—
Los críos atan una barbaridad— dijo John.
—
¿Ahora me vienes con esas? Te recuerdo que por tu
insistencia vinieron a este mundo Paul y Mariah —Se desahogó Melissa.
— ¿Cómo
iba a imaginar yo lo que te llegan a acaparar estos monstruos cuellicortos? ¿La cantidad de tiempo que
hay que invertir en ellos? La vida en pareja no es que se resienta, es que
desaparece.
—No
os quejéis tanto, chicos. Vosotros os lo habéis buscado. Si hubierais hecho
caso a mis sabios consejos vuestro presente no sería tan azul oscuro casi
negro. Siempre lo he tenido claro. No quería que mi vida se llenara de ruido y
tiranía. La patochada de dejar a alguien en este mundo, que te recuerde y
reivindique, conmigo no cuela. No lo añoro ni me he convertido en un viejo
solitario y cascarrabias a pesar de vuestros sombríos augurios —desembuchó de
un tirón, Roderick.
—No
sé cómo podéis pensar de ese modo —declaró Andrew—. Ni por un lado ni por el
otro. Alice y yo, intentamos tener descendencia como sabéis, incluso nos
sometimos a tratamientos de fertilidad, varios intentos de fecundación in vitro
incluidos. Pasamos una época obsesionados y taciturnos, hasta la asunción de
que nuestro tren había pasado. Entonces creímos que se acababa el mundo.
—Hoy
nos alegramos —matizó Alice—. La vida en pareja puede ser fructífera y completa
sin vástagos. Ya sabéis que laboralmente andamos a salto de mata, por lo que de
dinero siempre estamos a la cuarta pregunta. Imaginadnos sacando adelante a un pequeñín con las necesidades
artificialmente adquiridas por esta sociedad snob.
Cinco amigos de facultad quedan para pasar la
mañana en Central Park. Cada vez les cuesta más juntarse. Cuando instauraron
esta costumbre, allá por el año noventa y dos, recién graduados por la
Universidad de Columbia, quedaban todos los viernes en su barrio, Manhattan. Durante
los cursos de carrera trabaron amistad con muchos compañeros, pero la verdad es
que después de filtros y tamizados —para compartir apuntes primero y
confidencias después— este grupo se hizo inseparable. En el transcurso de la década
se fueron espaciando las quedadas,
pasando a ser mensuales, trimestrales y así paulatinamente hasta convertirse en
bianuales con el cambio de siglo. Lo importante es seguir manteniendo el
contacto. Desde la aparición de los móviles se podían localizar al instante,
pero no era lo mismo.
11
de septiembre de 2001. Por fin habían sincronizado agendas. Este año era la
primera y única vez que se reunirían casi con toda seguridad. John y Melissa
tienen que aparcar a los niños, por
eso han quedado por la mañana mientras ellos permanecen en el cole. El plan es
dar un gran paseo en el que las novedades surjan salpicadas. Después —ya en
reposo, durante el conciliábulo— debatirán y harán matizaciones acerca de ellas.
Roderick
se ha empeñado en llevar la bici. Ahora que vive en Queens prefiere este medio
de locomoción. Es saludable y evita atascos. Resulta engorroso que, mientras el
resto hacen la caminata, él aparezca y desaparezca dando pedaladas cada diez
minutos. Al final se detienen en el paseo principal, junto al lago. Allí John,
Melissa y Roderick se sientan en un murete de espaldas al World Trade Center.
Alicia —sentada en una silla— y Andrew —en cuclillas— se colocan frente a
ellos.
El
tema de conversación versa sobre niños sí, niños no. ¿Compensan los desvelos
que ocasionan y el tiempo empleado en su cuidado? Transversalmente se cuelan
las preocupaciones laborales. Escasez de trabajo, contratos precarios y pérdida
paulatina de derechos. Hay una cosa en la que están todos de acuerdo. En el
primer mundo, a pesar de las quejas esgrimidas, se vive fenomenal. Lejos de
hambrunas, guerras y atentados que sacuden otras partes del planeta. Este gran
país les protege y, a pesar de las preocupaciones cotidianas, nadie les puede
hacer daño.
11S-Thomas Hoepker |
Alice
divisa una columna de humo que tiñe de gris el cielo Neoyorquino. Sigue
conversando, no lo da demasiada importancia. Diez minutos más tarde la mancha
ha crecido mucho, se ha vuelto más densa y oscura. Lo comenta con sus
tertulianos. El trío que está de espaldas al lago se vuelve al tiempo que el
ruido ambiente se llena de sirenas. Ambulancias, coches de policía y bomberos. Lo
que en principio tomó por incidente se está convirtiendo en un suceso bastante grave.
Los cinco juntos de pie contemplan horrorizados como una de las torres gemelas
se desploma. Una gran nube de polvo denso se eleva en su lugar. Salen de
estampida, el tumulto los separa. John y Melissa con el rostro desencajado y el
corazón al galope llegan hasta unas vallas colocadas por la policía para
acordonar la zona.
—Mis hijos están en el School of the Blessed Sacrament. Quiero saber lo que
ha sido de ellos. Tiene que dejarme continuar, agente —se desgañita Melissa.
—Lo siento
mucho, señora. De aquí no puede pasar nadie. Correría serio peligro. Son las
órdenes.
Hace ademán de
claudicar, pero aprovecha un descuido para saltar la valla. John la secunda. Un
policía les persigue. Conforme se van acercando a la zona siniestrada el aire
se hace irrespirable y la visión difusa. Sollozos, carreras, gritos. La gente
choca entre sí, saliendo trompicada. Un gran caos les rodea. Ruido de
helicópteros sobrevolando y de innumerables sirenas rematan el cuadro. La
atmósfera se carga cada vez más hasta que la oscuridad lo llena todo.
A las doce de la
noche los cinco amigos están en el hospital —el colegio de Paul y Mariah no ha
sufrido daños—. Andrew, Alice y Roderick han acudido a visitar a John y
Melissa. Nada grave. Les han tenido que poner oxigeno porque han inspirado
partículas dañinas que llevaba el aire en suspensión. Mañana temprano los darán
el alta.
—Nosotros
departiendo amigablemente y a nuestro lado se estaba fraguando la tercera
guerra mundial. La humanidad entrará en pánico, las bolsas se desplomarán, la
opinión pública clamará venganza. Los gobiernos pondrán en funcionamiento toda
su maquinaria para descubrir y detener a los autores intelectuales —expuso
Alice.
—Todo eso son
previsiones y futuribles que no sabemos si se confirmarán. Aquí lo único cierto
y constatable es que, debido al barullo y el desconcierto imperante, un
servidor se ha quedado sin bicicleta —dijo Roderick.
— ¿Perdoona? ¿Cómo puedes ser tan
miserable? —Vociferó Alice— ¿Supongo que estarás de broma? Aunque tu egoísmo
innato y tu racanería te preceden. Pero aun así me parecería de muy mal gusto
¿Tú sabes los muertos que van ya?
—Yo a ti no te
he faltado, casi guapa.
—Bueno, tengamos
la fiesta en paz —terció Andrew—. La jornada ha resultado agotadora. Estamos en
shock. Vamos a recogernos que mañana va a ser un día durísimo para todos.
—Y pasado, y al
otro. No va a resultar fácil que los efectos de esta debacle cicatricen.
Tendrán que pasar lustros para que se atenúe el odio y se mitigue el dolor
producido por esta sinrazón —sentenció John.
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