viernes, 25 de diciembre de 2020

EN EL MALECÓN

 

Diminutos cristales brillan sobre la calzada. Aún no es de día. A los escasos transeúntes que caminan por la calle se les escapa el vaho a través de los tapabocas. Sus sombras se reflejan sobre los muros proyectadas por la amarillenta luz de los faroles. La Navidad se acerca. Siente frío, mucho frío. Un señor de los que le saludan todos los días le consiguió un gorro con orejeras, al estilo ruso y eso le ha venido fenomenal. Otro le ha regalado un abrigo de esos deportivos, con mucha guata, bastante resistente al frío. Su amigo Gerôme dice que le recuerda al muñeco de Michelín. Es muy gracioso. En su compañía es más llevadero este clima infernal.

Nicolás lleva unos meses en España y los recuerdos habaneros le fustigan de forma reiterada, más, si cabe, en las fechas que se acercan. Se recuerda corriendo en sandalias por el malecón, festejando junto a sus compadres. Formaban gran algarabía mientras quemaban el muñecón de año viejo. Un hervidero de gente bailando alrededor al son de guitarras y maracas. No tenían posesiones materiales apenas, pero eran felices y olvidaban sus miserias durante estas celebraciones. Música y algún tiento a la botella de ron que mercaba algún conocido, con eso pasaban la noche.

Aunque todo pasaba por el tamiz del gobierno, no dejaba de reconocer que era un privilegiado. Había realizado estudios superiores de manera gratuita, incluido transporte y manutención. Por ser médico rural disponía de un vehículo para desempeñar su trabajo. Lo aprovechaba para dejar a su esposa Evia en lugares estratégicos donde hacían parada los autobuses de turistas. Con la parte de sueldo que le quedaba, después de rendir cuentas al erario, compraban frutas variadas, exóticas para los visitantes y su mujer se dedicaba a hacer zumos y venderlos. Habían conseguido una vetusta licuadora en el mercado negro y con ella habían aumentado bastante la producción. Los turistas pagaban en dólares. Podían considerarse unos verdaderos afortunados si miraban a su alrededor. Entre los vecinos se socorrían. Los tenían que ayudar en muchas ocasiones porque la solidaridad estaba instaurada en todos los rincones de su barriada y había muchísima gente pasándolo mal. En Navidad adquirían y realizaban la distribución de los ingredientes necesarios para elaborar una provechosa cena en la que no faltasen postres típicos como las galletas de azúcar y los pasteles de ron.

          Tenía amigos que habían marchado a España. Mandaban dinero a sus familiares. Le enseñaron vídeos en que multitud de personas iba a Centros comerciales inmensos y compraba ropa y comida sin cortapisas. Se le metió en la cabeza que podía hacer como ellos. Parecía un buen lugar y el idioma, que suele ser un freno en los inicios, no supondría ningún obstáculo. Se lo comentó a Evia. Se sorprendió bastante. Le gustaba la vida que llevaban en la isla, siempre había pensado que a Nicolás también. A ella no la engatusaban con unos vídeos del gran despilfarro que suponía la sociedad de consumo.  Sabía a ciencia cierta que había muchos compatriotas que una vez allí no les iba tan fenomenal como lo pintaban los que le mostraban aquellas imágenes. Pasaban necesidad, no tenían techo donde cobijarse. Eso en Cuba, a pesar de las estrecheces, no ocurría. Pero Nicolás, desde aquel día cambio de actitud. Parecía que le habían activado un resorte en el cerebro. Dejó de prestar ayuda a sus convecinos. Nada más que vivía para reunir dinero y dar el salto en cuanto tuviera ocasión. Le presentaron a individuos que se dedicaban a preparar el tránsito, los contrarrevolucionarios.

          Meses después tuvo todo dispuesto y se lo comunicó a Evia, a hechos consumados. Ella había intentado desactivar la obsesión que acaparaba su mente durante ese tiempo. Se había mostrado activa, haciéndole nuevas propuestas para su vida en común. Nicolás callaba, se mostraba inexpresivo, contestaba con evasivas, pero como estaba comprobando esa noche, no había conseguido mermar ni un ápice su ilusión:

—Cariño, el lunes embarco, me han inscrito en un congreso médico en Guadalajara, una ciudad cercana a Madrid, me quedaré allí y no pienso regresar. Puedes acompañarme. Han falsificado un documento de identidad para ti, porque los milicos nunca consentirían que un matrimonio abandonase el país al mismo tiempo. Está muy logrado. Figuras en él como doctora y también te han confeccionado una invitación para el mismo congreso. Estos compañeros tienen experiencia. Aunque incómodo, el viaje en barco es más económico y no está sometido a un control tan férreo.

—Al final te vas a salir con la tuya. Necesito tiempo para pensarlo, veo que no dispongo de mucho. Es duro cambiar el decorado de tu vida de un día para otro, estoy muy a gusto aquí. Sabes que te quiero demasiado para dejarte ir sólo, pero me disgusta que hayas hecho todos estos planes sin consultarme.

—Era la única forma, la más rápida. Perdona mi egoísmo. Tu concurso hubiera ralentizado la decisión o la hubiera desbaratado. Sabes que es mi gran anhelo, pero sin ti no soy nada.  

