lunes, 15 de junio de 2020

A LA SOMBRA DE LOS PINOS


¡Qué Tiritona! Cada vez que rememoro aquel día —aquella noche, sería más preciso decir—, se me eriza la piel, me quedo como destemplado durante un rato. Mi padre lo saca a colación de vez en cuando, se pone socarrón, empalagoso, cree que hace gracia, como si a él no le hubiera hecho mella, pero se reía poco cuando tuvo que acudir a la parroquia, sudoroso, entre jadeos entrecortados, para pedir que tocaran a niño perdido.

Sería el mes de noviembre de hace un buen manojo de años. Hacía una tarde soleada. Justo después de comer apareció mi tío por casa. Había terminado pronto su labor ese día y había quedado con mi padre. Dijeron que por qué no me iba con ellos al pinar a coger níscalos. Yo, deseandito, con tal de estar fuera de casa. Mi madre puso alguna objeción. «A ver si se cae y se da un mal golpe que este crío no ve el peligro, va siempre como cabra sin cencerro. Las piedras están resbaladizas en la otoñada». «No va solo, no te preocupes, le echaremos un ojo. Además, ya está hecho un zagal», dijo mi tío.
Mientras ellos andaban en conversaciones, ya estaba yo en la puerta con la cesta y la navaja en la mano. Nos metimos en la furgoneta, salimos de la población, circulamos unos kilómetros por la carretera hasta que, tras una curva pronunciada a la izquierda, la abandonamos para coger un camino que salía hacia la derecha. Era estrecho, empinado, moteado de piedras, con grietas producidas por las torrenteras de agua y flanqueado por pinos piñoneros. Al fin llegamos a un claro donde dejamos el vehículo.  Nos separamos, uno de otro, a cuatro o cinco metros de distancia, cada cual con sus pertrechos y nos dispusimos a rastrear en busca del preciado hongo.

Había llovido bastante el último mes, la maleza estaba tupida. En algunas zonas costaba abrirse paso entre las jaras. Sentí bajo mis pies el terreno mullido y alfombrado de jauga. Me puse a la tarea. Al poco me topé con un corro de alcahuetas (setas no comestibles conocidas con ese nombre porque su presencia suele denotar cercanía de níscalos). Estos acostumbran a estar tapados por lo que hay que estar ojo avizor a los bultos que presenta el suelo y poseer cierta pericia escarbando primero con un palo, después con los dedos, con sumo cuidado, cuando tenemos sospechas fundadas.  Encontré unos pocos terciados. Eso me animó e inconscientemente me fui alejando sin tomar referencias, lo que suele resultar arriesgado en el bosque. Seguí con el pensamiento único en mi cabeza, rastreando para intentar completar la cesta y mostrarla ufano.
Me fui distanciando del punto de partida ensimismado con la tarea. Un retazo de intranquilidad cruzó mi mente, levanté la vista del suelo. No tenía seguridad del lugar donde me encontraba. «Ningún problema», pensé. «Volviendo sobre mis pasos llegaré al punto de partida». Y así lo hice. Poco tiempo después, oí ruido de agua correr. Era un arroyuelo que bajaba de la montaña. Este imprevisto no entraba en mis planes. Si a la ida no había franqueado ninguna corriente de agua, cómo es que ahora aparecía en mi camino de vuelta. Esto me produjo bajón e incertidumbre. Me detuve a discurrir la decisión a tomar: Seguir hacia donde me dictaba la orientación, que con el avistamiento del arroyo se demostró errónea o darme la vuelta sin saber hacia dónde dirigía mis pasos. A lo mejor, con un poco de suerte daba con mis acompañantes. En ambos casos no tenía ninguna certeza. Estaba claro que me había perdido. Una tercera opción, quizás la más acertada, hubiera sido no moverme del sitio, pero no la baraje en ese momento.

