Se sentía a los quintos
cantando por la calle. Era tarde. Marcos ya se había acostado. Salió de la
cama. El suelo del piso superior era de madera, pero a pesar de ello, sintió
frío en la planta de los pies. El invierno estaba cerca. Se aproximó a la
ventana en la oscuridad. Giró la falleba para liberar las contraventanas y
desde allí vio pasar a la cuadrilla a la luz del farol. Quince más o menos. Una
guitarra y una bandurria, botellas de anís rasgadas con objetos metálicos, almireces,
cencerros y panderos. Las voces recias, no muy aunadas y la entonación pasable.
El vaho que expulsaban sus bocas ascendía hasta desaparecer cuando llegaba a la
altura de los tejados. El volumen de la música se fue atenuando conforme se
alejaba el grupo. Permaneció pegado al cristal hasta que se dejó de oír del
todo. Volvió a meterse en la cama y se
arropó. Todavía guardaba algo de calor.
Le
gustaban las coplas de quintos y las de carnaval —su madre decía que eran
ordinarias—. También las de navidad. Las había muy bonitas, algunas lanzaban requiebros
a las mujeres, otras eran ocurrentes, las menos subidas de tono. Desde su más
tierna infancia la música y el ritmo le habían cautivado. Siempre que sonaba
una canción en la radio se ponía a tamborilear los dedos intentando seguir el
ritmo. En el pueblo era difícil aprender a tocar un instrumento. Nadie vivía de
la música. Su abuelo Moisés, el padre de su madre, le contó que en tiempos hubo
una banda municipal de la que formó parte en su juventud como trompeta, aunque se
deshizo pronto. No sabía dónde había ido a parar el instrumento.
El señor Matías, que amenizaba siempre los festejos —acababa de pasar con los quintos—, enseñaba a tocar guitarra, bandurria o laúd por poco dinero. Su intención era formar una rondalla de pulso y púa, así la llamaba. No terminaba de cuajar. Los alumnos se aburrían pronto. Daba clases por la noche cuando volvía de sus quehaceres en el campo. Marcos había planteado esa posibilidad en más de una ocasión a su padre. Su contestación siempre había sido la misma: «Pon todo tu empeño en estudiar unos años, aprender las cuatro reglas y escribir con soltura. Después a labrar la tierra, que será lo que te dé de comer, lo demás son tontás y pérdidas de tiempo». Intentó replicar, pero sabía que era en vano. Su padre era retrógrado, terco y tradicional en grado sumo. Su única afición conocida era acudir a la taberna a echar la partida los fines de semana. Contradecirlo suponía una pérdida de tiempo y le podía acarrear un castigo o un bofetón.
En
la intimidad de su cuarto gustaba de escribir. Lo que más, poemas. No recordaba
en qué momento comenzó su inclinación. Desde que aprendió las primeras letras
le agradaba imitar las coplas tradicionales o componer cuartetos propios
rimados, al estilo de los que oía por las calles del pueblo. Después fue
alargando sus composiciones, cambiando el estilo inconscientemente, aumentando
su complejidad. Este pasatiempo le aliviaba de las tensiones cotidianas, le cargaba
de energía. Alejaba las burlas a las que sus compañeros le sometían por su
constancia e interés en los estudios. Lo consideraban un ejemplar muy raro.
Alguna vez le habían birlado una poesía y la habían leído a grandes voces en el
aula, acompañada de gestos ostentosos lo que producía carcajadas por doquier. Pasaba
unos sofocos terribles. Ya en casa, en su cuarto, disminuía un poco la angustia,
pero no podía bajar la guardia, ya que estas “simplezas” no se concebían. Si lo
descubrían la prohibición sería inmediata y eso no lo quería ni pensar.
Don
Antonio —su profesor— conocía su pasión y lo alentaba. Era con la única persona
que era capaz de sincerarse, se encontraba a gusto en su compañía. Sus pocos amigos
estaban en otra onda, consideraban su afición como una extravagancia. Don Antonio
le daba ánimos, ensalzaba sus escritos y la imaginación que desplegaba en ellos
—impropia de un niño de doce años que no había conocido nada fuera del ambiente
rural, le comentaba a su mujer—. Marcos devoraba con pasión los libros que cogía
en préstamo de la bibliobús que
aparecía por el pueblo un jueves sí y otro no. Ponía especial atención en el estilo
con el que escribían sus autores favoritos.
Un
día —cuando acabaron las clases— dejó varios poemas al profesor para que los
leyese y le diera su opinión. Esto lo había hecho en otras ocasiones. La
novedad radicó esta vez en que —sin previo aviso—, el maestro los pasó a
máquina y los envió a un concurso infantil que venía anunciado en el periódico.
