lunes, 20 de junio de 2022

CONFESIÓN

 [1]—Será mejor —dije— que reanudemos la conversación por donde la dejamos. ¿Por qué la expulsaron a usted del colegio?

—Por asesinar a un tío.

—¿Cómo dice?

—¿No querías respuestas concretas?

—Y directas, cumple escrupulosamente con las premisas que le pedí, pero esto me deja fuera de juego.

—Los detectives estáis por encima del bien y el mal, no se os oculta nada, tenéis un sexto sentido, atáis cabos a las primeras de cambio…

—Cuando termine con sus sarcasmos, podremos centrarnos en esa confesión tan desconcertante. ¿Por qué ahora?

—Todo está prescrito. Muchos años dándole vueltas y hoy, que vienes a tocarme las narices con una gilipollez, he decidido sacarlo y al mismo tiempo rebajar tu arrogancia. Y no me llames de usted, queda ridículo después del polvo que hemos echado.

—Perdona, es la costumbre. Ya que has soltado la bomba, ¿me puedes dar los detalles?

—Eso es lo que os pierde a los hombres, los detalles, qué pocos tenéis y cuántos solicitáis. Luego os pasa lo mismo que a Adrián, mi marido.

—De mi cliente ya hemos charlado bastante. Cuéntame lo que pasó, por favor.

—Mi padre era uno de los empresarios más importantes de Madrid. Hacía poco tiempo de la muerte de Franco y todavía tenía contactos muy estrechos con los gerifaltes que seguían moviendo los hilos. Echaron tierra al asunto.

—No te he preguntado por la resolución sino por el asesinato. ¿Cómo y por qué?

—Fue en Cercedilla, en un internado con el que mi padre colaboraba extendiendo un talón generoso todos los años. Me matricularon allí por buen comportamiento. Porros, litronas y sexo en malas compañías. Se corrió la voz entre las familias bien de la capital. Ese escándalo era lo peor para su mundo superficial y fachendoso.

—¡Qué precocidad! ¿En edad escolar hacías todo eso?

—Tendría quince años. El recinto era colegio e instituto. Salías de él para ir a la universidad o al infierno. De todas formas, tienes razón, era demasiado joven. Empecé para joder a mis padres, pero se me fue la mano.

—Y tanto —se me escapó—. Perdona, prosigue.

—Uno de los desarrapados con los que alternaba se encaprichó de mí. Le conté mi paradero en una escapada por Malasaña, durante mi mes de vacaciones. Se empeñó en venir a rescatarme como a las princesas de los cuentos, aunque este era más chungo que aquellos principitos artificiales, pero siempre me ha gustado el morbo. Me llamaba cada semana. Concertamos una noche para el rescate. Dejaría la ventana de los servicios, contiguos a la nave dormitorio, abierta. Las monjas hacían vida en el ala opuesta y se asomaban cada hora. Las teníamos caladas, por ese lado no tenía que haber sorpresas. Se trataba de un primer piso, pero había una escalera tumbada en un hueco, entre el lateral del edificio y el terraplén que delimitaba la finca, la había visto durante los recreos.

—No has dejado de ser indómita e ir contra las convenciones nunca —comenté, acercándole un vaso de agua que me había señalado y estaba sobre la mesa. Se lo bebió casi entero.

—Se coló en el aseo a las tres y diez, según lo convenido. Venía colocado. Ni un beso, ni una muestra de cariño. Me cogió con fuerza del brazo y me empujó hacia la ventana. «Vamos, princesita de pitiminí», me dijo y soltó una risotada. Le dije que con él en ese estado no iba a ningún sitio. Sacó una navaja. Estaba casi grogui, sin reflejos. Respiré hondo. Fingí sometimiento. Levanté los brazos al tiempo que hincaba mi rodilla en sus huevos. Cayó al suelo hecho un ovillo. La navaja fue a parar a un rincón. Fui a por ella. Estaba mareado, resoplando y llamándome puta una y otra vez. Me cegué. Totalmente tensa y superada, le di puñaladas hasta que la visión de la sangre resbalando por mi muñeca me hizo volver a la realidad. Las monjas acudieron, alguna compañera había oído ruidos. Llamaron a mi padre y él, no se con quien habló, pero se encargaron de que desapareciera el cuerpo y los papeles si es que tenía alguno.