 

Los planes iniciales zozobraron totalmente durante la travesía. Ya en el proceso de embarque descubrieron la añagaza que habían preparado para Evia. La interceptaron los del control aduanero. A pesar de que se le abrían las carnes mientras la bajaban por la escalerilla del trasatlántico, tuvo que mantenerse impasible para no levantar la más ligera sospecha. Fue desgarrador. Cuando llegó a Cádiz había desaparecido el equipaje. En su interior tenía todos los títulos que acreditaban su profesión y los contactos que le facilitarían sus primeros pasos en España. Consiguió llegar a Madrid y se le ocurrió presentarse en la embajada. Allí lo trataron como un perro por traidor. Fue un incauto. A los pocos días de llegar ya estaba pensando en el regreso. Contactó con cubanos que le consiguieron trabajo, ocupaciones que nunca había realizado, pero no había otra alternativa: limpiacristales, jardinero, peón de albañil. Le dijeron que en unos meses juntaría plata suficiente para la vuelta, pero que no se obsesionara, a lo mejor entonces ya no quería regresar, que lo peor son los inicios, pero al final te acostumbras. A Nicolás se le hizo todo muy cuesta arriba, no veía salida, se dio a la bebida y perdía en poco tiempo todos los trabajos que le iban ofreciendo. Echaba de menos Cuba y sobremanera a Evia. Según pasaban los días veía más difícil poderse reunir con ella de nuevo.

Acabó durmiendo entre cartones, bien acompañado. La solidaridad imperaba entre los sintecho. Cuando amanecía se sentaba en una esquina bastante transitada que le había aconsejado Gerôme y juntaba unos cuantos euros. Con ellos compraba comida y bebida en un supermercado cercano. El personal ya lo conocía, era amable y comprensivo, lo trataba bien. Cuando le faltaba un poco de dinero se lo perdonaban. En ocasiones le regalaban algo de comida y agua mineral. Nada de alcohol. Además, lo regañaban. No es fácil resistir a la intemperie sin caldearse un poco por dentro. Hoy hicieron una excepción. Le dieron tres botellas de sidra para compartir con sus amigos. Era Nochebuena. Los municipales hicieron la vista gorda, pasaron de largo a pesar de que habían hecho lumbre para calentarse y asar un poco de panceta en los soportales. Los voluntarios del Samur Social les hicieron una visita, les trajeron caldo que les templó el cuerpo. Animados por el ambiente festivo que se respiraba por doquier se arrancaron con unos villancicos tradicionales españoles que acompañó golpeando rítmicamente dos botellas entre sí.

Dieron cuenta de la sidra, la hoguera se extinguió, disminuyó el alboroto de la calle, le invadió de nuevo la tiritona. Llevaba una semana temblando sin tregua apenas. Sus compañeros lo aconsejaron que se lo dijera al personal del Samur. Estaban preocupados. Les prometió que se acercaría al día siguiente. Lo dejaron tumbarse cerca del rescoldo, se tapó con los cartones y no tardó en quedarse dormido. Su sueño le lleva una vez más a Cuba y a Evia, por fin se han reencontrado. Ella le dedica la mejor sus sonrisas, esa que siempre consigue desactivar todas sus defensas y sucumbir sin remisión. Están abrazados en el malecón, frente al mar. Su rumor cadencioso le transmite paz. Levanta la vista, el cielo lo envuelve cuajado de estrellas. 

Cuando apuntaba la claridad del día sus amigos se desperezaron y comprobaron que Nicolás había dejado de tiritar.


martes, 27 de octubre de 2020

PANDEMIO

—¡La noche está en pañales! —dijo Cristóbal, y echó un buen trago al gin tonic. Parte del líquido rebosó por las comisuras, le rodeo la barbilla y le escurrió garganta abajo.

—Lo que tu digas chaval, pero las órdenes del gobierno son clarísimas, son las diez y tengo que cerrar, me duele a mí más que a ti.

—Vaya cortarrollos que estás hecho, que le den por saco al gobierno. Sácame otra copa de estas con yerbajos, cierra y márchate a tu casa, yo me quedo aquí sentado en la terraza a tomármela tranquilamente con Dioni.

—Para nada, no puedes ser tan vivo con la coartada de que estas achispado. Tengo que dejar la terraza y todo el mobiliario recogido y encadenado, primero porque me lo pueden robar y segundo porque los municipales me van a crujir en cuanto la vean.

—Déjalo —dijo Dioni, no lo comprometas, es temprano, pero así están las cosas, nosotros nos vamos de marcha. Sí, no me mires con ese careto. Me han invitado a una fiesta privada. Sin normas, sin mascarillas ni distancia de seguridad ni pendejadas de esas. Alcohol, mujeres y alguna cosilla más.

—¿Qué me estás contando? Eres un crack, un tahúr, mi salvador.

—Pues ahuecad el ala, par de delincuentes, que yo recojo y me voy, pero ya os vale, que tenéis una edad para ser un poco más responsables y podéis joder a mucha gente.

Cagao, que eres un cagao. Nos limitamos a hacer caso a nuestro presidente «salimos más fuertes». Nosotros salimos a por todas, me han dicho que hay un ganao selecto en el garito. ¿Cómo se te ha quedao el cuerpo? —Dioni se echó a reír a carcajadas.

 

Empezaba a hacer frío en el otoño madrileño, se subieron las solapas de las cazadoras y avanzaron hacia la plaza de la Paja, lugar donde estaba el local donde se celebraba la fiesta clandestina.

—Me está guasapeando Pandemio, dice que hay un ambientazo, que llamemos al timbre y digamos que vamos de su parte, teniendo cuidado al entrar de que en ese momento no ronde ningún patrulla en los aledaños, no nos vayan a colocar los munipas.

—Sabes lo que te digo Dioni, que el par de copazos me han sentado de puta madre, vengo dispuesto a todo, con las tías me refiero, hace mucho que no me como una paraguaya.

—Pues según me han dicho aquí hay para escoger y revolver, además son facilonas, te entran sin ningún escrúpulo, ni te tienes que preocupar. Un chollo. 

