—Y ahora la pelota está en mi tejado.
—Joder Renata, cuanto lo siento. Ha sido culpa mía
por malmeterte con lo de la infidelidad. No sé qué decir.
—No digas chorradas, Natalia. Eso le cabreó, pero yo
también estaba con la mosca detrás de la oreja. Necesitaba confirmar. La
película la tenía montada y a punto de estrenar y mi desconfianza le vino de
perlas para apretarme las clavijas.
—¿Y que vas a hacer? ¿Te seduce tanto la idea como
para dejar todo e irte a ese pueblo? —preguntó Paulina.
—Ni de coña. Nos hemos dado unos días. La semana que
viene lo llamaré y que tome la decisión definitiva.
—Lo tienes clarísimo.
—Sí, tan claro que soy consciente de que vienen
curvas pronunciadas.
Recuerda vagamente que llegó a casa. El viaje fue caótico.
Le parecía que iba conduciendo otra persona. Ella estaba en otro sitio. La
carretera era una línea difusa y la angustia le carcomía. ¿Paró siquiera a
echar gasolina? Seguramente, porque el depósito no da para tanto.
Sus suegros se sorprendieron de que no se quedase a
comer y Mariana le afeó su falta de palabra. «Te dije que la vela que va
delante es la que alumbra, pero tu prometiste que lo dejásemos para el día
siguiente y ahora has pensado otra cosa. Caprichosilla que me ha salido la
nuera». Tuvieron que mediar los hombres entre las mujeres porque Renata se puso
roja como la grana, se desafiaron con la mirada y el desahogo verbal tenía
pinta de llegar a mayores.
Otra noche en blanco, presa de tribulaciones, a pesar de que, en cuanto llegó, se enchufó un Tranquimazin de los que tomaba Antonio y se quedó en el cajón de las medicinas tras su huida precipitada. Su idea era que le hiciese efecto después de la cena y poder descansar. Pero no hubo cena ni descanso. Su cabeza no paró de dar vueltas durante la madrugada. Agradeció su horario de tarde. No tener que levantarse temprano le vino bien y, a eso de la diez de la mañana, cayó rendida un par de horas, aunque el descanso fue convulso, no reparador. Con ese escaso bagaje decidió ir al trabajo. No tenía ni pizca de ganas, podía haber llamado a Pablo, el supervisor, pero no lo hizo porque necesitaba fehacientemente hablar con alguien. Sus dos amigas más cercanas eran compañeras de trabajo. Por teléfono no era lo mismo. Además, estarían liadas con sus compras y tareas. Era así de mirada. Aunque, en verdad, lo hacía por ella misma. Tenía que salir y airearse porque si no se le iba a caer la casa encima.
Hubiese querido detener el tiempo, pero la semana
voló. Había quedado con Antonio en darse ese plazo y tomar la decisión final. Persuadirlo
parecía imposible. A pesar de que en los últimos meses la relación se había
resentido, principalmente por las fobias que le habían producido inseguridades
y ansiedad, lo seguía queriendo. Tenía mucho cuajo al pedirle que se encerrarse
entre montañas el resto de su vida. El Paradigma de la España vaciada, tan nombrada
en estos últimos tiempos. Un lugar Inhóspito, la mayor parte del año. Y dejando
todo el petate atrás: amistades, compañeros, familia…
Aparte, el futuro idílico que pintaba Antonio, a
ella se le antojaba incierto. Primero porque, aunque su padre era ganadero, él
quería avanzar varios peldaños de golpe en el oficio, modernizarlo, sí, pero
poniendo todos los huevos en la misma cesta. Los animales tienen enfermedades,
se mueren. Hay años secos, cada vez más frecuentes debido al cambio climático,
en los que el pasto y el forraje escasea y hay que hacer acopio de piensos y cereales,
que son muy caros. Sin hablar del ganado en sí, cuyo número quería quintuplicar
en poco tiempo. El vacuno certificado se mueve en unas cifras que asustan.
Llevaba una semana navegando por internet, metiéndose en páginas del ese sector
y no todo era de color de rosa. Sacaban a la luz la multitud de inconvenientes existentes
y quejas en los que se dedicaban a ese trabajo.
En cuanto la gestión administrativa, que Antonio le
tenía reservada, ella estaba muy oxidada. Hacía años que trabajó para una asesoría,
pero nunca le gustó esa ocupación. Si hubiese que ponerse las pilas se las
pondría, pero para eso tenía que haber pleno convencimiento. Cuando el negocio
es tuyo lo das todo, pero, aun así, muchas familias se habían arruinado. Los
casos más frecuentes eran los de los ganaderos neófitos que creen que el campo
y el monte son espacios bucólicos, pero los comerciales, los tratantes e intermediarios
no perdonan. Quieren cobrar sin demora, cosa natural y aumentar sus márgenes
continuamente, cosa menos lógica. Tienen fama de comisionistas insaciables. Había
hecho en pocas jornadas un máster del universo ganadero, carnicero y
distribuidor.
