jueves, 22 de febrero de 2024

CAPÍTULO 4 - SÁBADO DE GLORIA

 

Apareció bajo el quicio de la puerta Mariana y se acercó a Renata a paso vivo. Ella estaba saliendo del coche, cogió el plumas del asiento del copiloto y se disponía a abrir el maletero para sacar maleta de mano en la que había metido su escueto equipaje para el fin de semana. Pero antes se dirigió efusivamente a su suegra sin darse cuenta de un pequeño detalle. Se había plantado delante de ella llevándose el dedo índice a los labios pidiéndole silencio.

            —Buenos días, Mariana, qué bien te veo.

            —¡Chist! No vocees guapa, te lo estoy advirtiendo —dijo en tono quedo.

            —Perdona, no te había comprendido. ¿Cuál es el problema?

            —Antonio ha pasado mala noche y se ha quedado dormido hace un rato.

            —¿Y yo? ¿Qué noche he pasado yo? Conduciendo sin descanso por carreteras de todo tipo.

            —Ese es tu problema, que te crees el ombligo del mundo, «yo siempre más», deja que duerma a la criatura que él no tiene la culpa.

            —¿Qué no tiene la culpa? Mariana, tengamos la fiesta en paz. No quiero empezar con mal pie, pero por favor, un poco de respeto.

Mariana le hizo una seña, levantando el brazo y abriendo la palma de la mano, para que se apaciguase y volvió a hablar entre susurros.

            —Bueno hija, perdona. Tampoco hay que ponerse así. Dame tus pertenencias que te las meto dentro con cautela, no se vaya a despertar.

            —Pero ¿es que no voy a poder entrar a la casa? Por lo menos para poder echarme agua a la cara y adecentarme un poco.

            —Eso más tarde. No seas tan coqueta. Aquí agua es lo que sobra, te la echarás en la fuente que hay en el recodo, la que llaman de Matazorras.

            —¿Me lo estás diciendo en serio? —Preguntó, con sorpresa y desesperación.

            —Escucha. Todavía es temprano. Vámonos, tú y yo, dando un paseo a saludar a Pancracio. Sabes que te aprecia y estará deseando verte. Está en el aprisco atendiendo al ganado. En diez minutos estamos allí y dentro de un rato nos volvemos los tres, despertamos a Antonio y desayunamos.

            Enfilaron la cuesta abajo siguiendo la carretera. Renata bastante mosqueada y sin querer disimularlo. No esperaba este recibimiento y, encima, estaba abotargada del viaje. Al llegar a la primera curva, que giraba hacia la derecha, salía un camino, justo a la izquierda, y en el arranque de este había una fuente de un caño, cuyo chorro caía con fuerza sobre una pileta y la rebosaba, perdiéndose el agua por debajo del camino y siguiendo su curso, ladera abajo. Era un arroyo que bajaba de la montaña y con el deshielo estaba bravo.

            Se refrescó con el agua helada y eso le vino de maravilla. Sus ojos se despidieron de las legañas de golpe y su cuerpo se activó. Mariana le advirtió que no se mojase mucho el pelo porque, aunque el día iba a ser espléndido, todavía hacía fresco, tardaría en secarse y se podía constipar.

Robles, hayas y castaños son los árboles que más se dan en la montaña occidental leonesa. Este camino, concretamente, estaba flanqueado por robles no muy gruesos, pero de gran envergadura. Sus hojas, mecidas por el viento, rompían el silencio en que caminaban las dos mujeres.  Se cruzaron con un paisano que traía un cayado para ayudarse a andar, un gorro de lana en la cabeza y un zurrón a la espalda. Lo acompañaba un mastín barcino que tenía puesto un collar grande con púas. Esta era zona de lobos y a los perros que cuidaban del ganado se lo solían colocar para que tuviesen más defensa ante sus eventuales encuentros con las manadas. Se dieron los buenos días y continuaron andando un trecho hasta que divisaron unas porteras de hierro, un poco oxidadas, cerradas por un cerrojo interior. Lo descorrieron y avanzaron por una senda, en la que sólo se distinguían dos rodales entre la hierba.

