lunes, 12 de abril de 2021

LA MASCARILLA

 

—¡Buenos días! ¿Es usted la esposa de Juan Francisco Navas?

—Si, ¿Quién pregunta por él?

—Me llamo Patricia, de atención al paciente del hospital 12 de octubre. Juan Francisco ha tenido un accidente, ha ingresado esta mañana en urgencias.

—¿Qué? ¿Cómo ha sido? ¿Es grave?

—Está fuera de peligro, pero no sé mucho más. Cuando venga traiga algo de ropa y utensilios para su aseo personal.

 

Las cosas no iban bien en los últimos tiempos. Compartían casa, habitación y cama, como siempre, pero la chispa había desaparecido y las complicidades también. Las discusiones eran constantes y los reproches continuos. Su hijo era uno de los pocos nexos que les mantenía unidos.

Esa mañana, Juan Francisco salió temprano para ir a trabajar. Fue andando hasta el metro que está a veinte minutos de casa. Nunca le ha gustado ir justo de hora, pero últimamente menos, porque la empresa sobrevive a duras penas, los pedidos escasean y se agarran a cualquier excusa para dar la carta de despido. La pandemia lo ha trastocado todo. Es patronista en un taller textil. La gente sale lo justo, la ropa no está entre sus prioridades, no se la puede probar con la misma libertad y las tiendas de barrio, sus más fieles clientes, están cerrando a un ritmo trepidante.

Hacía frío a esa hora de la mañana. Se puso la braga cubriéndose nariz y orejas. Conectó la música en el móvil para estrenar sus cascos inalámbricos, regalo de su hijo Andrés en el día del padre. Caminó a buen ritmo, bajó las escaleras de acceso a la estación con soltura y cuando llegó al vestíbulo y se bajó la braga, invitado por la temperatura más favorable del interior, se dio cuenta de que no llevaba puesta la mascarilla. Se la había dejado en casa. Justo en ese momento llegó a sus oídos el mensaje por megafonía prohibiendo terminantemente viajar sin ella.

Las dudas le acometen. Ida y vuelta a por la mascarilla le llevaría cuarenta y cinco minutos y llegaría tardísimo a pesar de haber salido con holgura, así que decide subirse la braga de nuevo y entrar en el metro. Nadie se va a enterar si aguanta todo el trayecto con ella puesta. Cuando llegue a la empresa cogerá una de las muchas que tienen por allí. Las fabrican ellos. Es una de las pocas salidas que les ha quedado en estos tiempos. Así que acercó su tarjeta mensual al torno de acceso decidido a realizar el trayecto como negacionista clandestino.

Se agobia pensando en que si lo llegasen a descubrir le pondrían un multazo y pasaría una vergüenza enorme, aparte de que la gente le increparía con razón, pero no le queda otra alternativa. Llega al andén, bastante concurrido a esas horas y espera a que aparezca el convoy. Cuando hace la entrada en la estación y se abren las puertas se mete dentro, entre toda la barahúnda circundante. Consigue llegar hasta un hueco próximo, el que queda entre la unión de dos vagones, y apoya la espalda en la pared.

Desde allí contempla a la gente que lo rodea. Muchos están mirando fijamente la pantalla de sus móviles, ajenos a todo, con los cascos embutidos en los oídos. Los hay hablando a voces por teléfono de temas variopintos y, en principio, privados. Se aprietan la oreja contraria, presionando con los dedos, para que les llegue mejor el sonido del interlocutor. Otros leen un libro, incluso estando de pie y con una mano agarrada a la barra. Juan Francisco nunca se ha acostumbrado a leer con ruido y menos a pie firme. Necesita reposo y silencio para centrarse en la historia, pero, en ocasiones, ha visto a gente andando por los pasillos mientras sostiene un libro y lo va leyendo, expuestos a dar un trompicón y romperse la crisma. Inconcebible para él. Unos pocos permanecen sumergidos en sus pensamientos sin ningún objeto en las manos. Algunos, con mochila colgada y zapatillas ajadas, sucias de barro o salpicadas de pintura, deben dirigirse al tajo (albañiles, electricistas, pintores, fontaneros…). Un limpiacristales está sujetando un cubo por el asa. Dentro, artículos de limpieza y una mopa. Tiene un palo extensible agarrado con la misma mano.