Intentaba convencerse de que no era para tanto, que
no debía verlo todo oscuro, pero estaba claro que no le apetecía nada y que si daba
el paso sería por estar al lado de Antonio. En sus largas noches de pesadillas
se veía abocada a perder marido, piso y plazas de garaje, todo de una tacada.
Aunque iba a explotar, adoptó la técnica de la dilatación, dejar correr el
tiempo para no decantarse, de momento, auto engañarse, pero fue Antonio el que
la llamó al día siguiente del vencimiento del plazo pseudo oficial.
—Buenos días, princesa, ¿Qué tal estás?
—Jodida, Antonio, muy jodida.
—¿En serio? ¿Y quién es el agraciado?
—No empieces con tus sornas que llevo días sin pegar
ojo.
—Estás dando vueltas a la pelota, ¿eh? Yo tardé en
verlo, pero tenía la solución delante de las narices y ahora te la pongo en
bandeja y no te cobro, por ser vos quien sois.
—Necesito más tiempo.
—No me fastidies Renata, esto tiene que ser ya. No se
llegará en un rato al ideal que te predije, pero hay que echar a andar cuanto
antes para alcanzarlo. No dispongo de tiempo. Acordamos un plazo y lo has sobrepasado.
—Qué estricto. Nadie dijo que fuera improrrogable.
—Mira cariño, si no lo tienes claro, da igual dejar
pasar una semana que un mes. Nos tendremos que divorciar.
—¿Y te quedas tan fresco? Lo sueltas sin preámbulos.
Lo despachas de un plumazo como si fuese uno de tus futuros tratos. El fin de
semana que estuve allí me dijiste que me seguías queriendo. Después de quince
años de vida en común, me decepcionas.
—Añadí muchas más cosas después de esa afirmación
que sigo sosteniendo. Si lo miras bien, ya estamos separados. Cada uno en un
sitio. Va a ser lo mejor y no me taches de insensible. Esto me cuesta muchísimo,
pero hay prioridades y necesito dinero. Si no quieres participar de la aventura
al cien por cien, no puedo arrastrarte a cambiar tu vida, vender todas tus pertenencias,
sacar todo el dinero del banco y que me lo entregues. Tendremos que hacer dos
partes y cada uno correr la suerte que le corresponda, vivir en el sitio que ha
decidido y con los medios que la vida le depare.
—Me dejas como sin sangre. Creía que era algo más
que una entidad financiera para ti.
—No digas chorradas. Te amo Renata, eres mi mujer…todavía.
Hemos vivido muchas batallas juntos. Alegrías, angustias, incertidumbres. De todo
ha habido. Mi garganta se anuda por la congoja cuando te estoy diciendo esto. Me
cuesta hablar. Estoy nervioso. No soy un iceberg. O lo hago como un autómata o
no me atrevería. Mi semana también ha sido dura, pero he tomado la decisión de
dejar a un lado el corazón y que hable la razón. Lo siento, pero tendremos que
empezar a liquidar la sociedad de gananciales.
—Qué vértigo me da y que aprensión me producen tus
términos, tan técnicos, de repente. ¿Ni rescoldo te queda?
—¿Otra vez preguntas lo mismo? Tengo que mostrarme
firme y no ablandarme. A esa conclusión he llegado, lo siento.
—Soy como una de tus futuras cabezas de ganado, si
no dan rendimiento se sacrifican y a otra cosa, mariposa.
—¿Tan burdo te parezco? Los dos somos mayores de
edad y hemos tomado una decisión. La de uno es incompatible con la del otro y
nuestros caminos se tienen que dividir. Si te parece nos damos otra semana para
localizar papeles y comenzar los trámites.
No haber tenido hijos facilitaría las gestiones, no
sólo en la documentación, que el papel todo lo soporta, más bien en los asuntos
de custodia y régimen de visitas. De común acuerdo decidieron que se encargase
de todo Julián, un amigo de ambos, compañero de facultad de Antonio, que era noviete
por entonces de Renata y que los presentó. Luego dejaron la relación, que no la
amistad y, poco tiempo después, Renata, que sentía algo especial por Antonio y
no se atrevía a entrarle, le pidió encarecidamente a Julián que le hiciese de
intermediario. Una tarde lluviosa, en la que las gotas de agua resbalaban por
los cristales de la cafetería La Mucama, céntrica, aunque discreta, sellaron
el inicio de su aventura cogiéndose de las manos y juntando los labios
tímidamente. Ese local se convirtió en emblemático para ambos.