Estaba todo bastante oscuro, luna nueva. La calle Segovia estaba bien iluminada, pero cuando torcieron por Costanilla de San Pedro hacia Príncipe de Anglona tuvieron que encender la linterna del móvil. Era inconcebible que, en pleno centro de Madrid, tuvieran que andar a tientas. Por fin llegaron a la Plaza. Allí las farolas, aunque con luz amarillenta y débil, iluminaban la explanada. Avanzaron de frente hasta un local con un cartel apagado encima del dintel de la puerta en el que se podía leer la leyenda «Madrid me mata». El cierre estaba echado, pero por los laterales de las cortinas se filtraban rendijas de luz. Se notaba algarabía en el interior. Llamaron al timbre.

Les abrió una chica morena, de ojos claros, figura esbelta, pechos aceptables, labios finos y vestido ceñido de tirantes que le llegaba por debajo de las rodillas. Amusgó la mirada y les pidió la contraseña.

—Venimos invitados por Pandemio.

—No es correcta, lo siento —y, ante su estupefacción, volvió dentro cerrando la puerta.

Maldijeron su suerte, se miraron abatidos. Antes de emprender la retirada con el rabo entre las piernas, Dioni marcó el número de su amigo. En ese momento se volvió a abrir la puerta y apareció Pandemio mostrando una amplia sonrisa.

—Qué caras más largas, chicos. Rosa es una cachonda dentro y fuera de la cancha, no se lo tengáis en cuenta. Y pasad, que al final, como aparezcan los municipales, nos empapelan. ¡Qué gentuza!

Reinaba la tranquilidad, aunque subía ruido de música y jolgorio procedente del sótano. Había una pared llena de alcayatas con un número asignado y una frase pintada con tiza arriba del todo. «Cuelga aquí tu mascarilla y memoriza».

Mientras descendíamos por las escaleras los decibelios iban aumentando de volumen. Al llegar abajo observamos que había bastante ambiente. Habían colocado en el techo unas bolas discotequeras que hacían girar luces de colores por las paredes. También había un DJ con micrófono en mano, que cambiaba la música e iba animando al personal para que no decayera la juerga.

Había gente bailando en el centro de la sala, otros charlaban con la copa en la mano. Era cierto, había un montón de tías, más que tíos y eso les sorprendió gratamente. Habría que tirar la caña, hacía tiempo que no veían tanta fémina junta.

Pidieron un par de copas en la barra y se acercaron al corro donde estaba Pandemio, un grupo numeroso. Entre sus miembros, Rosa, la que les hizo la recepción y les dejó el alma en un puño. Se sonreía por lo bajo y los miraba de reojo. Se unieron a la conversación. Tenían que hablar a voces por el volumen de la música y el tema de conversación era el apodo de su amigo. De primeras chocaba, pero ellos ya lo habían oído comentar en varias ocasiones.

 Lo estaba contando Beltrán, otro amigo de la panda, porque al interesado no le hacía mucha gracia recordarlo, aunque cada vez le resbalaba más lo que pensasen los demás. Tuvo un hijo a finales de marzo. Llevaban meses dando vueltas a que nombre ponerle y no se decidían. A finales de enero, escuchó en la tele al presidente de la OMS comunicar que declaraba al COVID 19 como pandemia mundial. Entonces se le encendió la lucecita y se le ocurrió una idea peregrina. En su familia había tradición por esas rarezas y por los nombres poco corrientes. Sin ir más lejos, él se llamaba Pancracio. Le dijo a su mujer que ya había dado con el nombre ideal, que le pondrían Pandemio. Ella pensó que estaba de coña y le rio la gracia en un principio, hasta que se dio cuenta de que iba en serio.  «Ahora dejan poner cualquier nombre y así tenemos un recuerdo del año que nació. También me hace ilusión porque empieza igual que el mío». Resumiendo, que tras una enconada disputa, prevaleció la cordura. Ganó ella. Aunque a regañadientes, dio su brazo a torcer y le pusieron Nicolás. Este episodio minó su relación que ya venía siendo tortuosa. Decidieron separarse al poco tiempo. Ahora se encontraba otra vez disponible. Los amigos, de broma, le habían apodado de esa forma y ya no le llamaban de otra manera. «¿Cómo puedes ser tan friki?» le dijo Susana, a lo que respondió con una subida y bajada de hombros desganada.

A Cristóbal le estaba cargando ya la conversación. Se acercó a Rosa y le preguntó si le apetecía bailar, porque la noche se estaba amuermando. Ella asintió. A él le pareció percibir brillo en sus ojos. Se colocaron en el centro de la pista y agitaron los cuerpos al ritmo de la música. Dos o tres canciones más tarde bajaron las luces y sonó la balada Still loving you. Se amarraron para bailarla unidos, mejilla con mejilla. Cuarto de hora más tarde Susana fue al baño y empezó a oír gruñidos, jadeos entrecortados y chillidos que procedían de uno de los habitáculos. «Estos no andan con preámbulos», pensó.

Al rato aparecieron agarrados de la mano, justo en el instante en que se apagaron las luces discotequeras y se encendieron las de sala. El encargado les dijo que tenían que irse, que ya eran las cuatro y era un milagro que no hubiese aparecido la policía. Más no se podía alargar la velada. Además, a las nueve tenía que subir la persiana para los desayunos. Necesitaba descansar unas horas.

Rosa y Cristóbal se pasaron los teléfonos entre el ir y venir de la gente que comenzaba a desfilar. Quedaron en citarse el fin de semana. Al día siguiente ambos tenían que trabajar. Cristóbal le comentó a Rosa que había decidido no acudir por la mañana, no estaría en condiciones. Era comercial. Comunicaría a su secretaria que tenía que visitar a dos clientes que a su vez dirían lo mismo a sus jefes. Lo tenían pactado y de vez en cuando utilizaban esa artimaña y se quitaban de algún madrugón.

