martes, 19 de marzo de 2024

Capítulo 7 - Hondo vacío

 

Los meses siguientes fueron complicados para Renata. Quedó tocada. Habían sido quince años de relación. Diez bajo el mismo techo y añoraba a Antonio. Las rutinas, los hábitos adquiridos, las consultas ante cualquier duda que le acometiese, ya fuesen prosaicas o elevadas, hogareñas o laborales, de pareja o familiares.

            Echaba de menos sus manías, su conversación, aunque en los últimos tiempos hubiese perdido chispa y locuacidad, sus altercados y sus reconciliaciones.  Sabía hacerla subir al séptimo cielo con sus caricias y con su sexo, espaciado desde que empezó con sus fobias, pero que seguía siendo satisfactorio y vigorizante. Precisamente, ahora su libido andaba por los suelos y no sentía ninguna necesidad en ese sentido. Primero tenía que volver a quererse ella misma, recomponerse y poco a poco todo llegaría, a pesar de que ahora viese su futuro azul oscuro casi negro.

            Le vino bien el trabajo. Salir de casa durante unas horas. Allí intentaba desahogarse, fundamentalmente con Natalia y Paulina, aunque también Benigno y Sabas supieron respetarla en estos primeros tiempos. Se portaban bien con ella, dedicaron sus sornas y sus dardos hacía otras dianas y la dejaron en paz, hecho que le sorprendió bastante y les puso en valor ante su desgarrado corazón. Benigno era más comedido y tenía el freno de Natalia, pero Sabas, con el que compartía la tarea directamente, que siempre sacaba a colación algunos micromachismos o punzadas alusivos a diferentes situaciones de los compañeros cotilleadas previamente, la respetó, al menos por delante. Incluso le insufló ánimos a su estilo chabacano. Más no le podía pedir.

            Después de la faena, acostumbraba a quedar con Natalia y con Paulina. Más con esta última ya que Natalia tenía concedida la conciliación familiar en el trabajo debido a que mantenía la custodia compartida con Adrián, el hijo de su anterior matrimonio. La semana que la tocaba terminaba antes la jornada laboral. Benigno lo solicitó de igual manera, para turnarse con ella, pero al no ser el padre biológico tenía que cumplir unos requisitos que no reunía de momento. De todas formas, entre ellos, decidieron que fuese su madre la que asumiese esa responsabilidad. Aparte de que su relación era incipiente, de apenas diez meses, y consideraron que todavía no estaba consolidada hasta ese punto. Andando el tiempo se vería.

            Renata sentía un hondo vacío cuando entraba de puertas para adentro, así que quiso instaurar estas citas a diario para hacer más liviana su situación, llegar lo más tarde posible a su hogar. Bueno, a su casa, hasta la palabra hogar le parecía demasiado cálida en su estado de ánimo. Porque para soledad, de puertas para adentro, le quedaba la noche y la mañana. Durante esta última se buscó ocupaciones. Salía a comprar o a pasear. Se apuntó a algún club de lectura y a pilates en un gimnasio en días alternos. Cayó en la cuenta de que mantener cuerpo y mente ocupados le producía algo de sosiego. Pero las noches se le hacían eternas. Tomaba somníferos siempre. Comenzó con media pastilla y siguió con la pastilla entera. Aun así, no descansaba. Dormía unas horas, pero no era sueño de calidad y se levantaba sonada cuando se empeñaba en aguantar en la cama. Necesitaba su tiempo para activarse y desentumecerse y nunca lo conseguía del todo.