Julián estaba especializado en casos de separación y era de la absoluta confianza de ambos. Se quedó sorprendido cuando recibió la llamada de Antonio. Hacía una larga temporada que no se veían y desconocía por completo que su relación estaba pasando tiempos convulsos. Antonio le explicó sucintamente que en su caso no se había gastado el amor de tanto usarlo, como dice la canción. Se echó todas las culpas por haber tomado una decisión sin haberla compartido con Renata hasta que no le cupo más remedio. Pero el mal ya estaba hecho y no pensaba pasar el resto de su vida fustigándose. Ahora quería que el horizonte quedase despejado para comenzar una nueva vida. Necesitaba dinero para invertir. Le puso al día, le dijo que empezase a mover papeles y que llamase tanto a Renata como a él para pedirles lo necesario e ir informándoles de cómo iban las gestiones.
Renata no quería abandonar el que había sido su
hogar durante diez años. Medio año antes habían cancelado la hipoteca. Decidieron
pagar el resto que les faltaba hasta los quince años en que habían fijado el vencimiento
de golpe porque tenían dinero suficiente y así no necesitarían seguir ingresando
todos los meses. «Al final no te creas que te desgravas tanto en los últimos
años», le había comentado Antonio. Y ahora, tenían que malvender, deprisa y
corriendo, porque él la apremiaba. Y buscarse cualquier cochiquera de alquiler
hasta que se hiciese con algo decente y presentable para vivir. Por ahí no iba
a pasar. Le propuso a su todavía marido, a través de Julián, que estaba
dispuesta a hipotecar su parte de nuevo y pagarle su mitad, aunque tardase en
conseguir que le aceptasen el préstamo, porque tendría que negociar con el banco
unas condiciones asequibles. En cuanto a las plazas de garaje la cosa era menos
complicada. Cada uno se quedaría con una y que Antonio la hiciese calderilla de
inmediato si ese era su deseo.
Cuatro meses después, cuando todo estuvo dispuesto y
los papeles preparados, sólo a falta de la firma, Julián les citó en la
cafetería La Mucama y ellos, tras la sorpresa inicial accedieron a liquidar
su matrimonio en el lugar en que todo comenzó. Literalmente no se iban a rubricar
allí todos los papeles, pero sí algunos y esta reunión previa era imprescindible,
para que después, con todo aclarado y acordado se encaminasen a la notaría para
certificarlo. Antonio no quería ver Madrid ni en pintura, parecía que le
hubiesen marcado a fuego como a uno de los terneros que ansiaba en adquirir,
pero al final consintió. Aprovecharía y mataría dos pájaros de un tiro porque
su jefe se había mostrado inflexible y le dijo que no le aceptaba firmar el finiquito
telemáticamente. Por otro lado, quería despedirse de Vanesa, su compañera de trabajo
y de confidencias, de desayunos y comidas. Le apetecía mucho. Tendría que
explicar la película una vez más, aunque a ella era a la única persona que le había
deslizado algo y con su don intuitivo no se quedó tan pillada cuando la
comunicó que no pensaba volver por la oficina.
Fueron al Bar baridad de Sigfrido, como
cualquier otra jornada laboral. Este le recordó a Antonio que la última vez que
estuvo por allí le montó un pollo por el ruido que hacía el calentador de
líquidos de la cafetera. Y ahora se iba para no volver. A criar vacas. Le dijo
que era una caja de sorpresas y que era lo último que se esperaba de él. Estaba
claro que no le conocía como había creído. Vanesa se puso a llorar en cuanto se
sentaron en la mesa con el café y las tostadas delante y eso le descuadró. Le
tensaba mucho que se pusiese a llorar nadie delante de él. Si era una mujer,
que casi siempre lo era, no sabía dónde meterse. Intentó calmarla hablándole en
susurros y secándole las lágrimas con un kleenex que sacó del bolsillo.
—Prométeme que conservaremos la amistad y que hablaremos de vez en cuando. Desde que te fuiste al pueblo ni un mísero wasap me has mandado. Menos mal que has contestado algunos de los míos, pero con una parquedad desesperante.
—Prometido, pero no llores Vane, que no merece la
pena. Un pazguato se va, otro vendrá.
—No, Antonio. Sabes que cuesta mucho congeniar con
alguien. El trabajo es un nido de arpías que te están mirando siempre de
soslayo. Hay gente maja, aunque es escasa. Intentaré arrimarme a ella. Te voy a
echar muchísimo de menos, así que menos paños calientes. Te ha dado fuerte,
aquí tenías contrato indefinido y una vida hecha.