Acompañado de Dioni se fue para casa. Además de amigos eran vecinos. Por el camino su compañero le preguntó por Rosa: «¿Ha sido solo un calentón o piensas que puede surgir algo serio?». «Me gusta, pero en un rato tampoco se puede saber, estaba muy necesitado. El tiempo lo dirá, amigo Dionisio», contestó engolando la voz. Llegaron al barrio y se despidieron. Cristóbal alcanzó a duras penas la habitación. Sin darse cuenta el alcohol le había ido subiendo. Todo le empezó a dar vueltas. Se dejó caer en la cama.

Se levantó a la hora de comer porque lo llamó su abuela Eulalia. Vivía con ella y con sus padres.

—¿Qué pasa Sandokán? ¿Qué la noche fue dura? Menudo ritmo llevas.

—Tampoco salgo tanto, papá. ¿Qué es eso de Sandokán?

—Déjalo, un personaje de mi juventud. Ahora lo que me preocupa es esta época. Estás todo el día mano sobre mano, sin oficio ni beneficio. En medio de una pandemia te marchas de juerga alegremente.

—Estáis todos cagaos. Además, llevaba la escafandra y guardé la distancia de seguridad. Sabes que le estoy dando vueltas para ver qué oposición elijo.

—Te vas a marear con tanta vuelta y aquí lo que hace falta es que entre algo de dinero en breve y no malgastarlo en jarana como tú. Mi sueldo ya no se puede estirar más. Lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar cuanto antes, de lo que sea, pero ya.

—Es que no sale nada de lo mío.

—Vete a la mierda. Ordenación del territorio. Menuda patochada. Ya te lo dije cuando ibas a comenzar los estudios: «¡Pero si el territorio ya está muy bien ordenado, cada cosa en su lugar!» Pero te empeñaste y ahora nos vemos como nos vemos. Peón de albañil, camarero, barrendero o eso de Uber que está tan en auge. De lo que sea y más pronto que tarde.

 

Dos días más tarde Eulalia comenzó a tener los primeros síntomas. Estaba cocinando y al ir a probar las lentejas le pareció que no tenían sabor. Había echado lo de siempre, quería saber cómo estaban de punto de sal y estaban sosísimas. En la mesa, los tres comensales, cuando se llevaron la cuchara a la boca, escupieron a la vez.

—¡Esto es salmuera! —bramó Avelino— Eulalia, por Dios.

—Madre, ha echado sal a tontas y a locas ¿No lo ha ido probado poco a poco? Esto hay que tirarlo a la basura —le dijo Manuela.

—Claro que lo he hecho como siempre, pero me parecía insípido.

Por la tarde se le formó dolor de cabeza, que fue aumentando. Con la noche llegó la fiebre. De madrugada empezó a sudar y a tiritar.

Cuando amanecía Avelino y Manuela la llevaron a urgencias. Tras unas horas de tensa espera los informaron que el diagnóstico era de COVID y se tenía que quedar ingresada. No les permitieron pasar a verla, por lo que se volvieron a casa angustiados. Después de tantos cuidados, de tanto tiempo sin apenas salir, había cogido la enfermedad maldita. Siempre habían oído decir que los mayores eran grupo de riesgo. El día se les hizo larguísimo.

La mañana siguiente los llamaron por teléfono a primera hora desde el hospital para informarles que Eulalia estaba intubada porque no respiraba bien. Tenía una pequeña infección en los pulmones, aunque había pasado la noche tranquila. Les dijeron que todos los miembros de la unidad familiar tenían que acudir a lo largo de la mañana para hacerse una PCR. Zarandearon a Cristóbal, costó un poco despabilarlo porque había vuelto a llegar a las tantas y se fueron para allá.

Sufrieron la pequeña molestia, escozor y sobre todo el repelús que producía el bastoncillo arañando en los más profundo de sus fosas nasales. Por la tarde les dieron los resultados. Avelino y Manuela negativo, Cristóbal positivo.

—Joder, que coñazo, me han dicho que me va a llamar un rastreador de esos para preguntarme por las personas con las que he estado en contacto, pedirme sus teléfonos y no sé qué más pijadas. Además, tenemos que estar diez días metidos en casa.

 —Eso es lo que te preocupa, cacho cabrón. Mira que te decíamos que salieras lo imprescindible, que tuvieras siempre puesta la mascarilla. Ni puto caso. Te marchabas casi todas las noches a tomarla, ya sé yo con que cuidados y precauciones. Tu abuela grave en el hospital y tú, para no variar, en tu mundo —soltó a voz en grito y de un tirón, Avelino.

—Cristóbal, ve a tu habitación y sal solo para ir al servicio. En ella tienes todo lo imprescindible, si necesitas algo más me lo dices y te lo pongo al otro lado de la puerta, lo mismo que la comida, cuando esté daré unos golpes para salgas a por ella.

—Lo de la abuela me ha jodido, sabéis lo mucho que yo la quiero, pero me dijeron que lo de la pandemia era una fake que se habían inventado. Estar encerrado a mí me consume. Por cierto, tampoco es necesario que esté todo el rato en la habitación si estamos con mascarilla los tres. Es que, si no, menudo aburrimiento, no lo podré soportar.

—Todavía con cojones, parásito, te voy a pegar dos hostias que se te va a quitar la tontería acumulada de golpe —se abalanzó sobre él.

—Avelino, tranquilízate, el mal está hecho, se va a meter en su habitación y punto. A ver si te va a dar un jamacuco y tienes que ir a hacer compañía a mi madre. 