Llegaron a un claro en cuyo fondo había una pequeña edificación de piedra, con tejado de pizarra. Era el establo donde Pancracio guardaba al ganado. Tenía un portalón de madera y cuatro ventanucos corridos y equidistantes en la fachada. No se veía a nadie en los alrededores. Renata señalo hacia la cuadra e interrogó con la mirada a Mariana. Esta asintió y allí se dirigieron. Dentro estaba el suegro ocupándose de las vacas y los terneros. Había un bloque de sal en cada pesebre y estaba esparciendo unas alpacas de alfalfa por encima de ellos. Las cortaba las cuerdas, las desmoronaba en el suelo con un bieldo y después con este mismo instrumento echaba porciones en los cubiles, poco a poco. La sal era necesaria para mantener una buena nutrición en los animales. Ayuda a que los nutrientes penetren en su organismo. Se lo había explicado su suegro a Renata en otra ocasión. Pancracio levantó la vista, un poco sorprendido, ante la claridad que había invadido, de repente, el espacio.

—Renata, cariño, qué alegría verte por aquí. ¿Cuánto hace que no nos regalabas tu presencia? He perdido la cuenta —La abrazó y le plantó dos besos hermosos.

—Cuatro meses. Desde navidades. No me creo que no te acuerdes.

—Eso es mucho, pero estamos acostumbrados. De ahí mi sorpresa cuando vi aparecer a mi hijo el otro día. ¿Qué ha pasado nuera? No me creo que no sepas nada.

—Coño, tenéis aquí a Antonio cuatro días y ¿todavía no le habéis preguntado? No os entiendo.

—Ya sabes que este muchacho es un cerrojo. No hay quien le sonsaque nada. Ha dicho algo de que Madrid le mata, pero tiene que haber algo más.

—¿No hay crisis de pareja? Yo no he nacido ayer y eso de venir cada uno por su lado…choca —opinó Mariana, metiéndose en la conversación.

—Bueno, mujer, todos hemos pasado crisis —dijo Pancracio.

—Pero que no se haga de nuevas.

—Ni de nuevas ni de viejas. Me estoy hartando ya de estas desconfianzas y de acusaciones gratuitas. He venido aquí para ver a Antonio y hablar con él. Así que vamos para casa cuanto antes mejor.

—Dadme diez minutos, que estoy acabando. Suelto al ganado y me subo con vosotras a echar un remiendo que ya empiezo a tener gazuza.

—¿Pueden las reses quedarse solas?

—Hombre, aquí todas las fincas están cercadas con muros de piedra y las que no, tienen pastor eléctrico. Aunque podemos tener visitas inesperadas, así que las dejaré al cuidado de Zipi y Zape, estos dos canes tan hermosos.

—Son enormes. ¿De qué raza son?

—El rubio, boyero de Berna y el moreno, mastín.

Veinte minutos más tarde llegaron a la casa. Renata dijo que iba a despertar a Antonio, que había venido para verlo. Dejó la cazadora en el perchero. Subió las escaleras, estrechas, con peldaños de madera y pasamanos rústico. Conocía bien la habitación. Allí había dormido unas cuantas veces. Abrió la puerta y penetró en el interior. Estaba en semi penumbra. Por los agujeritos de la persiana se filtraba el sol en porciones y se reflejaba por la pared en forma de pequeñas manchas luminosas.  Cerró la puerta a su espalda. Antonio estaba acostado de lado, girado hacia la pared de enfrente. A pesar de que en esta época del año las casas todavía estaban frías, la alcoba estaba caldeada, pues el tiro de la chimenea pasaba, adosado a la pared, en su camino hacia el exterior.

            Verle allí encamado, después de varios días, despertó en ella la ternura y se le ocurrió la idea de despertarle con unos arrumacos. Se sentó en la silla para quitarse las botas, a continuación, se despojó también de los pantalones y la sudadera. Se metió en la cama procurando no hacer mucho ruido y se pegó a la espalda de Antonio haciendo la cucharita. Él no movió ni pie ni pata. Al contacto, Renata notó piel con piel. Tampoco tenía puestos pantalones. Comenzó a acariciarle, por encima de la nuca, el cuero cabelludo con suavidad, haciendo círculos concéntricos. Eso le gustaba. Seguía sin reaccionar y empezó a preocuparse un poco. Su sueño era demasiado profundo.

 Tendría que actuar con más determinación. Metió el brazo entre sus piernas y palpó por encima del calzoncillo, en busca del juguete. En esa posición no resultaba fácil y comenzó a hurgar a bulto. Al poco lo notó en toda su dimensión. Había crecido en segundos. Lo apretó con fuerza. Sintió que, por fin, Antonio se rebullía y con tono, casi imperceptible, masculló: «Renata, no me busques que me encuentras». Ella removió aquello con más brío. Entonces Antonio se dio la vuelta en un plis plas, se puso frente a ella y, mirándole a los ojos, metió los brazos bajo su camiseta, liberó los senos del sujetador y comenzó a pellizcarle los pezones. Las niñas de sus ojos echaban chispas y la punta de la lengua le asomó entre los labios.