Dos meses más tarde, la Diputación provincial —entidad organizadora— le concedió el primer premio. Se lo notificó al docente y este le entregó la nota sin poder ocultar su alegría. Marcos rompió a llorar con desconsuelo mientras la leía. Don Antonio intentó calmarlo. Poco a poco fueron aminorando los hipidos. Conocía la gran sensibilidad de su alumno, por lo que achacó este episodio a la emoción que le había producido enterarse de la noticia. Pero no era tal. Se llevó un chasco cuando Marcos, sin estar calmado del todo, le pidió, por favor, que renunciara al premio en su nombre. Tenía pavor a comunicárselo a la familia, bueno, por mejor decir, a su padre.
—Yo
te acompañaré y se lo explicaré todo— le dijo.
—Será
aún peor. Mi padre es bruto y terco y, si se siente acorralado, puede salir con
cualquier barbaridad, incluso faltarle a usted al respeto.
—Marcos,
rendirse sin intentarlo no va conmigo. Aquí puede estar tu futuro.
Encogido como un gazapo,
siguió su estela hasta el domicilio familiar. Una vez allí —ante la extrañeza
de sus progenitores—, el maestro expuso el motivo de su visita. El sábado, si a
ellos les parecía bien, le llevaría a Guadalajara a recoger el premio. Estarían
allí, entre otras personalidades, el presidente de la Diputación y el alcalde
de la ciudad. Cuando terminó de hablar, su padre hizo una seña a Marcos para
que subiera a su alcoba.
Una
hora después se abrió la puerta y aparecieron su madre y don Antonio. Le
contaron la existencia de una segunda carta que le había omitido el profesor. El
primer premio llevaba aparejada una beca para cursar estudios en Sigüenza, la población
cabeza de partido. Una hora diaria aparte del temario oficial estaría destinada
a su pasión, la literatura, a potenciar sus aptitudes. Había resultado duro que
el padre diera su brazo a torcer, pero al final —como no tenía que rascarse el
bolsillo—, le había picado el orgullo. Nunca lo iba a admitir, pero le gustaría
que su hijo se ganase la vida en un trabajo menos duro e incierto que sus
ancestros. La literatura como mal menor, como divertimento en un principio,
pero no debía quitarle demasiado tiempo. Se debía centrar en sus estudios para
ser alguien de provecho, abogado o arquitecto, por ejemplo.
Los
primeros tiempos fueron bastante duros, acostumbrado desde que nació al pueblo,
a sus gentes y sobre todo a su casa familiar. Aquí estaba en un colegio interno
e iba una vez al mes. Pero tenía claro lo que tenía que hacer si no quería
volver allí como un fracasado y, lo que es peor, permanecer toda su vida como
labrador, un oficio agotador e inseguro. Era lo último a lo que quería
dedicarse. Así que hincó codos sin descanso para sacar el bachiller y aprovechó
lo mejor que pudo ese curso novedoso de literatura creativa.
Hacía diez años que no
volvía por el pueblo —desde que falleció su madre—. Le había llamado un amigo para
decirle que había muerto don Antonio, su mentor. Acudió a darle la última
despedida. Ahora vivía de juntar letras, toda una proeza en este país. Era un
poeta reputado. Había ganado unos cuantos premios de renombre y formaba parte
del selecto club de personas que tenían como único medio de vida la literatura.
Aparte de su predilección por la poesía, también había publicado un par de
novelas con cierto éxito.
Hacía mucho que no tenía contacto con el maestro.
Cruzaron correo durante mucho tiempo, pero con el paso de los años esta costumbre
pasó a ser residual. Al final, los típicos christmas de navidad. Hacía un par
de años que no sabía nada de él. Le habían contado que se había jubilado, pero
que a los pocos meses le descubrieron un cáncer de hígado que había resultado
letal.
Venía de tarde en tarde a visitar a sus padres. Un par de veces al año. Después de fallecer ambos vendió, a través de su gestor, la casa, todas las tierras y demás pertenencias familiares porque se había desvinculado totalmente de lo relacionado con el pueblo.
El día después del entierro de don Antonio, antes de irse del lugar —quizá para siempre— pasó por el cementerio, visitó la sepultura de sus progenitores y, a continuación, permaneció largo rato ante la tumba del profesor, pensativo, rumiando algo por dentro. Según contó después en el mercadillo Basilisa, vecina de la villa y que estaba en la sepultura contigua, le oyó murmurar: «Gracias por sacarme de la cueva. Hasta siempre», como epílogo de su perorata. A continuación, se giró y, con pasos lentos y brillo en los ojos, abandonó el camposanto.
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