—Como cuentacuentos no tienes precio ¿Sabes que casi me lo creo? Que tu padre hiciese desaparecer un cuerpo sin dejar rastro y que nadie preguntase por él, por muy tirado que estuviese el individuo, es muy fuerte, pero que tus compañeras estando el dormitorio al lado de los servicios no acudiesen en tropel ni se fuese nadie de la lengua ante un suceso tan traumático y escandaloso, me lo ha dejado claro. Eso no hay quien lo tape.

—Eres muy perspicaz. No entendía a cuento de qué salías con la expulsión del cole. Supongo que, entre todos los pormenores que soléis pedir a los clientes, le sonaría vagamente a Adrián y te picó la curiosidad. ¿La verdad? Me tiré a dos profesores, pero quise llegar a la cima. El director, que estaba como un queso, se resistió a mis encantos, se escandalizó cuando sintió el ruido de la hebilla del cinturón contra las baldosas y vio sus pantalones en los tobillos. Me abrió un expediente de expulsión y lo estropeó todo.

—Que estrechos son algunos. Vamos a dejarlo porque también me suena a patraña y no tiene la menor importancia para nuestro negocio.

—Recuerda. En los días que me has monitorizado, seguido e investigado no has encontrado ningún indicio de infidelidad. Clases de pintura, quedadas con las amigas para ir de compras o tomar café. Tú lo adornas como te parezca.

—Sé hacer mi trabajo, no te preocupes. Hemos llegado a un trato.

Cogí el sobre que ella había dejado encima del piano dos horas antes, la miré por última vez, giré y me dirigí a la puerta.  

—Fuera de trato me puedes llamar para darnos un revolcón de vez en cuando. No te desenvuelves mal entre las sábanas, detective.

—Gracias por el halago. Nunca me ha gustado mezclar el trabajo y el ocio, pero contigo haré una excepción.



[1]Tres primeras líneas de un diálogo de El misterio de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza.

lunes, 6 de junio de 2022

LOS GIRASOLES

 

Oyó el ruido de pisadas en la hierba. No estaba solo. Había salido corriendo hacia el campo de girasoles y allí se aplastó. Quedó inmóvil, con el oído alerta. Pensaba que nadie lo había seguido. A cien metros la hilera que formaban las traseras de las casas. Contuvo la respiración, tenía seca la garganta, ´se escuchaba un conteo monótono que se detuvo de pronto «Ronda, ronda, ¡quién no se haya escondido que se esconda!».

        

Unos tallos se movieron a su izquierda. Le llegó una risa ahogada que le era familiar. Elvira, sin duda. Reptó hacia ella con sigilo para que no los descubrieran. Estaba tumbada. Según se aproximaba, loma arriba, su mirada penetró en el interior del vuelo de la falda, recorrió las torneadas piernas hasta donde se juntaban, topándose con unas bragas blancas de puntillas.         Le invadió un hormigueo bajo el ombligo, una sensación placentera y desconocida. Permanecer chico y chica solos, al resguardo de miradas ajenas, conllevaba una prohibición implícita. A pesar de ello, se quedaron un rato tendidos de costado, mirándose con ojos amielados y sonriendo, como dos pasmarotes. En un momento dado, él alzó su mano, hundió los dedos abiertos entre las greñas pajizas de ella mientras susurraba: «Tu eres mi sol, yo giraré siempre hacia donde estés».

Después de ese día nada fue igual. Cruzaban miradas cómplices, buscaban cualquier excusa para coincidir, enlazaban las manos cuando nadie los veía. Siempre con ese nerviosismo que produce la clandestinidad. Su amor se consolidó con rapidez, sus escarceos fueron subiendo de tono hasta que, pasados unos años, oficializaron su relación con el beneplácito de sus progenitores. Alonso pidió la entrada en casa de la novia a su futuro suegro, prometiendo seguir el decoro y las buenas costumbres. Podía estar seguro de que su amor era sincero y de que nada le faltaría a su hija. 

