—¿Diga?
—¿Pancracio?
—Sí,
soy yo ¿Quién es?
—Soy
Renata, ¿Se puede poner Antonio?
—¡Hola,
nuera! Qué alegría oír tu voz. Pues mira, te voy a ser sincero. No se puede
poner porque está durmiendo como un leño. Me acabo de asomar a su habitación.
Ha debido pasar mala noche, le he sentido varias veces entre sueños. Si te
parece bien en cuanto despierte le digo que has llamado. ¿Qué ha pasado?
—¿No te lo ha contado él? Porque yo estoy totalmente off.
—Háblame
en cristiano porque no me entero. Lo que te puedo decir es que llegó anoche
pasadas las once. Nos quedamos sorprendidos porque no había avisado y nos dijo
que estuviésemos tranquilos que se iba a quedar aquí una temporada pero que
llegaba cansado del viaje y hoy nos daría los detalles. Así que cuando abra el
ojo a ver que se trae entre manos. Espera, te paso a María, que quiere hablar
contigo.
— Renata,
guapa ¿Qué ha pasado? ¿Habéis reñido? Que ahora ya se sabe.
—Ya se
sabe ¿qué?, Maria.
—Que
tenéis poco aguante y en cuanto se tuerce un poco la cosa pegáis el zapatazo y
os vais cada uno por vuestro lado.
—¿Te
ha dicho eso Antonio? Porque entonces sabes más que yo.
—No me
lo ha dicho, pero algo me he barruntado. ¿De qué va a presentarse aquí, así, entre
semana, de repente? Si no venía nunca, por más que se lo rogábamos.
—Claro
que choca. Por eso, si no te causa molestia, le dices cuando se despierte que me
llame y que cargue o encienda de una puta vez el móvil.
—Hija,
qué genio. Ya sabía yo que habíais tenido zapatiesta. Descuida que se lo haré
saber.
Llamó
a Pablo, el supervisor y le dijo que no iba a ir al trabajo, que le había surgido
un imprevisto, que la perdonase por avisar con tan poca antelación. Pablo era
la discreción personificada, tenía fama de seco, pero en esta ocasión lo
agradeció. No indagó en los motivos y, como Renata era una trabajadora
ejemplar, que no solía dar problemas, le dijo que avisaría a una sustituta.
No tenía ánimos de nada ese día,
estaba muy confusa y deseaba que Antonio la llamase de una vez y arrojara luz
en la situación. Creía que no había secretos entre ellos, pero la espantada la
pilló con el pie cambiado, la había dejado como sin sangre. Que se hubiese ido
a Silván le parecía inverosímil y según iban pasando las horas su cabeza recreaba
explicaciones pintorescas, increíbles. Tenía que hablar con él porque sino se
iba a volver loca.
Por fin la llamó. Sonó el teléfono
casi a la hora de comer. Antonio hablaba entre murmullos, no vocalizaba y ella
se asustó. Quería saber que le había pasado y porque había tomado la decisión
de irse sin avisar. Según avanzaba la conversación Renata cayó en la cuenta de
que se había tomado algún somnífero para dormir y todavía no estaba del todo en
este mundo. En casa también lo hacía cuando avanzaba la madrugaba y no lograba
conciliar el sueño. Por eso estaba como sonado y tardaba en reaccionar ante sus
preguntas y su exigencia de aclaraciones.
«La terapia con el psicólogo le había venido muy bien, le había hecho ver la realidad tal cual era». Eso le dijo. La ansiedad que de un tiempo a esta parte le concomía por dentro, la que le hacía saltar con desafuero ante cualquier ruido, ya no necesariamente estridente, sin mirar ni reparar, era producida, aparte de los acúfenos, porque su cabeza se iba a otro lado, odiaba Madrid y toda su algarabía. De ahí el espectáculo que brindó al vecindario aquella madrugada infausta. No lo relacionaba en un principio, pero le cuadraba con todo lo que le estaba sacudiendo.
—Vamos a ver, Antonio. Hace tiempo que padeces de acúfenos. Escuchas zumbidos o silbidos, aunque no haya ruidos externos. Hemos ido al otorrino y te lo ha explicado.
—También
me ha dicho que debo evitar los ruidos potentes y estridentes.
—Y
el alcohol, y eso no lo destierras.
—¿Me
estás llamando borracho?
—No.
Pero no me gusta que llegues tarde a cenar, como te ocurre últimamente.
—Me
quedo un rato con amigos de la oficina, pero sólo tomo cerveza 0,0 tostada.
—Tostada
la que traes encima, pero, bromas aparte, vamos a centrar el tema. Huir no va a
solucionar nada, aunque te lo hayan aconsejado, porque es una solución
momentánea, tienes que volver y entonces te costará todavía más aclimatarte de
nuevo.
—Ahora
vas a saber tú más que el psicólogo.
—Mira
Antonio lo que sé es que no es de recibo que te vayas sin más, sin una
conversación previa, sin una charla en que se contrasten opiniones, que llegue
una noche a casa y me encuentre una nota, que no me cojas el teléfono. ¿Tanto
te costaba decírmelo a la cara? Es acojonante la confianza que tienes con tu esposa.
—¿Me
hubieses dejado? Hubieses puesto una y mil trabas como estás haciendo ahora. Quitas
importancia a mis angustias vitales. Así es mejor. A toro pasado.
—Me
estás dejando ojiplática. No te reconozco. El sábado voy para allá a
pasar contigo el fin de semana. Tendremos tiempo de hablar largo y tendido.
—Aquí te espero, aunque te advierto que ya he pedido el mes y tengo decidido quedarme ese tiempo. Llevo apenas un día y me había olvidado de este silencio. He salido un rato alrededor de la casa a dar un paseo y mis pulmones se han llenado de aire puro, me he puesto a aspirar oxigeno como si se fuese a acabar. Qué sensación más placentera.
—Madre
mía, pasas de un extremo al otro. De no pisar el pueblo porque te asfixiabas, con
sus reducidas dimensiones y sus cotilleos, a parecerte la octava maravilla.
—Mi
decisión es firme, Renata. Ven el sábado si es tu gusto. Cuando pase el mes
veremos. —Se le notaba nervioso pero tajante en la voz y, en ese momento,
colgó.
«Ni
se despide, tócate los pies». Decide ir, a pesar del desapego mostrado por Antonio.
Estaba dispuesta a permanecer sola durante el mes, podía estudiar un plan
alternativo para las vacaciones de ese año. Irse con alguna amiga. Con sus
padres no le apetecía, un mes entero le resultaría agotador, sobre todo por su
madre que era muy controladora y fisgona. Le preguntaría por los motivos,
sacaría de mentira verdad como le gustaba jactarse a ella. Vacaciones para
estresarse, definitivamente no.
Transigiría
si era por su bien, si los especialistas se lo habían aconsejado, pero sintió que
había algo más. Había percibido en las palabras, pero, sobre todo, en los
silencios de Antonio, un poso de amargura, que incluso podía ser una banalización,
como si su relación careciese de importancia. Tenía cuatro días por delante en
los que daría muchas vueltas, pero el sábado iría. Necesitaba aclarar si se
trataba sólo del estado anímico de Antonio o algo más recóndito. Si se trababa
de lo primero tendría que apoyarle, pero le producía desazón pensar que se
tratase de lo segundo. Quería que quedase todo aclarado y zanjado tras su
visita, para bien o para mal.
Los
runrunes le acometieron durante la semana. Antonio había vuelto a cogerle el móvil,
pero la despachaba rápido. Nunca había sido muy locuaz, pero sí de grata
conversación y siempre la obsequiaba con algún piropo, chascarrillo o salida
ocurrente, que la hacía sonreír, e incluso reír a mandíbula batiente. Su laconismo
la hacía decantarse por una crisis en su relación. Otras veces se fustigaba por
tener esos pensamientos y se decía que todo podía deberse a su melancolía, a una
incipiente depresión. Estaba hecha un lío.
—Joder
—dijo Sabas—. Esto ya pasa de castaño oscuro ¿Os habéis apuntado al ayuno
impertinente? Porque ya es el tercer día con la misma excusa y canta un poco.
—Se
dice intermitente —puntualizó Benigno— sin poder evitar una carcajada.
—Se
de sobra como se dice. A ver si aprendes a coger las coñas, compañero.
—Simplemente
vamos a estar unos días a plan, sin merendar y andando durante ese rato. Últimamente
la báscula se ha ensañado con nosotras —comentó Natalia—. Cada día una probatura
nueva. Que si tiramisú, que si bizcochos. Esto de tener compañeras tan buenas reposteras
ha hecho que los cuerpos se expandan. Tenemos que tomar medidas.
—No
seas exagerada, cari. Tú si que estás como un bollito, rica, rica.
—Mira
que zalamero. Veniros si queréis. Pero no, como sois unos zampabollos no podéis
pasar un día sin merienda.
—Paulina,
te voy a dejar las cosas meridianas. Soy un hombre beligerante, me apunto a todas
las reivindicaciones, movilizaciones y broncas en defensa de los derechos de
los trabajadores, pero ya se lo dije al secretario del sindicado: podéis contar
conmigo para casi todo, pero huelga de hambre no, porque me sería imposible
secundarla. Sin merendar no me quedo porque a la media hora pego tarascadas al
aire como los perros cuando ven una mosca. Así que aquí os esperamos,
andarinas.
Renata
deseaba desahogarse, hablar con sus compañeras del asunto que le corroía las
entrañas y la tenía hecha un mar de dudas. Natalia tuvo la idea porque sino era
en ese hueco no podían hablar tranquilas y para quitarse a los dos moscones
sedentarios nada mejor que hacerles andar y dejarles sin comer.
Agradeció Renata la complicidad de sus compañeras en una semana que se le iba a hacer larga, en la que los nervios le acometían desde que leyó la nota y se acrecentaban tras las conversaciones que iba manteniendo con su marido. A ellas les extrañó que no hubiese notado nada con anterioridad.
—A
ver, ahora lo piensas y atas cabos. Esto pudo ser por tal o por cual, pero entonces
ni se me hubiese ocurrido. Está claro que llevaba unos meses crispado, que los
ruidos estridentes le hacían perder las formas. A veces lo pagaba conmigo,
supongo que también con sus compañeros. Le convencí de que empezase una terapia
con un psicólogo en paralelo con el otorrino, me contaba que estaba mejorando.
Me alegró mucho oírle decir eso.
—Lo
de que saliese corriendo sin avisar no me cuadra, a no ser que Antonio sea de
esas personas que le dan revoleras —opinó Paulina—. Porque si es así, tenías
que esperar cualquier reacción y veo que no es el caso.
—Es
un gilipollas, no lo deis más vueltas. Mándalo a la mierda. Yo creo que se ha
pegado un buen revolcón con otra, esa es la impresión que me da y se ha inventado
la pamema de los ruidos y de los tratamientos porque no se atreve a decirte que
está encoñado.
—¿Cómo
puedes ser tan basta, Natalia?
—Me
han pedido una opinión como amiga y la doy. No voy a andarme por las ramas,
creo que tenemos suficiente confianza.
—No
me importa, Paulina, puede que Natalia tenga razón, pero sólo en parte. Lo de
los ruidos no se lo ha inventado porque no veas el espectáculo que montó una madrugada,
qué bochorno me hizo pasar, no era capaz de que volviese a su ser.
—¿Y
no podía ser una sobreactuación? ¿Pregunto? Te enteras de cada caso hoy día…
—No
me fastidies, Nata, el que te haya ido regulinchi en tu matrimonio te impulsa
a hacerlo extrapolable a todos los demás. Sería lo último que esperaría de
Antonio.
—Pues
mira, me parece bien que vayas a verle el sábado, pero no te andes con
florituras, vete por derecho, sin circunloquios, que no tenga escapatoria ese
cabronazo.
—Quizá
sea buena táctica, pero ¿y si es verdad lo de sus angustias y lo termino de
hundir?
—Que
no está zumbao, que es más listo de lo que crees. Desconfía de las
mosquitas muertas. En fin, tu misma.
El
viernes en el trabajo fue un día raro para Renata. Hecha un manojo de nervios y
en su mente girando el monotema. Se le hizo eterno. Para colmo libraban Natalia
y Paulina y no pudo desfogarse con nadie. Cuando salió se fue para casa. Quería
dormir unas horas antes de partir, pero le fue imposible conciliar el sueño.
Así que decidió ponerse en ruta. Cuanto antes saliese antes llegaría. Bajó al
garaje y cogió el coche. Tenían dos plazas de aparcamiento, una en propiedad y
otra alquilada. Pasó la noche en la carretera. A Las cinco llegó a Benavente. A
la Bañeza sobre las seis y media. Allí paró en una estación de servicio para
tomarse un café bien cargado y un par de magdalenas.
Al fin enfiló los últimos veinte kilómetros de una carretera estrecha y sinuosa, aunque recientemente asfaltada. Flanqueada de castaños y con hierba en los hipotéticos arcenes. Se distinguían muros de piedra sin argamasa que delimitaban los prados. Serían las ocho de la mañana, ya amaneciendo, cuando divisó la espadaña de una pequeña iglesia y, entre los cerros, algunas casas dispersas. Doscientos metros después apareció el cartel con el nombre de la población y al lado otro explicativo: «Bienvenidos a Silván, en la comarca de la Cabrera Baja».
Frenó
de golpe ante el siguiente anuncio publicitario y abrió los ojos de par en par.
Su texto sobreimpresionado la descuadró, además de por lo zafio, porque no concordaba
con las imágenes promocionales que aparecían en él. No era un grafiti, las
letras estaban perfectamente integradas en medio de la foto de una amazona
sonriente y una chica rubia con ropa deportiva subida en una bici: «Putas a
caballo. Putas en bicicleta». Se bajó del coche extrañada y se acercó. La
humedad del ambiente y el relente mañanero la hicieron tiritar. Tras unos
minutos, examinándolo detenidamente, descubrió el pastel. Algún cachondo se
había tomado la molestia de borrar las rayas oblicuas de la derecha de las
erres que pasaron a ser pes. El texto original era: «Rutas a caballo. Rutas en
bicicleta». Soltó una risotada que le vino muy bien para sacar afuera parte de
la tensión acumulada durante el viaje y despabilarse.
Volvió a subir al coche para dirigirse a la casa de sus suegros. Respiró hondo durante el breve trayecto y detuvo el vehículo en una pequeña explanación que había delante. Una casa de piedra, con tejado de pizarra a dos aguas y una chimenea que humeaba en ese momento. Paró el motor, echó el freno de mano y en ese momento se abrió la puerta de la casa.
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