Las noticias que llegaban del hospital no eran buenas. Conforme iban pasando los días la infección pulmonar de Eulalia crecía y, a pesar del oxígeno, respiraba con mucha dificultad, iba perdiendo la consciencia jornada a jornada. Llegó el momento en que la tuvieron que sedar para evitar un sufrimiento innecesario. El fatal desenlace era cuestión de horas, de días siendo optimistas. Manuela no se lo terminaba de creer, preguntó y repreguntó que si había alguna posibilidad por pequeña que fuese de que mejorara. Le dijeron que no.

Cuando murió ni siquiera pudieron acudir al funeral. Los del seguro, que había pagado durante tantos años, se encargaron de todo. A Manuela se le hacía muy duro, después de toda una vida juntas, codo con codo, superando penurias.  Instalándose después, con gran esfuerzo, en una modesta clase media. Alegrías y penas, enganchones y abrazos, pero sobre todo la gran complicidad que se había generado entre ellas. Avelino siempre admiró a su suegra, trabajadora, tenaz y muy resuelta. Cuando enviudó no tuvo reparo en que se fuese a vivir con ellos.

En cuanto a Cristóbal le dedicaron su acusación silenciosa, aunque su padre, de vez en cuando, no podía más y soltaba alguna insinuación. Se lo pensó varias veces para no explotar. Cuando era un crío sentía veneración por su abuela, luego tuvo una pubertad complicada, haciéndole de menos, burlándose de ella, parodiando sus batallitas, incluso. En los últimos años las aguas habían vuelto a su cauce, escuchaba sus historias con atención, las que calificaba antes de tonterías de vieja. Había vuelto el cariño de antaño, de otra manera. Eulalia, en algunas ocasiones le hizo de escudo o de tapadera ante las amenazas de su padre. Para ella seguía siendo un niño. Cristóbal parecía bastante afectado, se sentía culpable y más desde hacía un rato en que el rastreador le había llamado para comunicarle que Rosa, la del rollete de la Plaza de la Paja, también había fallecido. 

sábado, 10 de octubre de 2020

MIS VIAJES A ARENAS: VIDAS SENCILLAS, RECUERDOS INOLVIDABLES

 

Durante las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado conseguí, tras mucho insistir, que mi abuela, excepcional narradora, escribiera alguna de las costumbres de Almorox, las gentes, los medios de vida, sucedidos o alguno de sus viajes. Escribió unos cuantos y los pasé a limpio para que perduraran ¿Quién me iba a decir a mí entonces que en uno de sus viajes realizado hace un siglo iba a encontrar las imágenes de algunos de los lugares que aparecen en el relato?

Se trata de unos viajes que hizo a Arenas de San Pedro en los años 1916, 1918 y 1928. En ellos refleja estampas de la vida cotidiana. Inserto trozos de ellos en el libro, en el capítulo del tren. Las fotos que ilustran el texto son tres, todas las he conseguido a través de Juan José García Moreno, natural de La Parra y es que las nuevas tecnologías obran milagros y ponen en contacto a gente variopinta, que en principio no tienen ningún nexo en común y al final nos informamos y suministramos unos a otros.
• Autobús de la Línea Arenas-Ávila en 1910 (Del que habla mi abuela es Arenas-Almorox, pero coinciden los años y el modelo debía ser similar).
• Hotel La Dominica
• Salón de baile (posteriormente Cine) La Barraca.


Estuve en Arenas de San Pedro cuando tenía ocho años y el motivo fue, que mi tío Gerardo (hermano de mi madre) tenía allí la novia y quiso que yo la conociera. Él trabajaba en una empresa, conducía un coche de línea (marca Hispano Suiza), la compañía se llamaba “La Madrileña”, su recorrido diario era éste: salía de Almorox a Cenicientos, Sotillo de la Adrada, Piedralaves, Casa Vieja, Mijares, Gavilanes, Pedro Bernardo, Lanzahíta, Ramacastañas y Arenas de San Pedro.

1910-Línea Ávila-Arenas de San Pedro
Arenas de San Pedro 1910. Autobús de la línea Ávila-Arenas

        En Almorox teníamos ferrocarril; un tren tenía su llegada a las doce de la mañana y enlazaba con el autobús y los viajeros que venían con destino a estos pueblos se iban en él. Llegaba el coche a Arenas a las cuatro de la tarde y al día siguiente salía para Almorox a las once de la mañana, enlazando con un tren que salía a las cuatro de la tarde para Madrid.

        Yo estudiaba entonces solfeo y mi padre no me dejaba ir porque no quería que perdiera clases. Estaba en la segunda parte de música del “método de Eslava”. Ya empezaba a tocar algunos ejercicios y piezas sencillas al piano. Mi tío me buscó un profesor y realicé el viaje. Este señor se llamaba Ángel y era el maestro de la banda de música del pueblo. Los ejercicios de piano los hacía en casa de una amiga de la novia de mi tío, se llamaba Julita, tenía piano y sabía tocarlo. Por la tarde nos marchábamos allí. Ellas cosían su ajuar y yo hacía mis prácticas al piano.

        Cuando mi tío terminaba su trabajo, nos recogía y los tres regresábamos a casa. Vivía su novia con su madre viuda y un hermano pequeño, Samuel. Una familia que no olvidaré nunca porque se portaron muy bien conmigo. Vicenta, la que después fue mi tía, tenía tres hermanas casadas y sobrinos pequeños como yo. Con ellos jugaba, salíamos a pasear y disfrutábamos mucho; ¡qué campiña más bonita!, había pinos, castaños y arroyos por todo el campo. Una de sus hermanas tenía un molino junto al río que pasaba por la parte baja del pueblo y allí íbamos a ver moler el trigo.