—Llámame loco si quieres. La verdad es que estaba
harto de ser una persona gris y previsible. Le he dado vueltas y he pensado que
lo mejor era esto, un giro radical. Sobre todo, tener ilusión en algo y te
aseguro que en eso voy a tope.
—Eso me queda claro si has cortado de raíz con todo,
hasta con Renata. Está visto que tendré que resignarme y acostumbrarme a no
verte más. Vamos al hotel.
—¿A qué hotel?
—Al NH de enfrente.
—No te entiendo, Vanesa.
—Me han dicho que alquilan habitaciones por horas.
Quiero despedirte como Dios manda.
—¡No jodas! Me dejas loco. Abrumado, porque una tía
como tú se interese por mis huesos, por darme placer, pero no quiero líos ni
enredos de última hora. He venido a Madrid a lo que he venido.
—Lo siento. Han sido muchos días añorándote y ahora
te vas para no volver y me ha dado un calentón.
—¿No van bien las cosas en casa? ¿Crisis con Luis?
—Ni bien ni mal, van. Gracias a que los niños están
en una edad estupenda y todo lo compensan. No nos da tiempo de pensar mucho en
nosotros.
—Lo siento, Vanesa. Hablaremos de vez en cuando, te
lo prometo, pero ahora tengo que irme. He quedado con Renata para ventilar
flecos y esta tarde, sino surge nada raro, me vuelvo al norte. Por cierto,
veniros algún fin de semana a Silván, ya verás que comarca más bella. En casa de
mis padres no cabéis todos, aunque tengo un amigo que alquila una casa rural
arreglada de precio.
—¿Por qué no? No sé qué opinará el resto de la
familia. Adiós, Antonio.
—Adiós, Vanesa.
Cuando entró en La Mucama, ya estaban sentados en su mesa favorita Julián y Renata. Saludó con comedimiento y se puso en la silla que habían dejado vacante. Todo estaba hablado previamente y Julián les fue enseñando los papeles y explicando como resultaba todo y lo que tenían que firmar. Después irían al notario y quedaría zanjado. A Antonio le mandaría los papeles definitivos, pasados por el registro de la propiedad, por correo postal y el dinero se lo ingresaría en cuanto el banco se lo proporcionase a Renata. La hipoteca estaba concedida con todos los parabienes y era cuestión de días.
—¿Quieres tomar algo?, preguntó Renata.
—No, gracias. La cosa está clara y si los dos
estamos de acuerdo quiero ventilar el asunto cuanto antes. Y largarme sin
demora.
—De todas formas —intervino Julián—, hasta dentro de
una hora no tenemos la cita con el notario y tardamos poco más de media en
llegar. Podemos hacer tiempo aquí tranquilamente.
—Bueno, si es así, pídeme una Coca cola.
Renata se
levantó y se dirigió a la barra. Julián aprovechó para hablar con Antonio y
decirle que se mostrase un poco más condescendiente con ella. Lo estaba pasando
realmente mal.
—Para mí tampoco es plato de gusto haber terminado
así. Todavía la quiero, pero tengo que mostrarme frío y distante porque no
quiero flaquear ahora que ya he dado el paso y estamos llegando al final.
—Intenta mostrarte tibio, al menos. Tú tienes un
aliciente, una vela encendida que alumbra tu camino, pero ella ahora mismo está
bastante tocada.
—Que poético te has puesto, abogado. Lo intentaré. Renata lo merece.
Charlaron un rato en la cafetería. A ella se le notaba violenta con la situación. Le costaba cruzar la mirada con Antonio. Este le dedicó alguna carantoña y le dijo que fuese a Silván cuando quisiese, que allí sería siempre bien recibida. Después fueron hasta la oficina, donde no les hicieron esperar mucho tiempo. Entraron en el despacho del notario, que tenía una mesa enorme y alargada, en uno de sus extremos estaba sentado el susodicho con una pluma en la mano. Cuando se sentaron a ambos lados de su persona, les fue leyendo todos los documentos y prestándose a aclararles cualquier duda que les pudiese surgir. Firmaron al final, donde se les dijo y se despidieron en la puerta de la calle.
—Bueno, pues que te vaya bien Renata. Te deseo lo
mejor, de verdad. Julián cuídamela, estate atento y espero que a ti también te
vaya estupendamente. Me voy. En cuanto llegue el dinero compraré el semental
que ya tengo apalabrado y a partir de ahí, espero lograr mi sueño.
—Adiós Antonio, me parece mentira. Dame un beso, al
menos.
Continuará…/…
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