            En este contexto, decidió comunicarles la nueva situación a sus padres. Lo había ido demorando, dándoles largas con excusas cada vez menos sólidas, poco creíbles. Llegó a un punto en que resultaba insostenible la ocultación. Les extrañaba que, en las últimas semanas, Antonio nunca pudiese acudir cuando quedaban a comer y Renata, en cuanto terminaba, salía poco más que corriendo, sin hacer charla de sobremesa, excusándose con alguna obligación, que en sábado y domingo chirriaban. Su madre, que siempre había visto crecer la hierba, se barruntaba algo, alardeaba de que cuando su hija iba, ella había vuelto tres veces, aunque, en esta ocasión, cuando supo que se había divorciado, y todos los trámites estaban realizados, rubricados y concluidos, se le cayeron los palos del sombrajo.

Renata la temblaba. Sabía que la iba a zaherir. Nunca la había apoyado cuando compartió con ella, en confianza, alguna iniciativa. Al contrario, se mostraba criptica y agorera. Visto lo cual, optó por contarle menos inquietudes cada vez. Metiéndose en su concha y dejando las confidencias y las preocupaciones, que le rondaban por la cabeza, para otras personas y ambientes. Víctor, su padre, adolecía de todo lo contrario, por lo que tampoco podía abrirse con él. Era superprotector con su niña, nunca asumió que había crecido y en la adolescencia pasó muchos disgustos con él, pues lo que llamaba «espantar moscones» a ella la soliviantaba. Si la veía con algún chico, sin preámbulos ni ceremonias, le soltaba alguna barbaridad y ellos, ante el desahogo de ese adulto, progenitor de su amiga, flipaban y, la mayoría de las veces, salían por piernas.  

Todavía recuerda aquel día que fue a acompañarla hasta su barrio Julián, el abogado que les había tramitado los papeles de la separación. Fue su primer novio. Renata ya tenía una edad, pues iba a la facultad. Se pusieron a hacer carantoñas en la acera, junto a una rotonda que había próxima al bloque de viviendas donde residía con sus padres.  Comenzaron a despedirse, a darse unos besos tiernos, en principio, que se tornaron apasionados a continuación. Quiso la casualidad que pasase su padre conduciendo el coche por la rotonda y, según la contó después, estuvo dando vueltas sin creer lo que veían sus ojos, girando el cuello como un búho cuando el vehículo deambulaba por la parte opuesta. La que parecía ser su pequeña estaba amorrada con un joven que parecía un esperpento. A la quinta rotación no le quedó más remedio que claudicar y convencerse de que era cierto lo que veían sus ojos. Bajó la ventanilla del coche y sacando medio cuerpo fuera voceo: «¡Subnormal! ¡Qué la vas a dejar sin aire! Voy a aparcar y ahora mismo vengo a por ti. Te va a faltar calle para correr». Qué bochorno pasó.

—O sea que habéis partido los guarros y me entero a toro pasado. Muy bien hija, te estás superando —la riñó Sabina, su madre.

—Mejor así, sino me hubieses atosigado y bastante tenía yo encima.

—Muy bonito. Siempre se han confiado los problemas y las preocupaciones a los padres, pero ahora estáis por encima del bien y el mal. Menospreciáis la experiencia y el consejo de los mayores y así os va.

—Mamá, no generalices. Tengo compañeras que siguen desahogándose con sus madres, sincerándose con ellas, pero tú y yo no tenemos feeling. Hace tiempo que prefiero lamerme las heridas sola o con amigas. Lo sabes perfectamente.

—A mí háblame en cristiano para que te entienda.

—Que no sintonizamos, que en vez de tranquilizarme y buscar soluciones a los problemas me echas unas broncas que me dejan tiritando y me ponen mal cuerpo.

—Porque eres una flor de pitiminí y te pones a hacer pucheros por cualquier insignificancia. Tienes un carácter pusilánime.  Yo te quise hacer fuerte y que afrontases las cosas con determinación, pero está visto que fracasé.

—Cada una es como es y hay que asumirlo y no estar siempre fustigando al prójimo.

—¡Qué poca calle tienes!

—Déjame en paz, por favor y no empieces con tus sandeces. Mamá que estoy ya más cerca de los cuarenta que de los treinta.