Comencé a llamar a mis compañeros de aventura, primero con silbidos, luego a voces, finalmente con gritos desesperados, pero no obtuve respuesta y lo peor de todo es que estaba anocheciendo, así que decidí subir ladera arriba para ver si desde las alturas, divisaba terreno conocido, la furgoneta o algún camino o carretera hacia los que encaminar mis pasos. El terreno era abrupto, la vegetación espesa, lo que dificultaba la ascensión. Dejé la cesta a medio llenar junto a un pino por si la veían al pasar y les daba pistas de mi paradero, pero también porque era un inconveniente añadido a mis pretensiones de subida por los estrechos e intrincados vericuetos del monte.
Al saltar de una piedra a otra resbalé —la que había de servirme de aterrizaje tenía musgo húmedo en su superficie—, caí de bruces desde lo alto y rodé entre piñotas y matojos hasta que un tronco me detuvo. Sentía el cuerpo dolorido, diferentes magulladuras, pero lo que realmente me hizo apretar los dientes, gritar y resoplar fue la torcedura del tobillo. No sabía si estaba roto. En pocos minutos lo tenía como una bota. Resultó costoso incorporarme, así que andar ni por asomo. Lo único que se me ocurrió es volver a gritar, a ver si con un poco de suerte me escuchaba alguien y venía a rescatarme.
Cuando agoté la potencia de mis cuerdas vocales la oscuridad era completa. Me hice a la idea de que tendría que pasar la noche al raso. Anduve un trecho a la pata coja, cuando me fallaron las fuerzas me arrastré unos metros hasta llegar a la base de la piedra en la que me había resbalado. Había observado que tenía una oquedad no muy grande pero que podía servir para protegerme del relente. Me embutí semiincorporado, boca arriba. Subí la cremallera de la coreana, cerré la capucha para proteger la cabeza.  Me dispuse a pasar allí la noche.
Tras la puesta de sol los ruidos de bichos se hicieron notar y se fueron multiplicando durante el crepúsculo. Lo mismo ocurrió con las sombras. Estaba bastante asustado. Se oía el ulular de las aves nocturnas, pero también sonidos en el follaje cercano, lo que apuntaba la presencia de animales en la zona. Empezaron a oírse aullidos, de lo que me parecieron lobos, en la lejanía. Me cagué de miedo. La noche se me iba a hacer eterna si es que lograba salir con vida de aquella, por el frío y por las alimañas que se barruntaban por los contornos. Me vinieron a la mente, en esa coyuntura, imágenes de familia y amigos. Recordé la premonición de mi madre. Todo hacía indicar que mi suerte estaba echada.
Había leído en más de una ocasión que lo peor en estos casos es quedarse dormido, así que centré mis esfuerzos en que no me venciera el sueño. La verdad es que no fue difícil por los temores antedichos. En casos de alta montaña supongo que será más complicado ya que, por lo que tengo oído, la nieve y el hielo te inducen a una inevitable y dulce somnolencia. No sabía la hora que era ni el tiempo que llevaba extraviado, pero puedo asegurar que se me estaba haciendo eterno.
Un desánimo angustioso me carcomía. Cuando más aterido estaba percibí un reflejo en el valle. Esa imagen creó en mí un germen de esperanza, hizo que tensase los músculos y mantuviese ojos y oídos alerta durante unos instantes. ¿Empezaba a ver alucinaciones? Lo que me faltaba. Pero no. Al momento empecé a divisar luces temblonas a lo lejos, podían ser linternas. La duda se disipó cuando llegaron a mis oídos murmullos de gentío que se fueron haciendo cada vez más patentes. Acudían en mi auxilio. Mi padre debió acercarse a pedir ayuda al pueblo al ver que no era capaz de localizarme.

Traté de gritar, pero mi garganta estaba hecha unos zorros y emitió unos gañidos imperceptibles a medio metro. Entonces se me ocurrió coger un canto y arrojarlo contra la roca inmensa que me servía de protección. A continuación, otro. En la quietud de la noche sonaron como disparos. Al instante se oyó una voz: «Ha sido por ahí». Lancé otra piedra para orientarles. En dos minutos estaban delante de mí, con sus haces de luz, cuatro paisanos a los que reconocí. «Pielero, vaya susto que nos has dado». Me cogieron en volandas y me trasladaron al claro donde habíamos dejado horas antes la furgoneta. Ahora había ocho o diez coches más. Mi padre y mi tío se acercaron haciendo pucheros. «Gracias a Dios. ¿Dónde te habías metido?» Mi vecino Daniel cortó la conversación, me envolvió con una manta. Nos conminó a dirigirnos al pueblo para dar la buena nueva, que el chico se tome algo caliente, recupere la presencia de ánimo y, bajo techo y en familia, dé las explicaciones oportunas. «Habrá que avisar al practicante porque ese tobillo tiene mala pinta».
«Estaría yo loco», replicó mi padre. «Si vas a despertarle a estas horas te puede formar un espectáculo de pronóstico. Menudo pronto tiene el amigo. Que le dé unas friegas con linimento mi mujer y mañana, al ser de día, le avisamos a ver si puede hacerle una compostura».