jueves, 26 de septiembre de 2019

HONDO VACÍO


El reloj marcaba las doce y media cuando nos despedimos. Más de diez minutos empleamos. Estábamos en la etapa del embeleso, de los fuegos artificiales, pero la hora tope que nos habían puesto nuestros padres hizo imposible apurar más.

Diez años después puedo rememorar ese momento, aunque todavía me cuesta. Esa llamada de su madre envuelta en sollozos me dejó como ausente. La mente en blanco. La oía lejos, me resistía a creer. Un sudor frio y una tiritona me invadieron nada más colgar.
—Vamos por el buen camino, César. Ya puedes hablar de ello con cierta naturalidad, es un paso importante.
—Yo no quiero pasos, quiero saltos. Aunque reconozco que la presión está disminuyendo y las crisis cada vez aparecen más espaciadas, necesito liberarme de una vez.
—Te has comido esto sólo. Dejaste pasar mucho tiempo para ponerte en tratamiento. En fin, nunca es demasiado tarde, pero es más costoso aliviar la carga.
—Éramos unos niños.
—Sí, ya lo hemos comentado. El impacto es más fuerte, si cabe, cuando todavía no se es adulto y se está en el momento álgido de la vida. ¿Cómo era su padre? ¿Te apetece hablar de ello?
—Creo que sí. Era muy tradicional y de carácter fuerte. Con Paula tenía discusiones frecuentes porque no asumía que su hija se hubiese hecho mayor. Se metía con la vestimenta, las amistades, los horarios. Yo le decía que no entrara en confrontación, porque no siempre era necesario y evitaría sofocos a su madre, que intentaba mediar sin éxito. Ella opinaba todo lo contario. Los tiempos en que el hombre sometía a la mujer por el mero hecho de serlo habían cambiado.
—Puedes contarme lo que te comunicó en esa llamada. ¿Tienes fuerzas?
—Voy a intentarlo. Aquella noche Paula llegó a casa media hora tarde. Eso para su padre era una afrenta, así que empezó a abroncarla por el pasillo. Ella le dijo que era un machista, que podía hacer lo que le diese la gana porque ya era mayor de edad. Se bajó el tirante de la camiseta dejando un pecho al descubierto. En él lucía el tatuaje de una Rosa. Le preguntó si le gustaba cómo había quedado. Después se metió en su habitación. Le llamó golfa, fue detrás de ella, se oyeron gritos, forcejeos, golpes. Después el silencio. Cuando Elena, su madre, abrió la puerta del cuarto distinguió la ventana abierta de par en par. Su marido estaba solo, jadeante, con rasguños por toda la cara, la mirada perdida y el gesto crispado. Se quedó absolutamente consternada.