Vi también un palacio muy bonito situado en la parte alta del pueblo, en una de las salas tenía instalado un colegio de enseñanza y allí iba Samuel todos los días a dar clase. Hay una ermita próxima al pueblo, dedicada a la virgen de Lourdes, todos los sábados dando un paseo, mi tía y yo llegábamos hasta ella a confesar, yo jugaba luego con las niñas que solía haber por allí.

Hotel Dominica
Este viaje lo realicé en 1916, estuve un mes y después en 1918 se casaron y fui a la boda con mi familia. ¡Qué novia tan guapa y tan buena moza!, el novio era un poco más bajo que ella, pero el poquito de estatura que le faltaba lo suplía con la gracia y salero que tenía. La comida la celebramos en el hotel “Dominica” que está en la calle Corredera, la calle principal de pueblo. Hicieron un buen matrimonio, se casaron muy enamorados, se llevaron bien y tuvieron dos hijos: Gerardo y Carlos, mis queridos primos.

Como la felicidad en este mundo nunca es completa, a los diez años de casados murió mi tío, siendo ya administrador de la empresa y viviendo muy bien; así que con esta desgracia todo se trastornó. Después de todo esto, mi tía vivió a temporadas entre Almorox y Arenas llevando con ella a sus hijos.

En la época de hacer las labores en el campo y recoger los frutos estaba en Almorox y el resto del año en Arenas. Por fin y sintiéndolo mucho, vendió las fincas y se quedó a vivir en Arenas. Ella se iba haciendo mayor y la cansaban los viajes, aunque no dejó de venir por aquí de vez en cuando y nos ha seguido queriendo como siempre, pues todo lo que se relacionaba con su “Gera” lo adoraba.

En el año 1928 invitada por una de sus sobrinas, Avelina que es de mis años, fui a la fiesta de San Pedro de Alcántara, patrón del pueblo. Tuve buenas amigas y lo pasé muy bien. Comíamos todos los días a las doce, para poder ir a la novena que era a las tres de la tarde en el convento de San Pedro que está a tres kilómetros del pueblo; íbamos andando por hacer un sacrificio, al final de la novena besábamos la reliquia de San Pedro, mientras cantábamos el himno al Santo. Su letra era así: “A San Pedro de Alcántara, nuestro padre y protector, tributemos alabanza y nos cantemos de amor, esta tierra fue su cuna, donde sus carnes dobló y con seréfico anhelo entregó su alma a Dios…”etc.

La fiesta es el 19 de octubre, la misa este día la oímos en la parroquia y por la tarde asistimos a la procesión al convento, la cual hacen alrededor de un patio que hay a la entrada, que ellos llaman el “campillo”. Los frailes dan a todos los que van a ella una corona que hacen con zarza milagrosa que crece sin espinas en la huerta del convento y San Pedro usaba para disciplinarse. Dios hizo que se le cayeran las espinas y desde entonces crece sin ellas a pesar de ser zarza. La campiña que rodea el convento es preciosa; todo es sierra cubierta de pinos, castaños y arbustos y por entre ellos corren arroyitos de agua cristalina que baja de la nieve que se derrite en la sierra y entre todo esto las familias de los pueblos próximos que vana a la fiesta, se sientan en corro alrededor de un mantel, y tomando el sol se comen su comida que llevan en cestas, ya preparadas acompañada con sus tragos de vino que llevan en las botas. Es una estampa preciosa, digna de verse, algo que cuando se ve te queda grabado.

Por la noche ya en el pueblo, al son de la gaita y el tambor, bailábamos en la plaza. Era un baile muy bonito, muy movido, ellos bailaban muy bien, es típico en la comarca, yo lo entendía peor, procuraba imitarles, pero he sido poco bailarina, luego como en todas las fiestas, se termina con fuegos artificiales y corridas de toros, a las que no asistí, pues es una fiesta que no me gusta.

El padre de Avelina, que era socio del casino, nos llevó un día al baile de sociedad que allí se celebraba. El salón era grande, bonito, muy adornado y tocaba una orquesta compuesta por piano, bandurrias y violines.

Salón de baile (Cine) La Barraca

Otros días íbamos a otro salón que llamaban “La Barraca”, su dueño era el “tío mochila”.  Allí bailábamos al son de una gramola eléctrica; una de las piezas que tocaba se titulaba “madre, cómprame un negro”, en este sitio también veíamos películas.

Una de las amigas, Isabel, tenía un castañar cerca del pueblo y allá fuimos a hacer el “calbote” que consiste en asar castañas, hicimos un hoyo en el suelo, prendieron fuego con unas ramas de castaño, echaron las castañas sobre él y las movíamos con palos, cuando estaban asadas echaron la tierra que sacaron para hacer el agujero, y al rato nos sentamos alrededor de la lumbre mientras nos las comíamos.

El año siguiente también fui a la fiesta y sucedió lo mismo, lo pasé muy bien. El estar en su casa era una delicia, no tengo palabras para expresar lo bien que se portaron conmigo mis primos, aunque vivimos lejos no me olvidan. Uno está en Arenas y otro en Madrid y cuando pueden vienen a verme.

Yo ya no me atrevo a salir de viaje porque, aunque estoy muy bien de salud, gracias a Dios, tengo ya ochenta y un años, doce más que Gerardo y quince más que Carlos.

Almorox, 4 de marzo de 1990

Sagrario Pedraza

martes, 25 de agosto de 2020

NUDO

 

A lo lejos, en lo alto de una loma, divisamos una encina mediana. Un bulto colgaba de sus ramas mecido por el viento. Según nos acercábamos, la neblina se iba disipando y los perfiles ganaron nitidez. A la soga de la que colgaba le habían hecho un nudo corredizo. Una señal surcaba su garganta. Tenía el cuerpo amoratado y de su boca abierta escapaba un pingajo sanguinolento. Un escalofrío me recorrió. 