—Antonio se lo pierde. Deja en paz a la chiquilla, Sabina. Vámonos tú y yo dar un paseo y me cuentas qué cojones ha pasado para que ese gilipuertas te abandone —intercedió Víctor.

—A ti si que te lo cuento, pero a solas. Dice que me sigue queriendo, pero tiene muchos pájaros en la cabeza. Vamos.

Sabina echaba humo por las orejas y no estaba dispuesta a dejarles marchar sin más ni más.

—Ah, muy bonito, la imagen idílica de padre bueno e hija abnegada, y yo aquí sola como perro malo. Por decir verdades como puños me dais de lado.  O los tres o ninguno.

—Ninguno, mamá. En mi estado no estoy para sonsonetes.

—Prometo que no voy a despegar los labios.

—Ja, y yo me lo creo. Me voy para casa, ya sabéis lo que teníais que saber y prefería que os enteraseis por mí antes que por terceros. Otro día, cuando pase más tiempo y esté de mejor humor prometo venir a contaros los detalles.

No llevaba ni veinte pasos andados desde que salió del portal cuanto le tocaron el hombro. Se dio la vuelta y era Víctor, su padre, con cara de circunstancias.

—Renata, te acompaño a tu casa. Te llevo en el coche y me cuentas por encima lo que ha pasado. Comprende que nos hemos quedado helados. No quiero que mi niña sufra.

—¿Ha claudicado? Ya me extraña.

—Quiere saber. Es natural. Pero tienes razón es mejor que yo haga de mensajero porque vosotras dos estáis siempre a la gresca. Por cierto, princesita mía, si quieres que escamoche a Antonio como a un conejo no tienes más que decirlo.

—¡Papá! Creía que habías superado ya la etapa de espantanovios.

Pasaron un par de meses y la herida fue cicatrizando, muy poco a poco, pero ya no se le caía la casa encima. Asumió su nueva situación, con dolor, pero se fue haciendo cargo. No tenía esa necesidad de salir, no se ahogaba por permanecer un rato haciendo cualquier tarea e incluso leyendo, aunque esto último, los días que hacía bueno, prefería hacerlo en un banco del parque.

En el trabajo la rutina siguió dominando sus días una vez que el impacto que causó su separación en los compañeros se diluyó, poco a poco, y a ella se la veía más animada. Incluso entraba al trapo en las bromas que gastaba Sabas cuando no se pasaban de burdas. Alguna noche, después de la jornada, la semana que a Natalia no le tocaba estar con Adrián, quedaban los cuatro e iban a cenar. Para Renata supuso una vía de escape e intentaba buscarse las mañas para hacerlo más a menudo, pero no era fácil. Ellos tenían sus obligaciones y ella no quería meterse en casa. Cuanto más tarde mejor.

Sabas, una de esas semanas que quedaban de non, porque Benigno se iba en cuanto salía para ver a Adrián antes de que se acostase y Natalia se había ido a media tarde aprovechando su horario reducido, Sabas le propuso a Renata que fuesen ellos a cenar. Se conocían lo suficiente, congeniaban y la semana siguiente volverían a las andadas juntándose el cuarteto. Renata le dijo que no, que estaba molesta, le había bajado la regla y prefería irse a casa a descansar. Se azoró un poco al decirlo y fue consciente de que Sabas se había dado cuenta de que era una trola.

En el curro trabajaban codo con codo. Eran inseparables salvo el rato de la merienda, pero Renata sabía que no se iba a sentir cómoda con un hombre a solas. «Es Sabas. Tu amigo y compañero Sabas», se repitió internamente. Parecía una tontería en los tiempos que corren, pero la herida estaba todavía muy fresca. Aunque se tratase únicamente de amistad, temía que la cosa subiese de tono e iba a estar violenta, así que zanjó la cuestión de esa manera, la primera excusa que le vino a la cabeza.  