—Ay, ay, ay, ay…

—Canta y no llores —entonó Antonio.

—No empieces con tus gansadas —dijo Renata, entre suspiros y escapándosele una risa nerviosa.

—Me has engolosinado y ahora tengo que probar estas gominolas, ricas, ricas.

—Antonio, como te pasas. No seas zafio —añadió con travesura.

—Me paso y me propaso. Has empezado la guerra, has despertado a la bicha y ya no hay regresión posible.

Lo que siguió después fue una lucha encarnizada. Chillidos atenuados, suspiros, forcejeos, giros, fricciones y, por fin, el clímax.  Quedaron ambos exhaustos y jadeantes, boca arriba. Apartaron la sábana y el edredón y estuvieron un rato en esa posición, mirando los pies derechos que sustentaban a las vigas de madera que recorrían el techo. Cuando sus cuerpos volvieron a la temperatura y al ritmo respiratorio habituales, Renata rompió el silencio:

—Me sigue gustando hacer el amor contigo más, si cabe, cada día. No sé si a ti te pasa lo mismo.

—¿Por qué dices eso? Creo que ha quedado claro. Bajemos a desayunar con mis padres. Se está haciendo tarde.

—No empieces, Antonio. He venido a hablar. Llevas toda semana con evasivas y tu despedida fue rocambolesca. No me la esperaba para nada y me dejaste patidifusa. No sigas dando largas y dime lo que me tengas que decir.

—Lo que te tengo que decir te lo he adelantado, más o menos. Vamos a desayunar que se va a juntar con la comida. Después te prometo que nos iremos a dar un paseo y hablaremos largo y tendido, sin cortapisas.

—Respóndeme a una pregunta antes. Si no lo haces no pienso bajar. Una duda que me tiene trastornada. Pero, por favor, sé sincero. ¿Hay otra mujer?

—Ni mujer ni hombre.

—¡Antonio, joder! ¿Es que todo te lo tienes que tomar a chufla? Contesta a la pregunta, sin sandeces de las tuyas.

—Podía haberme convertido en bisexual —afirmó, girando la mano y meneando la muñeca con amaneramiento, pero viendo la congestión que experimentaba el rostro de Renata cambio el tercio—. Hablando en serio. No, cariño. No hay otra mujer. Tú eres la única. Y me sigues gustando. Lo acabas de sentir. Reconozco que me he excedí al marcharme sin una explicación, pero ya he contestado a la pregunta y quiero bajar. Tengo un hambre atroz.

Pancracio y Mariana habían acabado de desayunar hacía rato, pero estaban todavía sentados a la mesa esperando su llegada. Les dedicaron miradas suspicaces mientras se sentaban. Renata estaba hecha unos zorros. Llevaba muchas horas sin dormir. Tendría que echarse un poco después de comer, porque si no, no iba a ser persona, aunque quería aprovechar los dos días al máximo. Quiso ayudar a su suegra con el desayuno, pero le dijo que ya estaba todo preparado, que se sentase y que ella les serviría a los dos. Mientras, conversaron los cuatro. Renata le preguntó a Antonio por lo que había comentado su padre, que qué era eso de que Madrid le mataba.

—Tu no lo entiendes, pero cada vez me cuesta más vivir en la jungla de asfalto. No quiero acabar como Remigio.

—¿Qué Remigio?

Mariana le explicó que era un chico del pueblo, un poco más mayor que Antonio y que se fue a la capital hacía más de veinte años, como muchos otros. Era hijo del señor que se encontraron de camino al establo de Pancracio. Se había suicidado y la noticia en el pueblo había caído como un mazazo. Hacía dos meses de esto y todavía estaban todos los vecinos conmocionados. No era difícil imaginar como se sentían los padres.

            —Pero Antonio, es normal que te impacte la noticia al ser una persona conocida, pero no te pongas en lo peor. No todos los que se han ido a Madrid se van a suicidar. ¿No sabes los motivos que le han llevado a ello?

            —Se comenta que algún problema con la custodia de los hijos. Tenía niño y niña, la parejita, y se había separado hace un año. Pero debía haber algo más. Todo son especulaciones —dijo Pancracio.