Cada vez se agobia más. Nota como el sudor que desciende desde la frente y las patillas, le inunda el cuello, debajo de la braga, a pesar de haberse quitado la cazadora. En sus barridos oculares descubre a un joven fornido, de aspecto latino y semblante serio, que no le quita ojo y eso le angustia. Le queda media hora de trayecto, no puede sucumbir ahora. Piensa salir en una estación cualquiera a respirar, pero es una tontería. Da igual en un sitio o en otro. No hay escondrijos en los andenes ni en los pasillos. Le descubrirán de inmediato. Nunca le han gustado las triquiñuelas y siempre cumple sus obligaciones como ciudadano. Hasta ha tenido discusiones con Prado por no querer atravesar un paso de peatones en rojo, aunque la calle estuviese desierta. Lo de hoy, lo considera extrema necesidad. El tío no deja de mirarlo y se sofoca cada vez más. Se nota como destemplado y le empiezan a pesar las piernas. De repente, se saca la braga por encima de la cabeza y grita fuera de sí: «¿Qué miras gilipollas? No llevo mascarilla. ¿Algún problema? Se me ha olvidado. Le puede pasar a cualquiera».

Un murmullo creciente invade el vagón. En dos minutos se ha convertido en griterío ensordecedor. Lo rodean unos cuantos viajeros con cara de pocos amigos. El círculo se va estrechando por momentos. En ese instante el tren hace su entrada en una estación. Se abalanzan sobre él varios individuos, lo sujetan por los pies y por las manos y, cuando se abren las puertas, lo arrojan al andén. Tres o cuatro viajeros que estaban preparados para entrar caen como bolos y quedan tumbados alrededor de Juan Francisco. Dos jóvenes de los que lo han lanzado salen del vagón y empiezan a propinarle puntapiés en las piernas, en las costillas, en el pecho…de repente, siente un golpe en la sien y, al tiempo que ve desaparecer el tren por el túnel, una cortina oscura nubla su vista y su entendimiento.

 

Cuando abre los ojos y se va acostumbrando a la claridad, se da cuenta de que está en una habitación de hospital, con el gotero puesto y un fuerte dolor de cabeza. Se lleva la mano a la frente y sigue palpando hacia arriba: «¡Hostias! ¡Qué pedazo de chichón!». Ante él, sentada en una butaca, una chica de tez y pelo moreno, que no reconoce, lo está mirando. Se incorpora, se le acerca, pone las manos sobre la sábana y le pregunta que cómo se encuentra. Le llama por su nombre y eso le descoloca. Le pide información de por qué está en el hospital y de quien es ella, pues no parece personal sanitario. Guadalupe, que así es como se presenta, le explica lo que ha pasado. Se lo encontró en las escaleras de salida del metro, casi en la calle. Subía totalmente ofuscado y abatido. Le preguntó que si tenía alguna mascarilla. Ella le contestó que sí, descolgó su mochila y del interior sacó una bolsa en la que había unas cuantas y se la acercó. Él cogió una, le dio las gracias y volvió al interior. Le siguió con la mirada y cuando llegó al vestíbulo observó que estaba intentando colarse, saltando por encima del torno. Se enganchó con la barra superior del torniquete y cayó al suelo del otro lado. Oyó un ruido seco y cuando llegó a su lado, se había quedado sin sentido. Se había dado un fuerte golpe en la cabeza. Llamó al 112 y acudió, primero personal de la estación y un poco más tarde los sanitarios del SAMUR que lo estabilizaron. La permitieron acompañarlo en la ambulancia. Por eso se encontraba allí.

—¿No entiendo por qué has venido conmigo si no me conoces de nada?

—Lo suficiente para intuir, después de la expresión suplicante en los ojos con la que me pediste la mascarilla y de cómo saliste corriendo hacia el torno, que no eras un pícaro colándose de forma habitual. Estabas solo y decidí acompañarte hasta que algún familiar pudiera hacerse cargo.

—Vas a hacer que recupere mi confianza en el ser humano.

—No soy humana, soy divina —sonríe, pero inmediatamente se pone seria—. Perdona, es una broma que hace a menudo una amiga mía ¿Cómo te encuentras?

—Tengo la cabeza que parece que me va a estallar, aunque no me extraña, después de la coz que me pegó ese energúmeno.

—No te entiendo. Te diste un buen piñazo y es normal que te duela la cabeza. Pero perdona, voy a llamar a la enfermera para decirle que has recuperado la consciencia.

Al momento vuelve a la habitación seguida de la sanitaria que comprueba el gotero, le toma el pulso y le pregunta si se acuerda de algo de lo ocurrido.

—Perfectamente. Se ensañaron conmigo. Reconozco que incumplí la norma de viajar con mascarilla, pero estaba acojonado con llegar tarde al trabajo.

—¿Quién se ensañó contigo?

—Me vienen imágenes sueltas de gente dándome mamporros mientras que estoy en el suelo.

—No es esa la información que nos han trasladado los testigos. De todas formas, tienes que descansar y después hablaremos con más tranquilidad —se gira y se dirige a Guadalupe—. Estate pendiente. Es importante que no vuelva a dormirse en las próximas horas.

Pamela, que así se llama la DUE, según consta en la tarjeta que lleva prendida en el bolsillo, le hace una discreta seña para que la siga, ladeando la cabeza y dirigiendo la mirada hacía un rincón. Se retiran a un aparte y le cuenta que han localizado a su esposa y que no tardará en llegar. Le explica que estas ensoñaciones son habituales, pesadillas encapsuladas que se producen cuando nos damos un fuerte golpe y perdemos el sentido. Al paciente le parecen fidedignas hasta que poco a poco va recordando lo que realmente ocurrió, en un proceso paulatino. A veces se produce una amnesia parcial y no llega a recordarlo del todo.

Guadalupe permanece a su lado dándole conversación de vez en cuando, aunque no vuelve a sacar el tema del accidente. Se lo han recomendado así. Mañana cuando pase el doctor valorará su estado. A la una llega Prado. Guadalupe se presenta y se despide. Ambos le dan las gracias por todo. Juan Francisco le pide el teléfono para hablar con ella y contarle como va su evolución y también, por qué no, para enviarle un detalle. «Ya te lo di, ¿no te acuerdas?», responde ella con una sonrisa y la mano sobre el pomo de la puerta. La abre a continuación y sale.

Prado se muestra gratamente sorprendida por la actitud de Guadalupe. Le comenta que ya está al corriente de lo sucedido. Ha hablado con las enfermeras de planta antes de entrar en la habitación.

—Sí, he dado un espectáculo lamentable en el vagón, pero la gente está pasada de vueltas. No tenían por qué agredirme.

Prado asiente mientras en su interior piensa en lo que le acaban de decir fuera y no lo rebate. Pasan la tarde tranquilos, casi sin hablar. A eso de las siete, llama Guadalupe. Efectivamente, tiene su teléfono en la lista de contactos, pero no recuerda cuando lo grabó. Le pide novedades. Juan Francisco le da las gracias, una vez más, por su amabilidad y le pone al día de su evolución. No hay contratiempos, aunque la cabeza le sigue punzando de vez en cuando. Al colgar le viene un flas, una imagen en la que Guadalupe le presta una mascarilla. Está muy nervioso, le parece fuera de lugar decirle cuanto le debe, pero en verdad le debe la vida, podrá llegar al trabajo a tiempo. Se le ocurre pedirle el teléfono. Su intención es llamarla más tarde y, quien sabe si enviarle algún trapillo de los que confeccionan con el corte de sus patrones. Ella se extraña ante la solicitud. Lo nota porque abre desmesuradamente los ojos, uno de los pocos rasgos faciales que quedan fuera de la máscara. Se le cruza, en ese momento, la escena del vagón lleno de gente y los sudores que le recorren la piel. No es capaz de ordenar la secuencia de los hechos y comienza a fatigarse, a respirar agitadamente. Prado intenta tranquilizarlo con palabras en tono suave y caricias, pero su empeño no surte efecto y tiene que llamar a la enfermera, que le suministra una gragea para los nervios, como refuerzo al tranquilizante que está recibiendo con el dosificador, vía intravenosa.

Pasa la noche tranquilo, gracias a la medicación. Cada dos horas una enfermera le revisa el gotero y comprueba su estado general. Al amanecer despierta a Prado que se ha quedado dormida, sentada en la butaca. Se oye el trasiego del personal en el pasillo, que ya está repartiendo los desayunos.

A las once aparece el doctor rodeado de un séquito de médicos en prácticas, a los que va dando explicaciones. Ellos van tomando apuntes. Le ausculta y le pide que le narre el accidente tal como lo vivió. Las imágenes del interior del vagón y golpes posteriores le llegan bastante difusas. Otras se le muestran con más nitidez. Lo intenta:

— Al llegar al hall de la estación y bajarme la braga, me doy cuenta de que no llevo mascarilla. Empiezo a dudar. Tengo que llegar puntual porque las cosas están cada vez más jodidas. No me da tiempo volver a casa. No hay personal por allí. Me agobio y decido subirme la braga de nuevo y bajar hasta el andén. Pienso que con un poco de suerte puedo pasar desapercibido de esa guisa. Al llegar al corredor que da acceso al andén, en uno de los huecos, diviso a una empleada del metro y un vigilante que cierran el paso a los viajeros que intentan atajar por ahí. Cometí entonces mi primer error. Me acerqué a ellos y, bajándome la braga, les pregunté que si tenían mascarillas (dándolo casi por seguro) o si las podía conseguir de alguna manera. Había visto meses atrás que las entregaban casi a puñados. La chica, cuando vio mi cara descubierta, cambio la expresión amable que pasó a ser un semblante avinagrado. Me contestó ofuscada y enérgica: «no tenemos y además está prohibido viajar en metro sin ellas». «La jodimos», pensé, esbozando una sonrisa forzada. En este momento se me empiezan a cruzar varias cosas. Dudo de cual es real o ficticia por más que lo intento, doctor. La patada me dejó trastocado.

—No fuerce Juan Francisco. Poco a poco. Está muy bien. Desde ayer por la tarde ha progresado bastante. Le están viniendo recuerdos auténticos, mezclados con otros ilusorios. Es normal en su estado. Le vamos a bajar a radiodiagnóstico para que le hagan un TAG. Si todo está correcto dentro de su cerebro, la inflamación sigue bajando y la evolución continúa siendo favorable, como hasta ahora, mañana, después de pasar consulta, le daremos el alta.

 

Prado se marcha antes de la comida. Tiene que ir a casa a echar un vistazo a Andrés y sus comistrajos. Aunque le ha dejado comida preparada, todavía es pequeño. Además, debe sacar lo más urgente del trabajo. Tiene una reunión por videoconferencia y unas cuantas gestiones pendientes. Teletrabaja a tiempo completo. Sólo tiene que desplazarse al centro de trabajo una vez por semana. Volverá por la noche y la pasará con Juan Francisco en la butaca.

Guadalupe lo vuelve a llamar para interesarse por su estado. Están un buen rato de palique. Le resulta curioso la confianza que está cogiendo con esta mujer en tan poco tiempo. Normalmente tarda en abrirse, pero la verdad es que se encuentra muy a gusto conversando con ella, incluso empiezan a compartir ciertas confidencias. El detalle que tuvo la engrandece. Es madre soltera, mejicana. Hace seis meses que ha traído a su hijo. Se llama John. Tiene once años y se ha criado con su familia en Chiapas, de donde ella es originaria. Desde que vino a España, hace cinco años, solamente lo había visto tres veces. Le está costando la escolarización. Lo matricularon en un curso inferior al que le correspondía por recomendación de la Trabajadora social. Allí iba al colegio, pero su abuelo no le daba mucha importancia a las letras y la mitad de los días se lo llevaba al huerto. Eso es lo que más echa de menos el crío. Tiene don de gentes y enseguida ha congeniado con un grupo de amigos, pero en su país era distinto, estaba todo el día al aire libre, en plena naturaleza. Los animales andaban sueltos por cualquier lado y ayudaba al abuelo a darles de comer, ordeñar las cabras y a todo tipo de labores agrícolas. En Madrid, lo ha apuntado a fútbol para que entretenga en algo las tardes, pensando que le encantaría, pero se aburre, no le gusta. Además, como es malo le sacan poco en los partidos del fin de semana. Seguramente lo cambiará a natación.

La mañana siguiente vuelve a aparecer el doctor. Los alumnos se sitúan alrededor de la cama mientras se dispone a pasar consulta.

—Buenos días, Juan Francisco, ¿Qué tal se encuentra hoy? Las conclusiones del TAG no arrojan nada alarmante, todo en orden, sólo un pequeño coágulo, pero en un lugar que no es vital. Se reabsorberá sin más con el tiempo. Tiene que contarme alguna novedad. ¿Ha recordado más detalles con respecto al día del accidente o guarda la misma secuencia de los hechos? ¿Dónde nos quedamos ayer, Iker? —Se dirige al MIR que tiene enfrente.

—En la conversación que tuvo con el personal del metro acerca de si le podían proporcionar mascarillas, doctor Santana.

—Doctor, creo que lo recuerdo todo tal cual es, aunque a veces se me mezclan unas cosas con otras —dice Juan Francisco—. Pienso que lo que sucedió fue que cuando me abroncaron los empleados por no llevar mascarilla, volví sobre mis pasos. Me di cuenta de que me seguían con la mirada por si osaba dirigirme al andén y me maldije por no haberlo hecho sin más, creyendo que solucionarían mi olvido. Grave error.  Decidí   salir a la calle e ir a casa, aunque llegase tardísimo. Emprendí la retirada totalmente de bajón. Por los pasillos pregunté a los viajeros con los que me iba cruzando, pero con la boca pequeña, soy un tímido de manual. La mayoría aceleraba el paso y ni siquiera escuchaba lo que les pedía. Subí las escaleras mecánicas, atravesé el vestíbulo y, en el tramo de escaleras que conducen al exterior, es cuando me crucé con Guadalupe. Ella entraba y yo salía. La pregunté como un último intento, pero sin mucha fe. Ella me dijo que sí que tenía y me dio una. Cuando volví al interior y pasé el abono, no funcionaba. Debía ser porque había picado diez minutos antes y el sistema lo detecta, pero no había nadie para explicárselo y pedirle que me abriera y decidí, cada vez más nervioso, colarme como estaban haciendo algunos usuarios mientras yo elucubraba, para no demorar más mi llegada al taller. Unos se colaban arrastrándose por el suelo, otros pasando la pierna por encima del torniquete con agilidad. A mí se me ocurrió, ya que tengo una edad y protrusiones lumbares y cervicales, coger impulso, posar una mano encima de la barra horizontal que había a la izquierda y la otra encima del primer torno y saltar por encima. Calculé mal, o no conseguí la altura necesaria, y mi pie quedó enganchado en la patilla superior del bucle cayendo como un fardo al otro lado.  

—Fenomenal, Juan Francisco, ya lo tiene. Ha recordado casi todo, por lo menos lo más sustancial.

—Lo que pasa doctor, es que todavía se me presentan evocaciones y se me cruzan imágenes del interior del vagón y del pataleo posterior ¿Seguro que no llegué a subir al metro?

—Parece que no, pero no se preocupe, es normal. Estas percepciones pueden permanecer mucho tiempo. Una vez construido el suceso paralelo en su mente, no se desecha con facilidad. Le voy a dar el alta con un tratamiento que debe seguir escrupulosamente.

 

 

Juan Francisco está dos semanas de baja. En la empresa se han portado bien, por lo menos no se han atrevido a dejarlo en la calle en estas circunstancias. Su vida ha ido recuperando la normalidad. El único cambio reseñable es que mantiene la amistad con Guadalupe. No la ha vuelto a ver desde que salió del hospital, pero esta tarde va a ir a visitarla. Vive en un piso compartido con dos amigas y su hijo John. Precisamente va a llevar a Andrés a la cita, para que se conozcan. Son de la misma edad. Prado no va a ir. La excusa que ha puesto es que tiene mucha faena en el trabajo, pero él sabe que no le hace mucha gracia.

Cuando llegan, nada más que están ella y John en casa. Ha preparado unos sándwiches y unos refrescos para los chicos. Se quitan las mascarillas. Por primera vez contemplan sus rostros sin tapujos. Es otra de las peculiaridades que ha traído esta época. A la gente que no conocías de antes, no la has visto la cara y puedes llevarte una sorpresa, grata o ingrata, porque no se ajuste lo real a la imagen que has recreado en tu mente. Guadalupe es morenilla, nariz pequeña y respingona, labios carnosos, rojos y brillantes. Debe habérselos pintado para la ocasión. Cuando sonríe se le forman unos hoyuelos en la cara a juego con el que tiene en la barbilla. También se ha pintado los ojos y huele muy bien. No entiende de perfumes, pero este le agrada. Se ha esmerado para recibir a la visita. Dan cuenta de la cuchipanda. Cuando pasa un rato, para romper el hielo entre los chicos, Guadalupe les propone que bajen a la calle. Hace buena temperatura, seguro que allí lo pasan mejor que metidos dentro. «Llévate el balón, podéis ir al parque y jugar al fútbol», le dice a su hijo. «A las ocho aquí», le advierte Juan Francisco a Andrés.

Quedan solos en el piso los dos. Guadalupe le ofrece tomar un café después de la merienda que
acaban de zamparse. Se dirige a la cocina a prepararlo. Juan Francisco le pide permiso desde el sofá para ir hasta allí: «podemos seguir hablando mientras».
  Entra, la cafetera está en el fuego y Guadalupe pegada a la encimera esperando que suba el café. Se lo queda mirando. Juan Francisco nota cierto brillo en sus ojos y se pone colorado. Lleva un vestido entallado de color azul, estampado de flores, que realza sus curvas. El dobladillo termina encima de las rodillas.  El escote es de barco y debajo se perfilan unos pechos medianos. No se había fijado con tanto detalle hasta ahora. Está pensando que lo mejor sería volver al salón, pero ella le sigue mirando con los morritos apretados y le dice en un susurro al tiempo que realiza un ademán con el dedo índice: «ven aquí, ven, acércate, que no te voy a comer». Entra en pánico, intenta recular, pero sus pies no le obedecen y avanzan en sentido contrario. Se sitúa frente a ella y sus labios se funden con los de Guadalupe.

La besa tímidamente. Ella le devuelve el beso y le empieza a comer la boca con deseo. Las lenguas entran en contacto, se entrecruzan, los jadeos afloran, como cuando se sube una loma con la mascarilla puesta. Esto no hay quien lo pare, piensa, notando que su amigo, ahí abajo, se está poniendo morcillón.  Oye la hebilla de su pantalón chocar con el suelo. Mira hacia abajo. Sus pantalones nacen en los tobillos y yacen desparramados por las losetas. Ni se ha enterado cuando se los ha desabrochado Guadalupe, pero eso le calienta más. Busca sus pechos con la boca e intenta liberarlos al tiempo que se desprende de los pantalones mecánicamente, sacando una pernera con un pie y arrojándolos con el otro. Van a parar contra la puerta. Guadalupe introduce su mano por la parte superior del bóxer y parece que encuentra lo que busca, por la sonrisa y la exclamación que se le escapa: «¡Wow!». Juan Francisco está excitadísimo. Mete la mano por debajo del vestido buscando su sexo. Con la yema de los dedos palpa la suavidad de las bragas. Están empapadas. Guadalupe le pone las manos en los hombros y lo empuja con fuerza. Retrocede un paso, sorprendido. Ella se gira dándole la espalda, sin mediar palabra. Se dobla hacia delante descansando el torso sobre la encimera y se levanta el vestido hasta la zona lumbar. Abre la goma de las bragas con ambas manos y desciende salvando las nalgas. Entonces suelta el elástico y resbalan, piernas abajo, como si se tratase de un tobogán, hasta detenerse a sus pies. Quedan al aire y ofrecidas las tersas posaderas. Esa imagen es más de lo que Juan Francisco puede soportar. La busca por detrás con el pene erecto. Ella lo ayuda, se lo agarra y consigue embocarlo a la segunda. Rápidamente se acoplan. Empiezan un movimiento de vaivén creciente y, mientras se abandonan, se les nubla la vista y se les escapa algún gemido acompañado de exclamaciones piadosas (¡Oh, Dios!, ¡Virgen Santa!...). Guadalupe se mueve con destreza. Juan Francisco siente las nalgas poderosas rebotando rítmicamente contra sus ingles. Guadalupe acelera el ritmo. Juan Francisco no puede aguantar más, se da cuenta de que va a llegar al final y lo anuncia a voz en grito: «me voy, me voy, ¡que me voy!». Empieza a emitir chillidos entrecortados que se solapan con el pitido que produce la cafetera al salir el vapor que anuncia la subida del café. Cuando terminan, Juan Francisco se vence hacia delante apoyándose sobre la espalda de Guadalupe. La mejilla entre sus omoplatos. Se mezclan tímidamente los cabellos de ambos. Permanecen sudados en esa posición hasta que recuperan el aliento.  «Nunca pensé que lo haría con otra mujer».

Ya en el sofá, recompuestos y aseados, dialogan saboreando un par de tazas de café:

—Perdóname, Juan Francisco. Me gustas, eres muy majo, pero estás casado y no debí provocarte.

—Bendita provocación. Me halaga. Perdóname tú a mí por la torpeza, es la falta de costumbre, pero reconozco que lo que ha ocurrido, a pesar de ser maravilloso, me tiene hecho un lío. ¿Ha sonado el timbre?

—Sí, serán los niños —se dirige a la puerta para abrirles— ¿Qué tal lo habéis pasado?

—Bien, el parque es muy grande y tiene muchas cosas.

—¿Habéis jugado al fútbol? —pregunta Juan Francisco.

—Un rato, pero después hemos estado en el área recreativa. Había mogollón de toboganes, balancines y una pirámide, hecha con sogas, super alta. John ha subido hasta arriba del todo.

 

Por el camino, un torbellino de pensamientos se agolpa en el cerebro de Juan Francisco. Se entrecruzan, viran, van y vuelven. Callar lo que ha pasado esta tarde sin más. Decírselo provocando una ruptura que sabe que tendrá aristas. Andrés, la principal. Por otro lado, Guadalupe. Le gusta mucho, aparte del aspecto sexual, que tampoco hay que desdeñar. Qué hacer con ella. Seguro que le llama, pero todavía no sabe qué decirle, aunque ella afirma comprender que es un hombre comprometido, que no va a forzar más la situación y está dispuesta, a pesar de todo, a mantener la amistad, pero no va a ser nada fácil después de lo de esta tarde. Bloquearla el número sería una niñería, no le ha dado ningún motivo. Tiene miedo por lo que ha sucedido, por las consecuencias que puede traer y está hecho un mar de dudas. Lo único que tiene claro es que es un cobarde, pero eso no es nuevo. Ese rasgo de su carácter no le ha ayudado nunca ni le va a ayudar ahora. Ya en el colegio se comió bastantes pescozones y no los repelió por ser un cagao.

—¿Qué tal lo has pasado, Andrés?

—Muy bien, mamá. John es muy enrollado y hemos jugado un montón en su parque. Es grandísimo y está al lado de su casa.

—¿Y tú, que me cuentas?

—Bien, también. Guadalupe es buena conversadora. Nos ha invitado a merendar y a tomar café. Un rato agradable.

 

Por la noche se desencadenan los acontecimientos. Prado espía el móvil de Juan Francisco cuando este se acuesta, mira las últimas conversaciones y no le gustan ciertas confianzas que se toman. Parece algo más que amistad lo que mantienen. En ese momento entra un wasap de Guadalupe. «Perdona lo de esta tarde, no volverá a ocurrir, pero eres tan mono y tienes unos morritos tan apetecibles, que no me he podido contener. Qué descanses». Frunce el ceño, deja el móvil en su sitio, mientras murmura: «una buscona, lo sabía. Le va a pesar haber metido las narices donde no le llaman».

No puede dormir pensando en la conversación que mantendrá con Juan Francisco. Le dejará las cosas claras. Si continúa hablando con Guadalupe aireará los cuernos infringidos a toda la familia, amigos y conocidos. Que sepan quien se esconde detrás de esa apariencia pusilánime. Ya ha hecho un par de pantallazos reveladores. Además, pedirá el divorcio y sobreactuará en el juicio. Verá al niño por videoconferencia, cuando ella disponga. No podrá escabullirse esta vez. Tendrá que tomar una decisión.