Quince días después le repitió la misma propuesta y esta vez no supo decir que no. En principio, pensaba que sería charlar un rato en la cafetería del hospital, mientras picaban algo del buffet, pero Sabas le dijo que cerraban pronto y quería una cena un poco más formal, no opípara, pero tampoco de autoservicio y platos fríos. Además, del hospital estaban ya hasta el copete. Mejor fuera. La llevaría en el coche hasta Vallecas, su barrio, que tampoco se pensase que iban a ir al Ritz. Conocía un mesón que tenía comidas y raciones variadas y no desmerecía.

Cenaron de raciones, todas a compartir: Calamares a la romana, croquetas de boletus y gambas al ajillo. Con eso fue suficiente. Sabas insistió en que era poco, pero Renata no tenía muchas ganas y le dijo que las cenas tienen que ser ligeras. En cuanto a la bebida, Sabas se pidió una jarra de cerveza y Renata una clara con limón. Lo pasó bien. Su compañero era una persona jovial y divertida. En todo momento intentó que Renata se encontrase lo mejor posible. Contó unos cuantos chistes y anécdotas laborales que ella desconocía. Sabas era casi un profesional del Club de la Comedia y las historias las acompañaba con aspavientos, gestos y cambios en el tono de voz. Se podía decir que las teatralizaba.

Renata se sorprendió más de una vez riendo a mandíbula batiente después de mucho tiempo, hasta se le saltaron las lágrimas. Llegado un momento, miró el reloj y le dijo a Sabas que la tendría que llevar a su barrio porque a partir de esa hora el transporte público no funcionaba.

—Vale Renata, pero ¿dónde vas con hora? No tengas tanta prisa. Vamos a tomar una copilla. Mañana no tenemos que madrugar, gracias a Dios.

—Pero estoy cansada Sabas. Ha estado bien, pero no debes beber más porque tienes que conducir.

—Qué coñazo tener que contenerme. Por un gin-tonic no va a pasar nada. Yo controlo.

—¿Y si te hacen soplar? Además, no me fío de tu control, por beber no te vas a divertir más. Llévame a casa que estoy agotada y me estoy agobiando.

—No te angusties. Se me ha ocurrido una idea cojonuda.

—Miedo me das.

—No sé por qué. Me puedo pedir mi copa o mejor podemos subir a mi piso y tomarla allí y luego te quedas a dormir y aquí paz y después gloria.

—Y lo dices tan pancho.

—¿Cómo quieres que lo diga? Chica, no pienses mal. El piso tiene dos habitaciones y en cada una de ellas hay una cama. ¿Te va bien así? Mañana cuanto te despiertes coges el metro o te llevo, aunque a mi me cuesta mucho despegar la pestaña por la mañana.

—Llévame a mi casa ahora, por favor.

—Como quieras corta rollos.

—Perdona. Sabía que al final te ibas a enfadar. Prefiero estar sola.

Sabas estuvo seco durante unos días, pero después se le pasó el mosqueo. Renata no quiso hablar del tema por si salía con alguna indirecta. Cuando se ponía hiriente sabía donde pinchar. Aun así, siguieron como pareja de trabajo. Lo de quedar no lo volvieron a plantear ninguno de los dos. Eso sí, cuando tocaba la cita quincenal, junto con Benigno y Natalia, se apuntaban sin parpadear.

Tres meses después de la cena en pareja, Renata se ablandó un poco e invitó a Sabas. Le dijo que se lo debía después de la cena en su barrio. Tenía que devolverle la visita. Sabas le dijo que por él no se preocupase, que estaba cumplida, que no se sintiera obligaba a corresponder.

—Obligada no, simplemente te quiero invitar como tú aquella vez, pero ahora vamos a mi barrio. También conozco yo en mi zona algún restaurante en el que se come bien. Te puedo llevar a la casa del Pulpo en la calle Almendrales, por ejemplo. Aparte del pulpo a la gallega, hacen unos emparedados con queso de tetilla fundido que se deshace en la boca y champiñones al ajillo. En fin, que tienen mucha variedad en la carta.