Un mes más tarde lo alistaron. La “quinta del biberón” la bautizaron. Todavía no había cumplido los dieciocho. Para Elvira supuso una conmoción. La guerra no había llegado a su apartado pueblo, pero era necesario suministrar soldados para la causa. Se le hacía inimaginable separarse de su amado y vivir en una incertidumbre continua.

Al amanecer el soldado abandonó su casa llevando una maleta de madera, acompañado de su padre. Se encaminó a paso lento, con el mentón caído y la mirada fija en el suelo, hacia la plaza. Allí un camión con el motor arrancado estaba esperando. Subió a la caja junto a otros cuantos jóvenes de la población. El vehículo se puso en marcha y desapareció al girar en una cercana bocacalle. El ruido se fue extinguiendo poco a poco.

Los llevaron a un cuartel para darles unas someras indicaciones sobre el manejo del fusil y el modo de actuar en el frente. Tras la batalla del Ebro fue hecho prisionero por el ejército republicano. En su retirada les hicieron cruzar la frontera. Cuando la guerra acabó, estuvo encarcelado por haber pertenecido al ejército franquista. La segunda guerra mundial sobrevino casi de inmediato. De nuevo fue obligado a combatir. Cuando acabó la contienda y le anunciaron que no tenía causas pendientes buscó un empleo en territorio francés. Lo encontró en una fundición. En la prueba ante el oficial mostró desenvoltura. Su padre era el herrero del pueblo.

Nunca olvidó su compromiso. Reanudó la correspondencia tras todos estos avatares. Le llegó el mazazo a la vuelta del correo. Supo que Elvira se había casado y había dado a luz un hijo. A pesar de ello decidió retornar en cuanto reunió el dinero suficiente para el viaje.  Un sentimiento íntimo lo empujaba. Añoraba todas las vivencias experimentadas en su infancia y juventud.  

 

Habían transcurrido doce años desde que se despidieron y al llegar a su lugar de origen se sintió como un extraño. No culpaba a Elvira, las circunstancias se habían confabulado contra ellos. No debía haber ido. Todo se había trastocado. Se le hacía muy duro verla todos los días. Podría establecer una tibia amistad, pero eso sería aún peor. Decidió volver a Francia de nuevo. Sus padres habían fallecido, nada lo ataba ya. Antes de partir quiso verse a solas con la mujer que había acaparado sus sueños, empresa complicada en la España de aquellos días.

Se valió de Tasio, amigo de la infancia de ambos. Le dijo a Elvira que acudiera a su casa. Tenía que comentarle un asunto de vital importancia. A ella le extrañó tanto misterio. Cuando franqueó la puerta, la oscuridad era absoluta, las contraventanas estaban cerradas. Volteó la palomilla, se iluminó la estancia y ¡allí estaba su girasol! Un volcán interior invadió su cuerpo. No pensó en que podían haberla visto entrar. Una fuerza irrefrenable la impulsaba hacia Alonso. Sin mediar palabra empezó a recorrerlo a besos, a mordisquearle las orejas, apretándolo hacia sí. Este, sorprendido, tardó en corresponder. «He soñado tantas veces con este momento», murmuró ella entre sollozos. Se dejaron caer poco a poco mientras se iban desvistiendo el uno al otro. Se tumbaron desnudos sin importarles el basto enlosado de barro. Años de deseo largamente prorrogado provocaron la ausencia de preliminares.

Después, vinieron las confesiones. Acabada la guerra lo dieron oficialmente por muerto. Ella mantuvo la esperanza, soportando un sonsonete constante por parte de amigos y familiares. Años más tarde entró en relaciones con Samuel, hombre honrado, trabajador, buenazo y terco, muy terco.  La sometió a tal asedio, salpimentado con atenciones constantes, que al final sucumbió. Meses después de la boda llegó su primera carta. Estaba embarazada de Matías. El corazón le dio un vuelco. Nunca podrían retomar su antigua relación. Tocaba resignarse.

 

La tarde transcurrió en un suspiro. Oyeron la voz de Tasio desde la puerta trasera apremiando a Elvira. «Prepárate. Yo te aviso cuando puedas salir». Se vistieron con nerviosismo, se cogieron las manos y volvieron a fijar la mirada, amielada, tal como aquella lejana tarde del campo de girasoles. Sabían que era una despedida para siempre.