miércoles, 31 de julio de 2019

Trabucodonosor


¡No lo podía creer! Estaba en el ambulatorio porque me iban a hacer una extracción de sangre para una analítica. Según me acercaba a la sala percibí cierto barullo y un corrillo alrededor de una persona que yacía en el suelo sin sentido. Atisbé por el hueco que dejaban dos de los curiosos. Se trataba de un varón grande de tamaño, orondo de cuerpo, con pelo ralo canoso y muy mal color de cara. Me vino un destello cuando situé sus rasgos, reconocibles a pesar del tiempo transcurrido. «¡Trabucodonosor!», grité sin poder contenerme, ante el sobresalto de los presentes.

Lo había conocido en el instituto hacía la friolera de treinta años. En aquella época la moda de los gimnasios low cost no había llegado ni se la esperaba. Nos llamó la atención por su complexión vikinga, sus brazos con molletes, sus espaldas infinitas y su estatura. Era más largo que un domingo sin dinero. Las chicas revoloteaban a su alrededor a pesar de que era rudo de trato, poco espabilado y parco en palabras. Las más descaradas declaraban sin ningún rubor: «si yo no lo quiero para conversar sobre física cuántica, lo quiero para otro tipo de física». Lo de envidia sana es un eufemismo, nos daba coraje y punto.
Fui yo quien lo bautizó con ese apodo. Estábamos dando el tema de la dinastía babilónica y se me ocurrió esa asociación de ideas entre su bestialidad y el antiguo rey, debido a su dominio del territorio. Nadie osaba toserle. Precisamente por ello pasé unas jornadas de inquietud y desasosiego ya que —aunque la ocurrencia del mote me granjeó elogios y palmadas en la espalda—, no sería difícil que el guaseo llegase a sus oídos. Algún lametraserillos le podía ir con el cuento. Si llegaba a enterarse el susodicho, me daría un escarmiento.  
Quiso la casualidad que el tutor a mitad de curso y, para que la clase no se le fuese de las manos, decidiera alternar alumnos brillantes con mediocres en los pupitres dispuestos de forma pareada. A mí me emparejó con este zote.
Reconozco que al principio se trató de una especie de acuerdo no escrito. Él quería aprobar las máximas asignaturas posibles —meta inalcanzable por sus propios medios—. Yo quería vivir sin sobresaltos en mí cotidiano deambular por las zonas comunes del instituto. Contando con su complicidad nadie me molestaría. Yo por mi parte me haría el loco con el copieteo. Al tratarlo de cerca cambió mi percepción sobre su persona. Poco a poco fuimos trabando amistad.
Me hace sonreír rememorar la vehemencia que desplegaba para llamar la atención del profesor. Si yo soltaba por lo bajo: «no me he enterado de la mitad de lo que ha dicho», a él le faltaba tiempo para levantar su interminable brazo y, a voz en grito, interrumpir al docente en su explicación «¡Profe, profe! Aquí no nos ha llegado la onda ¿Puede repetir?» Yo, más rojo que la grana porque ese tipo de exposiciones públicas destapaban mi timidez, pero Trabuco —el apodo tan largo desembocó en abreviatura—, sabía que su futuro en facetas estudiantiles dependía de mí y procuraba que nada perturbara mi asimilación de conocimientos.
A pesar de su fama con las chicas, su figura portentosa y su aparente simpleza y despreocupación, rascando un poco descubrí una mente en ebullición, con varios conflictos familiares que hacían mella en su personalidad. De ahí la fachada que se había construido como método de autodefensa. Me costó casi un mes que se fuera abriendo, muy poco a poco, hasta conseguir que confesara gran parte de sus angustias vitales. Padres recién separados tirándose los trastos a la cabeza de manera continua y una hermana con retraso de la que ninguno de los dos quería hacerse cargo. Él, en medio de la tormenta, malmetido por ambos.
No es por echarme flores, pero fui el principal culpable de que afrontara de una manera decidida ambos aspectos. En el familiar actué de pseudo psicólogo. Una vez logrado que cogiera cierto grado de confianza conmigo, mantuvimos largas conversaciones. Mas que consejos le insuflé ánimo para que fuera capaz de hablar seriamente con sus progenitores y les hiciera ver que estaban obrando de una manera egoísta, que estaban haciendo mucho daño tanto a él como a su hermana, que no los debían usar como monedas de cambio. En cuanto a la faceta escolar fue capaz de sacar —sin grandes alardes— todas las asignaturas menos una —precisamente historia—, que aprobó en septiembre. No se limitó a copiar, conseguí algo que no hubiera pensado nunca: que abandonara su faceta atrabiliaria, que sólo usase su descomunal físico en defensa propia y dedicara algo de tiempo a coger hábitos de estudio. Este cambio llevó su tiempo y algún enganchón entre nosotros, pero me di cuenta pronto que era un tipo noble cuyo trato merecía la pena. Nunca hay que quedarse con la primera impresión.
Sería injusto no remarcar que hubo contraprestación, que para mí esa amistad reportó beneficios tales como sentirme menos cohibido al hablar en público o defender firmemente lo que creía sin agachar la cabeza a las primeras de cambio. Parece mentira que dos personas, en principio tan diferentes, nos complementáramos de forma tan fructífera.
El primer día del curso siguiente lo encontré mirando el tablón de anuncios. En cuanto me vio le brillaron los ojos. Se llegó hasta mí mientras decía con su vozarrón opaco: «canijo, ¿Dónde te metes? Te estaba esperando para ir al aula y sentarnos juntos». «Claro Trabu, yo lo daba por descontado», afirmé.
Cuando nos entregaron las notas de 3º de BUP lo noté algo esquivo. «¿Qué te pasa chaval? A mí no me engañas», le comenté. «Ni lo pretendo canijo, pero me cuesta horrores contarte que abandono el barco». A continuación, me dio las gracias por haberlo llevado hasta allí. Había sacado todas. Ya tenía su título de bachiller. Mucho más de lo que hubiera pensado, así que no iba a hacer COU. La universidad no entraba entre sus prioridades. Iba a trabajar a partir de ese verano en el negocio familiar, la serrería de su padre. En la oficina, llevando la contabilidad, aunque en una empresa pequeña hay que hacer un poco de todo. Con gran pesar le estreché la mano y le deseé toda la suerte del mundo.
Eran otros tiempos, no existían los móviles. Mantuvimos correspondencia durante unos meses, pero por desidia dejamos de hacerlo y perdimos todo contacto.

