No es lo mismo correr que huir. Se lo había oído decir a mi padre muchas veces. Por ejemplo, cuando veíamos el encierro de San Fermín por la tele, si un toro hacía hilo con un corredor y este, con la cara desencajada, los ojos fuera de las órbitas y temiendo por la integridad de sus glúteos, esprintaba y braceaba a toda máquina e intentaba zafarse del animal, aunque fuese tirándose al suelo de mala manera. Nos reíamos ambos de la ocurrencia. Mi padre era muy refranero, pero aquella mañana cuando mi mente dibujó su frase, no fue risa precisamente lo que me produjo. Ni a él tampoco cuando le fueron a avisar.
Había quedado para salir a correr con mi hermano Héctor a
primera hora. Todavía no había amanecido, el cielo estaba encapotado, aunque
algún claro se atisbaba en el horizonte. Chispeaba, pero no hacía mucho frío. Me
gusta sentir el agua en la cara. Había llovido bastante los últimos días, así
que elegimos el camino del río porque es de tierra compactada, filtra bastante
bien y es difícil que se llene de charcos.
Prefiero correr solo e ir escuchando música, más que nada porque, aunque no soy un profesional, con la cháchara no me centro en el control de la respiración y me viene el flato a las primeras de cambio, pero me tocaba cuidar de mi hermanito que estaba plof porque lo había dejado con Virginia después de dos años. Era el mayor y me sentía obligado a mantener su pensamiento entretenido el mayor tiempo posible para que no estuviese dándole vueltas todo el rato.
La ruta era de diez kilómetros, ida y vuelta, y en una
hora habríamos vuelto. Refunfuñó que lo tenía un poco dejado, pero le dije que,
a trote cochinero, eso se hacía con la gorra. Asintió sin escuchar lo que le
decía y siguió dándome la chapa sobre su drama sentimental. Me estaba luciendo
con mi objetivo prioritario, pero al menos le serviría de desahogo.
Al doblar una curva, vimos un perro negro a lo lejos, en
medio del camino. Me extrañó porque no era temporada de caza. Pensé que se
habría escapado de alguna finca. Cuando nos acercamos me di cuenta de que no
tenía collar y se le marcaban las costillas. Comenzó a gruñirnos, pero
empezamos a palmotear y a dar voces y salió zumbando ladera arriba.
Retomamos la marcha un poco contrariados por el
encuentro. Por lo menos le sirvió para cambiar el chip a Héctor. Lo malo es que
un rato después apareció de nuevo ante nuestros ojos, pero esta vez acompañado
de otros cuatro amigos, colocados en forma de punta de flecha. En cabeza había
un husky que nos miraba fijamente con ojos escrutadores. Permanecieron en
silencio hasta que llegamos a veinte metros de ellos. El husky estiró el cuello,
levantó la cabeza, y se puso a aullar al cielo, mientras sus compañeros llenaban
el valle de potentes ladridos. Me cagué de miedo.
Nos detuvimos. Mi intención era darme la vuelta y volver
sobre nuestros pasos a toda carrera. Fue entonces cuando me acordé de la frase de
marras. Mi hermano adivinó mi propósito y me susurró que no lo hiciera, que me
quedase quieto sosteniéndoles la mirada. Se nos fueron acercando lentamente.
Sentí amargor en la boca, tensión en los músculos y un calor asfixiante. Héctor
insistía en que me quedase inmóvil. Los teníamos casi al lado gruñendo y
babeando. El husky debía ser el jefe de la manada. Todos le seguían.
Las heridas del cuerpo se curaron, las del alma, aún hoy,
siguen sin cicatrizar del todo. A mi hermano le quedó una leve cojera después
de un par de operaciones y rehabilitación posterior. Nunca me reprochó nada. No
sé qué hubiera pasado si le hubiese hecho caso. Me consuelo pensando que lo
mismo. La cosa pintaba fea y no teníamos refugio ni defensa posible. Las citas
de las consultas se han ido espaciando, la medicación reduciendo. Ayer salí a
correr.
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