Habíamos quedado a las ocho y media de la mañana ya que desde que refundaron la asociación de cazadores, con estatutos presentados para su validación en instancias oficiales, se habían vuelto muy estrictos. Muchas normas que respetar. Algunas no tenían ni pies ni cabeza, otras que costó cumplir al principio ante la extrañeza que causaron tras años de anarquía, pero ahora había que acatarlas bajo apercibimiento de sanciones cuantiosas.

Las primeras semanas los ánimos estuvieron caldeados.  Se incrementó sustancialmente la cuota de los socios. Poner todo en regla suponía más dinero. Hubo que contratar un segundo guarda con el fin de que el espacio a vigilar fuese menos extenso y los furtivos no camparan a sus anchas. Había que pagar a los agricultores los daños causados por liebres y perdices en los brotes de vides y siembras. Hasta entonces se daban cuatro perras y la gente se conformaba, pero ahora estaba todo baremado. Se delimitó por sectores el término municipal, en algunos de ellos, los más llanos y de menos maleza, no se podía entrar con escopeta. Esta medida encantó a los galgueros.

Hasta las nueve estaba prohibido cazar. Antes, apenas amanecía ya estábamos dando patadas sobre el terreno, cundía más la mañana. Los perros había que llevarlos atados, si el guarda los veía sueltos, multa al canto. ¡Cómo si estuviésemos en la ciudad! Aunque reconocían en su foro interno que esta directriz les venía bien, porque se trata de una raza muy simplona. No sé cómo se las apañan, pero siempre que salta la liebre los pilla a contramano. A base de voces y palmoteos se les llama la atención para que hagan hilo con la rabona.

Aparcamos las furgonetas en una pequeña explanación que formaba el terreno en el cruce de dos caminos. Había caído buena pelona durante la noche. Abrimos los portones traseros para que salieran los canes. Son bastante frioleros, así que les dejamos desfogarse unos minutos para que entrasen en calor, los amarramos entre vahos humanos y caninos y empezamos la anhelada diversión. Desde que era un pispajo acompañaba a mi padre, era el único crío y me trataban como la mascota de la cuadrilla.

A veces se gastaba toda la mañana andando de un barbecho a un rastrojo, de una siembra a un erial, de una viña a un olivar y no se advertía un solo rastro. Los cazadores llevan la pasión en su ADN y, olvidado el desengaño en un tiempo prudencial, vuelven con renovados bríos el domingo siguiente.

En otras ocasiones, en cuanto llevabas diez minutos en el cazadero se localizaban indicios: huellas recientes o cagarrutas y comenzaba la animación: «Aquí tiene la cama, ¡qué sobá está!», «ese galgo va sin liebre», «No cacéis tan cerca del perdedero que saben más que Lepe, Lepijo y su hijo», o «¡Aquí está! Aguardad. Es un lebrato. Pasad con cuidado, no se vaya a levantar y tengamos un disgusto». Como todas las aficiones, la cinegética posee su jerga, su lenguaje propio y yo tomaba buena nota mental de cada nuevo vocablo o expresión que se cruzaban entre ellos. Me llamaba más la atención esto que la actividad en sí, por eso la abandoné pronto. Por eso y porque empecé a salir por las noches con asiduidad y no me compensaba madrugar los domingos para deambular por los campos en estado semiinconsciente.

Ya habíamos disfrutado la primera carrera. La rubia nos había dado calabazas, pero eso no era lo más importante, lo que animaba las mañanas era que se vieran unas cuantas galopadas trepidantes, de poder a poder, más que las piezas apioladas. Esto queda patente en los preceptos no escritos que siguen este tipo de cazadores como pasar de largo cuando lo que está acamado es una media liebre. Cuando una orejona que viene corrida (matacán), se ha zafado de sus perseguidores debido a su fuerza o astucia y se topa con otro grupo hay que dejarle ir, se lo ha ganado. Si en ese momento un miembro de esta cuadrilla azuza algún perro se le tacha de ansioso y de carnicero: «Tú no vienes a divertirte, tú vienes a por chicha». Una suelta de dos minutos daba para media hora de conversación, contraste de pareceres, salidas de tono y, en ocasiones, agarradas a costa de problemas de tal enjundia que a un profano le dejarían perplejo como «ese barcino no entra ni a los alcances, tu galgo todo lo que corre se lo deja atrás, está sucio o no tiene boca». A eso de las once y media hicimos parada para reponer fuerzas. Preparamos una lumbre en un lindazo con unas retamas secas que sirvió para atenuar el frío intenso de esa mañana de diciembre. Asamos un poco de panceta, chorizo y morcilla. Apuntalamos estos manjares con trozos de la hogaza de miga apretá que habíamos comprado en el horno antes de salir del pueblo. Todo regado con recio vino tinto. Una ajada bota de azumbre fue pasando de mano en mano desatascando gañotes y templando cuerpos. Las charlas fueron distendidas. Los temas, los recurrentes aparte de la caza, la política y el fútbol.  Antes de retomar de nuevo la tarea hubo que consensuar si seguíamos a hecho desde donde habíamos dejado el corte o nos dirigíamos a alguna zona considerada más fina para esas alturas del día.   La pausa se suele hacer a media mañana, porque lo que no se haya cazado antes del almuerzo, con la tripa llena es difícil arreglarlo. Decidieron ir hacia la tapia del Monte del Duque. Se trata de una finca vallada en la que abunda la caza, porque está muy bien atendida y severamente vigilada. Acuden allí gerifaltes de la alta sociedad y de la política muy empingorotados. Son cacerías de pago, con puestos numerados, secretarios y ojeadores a jornal y vehículos para la distribución e intendencia. Los animales no conocen fronteras y algunos se escurren a este lado del cercado. Los paisanos aprovechan esta circunstancia para llevarse más piezas a la buchaca.

