Renata sale de casa sobre la una. Tarda media hora en llegar al hospital, tres cuartos si se le da mal. Tiene el tiempo suficiente para comer, pues su jornada va de las dos y media a las nueve y media. Hay una cafetería auto servicio que no está mal de precio. Sobre todo, influye la comodidad de no tener que cocinar. Come un plato principal, con eso le vale. A veces pide postre si se queda con hambre. Queda con Sabas, un compañero con el que lleva trabajando desde que entró, hace seis años y con el que ha hecho muy buenas migas. Es un poco simplón y ordinario, pero bastante sanote y gracioso. No tiene maldad, aunque le guste mucho pinchar y se cubren mutuamente cuando tienen que ausentarse por cualquier circunstancia.
La
lavandería está en el segundo sótano. Hay tres lavadoras, tres secadoras y
cinco equipos de planchado. Todo en plan industrial, bastante grande. Ella no
pensaba que existiesen aparatos tan enormes antes de entrar a trabajar aquí. Solo
conocía los domésticos. Su cometido estriba en que esté todo limpio, lavado y
planchado, que no falte ropa en ningún momento. Se encargan de la ropa de cama
(sábanas, colchas y fundas de almohada), así como la vestimenta del personal
sanitario (batas, pantalones, chaquetas y blusas) y la de los enfermos (pijamas
y camisones). El trabajo se organiza por parejas y va rotando por días. Las tareas
consisten en poner lavadoras y secadoras; planchado, servicio de ventanilla
para entregar la ropa al personal y recogida de ropa sucia. Sabas y Renata van
siempre juntos, salvo los días en que alguno de los dos libre. Hoy les ha
tocado, en el cuadrante, acudir por las plantas a recoger la ropa sucia para
lavar. En cada piso hay un cuarto donde se van echando las prendas en una
especie de contenedor con ruedas. Ellos lo recogen y lo bajan en el montacargas
hasta la lavandería.
Después
de tantos años, conocen a casi toda la plantilla. Cuando se cruzan con alguno
nuevo lo comentan. También, como en todos los ambientes cerrados, los cotilleos
vuelan. Ligues, separaciones, enfermedades graves, fallecimiento de seres
queridos…
—Oye,
Renata, esa doctora que nos hemos encontrado a la salida del ascensor es nueva,
¿no?
—No,
yo la he visto más veces, pero debe llevar poco tiempo.
—Pues
yo es la primera vez que me topo con ella, te lo aseguro. Menudas hechuras
tiene la moza, como para olvidarme. Mejorando lo presente.
—Cómo
te pasas Sabitas. A los hombres siempre os sale esa vena machista.
—Si
llamar al pan pan y al vino vino es ser machista, que me detengan.
—¿A que si es un chico no te fijas en eso?
—No
le hubiese dedicado ni uno solo de mis pensamientos, tienes razón. Pero quizá tú
sí. Pues menudas miradas echas a veces, los desnudas, jodía.
—Mentiroso,
a mi me importa que sean buenos o malos profesionales.
—Sí,
sí
—¿Qué?
—Ya,
ya
—No
empieces con tus gansadas, Sabas.
—Ay,
Renata, no me des tanto la lata. Vamos a ver, si son buenos profesionales nos
enteramos también porque esas noticias se propagan por el hospital, pero déjame
que si me cruzo conuna moza fermosa disfrute la vista de este mortal. Tú
también eres mona, pero cualquiera te lo dice, porque empezarías con tus micromachismos
que para mí son macro tonterías.
—No
seas faltón. Eres buen compañero, me gusta trabajar codo con codo contigo, lo
sabes, a pesar de que te pierdan estas vulgaridades y tengas pensamientos
retrógrados.
—Entonces
lo de darte un azote con todas mis ganas ni te lo comento. Es que tu culito
respingón me trae por la calle de la amargura.
—Por
ahí no sigas, Sabas. Si quieres que sigamos llevándonos bien.
—Vaaale,
Renata, he captado el mensaje. Cambio el tercio.
—¿Qué
es lo que cambias? No te sigo.
—Argot
taurino. Quiero decir que acepto tus protestas. Hablemos de cualquier otra cosa.
—De
toros no. Otra afición primaria y salvaje. No se cómo te aguanto, Sabas. Y no
solo eso, te echo de menos cuando no vienes. Soy masoquista.
—Debe
ser por lo que has dicho antes. Soy buen compañero, una persona ejemplar,
simpática, dicharachera, única…
—Para,
para. Eres divertido, ocurrente y eso hace que se hagan más llevaderas estas horas,
pero no te vengas tan arriba, que la alabanza en uno mismo es una estupidez.
—¿Y
yo soy el faltón? ¿No pillas la ironía? Venga, será mejor que bajemos la ropa,
que ya están todos los carros de esta planta preparados en la puerta del
montacargas.
La merienda la hacen en un cuarto que tienen habilitado en la misma planta, que tiene fregadero, frigorífico y microondas, entre otras cosas. También una mesa grande con bancos corridos. Durante este receso no suelen subir a la cafetería. Aprovechan para sociabilizar con los compañeros. Charlan de todo. Un poco de su vida personal y un mucho de la laboral, las condiciones de trabajo, pero también de los dramas que se viven en el hospital, que les siguen afectando a veces, a pesar de que después de tanto tiempo deberían estar inmunizados. Y eso que no los viven en primera persona, pero, quieras que no, les llegan a través de los diversos compañeros sanitarios.
Casi
siempre coinciden los mismos en este sitio y en este descanso de la jornada: Natalia,
su pareja que se llama Benigno y Paulina. No es que se lleven mal con el resto,
pero algunos prefieren subir a la cafetería con otros compañeros y conocidos en
vez de quedarse en la sala aneja a la lavandería. También los hay que
aprovechan para dar un paseo y estirar las piernas.
Natalia
es regordeta, no obesa. De carácter apacible. Lleva el pelo corto, no usa
pendientes y tiene un tatuaje pequeño y discreto de una rosa en el esternón,
encima del pecho, que sólo se le ve en la estación veraniega porque trae
camisetas con algo de escote o se desabrocha los dos botones de la blusa. Está
separada desde hace dos años y desde hace diez meses vive con Benigno, que es
más bien bajo, tiene perilla en la que se distingue alguna cana y es calvo en
la parte de la coronilla. Más bien delgado, aunque últimamente se está dejando
y tiene unos kilos de más. Dice que tiene que retomar el gimnasio, que lleva
meses sin aparecer por allí y lo está empezando a pagar. Se fatiga con
cualquier esfuerzo.
En
cuanto a Paulina, es rubia, con media melena, de complexión delgada, pero con
caderas y senos generosos, de estatura media. Actualmente vive sola. Ha tenido
varias parejas, pero con ninguna ha cuajado más de un año. Ese es su récord.
Está obsesionada con ese asunto. Quiere conocer el secreto para mantener una
relación estable, dar con la tecla. Se sincera a veces con Renata y le pide
consejo, pero esta le contesta que ella también desconoce la receta. Supone que
es dar con la persona adecuada y mantener un ten con ten, ceder en unos casos,
pero no siempre. Aún así todo se va desgastando por lo que hay que currárselo
continuamente.
—Hoy,
cuando hemos ido a recoger la ropa nos han contado un caso bastante truculento
—dice Sabas—. Un padre, que había ido a recoger a su hijo con el coche a la
salida de la discoteca, de regreso a casa han tenido un accidente y ha
fallecido. El hijo se debate entre la vida y la muerte. Dicen que es complicado
que salga del trance sin secuelas. Por lo visto un Kamikaze se había metido en
la autovía de Toledo en sentido contrario y se han encontrado, de manos a boca,
con él.
—Sabas,
que estamos de lunes, ya de por sí bastante decaídos, con toda la semana por
delante y, parece que lo gozas, siempre tienes que sacar algún tema luctuoso.
—Siempre
no, Renata, simplemente me ha impresionado la historia y la quería compartir
con vosotras.
—Pues
si te parece cambiamos de tema, no estoy hoy para más tristezas.
—¿Qué
pasa Paulina, que el tarzán ese del Tinder con el que habías quedado el fin de semana
te ha salido rana?
—¿y
tú como sabes que había quedado con un chico, Sabas? —Replicó Paulina
poniéndose más colorada que un pavo—. Desde luego, Renata, qué decepción, creía
que eras buena amiga, pero ya veo que la discreción no es lo tuyo.
—Eres
un cabrón, compañero, te digo un secreto y a las primeras de cambio me dejas
con el culo al aire.
—Que
no lo vean mis ojos que no me sujeto. Ese culito respingón que me tiene loco.
—Imbécil,
no estoy para choteos, está claro que no se puede confiar en ti.
—Perdona
Renata, de verdad, me tenía que haber mordido la lengua, pero cuando ha dicho
Paulina que no estaba para bailes, he atado cabos y se me ha escapado, me ha
entrado el interés repentino.
—¡¿Cómo
puedes ser tan cotillo y tan miserable?! —remachó Natalia.
—Vamos
a ver —terció Benigno— lo que ha hecho Sabas está fatal, quebrantando el
secreto prometido, pero una vez que ha salido a la luz quizá Paulina se sienta
mejor desahogándose, sacándolo fuera, porque parece que la cosa no fue bien y
haciendo partícipes a los compañeros, que para eso estamos, la consolaremos y
la aconsejaremos.
—Pero
bueno, tú y yo tenemos que hablar. ¿Cómo puedes tener tanta cara?
—Muy
fácil, Natalia, porque entre ellos se aúnan y defienden las causas, por muy
peregrinas que sean, como es el caso —añadió Renata.
—El caso es que…—vaciló Paulina—El caso es que llevo todo el día dándole vueltas, la cabeza me va a estallar y cuando terminemos el trabajo cada uno se irá a su casa y yo seguiré con el run run en la mía. Así que no me importa desahogarme, estoy hecha un lío.
—Si
me tengo que quedar un rato contigo me quedo, pero estos dos gaznápiros no se
pueden salir con la suya. ¿Es verdad que no te da corte o lo dices con la boca
pequeña?
—Me
da un poco de reparo, no te lo niego, pero prefiero desembuchar cuanto antes.
Sabas
no pudo evitar frotarse las manos, lo que hizo que Renata y Natalia le
dirigiesen una mirada furibunda. Él abrió los brazos, levantándolos al tiempo
que abría las palmas, como cuando los forajidos de las películas te apuntan con
una pistola e hizo el gesto de abrocharse la cremallera, pasando índice y
pulgar, por encima de sus labios.
Paulina
les contó que ese chico era como todos, que sólo la quería para la cama, pero
que fuera de ahí era un petulante y un ordinario. No tenía conversación. Ella
quería ver una película el sábado y tuvo que tragarse el fútbol y en cuanto
acabó ya la estaba presionando para follar sin preámbulos ni gaitas. Un imbécil
de manual. En su perfil todos ponen aficiones brillantes y cualidades atrayentes,
pero a la hora de la verdad son patrañas. Es que ya no guardan las formas ni en
la primera cita.
—Pero
dime una cosa, Paulina, De cero a diez, ¿Qué puntuación le darías al mozo en el
sexo? ¿Se manejaba bien? —se interesó Sabas.
—¿Cómo
puedes se tan primario y basto? —Natalia echaba humo.
—Ya
te he dicho —comentó Paulina—que eso es lo de menos, era un pobre infeliz y me
hizo sentir fatal.
En
ese momento tuvieron que disolver la reunión porque entró el revisor tocándose
el reloj de muñeca en señal de que se habían pasado del tiempo establecido.
—Una
cosa es que os retraséis diez minutos y otra es que os olvidéis de volver a
vuestros puestos, como hoy. Cuanto más cuartelillo os doy, veo que es peor,
estiráis el chicle y es a mí al que me van a pedir explicaciones. Además, hoy
hay mucha faena. Poneros las pilas, hostias.
—Vale,
vale, Pablo, tampoco hay que ponerse así ¿Te hemos fallado alguna vez? Ya verás
como se queda todo ventilado —le contestó Benigno mientras que el resto de la
tropa se levantaba para retomar el trajín.
Remataron
la jornada a eso de las diez, media hora más tarde de lo habitual. Cuando no hay
tanto trabajo también los dejan irse antes, así lo tienen pactado. Renata le
dijo a Paulina que podían ir a la cafetería, que podía quedarse un rato y así
hablarían tranquilamente.
—Te
lo agradezco Renata, pero tú tienes que ir a casa con tu marido. Son horas intempestivas.
Tendréis que cenar. Lo mío siempre es lo mismo.
—No
te preocupes, avisaré a Antonio. A él no le va a importar y te prometo que esta
vez no le voy a contar nada a ese lenguaraz de Sabas.
—Gracias,
amiga.
Media
hora después, Natalia está más tranquila. La charla le ha relajado, aunque siga
triste, porque lo de encontrar al amor de su vida lo ve casi imposible. Tiene
ya cuarenta años. Renata le dice que siempre habrá tiempo para el amor, no
tiene que agobiarse y que está segura de que encontrará a un hombre que la
comprenda, con el que se encuentre a gusto y que no sea egoísta. Debe tener
paciencia. Ella se tiene que ir ya. Ha llamado a casa y Antonio no le coge el teléfono.
Le ha podido surgir algo, pero lo que más la preocupa es que tiene el teléfono móvil
apagado o fuera de cobertura. Ya es casualidad que no esté en casa y que,
precisamente ahora, se haya quedado sin batería. Le pide que la excuse. Paulina
le da las gracias y van las dos juntas andando hacia el metro.
Cuando
llega a casa Renata, todo está en silencio y las luces apagadas. Está claro que
Antonio no se halla, pero sigue sin cogerle el móvil. No sabe a quien acudir. Debió
salir del trabajo hace horas. Es raro que no le haya comunicado nada, cada vez
está más nerviosa, hasta que enciende la luz de la cocina y sobre la mesa
descubre una nota manuscrita.
«Renata, perdona la precipitación, pero me voy un mes al pueblo de mis padres. Sí, ya sé que no voy casi nunca, pero el psicólogo me ha aconsejado que me vendrá bien para apaciguar mis ánimos, últimamente bastante crispados. Tú lo sabes mejor que nadie, ya que los has tenido que sufrir en numerosas ocasiones. Mañana, una vez que me haya instalado allí, te llamaré. Estoy de bajón y hablar contigo me suponía un mundo. Hoy era imposible. Espero que me comprendas. En el trabajo no me han puesto muchas pegas. El jefe se ha ofuscado un poco por decirlo sin antelación, pero al final ha cedido. Es una putada para ti porque me quedo sin vacaciones de verano. Tendrás que preparar un plan alternativo. En fin, estas menudencias ya las hablaremos con más detalle mañana. Te quiero. Antonio».
«¿Menudencias?»,
se dijo, para sí, Renata. Crees que conoces a una persona, pero la vida siempre
te sorprende. Se había ido a Silván, una aldea en los montes de León, lindando
con la provincia de Orense. Allí había nacido, pero últimamente decía que no
pensaba volver por allí nada más que lo estrictamente necesario. De año en año
por Navidad para cenar con sus padres. «Y ahora se va un mes entero», susurró. «Este
tío, ¿de qué va?», gritó con desconsuelo.
Estaba
claro que no iba a poder pegar ojo. El fin de semana iría para allá, aunque
todo dependía de la conversación y las explicaciones que tenían pendientes.
Continuará.../...
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