[1]—Será mejor —dije— que reanudemos la conversación por donde la dejamos. ¿Por qué la expulsaron a usted del colegio?
—Por asesinar a un tío.
—¿Cómo dice?
—¿No querías respuestas concretas?
—Y directas, cumple escrupulosamente con las premisas que le pedí, pero esto me deja fuera de juego.
—Los detectives estáis por encima del bien y el mal, no se
os oculta nada, tenéis un sexto sentido, atáis cabos a las primeras de cambio…
—Cuando termine con sus sarcasmos, podremos centrarnos en esa
confesión tan desconcertante. ¿Por qué ahora?
—Todo está prescrito. Muchos años dándole vueltas y hoy, que
vienes a tocarme las narices con una gilipollez, he decidido sacarlo y al mismo
tiempo rebajar tu arrogancia. Y no me llames de usted, queda ridículo después del
polvo que hemos echado.
—Perdona, es la costumbre. Ya que has soltado la bomba, ¿me
puedes dar los detalles?
—Eso es lo que os pierde a los hombres, los detalles, qué
pocos tenéis y cuántos solicitáis. Luego os pasa lo mismo que a Adrián, mi marido.
—De mi cliente ya hemos charlado bastante. Cuéntame lo que
pasó, por favor.
—Mi padre era uno de los empresarios más importantes de Madrid.
Hacía poco tiempo de la muerte de Franco y todavía tenía contactos muy
estrechos con los gerifaltes que seguían moviendo los hilos. Echaron tierra al
asunto.
—No te he preguntado por la resolución sino por el asesinato.
¿Cómo y por qué?
—Fue en Cercedilla, en un internado con el que mi padre
colaboraba extendiendo un talón generoso todos los años. Me matricularon allí por
buen comportamiento. Porros, litronas y sexo en malas compañías. Se corrió la
voz entre las familias bien de la capital. Ese escándalo era lo peor para su
mundo superficial y fachendoso.
—¡Qué precocidad! ¿En edad escolar hacías todo eso?
—Tendría quince años. El recinto era colegio e instituto. Salías
de él para ir a la universidad o al infierno. De todas formas, tienes razón, era
demasiado joven. Empecé para joder a mis padres, pero se me fue la mano.
—Y tanto —se me escapó—. Perdona, prosigue.
—Uno de los desarrapados con los que alternaba se encaprichó de mí. Le conté mi paradero en una escapada por Malasaña, durante mi mes de vacaciones. Se empeñó en venir a rescatarme como a las princesas de los cuentos, aunque este era más chungo que aquellos principitos artificiales, pero siempre me ha gustado el morbo. Me llamaba cada semana. Concertamos una noche para el rescate. Dejaría la ventana de los servicios, contiguos a la nave dormitorio, abierta. Las monjas hacían vida en el ala opuesta y se asomaban cada hora. Las teníamos caladas, por ese lado no tenía que haber sorpresas. Se trataba de un primer piso, pero había una escalera tumbada en un hueco, entre el lateral del edificio y el terraplén que delimitaba la finca, la había visto durante los recreos.
—No has dejado de ser indómita e ir contra las convenciones
nunca —comenté, acercándole un vaso de agua que me había señalado y estaba sobre
la mesa. Se lo bebió casi entero.
—Se coló en el aseo a las tres y diez, según lo convenido. Venía
colocado. Ni un beso, ni una muestra de cariño. Me cogió con fuerza del brazo y
me empujó hacia la ventana. «Vamos, princesita de pitiminí», me dijo y soltó
una risotada. Le dije que con él en ese estado no iba a ningún sitio. Sacó una
navaja. Estaba casi grogui, sin reflejos. Respiré hondo. Fingí sometimiento. Levanté
los brazos al tiempo que hincaba mi rodilla en sus huevos. Cayó al suelo hecho
un ovillo. La navaja fue a parar a un rincón. Fui a por ella. Estaba mareado, resoplando
y llamándome puta una y otra vez. Me cegué. Totalmente tensa y superada, le di puñaladas
hasta que la visión de la sangre resbalando por mi muñeca me hizo volver a la
realidad. Las monjas acudieron, alguna compañera había oído ruidos. Llamaron a
mi padre y él, no se con quien habló, pero se encargaron de que desapareciera
el cuerpo y los papeles si es que tenía alguno.
—Como cuentacuentos no tienes precio ¿Sabes que casi me lo
creo? Que tu padre hiciese desaparecer un cuerpo sin dejar rastro y que nadie
preguntase por él, por muy tirado que estuviese el individuo, es muy fuerte, pero
que tus compañeras estando el dormitorio al lado de los servicios no acudiesen
en tropel ni se fuese nadie de la lengua ante un suceso tan traumático y
escandaloso, me lo ha dejado claro. Eso no hay quien lo tape.
—Eres muy perspicaz. No entendía a cuento de qué salías con
la expulsión del cole. Supongo que, entre todos los pormenores que soléis pedir
a los clientes, le sonaría vagamente a Adrián y te picó la curiosidad. ¿La verdad?
Me tiré a dos profesores, pero quise llegar a la cima. El director, que estaba
como un queso, se resistió a mis encantos, se escandalizó cuando sintió el
ruido de la hebilla del cinturón contra las baldosas y vio sus pantalones en los
tobillos. Me abrió un expediente de expulsión y lo estropeó todo.
—Que estrechos son algunos. Vamos a dejarlo porque también
me suena a patraña y no tiene la menor importancia para nuestro negocio.
—Recuerda. En los días que me has monitorizado, seguido e investigado
no has encontrado ningún indicio de infidelidad. Clases de pintura, quedadas
con las amigas para ir de compras o tomar café. Tú lo adornas como te parezca.
—Sé hacer mi trabajo, no te preocupes. Hemos llegado a un
trato.
—Fuera de trato me puedes llamar para darnos un revolcón de
vez en cuando. No te desenvuelves mal entre las sábanas, detective.
—Gracias por el halago. Nunca me ha gustado mezclar el
trabajo y el ocio, pero contigo haré una excepción.
Bueno Salva, nos has dejado intrigados, ya puedes seguir escribiendo, que queremos saber qué más pasa. Genial!!!!
ResponderEliminar¿Por qué no? Puede convertirse en el primer capítulo de una serie. Lo daré vueltas Tere. y veremos para donde me dirijo.
ResponderEliminarMe gusta la novela de intriga, espero que nos obsequies con mas relatos, nos has dejado con la miel en los labios. Buen ejercicio este que te has montado.
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