lunes, 6 de junio de 2022

LOS GIRASOLES

 

Oyó el ruido de pisadas en la hierba. No estaba solo. Había salido corriendo hacia el campo de girasoles y allí se aplastó. Quedó inmóvil, con el oído alerta. Pensaba que nadie lo había seguido. A cien metros la hilera que formaban las traseras de las casas. Contuvo la respiración, tenía seca la garganta, ´se escuchaba un conteo monótono que se detuvo de pronto «Ronda, ronda, ¡quién no se haya escondido que se esconda!».

        

Unos tallos se movieron a su izquierda. Le llegó una risa ahogada que le era familiar. Elvira, sin duda. Reptó hacia ella con sigilo para que no los descubrieran. Estaba tumbada. Según se aproximaba, loma arriba, su mirada penetró en el interior del vuelo de la falda, recorrió las torneadas piernas hasta donde se juntaban, topándose con unas bragas blancas de puntillas.         Le invadió un hormigueo bajo el ombligo, una sensación placentera y desconocida. Permanecer chico y chica solos, al resguardo de miradas ajenas, conllevaba una prohibición implícita. A pesar de ello, se quedaron un rato tendidos de costado, mirándose con ojos amielados y sonriendo, como dos pasmarotes. En un momento dado, él alzó su mano, hundió los dedos abiertos entre las greñas pajizas de ella mientras susurraba: «Tu eres mi sol, yo giraré siempre hacia donde estés».

Después de ese día nada fue igual. Cruzaban miradas cómplices, buscaban cualquier excusa para coincidir, enlazaban las manos cuando nadie los veía. Siempre con ese nerviosismo que produce la clandestinidad. Su amor se consolidó con rapidez, sus escarceos fueron subiendo de tono hasta que, pasados unos años, oficializaron su relación con el beneplácito de sus progenitores. Alonso pidió la entrada en casa de la novia a su futuro suegro, prometiendo seguir el decoro y las buenas costumbres. Podía estar seguro de que su amor era sincero y de que nada le faltaría a su hija. 

Un mes más tarde lo alistaron. La “quinta del biberón” la bautizaron. Todavía no había cumplido los dieciocho. Para Elvira supuso una conmoción. La guerra no había llegado a su apartado pueblo, pero era necesario suministrar soldados para la causa. Se le hacía inimaginable separarse de su amado y vivir en una incertidumbre continua.

Al amanecer el soldado abandonó su casa llevando una maleta de madera, acompañado de su padre. Se encaminó a paso lento, con el mentón caído y la mirada fija en el suelo, hacia la plaza. Allí un camión con el motor arrancado estaba esperando. Subió a la caja junto a otros cuantos jóvenes de la población. El vehículo se puso en marcha y desapareció al girar en una cercana bocacalle. El ruido se fue extinguiendo poco a poco.

Los llevaron a un cuartel para darles unas someras indicaciones sobre el manejo del fusil y el modo de actuar en el frente. Tras la batalla del Ebro fue hecho prisionero por el ejército republicano. En su retirada les hicieron cruzar la frontera. Cuando la guerra acabó, estuvo encarcelado por haber pertenecido al ejército franquista. La segunda guerra mundial sobrevino casi de inmediato. De nuevo fue obligado a combatir. Cuando acabó la contienda y le anunciaron que no tenía causas pendientes buscó un empleo en territorio francés. Lo encontró en una fundición. En la prueba ante el oficial mostró desenvoltura. Su padre era el herrero del pueblo.

Nunca olvidó su compromiso. Reanudó la correspondencia tras todos estos avatares. Le llegó el mazazo a la vuelta del correo. Supo que Elvira se había casado y había dado a luz un hijo. A pesar de ello decidió retornar en cuanto reunió el dinero suficiente para el viaje.  Un sentimiento íntimo lo empujaba. Añoraba todas las vivencias experimentadas en su infancia y juventud.  

 

Habían transcurrido doce años desde que se despidieron y al llegar a su lugar de origen se sintió como un extraño. No culpaba a Elvira, las circunstancias se habían confabulado contra ellos. No debía haber ido. Todo se había trastocado. Se le hacía muy duro verla todos los días. Podría establecer una tibia amistad, pero eso sería aún peor. Decidió volver a Francia de nuevo. Sus padres habían fallecido, nada lo ataba ya. Antes de partir quiso verse a solas con la mujer que había acaparado sus sueños, empresa complicada en la España de aquellos días.

Se valió de Tasio, amigo de la infancia de ambos. Le dijo a Elvira que acudiera a su casa. Tenía que comentarle un asunto de vital importancia. A ella le extrañó tanto misterio. Cuando franqueó la puerta, la oscuridad era absoluta, las contraventanas estaban cerradas. Volteó la palomilla, se iluminó la estancia y ¡allí estaba su girasol! Un volcán interior invadió su cuerpo. No pensó en que podían haberla visto entrar. Una fuerza irrefrenable la impulsaba hacia Alonso. Sin mediar palabra empezó a recorrerlo a besos, a mordisquearle las orejas, apretándolo hacia sí. Este, sorprendido, tardó en corresponder. «He soñado tantas veces con este momento», murmuró ella entre sollozos. Se dejaron caer poco a poco mientras se iban desvistiendo el uno al otro. Se tumbaron desnudos sin importarles el basto enlosado de barro. Años de deseo largamente prorrogado provocaron la ausencia de preliminares.

Después, vinieron las confesiones. Acabada la guerra lo dieron oficialmente por muerto. Ella mantuvo la esperanza, soportando un sonsonete constante por parte de amigos y familiares. Años más tarde entró en relaciones con Samuel, hombre honrado, trabajador, buenazo y terco, muy terco.  La sometió a tal asedio, salpimentado con atenciones constantes, que al final sucumbió. Meses después de la boda llegó su primera carta. Estaba embarazada de Matías. El corazón le dio un vuelco. Nunca podrían retomar su antigua relación. Tocaba resignarse.

 

La tarde transcurrió en un suspiro. Oyeron la voz de Tasio desde la puerta trasera apremiando a Elvira. «Prepárate. Yo te aviso cuando puedas salir». Se vistieron con nerviosismo, se cogieron las manos y volvieron a fijar la mirada, amielada, tal como aquella lejana tarde del campo de girasoles. Sabían que era una despedida para siempre.



4 comentarios: