jueves, 13 de mayo de 2021

VIDA DE PAREJA

 

No recuerda cuando fue el momento exacto en que su vida se fue a la mierda, en que empezó a hacer aguas. Su existencia no había funcionado como una máquina que se activa y desactiva en segundos con botones de on y off. Ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, puede rememorar ciertas escenas que entonces no consideró premonitorias de este final. El proceso fue gradual. Prometedor, ilusionante, degradante y repulsivo.

 

Julia era una chica mona, de buen ver. Pelo moreno, cara afable, mirada limpia, carácter alegre. Estatura media y cuerpo menudo, con curvas bien definidas.  No era mala estudiante, tampoco excepcional. Aprobaba con holgura en aquellos lejanos tiempos de instituto, pero no se planteaba que haría en el futuro, no tenía una vocación definida.  La mayoría de sus amigas habían decidido desde tiempo atrás cuál sería su profesión: Cardiólogas, enfermeras, azafatas de vuelo, químicas, periodistas…Sin embargo, ella era un mar de dudas, aplazaba el momento de tomar la decisión, lo consideraba lejano, pero los años fueron pasando y, cuando aprobó la selectividad, no había vuelta de hoja, tenía que elegir la carrera que comenzaría el curso siguiente. Sus padres, siempre en el pueblo y dedicados al campo, no habían tenido la posibilidad de estudiar y estaban ilusionados ante la perspectiva de que Julia fuese la primera licenciada de la familia. No les importaba apretarse el cinturón ante los costes y sacrificios que supondría mandar a la chica a Madrid.

Al final eligió Económicas. No se le daban mal los números. Con los pies en el suelo, no se consideraba capaz de terminar la carrera de ciencias exactas, demasiado nivel, además de que no le llegaba la nota. Pensó que tendría varias salidas con esta elección. Llevar contabilidades, gestionar nóminas de empresas y sus recursos… para eso si se veía capacitada. Lo de la estancia y manutención en un colegio mayor era inasumible, demasiado desembolso, pero una tía suya, soltera, que vivía en Madrid, hermana de su madre, le ofreció cobijo y, aunque el piso estaba bastante lejos de la ciudad universitaria, aceptó sin dudarlo. Pagaría una cantidad módica y colaboraría con los gastos de la comida. En cuanto se instalase, preguntaría por los medios de transporte y las combinaciones para ir hasta la facultad. También por los billetes más económicos o los abonos.

Conoció a Camilo en la facultad. Le llamó la atención por su prudencia y moderación. Algo atípico en esas edades y tiempos. No era vocinglero, no hacía pellas por deporte ni pasaba las horas muertas jugando a las cartas en la cafetería como otros compañeros. Se implicaba políticamente, pero no era cabecilla ni buscaba protagonismo. No tenía madera de líder. Acudía a manifestaciones, pero sin fanatismo. No era un agitador ni se dedicaba a destrozar el mobiliario urbano, aunque alguna vez le tocó correr delante de la policía para evitar posibles malentendidos y porrazos.

En clase eran muchísimos alumnos. A Camilo lo conocía de vista. Su primer acercamiento se produjo un día que la profesora estaba exponiendo unos conceptos económicos básicos y le preguntó de sopetón. Ella notó que se azoraba, no sabía si por el apuro de hablar en público o porque no sabía por dónde salir. Con muy mal estilo se ensañó con él, lo dejó en evidencia, le dijo que estaba a tiempo de cambiar de carrera. Julia lo vio tan indefenso que intervino cortando la arenga, ante la sorpresa general. Rebatió a la docente con vehemencia y le afeó su actitud abusando de su posición. Mantuvieron un diálogo tenso, pero la profesora, ante los murmullos crecientes, prefirió dejarlo estar, envainársela y cambiar de tercio.

Después de clase, Camilo le salió al paso, le agradeció el quite con mirada franca y la llenó de halagos. Notó como todo su cuerpo se acaloraba y supuso que sus mofletes adquirían un tono carmesí. Las manos le empezaron a sudar, así que se limitó a esbozar una sonrisa y salir de escena a paso vivo.

Al día siguiente, cuando llegó al aula, nada más sentarse, advirtió como Camilo aparecía por la puerta, se dirigía hacia la zona donde ella se encontraba y se sentaba a su lado. Julia giró la cabeza para comprobar que la miraba fijamente y que una sonrisa, de oreja a oreja, iluminaba su rostro. Los días posteriores repitió la operación. Se colocaba en el lugar más cercano a ella que encontraba libre. Nació entre ellos una amistad que fue creciendo poco a poco. Comenzaron compartiendo apuntes y charlando sobre temas triviales, casi siempre estudiantiles: las asignaturas del curso, cuáles consideraban Marías y cuáles más áridas; de sus preferencias con respecto a los profesores o lo mucho que les gustaba la ciudad universitaria por el ambiente estudiantil y sus amplias zonas verdes. Cuando sonaba el timbre de la última clase se despedían hasta el día siguiente.

Estos adioses se fueron alargando. En ocasiones iban andando juntos hasta el metro. Fueron tomando confianza y abriendo el abanico de temas de conversación, pasando por sus respectivas familias e incluso por la política. Se sentían cada vez más cómodos juntos. Por las tardes, Julia daba clases particulares tres días en semana, para sacarse un dinero y ayudar en sus gastos. También le servían de repaso en algunas asignaturas como matemáticas o estadística. Un día, Camilo le propuso que se quedase a comer en la cafetería. Después, dieron un largo paseo por el parque del Oeste, se sentaron en un banco y a la hora de despedirse, junto a la boca del metro, Camilo la miró con ternura, juntó sus labios con los de Julia y le dio algo parecido a un beso.  Ella sintió la suavidad y el calorcito que desprendían. Un instante fugaz, porque Camilo, todo colorado, se dio la vuelta y desapareció a la carrera.

Estos paseos se volvieron rutinarios. Pasaron del banco a la pradera de hierba desde donde, sentados, divisaban las últimas nieves que quedaban en la sierra o, tumbados boca arriba, contemplaban el cielo limpio, sin nubes apenas. Allí se produjeron también los primeros revolcones y escarceos amorosos. Búsquedas ávidas de piel juvenil, tersa como el parche de un tambor, bajo la ropa. Julia recuerda con inmenso cariño aquellas inolvidables tardes primaverales en el parque del Oeste.

 Su relación se afianzó durante los años de facultad. Se hicieron inseparables. Novios formales les parecía una expresión demasiado formal y comprometedora, pero en esa época era la utilizada. Lo de «mi pareja» no se usaba aún. Los fines de semana también salían de juerga con amigos, la mayoría de la facultad. Se acuerda de que Camilo cuando se achispaba tenía la costumbre de imitar el habla de los gitanos, lo clavaba. Usaba una frase recurrente que decía a sus conocidos refiriéndose a ella a modo de presentación, amusgando los ojos y con voz cavernosa: «ja me maten, que sepas payo que mi tronca es d´Ávila, válgame el señor». Se echaban unas risas con estas y otras simplezas.

Aprovecharon para tener sus primeros encuentros sexuales los fines de semana en los que su tía partía para el pueblo. Julia se quedaba en Madrid con la excusa de los estudios. La fogosidad de la juventud salía a relucir en aquellas tardes en que deambulaban desnudos por el piso después de pasar horas en la cama susurrando, acariciándose y haciendo el amor.

Comenzaron a buscar trabajo en el último año de carrera. Entonces, había más oportunidades. Un día que Julia salía del metro, un chico que estaba repartiendo propaganda le dio un folleto publicitario de una academia formativa y, entre el listado de cursos que ofrecía, estaba uno de especialización para administradores de fincas. Llamó su atención, pues siempre había oído que la licenciatura en económicas era una de las más valoradas para desarrollar esa profesión. Lo corroboró con compañeros de estudios. También preguntó a algún profesor. Cuando terminó la carrera, en septiembre de ese mismo año, se apuntó e hizo un cursillo bastante completo de seis meses de duración. Se colocó en una empresa destacada en el ramo de la administración de fincas.  Le asignaron varias comunidades para gestionar. Se le daba bastante bien, le gustaba. Le fueron ampliando cometidos y encomendando la gestión de nuevas comunidades de vecinos. En un tiempo relativamente corto consiguió un sueldo aceptable y el reconocimiento por parte de compañeros y colegas.

 Camilo tuvo más fortuna, si cabe, porque a través de un contacto conocido de su padre, encontró empleo en una empresa que se dedicaba a la auditoría de sociedades de todo tipo, asesoría en inversiones y estudios de mercado. Con un buen sueldo de economista desde un principio, en una materia para la que había estudiado y en la parcela que más le atraía. Sus aspiraciones se vieron colmadas porque, además de demostrar su capacidad desde los inicios, le sonrió la fortuna. Algunos directivos cambiaron de aires, se mudaron de empresa, incluso de país, por lo que, a los dos años había conseguido un cargo importante acompañado de un nuevo ascenso a los pocos meses. Le hicieron subdirector por sus méritos, pero también porque ocurrió una desgracia. A la persona que estaba ocupando ese cargo hasta entonces, bastante considerada, le detectaron un cáncer y falleció en poco tiempo.

 

Se casaron en la iglesia por tradición, pero no por convicción. Si les preguntaban, decían que eran católicos con la boca pequeña, aunque desde muchos años atrás no ejercían como tales. Tampoco eran anticlericales, así que no les costó mucho contentar a sus padres que eran muy tradicionales, anclados en un pasado que se resistía a desaparecer y a los que darían un buen disgusto: «las cosas de ahora. Se juntan sin que les hayan echado las bendiciones y luego vienen las separaciones». Como si los católicos no se divorciasen nunca y una boda por este rito fuese garantía de por vida.

Sus primeros cuatro años de matrimonio fueron intensos, trepidantes en todos los sentidos. Viajes, cenas, cines, sexo…un no parar. Sacaban huecos de donde hiciera falta. A veces, Camilo tenía que viajar al extranjero por trabajo, durante varios días, incluso desplazamientos transoceánicos y Julia lo arreglaba con sus compañeros para acompañarlo a Nueva York, Londres, Ciudad de Méjico, Sidney...

Los fines de semana que no iban al pueblo se desplazaban a la sierra. Reservaban la estancia en algún bucólico alojamiento rural y daban largos paseos, lo que ahora se conoce como senderismo. Compraban en alguna tienda de las localidades de paso, agua, fruta y chacina para hacerse bocadillos. Comían en alguna pradera que les pillase en la ruta. Por la tarde volvían fatigados después de la puesta de sol. Se metían en la habitación, a veces ni cenaban. Caían rendidos en la cama. Durante la noche, si alguno de los dos se despertaba, se pegaba al otro y comenzaba a hacerle carantoñas que iban subiendo en intensidad hasta conseguir que se rebullera o ronroneara. Entonces, a través de juegos y caricias en las zonas erógenas, se iban caldeando los cuerpos hasta alcanzar una temperatura semejante a la de las ascuas. Hacían el amor con pasión y, exhaustos, volvían a dormirse de nuevo.

Firmaron una hipoteca para quince años. Compraron un ático en una zona nueva de Carabanchel, que quedaba a quince minutos andando de la casa de los padres de Camilo. Incluía plaza de garaje y trastero. Un piso de ciento treinta metros cuadrados, de los cuales, cuarenta eran de terraza. Desde ella se divisaba un bonito skyline de la ciudad. Tenía tres habitaciones. La suya era la más grande y tenía el baño dentro. En unos meses lo amueblaron y lo decoraron. Dejaron dos habitaciones vacías, de momento, en espera de nuevas generaciones.

Mantuvieron muchas charlas sobre la cuestión, sobre todo nocturnas, una vez acostados y después de ponerse al día sobre las rutinas diarias. Sopesaron todos los pros y los contras de lo que supondría ese cambio en sus vidas, de si estaban preparados para afrontarlo. Se decidieron a intentarlo ilusionados y Julia se quedó embazada a los pocos meses. Llevaban casados cinco años.

La familia recibió la noticia con entusiasmo, mimando a la futura mamá, a veces en exceso, lo que hizo que se sintiese abrumada. A continuación, vinieron los regalos y los preparativos de la habitación ante la llegada del nuevo miembro de la familia, aunque no se pudieron explayar tanto como hubieran querido. Se tuvieron que contener y hacer los obsequios unisex, de momento.  No se hacían tantas ecografías, ni los aparatos eran tan precisos como ahora.  Debido a la posición del feto no les pudieron asegurar el sexo del bebé y no se supo hasta el momento del nacimiento. Camilo se empeñó en llamarle Asier. Se habían puesto de moda los nombres vascos, pero a ninguna de las personas cercanas les pareció una decisión acertada. A Julia tampoco. Se puso terco y su decisión resultó inamovible. Al verla tan disgustada le comentó a su mujer: «dame este capricho. El siguiente nombre lo elegirás tú, de verdad, sea niño o niña».

Durante la baja maternal el tema más recurrente entre ambos fue cómo condicionaría su vida la llegada de Asier y qué tal se apañarían en los primeros momentos. Camilo pensaba que no había que agobiarse antes de tiempo, mal que bien, todo el mundo salía del paso. Julia le dijo que tenía pensado solicitar una reducción de jornada. Ella lo tenía más fácil. En su trabajo no le pondrían pegas, pues ya se habían dado casos entre las compañeras que lo habían solicitado. Había buen ambiente y entre unos y otros irían sacando su parte del trabajo. Así se podrían apañar los primeros meses. Durante ese tiempo buscarían guardería y cuando cumpliese el año, más o menos, volvería a trabajar a jornada completa.

Pero no sucedió como tenían previsto, porque durante ese tiempo cambiaron los planes y decidieron ir a por la parejita. Catorce meses después de nacer Asier vino al mundo Lourdes. Camilo propuso entonces contratar a una niñera que se ocupase también de las labores del hogar, pero Julia lo sopesó y decidió renunciar al trabajo y quedarse en casa para criar a sus dos hijos. Con el sueldo de Camilo tendrían suficiente. Ante la cara de estupefacción de su marido, Julia se reafirmó. Pensaba que merecería la pena este sacrificio, que se convertiría en un disfrute lleno de compensaciones. Ver crecer a sus hijos, saciar sus primeras curiosidades, auxiliarlos y estar a su lado en todo momento es un lujo al alcance de pocas madres. «Sí, ya sé lo que me vas a decir. Que se me acaba la coartada del sometimiento de la mujer y la lucha de sexos, pero es una decisión voluntaria. La inmensa mayoría no pueden elegir».

La vida cotidiana cambió radicalmente. Los nuevos horarios y ritmos les estresaban y tuvieron que prescindir de casi todos los hobbies. Cuando los niños eran pequeños preferían quedarse en Madrid los fines de semana disfrutando de sus correrías, de sus avances y sus tropiezos, de sus gracias y ocurrencias. Al residir en una zona nueva tenía varios parques infantiles y allí pasaban las horas muertas. Los niños iban haciendo amigos y los mayores también hicieron migas con otros padres. Algún domingo, cuando empezaba a hacer bueno, tiraban para el Retiro. Allí siempre había algún saltimbanqui o titiritero que hacia las delicias de los pequeños. Visitaban a los suegros una vez al mes. Vivían en una pedanía de la comarca de la Moraña, próxima a Arévalo. Se acoplaron a esta nueva vida apenas sin darse cuenta. Camilo no es que fuera un padrazo. Estaba menos tiempo en casa, pero, aunque le costó al principio acostumbrarse, cumplía con sus cometidos paternales con decoro. Cambiaba pañales cuando tocaba, los bañaba y les daba de cenar. A la hora de irse a dormir, cada uno acostaba a un niño. Iban alternándoselos por días y siempre les leían un cuento antes de dormir.

 

La pandemia lo cambió todo. De un día para otro los clientes de la empresa dejaron de necesitar servicios y los pedidos se redujeron a la mínima expresión. Tuvieron que poner a la mayoría de los trabajadores en ERTE. Camilo se tuvo que adaptar, en tiempo récord, al teletrabajo y, aunque salía a alguna reunión de forma esporádica, la mayoría se hacían por videoconferencia y su presencia en casa se hizo habitual. Ni los niños ni Julia estaban acostumbrados y lo que, al principio, celebraron con alegría, después se convertiría en una fuente de conflictos. Julia no se podía desahogar con nadie, aparte de los grupos de wasap donde casi siempre se hablaba de cosas insustanciales y se compartían chorradas variadas, y eso se le hizo demasiado cuesta arriba. Camilo estaba insoportable, de un humor de perros y lo empezó a pagar con ellos.

Un día tuvieron una fuerte discusión. Esto supuso un punto de inflexión porque, aunque es muy difícil estar de acuerdo en todo y las desavenencias se habían dado con anterioridad, hasta ahora no había faltado al respeto a Julia. Esta vez la gritó sin miramientos. Ella se sintió menospreciada por sus gestos altivos y cohibida por sus miradas de matón de taberna. Nunca lo había visto en semejante estado. Lo peor de todo es que claudicó en sus convicciones y, al final, Camilo se llevó el gato al agua. «Por ahí no paso. Te he consentido muchas manías, pero la educación de mis hijos la elijo yo». El tema de debate era que la escolarización de los niños estaba a la vuelta de la esquina. Tenían un colegio público al lado de casa, al que se podía ir andando. Julia había hecho una preinscripción. Llegó una carta del director invitándoles a una jornada de puertas abiertas para que conociesen las instalaciones. Incluía una pequeña visita guiada y una charla explicativa sobre la metodología seguida en el colegio rematada con ruegos y preguntas para cualquier duda o aclaración que necesitasen los padres. Camilo tenía otros planes. Unos amigos le habían hablado de un colegio trilingüe en el otro extremo de la ciudad con métodos novedosos nunca utilizados en nuestro país, copiados de la educación nórdica de la que todo el mundo hablaba maravillas, puntero en nuevas tecnologías, insuperable en todos los aspectos; «de élite», fue su expresión. Costaba una pasta, pero merecía la pena.

—Esto lo teníamos hablado desde hace mucho tiempo, Camilo —replicó Julia—. Nuestros hijos irían a un colegio público, no sé porque cambias de repente. Además, en estos tiempos de pandemia, tener que coger todos los días una ruta de autobús para ir a la otra punta de Madrid no tiene ningún sentido. Son muy pequeños. Cuando acaben el ciclo infantil, dentro de tres cursos, nos lo podríamos plantear si vemos que este colegio es tan nefasto, aunque he hablado con vecinas que llevan a sus hijos y están bastante contentas.

—Para mí si tiene sentido. La educación de nuestros hijos no es un tema menor, es primordial para su desarrollo, para que se desenvuelvan durante toda la vida. Quiero darles lo mejor. Nos lo podemos permitir. También tengo mis fuentes. He preguntado y este cole, ni fu ni fa. Aparte de que el número de extranjeros aumenta de año en año de manera descomunal y, con todos mis respetos, se convierten en una rémora para el resto. En Hight Internacional Scholl también hay alguno: alemanes, franceses, italianos…es otro nivel.

— ¿Ahora me sales Xenófobo? Panchitos, amarillos, romanís, guachupines… Así los llamáis, ¿no? ¡Qué decepción! Tu no eras así.

—Ni tú. Eras una paleta y estabas sin desbastar hasta que te cruzaste en mi camino. Te enseñé muchas cosas de la vida. Ahora te pones fina, inclusiva, tolerante, pero a mí no me la das. En cuanto rascas un poco sale tu vena pueblerina y burda.

—Vamos a dejar esta conversación Camilo porque no te reconozco, estás muy grosero y nos podemos causar daños irreversibles.

—Vale. El lunes voy a matricular a nuestros hijos. Hazte a la idea. Toma, aquí está el tríptico para que te vayas familiarizando. No se le puede poner ni una pega. De caerse de espaldas.

Julia no replicó. Fue uno de los más grandes errores de su vida, pero entonces no tuvo fuerzas para seguir a la gresca y la que calla otorga.

Después de ese día los enganchones fueron continuos.  Ella no le dio suficiente importancia, pero Camilo le iba comiendo el terreno y con sus grandes voces la silenciaba. Se engaño a sí misma. Se decía interiormente que le resbalaba, pero en el fondo le hacían mella, porque no le gustaba el cariz que estaban tomando las discusiones. Un espectáculo lamentable. Estaba iracundo todo el día, por cualquier cosa les chillaba y Julia empezó a sentir angustia.

—¿No puedes hablar en un tono normal? —le reprochaba.

—No, porque me sacas de mis casillas con tus ocurrencias. Menudo rumbo iba a seguir esta familia si yo no estuviese al timón.

Estos improperios eran más que suficientes para que se hubiera rebelado y le hubiese plantado cara, pero empezó a tragar, principalmente por los niños y cuando quiso hacerlo era demasiado tarde.

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Asier era muy extrovertido. Le gustaba ir al pueblo a ver a los abuelos, pero estas visitas se iban espaciando, primero porque a Camilo no le agradaban lo más mínimo y segundo porque debido a la pandemia Julia no podía forzar la situación. Tenía miedo de contagiarles, además de que estaban en otra comunidad autónoma y había estado prohibido viajar durante meses. Lourdes todo lo contrario, era muy reservada. A pesar de su corta edad, el abuelo se los había metido en el bolsillo enseñándoles dos juegos de naipes muy simples, el cinquillo y las siete y media. «Juegos arcaicos» y «nada didácticos para unos críos» le decía Camilo a Julia. Pensaba que debían estar enganchados a los videojuegos y demás entretenimientos del siglo XXI. «Son demasiado pequeños todavía para eso, ya tendrán tiempo y a mis padres estos ratos les rejuvenecen, les hacen un efecto de bálsamo reparador».

Las broncas y malos humores de Camilo se acentuaron. Empezó a trabajar fuera dos días en semana y cuando llegaba, a veces oliendo a alcohol, comenzaba el espectáculo. Julia sentía miedo. Asier y Lourdes se dieron cuenta de que su padre estaba raro últimamente y de que cuando llegaba a casa su madre los metía juntos en la habitación deprisa y corriendo. Oyen gritar a su padre, también les llega un ruido que identifican como una palmada. Julia acaba de recibir un bofetón que le deja helada. Este es un límite que siempre había tenido claro, traspasar una línea roja que no iba a consentir, pero llegado el momento se queda muda mientras, a través de una imagen difusa, lo ve irse dando un portazo. Se deja caer en el sofá, se cubre el rostro con las manos y rompe a llorar. 

Cuando vuelve, los niños ya están acostados. Se acerca con la cabeza baja y le pide perdón.

—No sé qué me está pasando cariño, yo no soy así, pero las cosas no van bien en el trabajo y me da pánico perderlo. Me refugio en el alcohol. Empecé tomando cañas con los compañeros, pero ahora lo hago sólo y voy aumentando la dosis. Tengo que ponerme en terapia.

—Camilo, llevas mucho tiempo faltándome al respecto, poniéndote cada vez más insolente. Lo de zurrarme es lo último, no te lo voy a consentir, pero reconozco que es un paso importante que admitas tu adicción.

—Me han recomendado el mejor psicólogo para desengancharme. Especializado en dependencias. Mañana iré a verlo, cuanto antes mejor.

Julia se queda satisfecha a medias. Después de la conversación se aflojan un poco sus temores. Tener un marido alcohólico no es tranquilizador, a pesar de este primer paso. No se termina de fiar de Camilo y, el día siguiente, le pregunta en cuanto entra en casa por el psicólogo y lo que han hablado en la primera consulta. La contesta que no ha podido ir porque ha sido un día horrible de trabajo y no ha tenido ni un momento libre.

—Camilo, esto es muy serio, parecías consciente, pero me estás decepcionando.

—Mañana, te lo prometo.

Pero pasan los días y las excusas no se agotan. «He pedido cita y no me han dado hasta la semana que viene. Es lo que tiene ser un profesional de prestigio».

Julia reconoce es su fuero interno que la actitud de su marido ha cambiado. Se muestra más cariñoso con los niños y a ella la trata bien. Esa noche hicieron el amor después de mucho tiempo.

 

Julia se ilusiona, no se da cuenta de que es un periodo valle hasta que Camilo vuelve a las andadas. Una noche llega con los ojos vidriosos, oliendo a alcohol y le dice que se va a la cama, que no le apetece cenar.  Le pregunta por el nombre del psicólogo que le trata para buscarlo en Google. Eso le irrita, le hace perder la razón. «Qué pasa, puta ¿no te fías de mí?» Coge una silla y la estampa contra la mesa baja que tienen delante del sofá. El cristal estalla y los fragmentos inundan en salón. Se acerca a ella y la abofetea. A los niños, que están haciendo los deberes en su habitación, se les oye llorar de fondo. Vuelve el pánico, pero esta vez no se queda bloqueada. En principio se encoge como un ovillo en el rincón, pero de repente se activa una luz en su cerebro. Se zafa del borracho, coge a los niños y se marchan de casa rápidamente. Camilo contempla la escena sin inmutarse. Los ve salir, se dobla hacia delante, echa una copiosa vomitona en la alfombra y se deja caer como un fardo en el sofá entre las esquirlas de cristal. Se le escapan las lágrimas y descienden hacia las comisuras de los labios. Allí se funden con los restos de vómito. Se queda dormido casi al instante, con respiraciones entrecortadas y emitiendo unos ronquidos paquidérmicos.

La primera intención de Julia es ir a casa de sus suegros, pero por el camino cambia de idea. Se resistirán a entender la gravedad del asunto. Un hijo siempre es un hijo y lo van a defender a pesar de las pruebas en su contra. No se encuentra con ánimos de afrontarlo de golpe, de dar explicaciones y que la tomen por una paranoica. Decide llevarlos a casa de Piedad, su compañera de trabajo y la mejor amiga que tiene en Madrid. Se conocen desde la infancia.

No quiere denunciar, pero Piedad la lleva a la comisaría. Fernando, su marido, se queda con los niños mientras, acoplándolos con los suyos. Tienen también chico y chica y esta noche compartirán cama y habitación. La denuncia se demora bastante rato. Le toman declaración minuciosa, le piden detalles y le preguntan si puede aportar pruebas.  Llaman a un forense, para que la examine, que tarda dos horas en acudir.  Al final mandan a una pareja de policías al domicilio familiar para que detengan a Camilo. Los indicios son más que suficientes. Pasará la noche en el calabozo y por la mañana el juez decidirá si lo deja en libertad.

Lo sueltan hasta que salga el juicio, parece que es la práctica habitual. Su abogado intenta minimizar las acusaciones. Le ponen una orden de alejamiento. Aunque le estaría permitido acercarse a recoger a los niños al punto de encuentro, Julia prefiere no verlo. Negocian los letrados y pactan que los padres de Camilo se encarguen de la recogida. Ellos no tienen culpa de nada, les guarda cariño y merecen disfrutar de sus nietos dos fines de semana al mes. Cuando acuden a las entregas, no profundizan mucho en la charla. Los tres se sienten violentos con la situación. Sonríen un poco nerviosos, se dicen cuatro formalidades y se despiden hasta el domingo por la noche.

Se entera por una amiga común, compañera de trabajo de Camilo, de que está mejor. Al final fue a una clínica desintoxicación y se le nota menos estropeado. Lo han vuelto a admitir en un puesto bastante más modesto. Cuando su vida empezó a hacer aguas preparó un desastre inconmensurable. La empresa estuvo en un tris de quebrar, pero ahora, debido a los servicios prestados y en reconocimiento a su celo en la época boyante, le habían hecho un hueco.

El domingo sus suegros se presentan en el punto de encuentro solos, con el semblante sombrío y hechos un pingajo. Julia les pregunta por Asier y Lourdes. Comienzan a farfullar. No entiende lo que hablan, pero nota que algo grave pasa. Los intenta tranquilizar para que vocalicen un poco mejor, a pesar de que ahora es ella la que siente el vórtice de un huracán en su estómago. El sábado Camilo se llevó a sus hijos a la sierra, iban a pasar el fin de semana en casa de unos amigos que tenían niños de edades similares. El domingo después de comer le habían llamado y tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Todos los intentos habían resultado infructuosos. No sabían quién era el amigo ni conocían a su familia. No les dio muchos datos. Había llegado la hora de entregar a los niños y habían venido a contárselo. A lo mejor se había quedado sin batería en el móvil y habían tenido algún percance con el coche. «No me cuadra», dijo Julia, «podía haberse puesto en contacto con el teléfono de su amigo o de cualquiera que le socorriese en carretera y si hubiese ocurrido un accidente grave ya lo sabríamos».

 

Hace quince días de la desaparición de Camilo, Asier y Lourdes. Parece que se los hubiese tragado la tierra. La policía ha tomado todas las medidas posibles. Los está buscando por tierra, mar y aire. Con drones, con perros, con buzos… No encuentran rastros de momento. Aparte del revuelo que ha producido el suceso en todo el país, han puesto una orden de busca y captura internacional. Las redes sociales arden. Se han creado páginas ad hoc para la búsqueda. Esta tarde ha venido a visitarla el delegado del gobierno y el capitán de la guardia civil al mando de las operaciones. Los ha invitado a café. Han entrado con semblante sombrío. Le han hablado con total sinceridad. Siguen sin encontrar indicios y cuanto más tiempo pasen sin obtener ninguna pista más complicado será dar con su paradero. Cuando se han despedido, en el rellano, le han preguntado, por puro formulismo, cómo se encontraba. «Ni bien, ni mal, muerta en vida».