            —Pues Antonio es el rey de las especulaciones y la persona más aprensiva que conozco. Esa mezcla te ha afectado mucho, pero lo tuyo no tiene nada que ver, cari, te lo digo yo. No lo metas en el mismo saco. A no ser que se me esté escapando algo que no me hayas contado.

            —Efectivamente, no es posible la comparanza de un caso con otro porque vosotros no tenéis niños. A ver si nos hacéis abuelos de una vez, que al final se os va a ir el vino en catas. ¿No queréis o es que no valéis? —soltó, sin anestesia, Mariana.

Renata abrió los ojos y la boca a la vez, de par en par. Conocía a Mariana y sus maneras burdas, pero esa señora no dejaba de abochornarla.

—Mamá, parece que lo gozas poniendo a la gente en tensión, pero esto pasa de castaño oscuro. Por ahí no sigas. En cuanto a ti, Renata, ya te he dicho que hablaríamos largo y tendido, pero no ahora.

—¿Qué pasa hijo? ¿Qué no quieres que los padres nos enteremos de vuestras intimidades? Creo que somos los más indicados y los que más os podemos comprender y aconsejar.

—No lo dudo, mamá. Vamos a dejarlo aquí. Renata y yo vamos a dar un paseo a las eras de Robrellano. Volveremos para comer. A eso de las dos y media.

—¿Y por qué no vamos todos y pasamos el día en el campo? Podemos comer allí —preguntó Mariana.

—Por mí no hay problema —comentó Pancracio—. Lo único que me volveré antes porque después la noche cae sin avisar y tengo que dar otra vuelta a los animales y dejarles aviados.

—Pues mira tú. Para mí si hay problema. ¿Es que no puedo estar un rato a solas con mi marido? He venido con esa intención. He quedado con él en eso. Pero, casualmente, no paran de surgir eventualidades.

—Para una vez que venís. Lleváis diez años casados. Ya estáis bastante tiempo juntos.

—Que no, Mariana, que este viaje no ha sido por gusto. Lo del día de campo en otra ocasión. Mañana quizá.

—«Ayer me decías que hoy, hoy me dices que mañana y mañana me dirás que de lo hablado no hay nada». Seguro que mañana después de comer quieres salir corriendo.

—No es que quiera es que tengo seis horas largas hasta Madrid si todo se da bien, pero vale, puedo quedarme. No entro hasta el lunes por la tarde. Tendría que pegarme un madrugón porque, si no, me va a tocar conducir otra vez toda la noche. De momento ahora nos vamos los dos y no se hable más.

—Esperad, entonces, a que os haga algo de merienda. Lo preparo en un periquete. Se ha hecho tarde y no creo que os de tiempo volver a la hora de comer. Te digo yo, que por hache o por be, no vamos a poder disfrutar de la visita.

—Mamá, no te pongas pesada.

«Menudo disfrute me estás apretando, cabrona» dijo, entre dientes, Renata, mientas esbozaba una sonrisa hipócrita dirigida a su suegra.

Salieron por la puerta y enfilaron una senda empinada que salía a pocos metros. Esa zona a Antonio le gustaba mucho, en las faldas de la montaña, aunque no pudieron hablar hasta que llegaron a un llano, veinte minutos después, y recuperaron el resuello. Se sentaron en unas piedras que había en un extremo, junto a una oquedad. Un peñasco gigante les protegía del viento.

—No me digas que no es un entorno privilegiado.

—Antonio, no es la primera vez que venimos, pero parece que has redescubierto la frondosidad, el verdor y la naturaleza que rodea a tu pueblo. Esta zona es muy bonita. Recuerda que yo te lo decía, a mí no me tienes que convencer. Eras tú el que lo mantenías en el olvido y sólo venías cuando no quedaba otra.

Estuvieron un rato en silencio observando el paisaje en la lejanía. Se distinguían las cumbres, todavía con nieve, de Cabeza de Manzaneda. Luego bajaron la vista hacia el suelo herboso. Evitaban cruzar las miradas. Renata se estaba impacientando e iba a dirigirse a Antonio cuando este se le adelantó.

—Pues, si no te tengo que convencer, eso que llevo ganado.

—¿A qué te refieres?

—Renata, ¿tú te vendrías a vivir a Silván conmigo? —balbuceó nervioso.

Continuará…/…

No hay comentarios:

Publicar un comentario