaban mucho las ventanas y las persianas. Vivía justo encima de la entrada del garaje y eso no tiene por qué pagarlo él. No me opuse frontalmente, como hubiese hecho en otra ocasión. Me limité a que se le echaran encima otros propietarios y en la votación perdió por abrumadora mayoría. Nos iba a denunciar y llegaría hasta el Constitucional si hiciese falta. Mejor al de Estrasburgo, pensé para mis adentros. Lo habitual en estos casos.

Cuando se fueron casi todos, despaché varios asuntos pendientes con el administrador de fincas. Habría que estar encima de los impagados porque si no habríamos hecho un pan como unas tortas. El secretario, mientras, apilaba las sillas con ayuda de dos o tres vecinos. Me quedé sólo recogiendo y estudiando los papeles. Media hora más tarde, salí y cerré la puerta del local de la Comunidad. Al dar la vuelta para dirigirme a casa, surgieron dos bultos en la oscuridad matizada con la luz amarillenta de las farolas del patio interior. Dos chavales de rasgos latinos. Eso quedaba claro a pesar de las mascarillas y el gorro de lana que llevaban puesto. Tenían un palo en la mano. Se acercaron y sin mediar palabra me dieron varios golpes, uno en el estómago que hizo que me doblara de dolor y me quedase sin respiración. Otro en la sien que hizo que cayese al suelo y me invadiese un sopor profundo. No recuerdo nada más. 

Laura está en contacto con control de enfermería. Debido a las restricciones impuestas por la pandemia no la dejan entrar. Cuando se lo permitan se hará una PCR y acudirá a visitarme, pero de momento no hay nada que hacer. Nicole me ha dicho que no me preocupe que seguramente en un par de días la tenga a mi lado. Le agradezco su manera de ser, que me haga sentir bien dentro de mi deterioro emocional y físico, pero no entiendo tanta falta de humanidad. Con la excusa del COVID se está dejando morir sola a mucha gente, sin poderse despedir de sus seres queridos. Parece que voy a salvar el pellejo por lo que me ha dicho el doctor Ibáñez, pero me haría mucho bien tener a Laura conmigo en estos momentos.

Hace un rato que se fue el doctor y estoy hecho migas, aunque voy conociendo algo más del motivo de mi ingreso. Hice un gran esfuerzo para acordarme de la noche truculenta. La historia que se abría paso con más fuerza en mi interior era la de las pistas de baloncesto y fútbol sala, la del grupo de desalmados que estaban intimidando a dos chavales y que no dudaron en utilizar machetes, cuando las voces y los gestos pasaron a mayores. Tenía la mochila llena de libros por lo que al echar a correr hacia ellos sentí su peso en la espalda y casi me caigo. Pero antes de acercarme a grandes voces para intentar aplacarles tuve una buena idea, de las que no rondan a menudo por mi cabeza. Saqué el móvil del bolsillo y marqué el 112. Tardaron un minuto en responder. Se me hizo interminable. Les dije donde me encontraba y lo que estaba pasando. No se si llegaron a oírme porque sentí un golpe seco en la mano. El teléfono salió volando y golpeó contra el suelo. Sorprendido miré mi mano que se hinchaba por momentos y me escocía. No tenía a nadie al lado. Me la apreté con la otra para calmar el dolor, miré hacia el suelo donde había escuchado un sonido metálico y descubrí a mis pies unos nunchakus que algún vándalo me debía haber lanzado. Levanté la mirada y descubrí a un individuo joven, de pelo moreno, cresta y con los laterales del cuero cabelludo rapados, que me estaba sonriendo.


Oí que hablaba con voz tranquila, pero firme dirigiéndose a la tribu: «Soldados, este españolazo ha venido a jodernos, a desafiarnos. En vez de seguir su camino quiere unirse a los dominican y ha llamado a la poli. Demostrémosle que no se debe provocar a los Trinitarios». «Yo no quiero provocar a nadie», me oí decir «no me gusta la violencia, pero ya me voy». Grandes carcajadas invadieron la escena. «¿Te vas a ir, justo ahora, cuando empieza la diversión, come mierda?» Escupió el cabecilla e hizo una seña a sus correligionarios. Vinieron hacia mí no menos de cuatro individuos con caras encendidas y brazos musculados llenos de tatuajes. Dos de ellos blandían puñales. Me cagué. Empecé a pedir auxilio a grandes voces y eso, lejos de acojonarlos, los enfureció más. El lanzador había recuperado sus nunchakus y cogiéndolos de un extremo me sacudió un trallazo con el otro a la altura de la pantorrilla. Algo se partió dentro y se destensó, como si fueran las cuerdas de una guitarra. La corva quedó totalmente laxa y caí al suelo. Se lanzaron sobre mi cuerpo con una avidez que me hizo entrar en pánico. A partir de aquí la luz se apaga. Es todo lo que pude narrar sobre lo sucedido al doctor Ibáñez. Creo que bastante. Él cumplió su promesa. Me dijo que era muy buen síntoma de recuperación, que cuanto más recordase mejor y había recordado casi todo. Me recogió el SAMUR, mi llamada entró justita y pudieron localizar el punto donde me encontraba. Cuando llegaron había un transeúnte en el lugar, que también había llamado a emergencias y presentaba un ataque de nervios al verme en ese estado. La sangre manaba de mi cuerpo y el charco cada vez se hacía más grande.