—Suena apetecible. Vamos para allá.

Cuando entraron por la puerta, Montse, la matriarca de la familia orensana que regentaba el local desde los años sesenta del siglo pasado, salió al encuentro de Renata y sin encomendarse a nadie disparó:

—Hola, cuanto tiempo ¿No viene tu marido?

—Exmarido, nos hemos separado. Vengo con un compañero de trabajo.

—A rey muerto, rey puesto.

—Montse, no sabía que eras tan fresca, pero te estás pasando tres pueblos.

—Bueno, guapa, perdona, es que soy de otra época en que no dábamos tantos rodeos. Ahora todo es edulcorado, como la sacarina esa que os echáis en el café.

Sabas no podía contener la risa. Si dio media vuelta y se tapó boca y nariz. Con lo tímida que era Renata para sus cosas, pero esta señora iba por derecho.

—Venga, para suavizar la cosa os invito a una botellita de ribeiro de la casa. Fresquito, pasa solo. Cambia la cara vecina, que ya te he pedido disculpas. «¡Magín! Una botella de vino y dos taziñas, para la mesa cinco.

Cayó esa botella y otra más. Comieron pulpo, mejillones a la vinagreta y navajas. El pan de hogaza gallego estaba espectacular para pringar. Renata dijo que los emparedados eran sublimes, pero si se los comían a esas horas, aparte de que no iban a poder meter nada más, pasarían una noche toledana. Así que se conformaron con eso. «En otra ocasión, no te preocupes», añadió Sabas, más comprensivo, con respecto a la comida, que de costumbre. Con los efluvios del vino se fueron desinhibiendo según avanzaba la velada. Se echaron unas risas, más de las habituales, a pesar de que cuando alternabas con Sabas nunca faltaban y llegó un momento en que Montse les dijo que se subía a dormir a su casa y que los chicos querían recoger ya.

—Ya nos vamos señora, está todo tan bueno y ese vino entra solito, solito: «Dicen que del cielo vino,

 la semilla de la cepa,

siendo el vino dan divino,

¡bebamos cuanto nos quepa!».

 

Si tu madre no me quiere,

que se vaya a hacer puñetas,

que teniendo yo la flor,

¿ qué quiero la maceta?

—Sabas, si empiezas con los cantos regionales, malo.

—Tranquila, joven, que yo controlo. Cojo el coche y tiro para mi barrio. No está tan lejos.

—No estás para coches.

—No me conoces, lo difícil va a ser embocar la llave de contacto, pero una vez que arranca pongo el piloto automático y… ¡para el Valle del Kas!

—Quédate, anda. Yo duermo en el sofá.

—Y yo duermo encima. Perdona, no se lo que me digo, estoy peor de lo que pensaba. Quería decir que, encima de que me das cobijo, vas a tener que dormir en el sofá. En el sofá duerno yo —la lengua de Sabas engordaba por momentos y cada vez sus frases eran más ininteligibles.

—No te preocupes, es sofá cama.

Salieron del mesón. Renata a duras penas pudo llevarlo hasta su portal, eso que estaba a cien metros. Una vez en el piso lo echó encima de la cama, le ayudó a desvestirse y le puso una camiseta de Antonio que sacó de la cómoda. Cogió su pijama y salió al salón. Se cambió, dejó la ropa sobre una silla y sacó la cama nido de debajo. Ella también estaba achispada, pero a ver si podía dormir. Estaba preocupada con el inquilino. Abrió la puerta del dormitorio y oyó unos ronquidos que no eran de este mundo. Volvió a cerrar. Sonaban bastante amortiguados. Se lavó los dientes. El sueño, acelerado por los vapores del alcohol, la vencía. En cuanto cayó en el catre se quedó profundamente dormida.

Continuará…/…

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