Aquel atlante que yo conocí estaba en este momento desmadejado sobre las baldosas. Según me relataron salió de la sala apretándose con un dedo la tirita que colocan para cortar la hemorragia. Se había sentado en una silla y al momento se fue escurriendo como un pez hasta desparramarse por el suelo. La enfermera lo tenía cogido por los pies. Le subía y bajaba las piernas con suavidad. En ese momento los cuchicheos de los espectadores se vieron apagados por la irrupción de los acordes de una canción reconocible a gran volumen. Se trataba de Paquito el chocolatero, melodía propia de ferias y fiestas populares. El personal comenzó a mirarse frunciendo el zuño. La música seguía sonando cada vez más alta. Nos dimos cuenta de que el ruido provenía del cuerpo del interfecto, probablemente de su móvil, pero nadie osaba comprobarlo. La situación se estaba tornando más que violenta cómica, así que me acerqué a Trabucodonosor, le introduje la mano en el bolsillo y saqué su teléfono. En la pantalla aparecía la siguiente leyenda: «Ana hija». Colgué. Ya le daría su padre las explicaciones pertinentes cuando volviera en sí. Me senté a esperar con el teléfono en la mano. A pesar de que la vida lo había coceado físicamente, o precisamente por ello, lo que más me apetecía en este momento era ponerme al día en las vertientes que no se perciben a simple vista, como por ejemplo ¿Qué habría pasado en el devenir de su existencia para ser capaz de poner ese tono de llamada tan folklórico en el móvil?