La intervención se prolongó hasta la madrugada. La peor parte se la llevaron los intestinos, tuvieron que cortar y coser. Perdía mucha sangre por lo que tuvieron que transferirme tres litros. Consiguieron restañar el resto de las heridas. Dos profundas, aunque limpias en el abdomen y cuatro o cinco de menor consideración en los costados. Para completar el cuadro magulladuras y arañazos repartidos por todo el cuerpo. Me iba a curar, sin apenas secuelas. Las tripas tardarían en cicatrizar. Habría que obrar con cuidado y tener paciencia, pero lo harían con plenas garantías. Para celebrarlo me iban a dejar cenar un poco de puré.

 

No quiero estar en este mundo. Todo carece de sentido. No me esperaba esto de Laura. No lo esperaría de ningún ser humano, pero en la coyuntura en la que me encuentro es tener pelos en el corazón. Hoy me han traído el móvil, la policía tenía que hacerme múltiples preguntas. Fue rescatado tras la reyerta por los municipales. Lo he recibido con gratitud e ilusión. Por fin me podría comunicar con ella y con el resto de los amigos y conocidos. Habían hecho pesquisas en el entorno de las bandas latinas en el barrio. Viejos conocidos. La investigación avanzaba a buen ritmo. Los tenían localizados y estaban intentando descubrir los autores materiales. Era cuestión de tiempo que fuesen detenidos.

Estaba deseando ponerme al día, así que en cuanto me han dejado solo, me ha faltado tiempo para echármelo a la cara. Me cuesta manejarlo, las vías y los cables que me unen a la vida entorpecen los movimientos dactilares. Me lo han entregado con la batería a tope, todo un detalle. Una chorrera de mensajes, con sus numeritos, me saltaron a la vista en cuanto introduje el patrón. A Laura la he escrito y la he preguntado que cuando iba a venir a verme, que estaba deseando, porque según me había dicho anteayer Nicole debía ser inminente. Me ha sorprendido, en principio, que no me hubiese mandado ningún wasap, pero he recordado que sabía que no tenía el teléfono en mi poder, por eso se había estado informando a través del personal y me habían transmitido sus mensajes las enfermeras. Su contestación se ha demorado casi una hora y me ha herido más que las puñaladas de los pandilleros. Me ha dejado como sin sangre. Hay navajazos sin necesidad de navaja, son perversos y abominables. La fatídica noche me estaba esperando con las maletas hechas para decirme que me dejaba. Ahora que ya estaba fuera de peligro no tenía necesidad de fingir. Me pedía perdón y me debía una aclaración, un último encuentro, cuando me diesen el alta. Juro por lo más sagrado que no lo vi venir, pero siempre me han dicho que soy un atolondrado y que no me tomo las cosas en serio. Supongo que me está bien empleado.

 Desde la muerte de Rebeca la relación, ya de por sí deteriorada, se extinguió, pero había un acuerdo tácito de convivencia, de cariño, apoyarnos el uno en el otro. Temíamos la separación definitiva por convenciones sociales y por ser animales de costumbres. En los últimos años había vuelto, sino la chispa, si las complicidades. Nos consultábamos las dudas en los proyectos que quisiésemos emprender, nos interesábamos por el otro, por la noche hacíamos un resumen de lo vivido y acontecido a lo largo del día, alguna carantoña.  Menos el sexo, eso no había vuelto, pero me consolaba pensando que por nuestra edad es normal que el apetito se atenúe. Últimamente se ve demasiado con Amanda, amiga de la Universidad con la que retomó el contacto a través de Facebook, siempre la tenía en la boca, por lo que nuestro vínculo se había vuelto a debilitar, pero hasta llegar a esta falta de humanidad, en este momento... Para mí que se ha ido a vivir con ella.

 

Tuve una recaída bastante severa que truncó la incipiente recuperación. El doctor piensa que me dieron alimento demasiado pronto, aunque según lo pautado no tendría que haberme provocado rechazo. Está hecho un lío porque no le cuadra nada. Me han bajado varias veces para hacerme pruebas de imagen y de contraste. Me pregunta preocupado, para ver si hay otros motivos, aparte de los alimentarios, que me hayan alterado.  No pienso contarle lo de Laura, que se joda y que lo adivine, para eso ha estudiado.

 

Me ha entrado un mensaje de Matías, el administrador. La reunión para aprobar las obras y la derrama, prevista para pasado mañana se pospone sine die, hasta que yo pueda asistir.