Allí nos dirigíamos siguiendo una senda estrecha y empinada cuando se produjo el fatal avistamiento. Entonces tenía vista de águila. Le dije al compañero más cercano que me había parecido ver que algo se movía en la encina de lo alto del otero. Me contestó que no divisaba nada, confesando, un poco corrido, que su vista no era fiable desde hacía tiempo. Decidí romper la mano, les hice señas para que se acercasen y les pedí con insistencia que miraran hacia donde señalaba con el dedo. Era una mañana neblinosa, lo que complicaba la visión. Uno dijo: «Sí, parece que pendulea un bulto». Avivamos el paso. Los más ágiles iniciamos el trote, aunque yo, que iba de avanzadilla, a los cien metros me quedé sin aliento y paré a esperarlos.

Cuando llegamos al pie del árbol quedé paralizado ante la macabra contemplación. «Este ya dejó de respirar hace rato, está más tieso que la mojama, poco podemos hacer por él», dijo otro de los cazadores y sin pensárselo dos veces se acercó a la encina, trepó ágilmente por su tronco y avanzó con cautela abrazado a la rama donde estaba atada la cuerda. Cuando llegó a su altura, sacó su tranchete del bolsillo, separó la hoja del mango y pegó un tajo en la soga. El cuerpo se desplomó contra el suelo produciendo un ruido seco. Después de este episodio iniciamos la retirada. Quedaron en dar parte al alguacil de la ubicación cuando llegásemos al pueblo. Que el ayuntamiento dispusiese lo que se hacía en estos casos.

Era un destino habitual para un galgo cuando se hacía viejo, se resabiaba o no era, lo que ciertos cazadores consideraban, suficientemente diestro en la persecución y captura de liebres. Entonces estas prácticas no estaban tan mal vistas entre los vecinos. No se multaba ni se perseguía a los dueños. Bien es verdad que ellos intentaban no dejar rastros para su identificación, pero si se llegaba a conocer el autor, cosa relativamente sencilla en poblaciones pequeñas, no ocurría absolutamente nada. Se oían comentar, sin ningún tipo de rubor, frases de la siguiente catadura: «¿Cuál es el problema? ¿Que tu chucho corre menos que un sapo trabao? pues se le hace un nudo de corbata y a otra cosa mariposa». 

Esa imagen me ha perseguido a lo largo de mi vida. Durante las primeras jornadas fue agobiante, las pesadillas me despertaban agitado. El paso del tiempo ha suavizado los efectos de aquel impacto, pero aún hoy recuerdo aquel día como uno de los más tristes de mi vida.

lunes, 15 de junio de 2020

A LA SOMBRA DE LOS PINOS


¡Qué Tiritona! Cada vez que rememoro aquel día —aquella noche, sería más preciso decir—, se me eriza la piel, me quedo como destemplado durante un rato. Mi padre lo saca a colación de vez en cuando, se pone socarrón, empalagoso, cree que hace gracia, como si a él no le hubiera hecho mella, pero se reía poco cuando tuvo que acudir a la parroquia, sudoroso, entre jadeos entrecortados, para pedir que tocaran a niño perdido.

Sería el mes de noviembre de hace un buen manojo de años. Hacía una tarde soleada. Justo después de comer apareció mi tío por casa. Había terminado pronto su labor ese día y había quedado con mi padre. Dijeron que por qué no me iba con ellos al pinar a coger níscalos. Yo, deseandito, con tal de estar fuera de casa. Mi madre puso alguna objeción. «A ver si se cae y se da un mal golpe que este crío no ve el peligro, va siempre como cabra sin cencerro. Las piedras están resbaladizas en la otoñada». «No va solo, no te preocupes, le echaremos un ojo. Además, ya está hecho un zagal», dijo mi tío.
Mientras ellos andaban en conversaciones, ya estaba yo en la puerta con la cesta y la navaja en la mano. Nos metimos en la furgoneta, salimos de la población, circulamos unos kilómetros por la carretera hasta que, tras una curva pronunciada a la izquierda, la abandonamos para coger un camino que salía hacia la derecha. Era estrecho, empinado, moteado de piedras, con grietas producidas por las torrenteras de agua y flanqueado por pinos piñoneros. Al fin llegamos a un claro donde dejamos el vehículo.  Nos separamos, uno de otro, a cuatro o cinco metros de distancia, cada cual con sus pertrechos y nos dispusimos a rastrear en busca del preciado hongo.

Había llovido bastante el último mes, la maleza estaba tupida. En algunas zonas costaba abrirse paso entre las jaras. Sentí bajo mis pies el terreno mullido y alfombrado de jauga. Me puse a la tarea. Al poco me topé con un corro de alcahuetas (setas no comestibles conocidas con ese nombre porque su presencia suele denotar cercanía de níscalos). Estos acostumbran a estar tapados por lo que hay que estar ojo avizor a los bultos que presenta el suelo y poseer cierta pericia escarbando primero con un palo, después con los dedos, con sumo cuidado, cuando tenemos sospechas fundadas.  Encontré unos pocos terciados. Eso me animó e inconscientemente me fui alejando sin tomar referencias, lo que suele resultar arriesgado en el bosque. Seguí con el pensamiento único en mi cabeza, rastreando para intentar completar la cesta y mostrarla ufano.
Me fui distanciando del punto de partida ensimismado con la tarea. Un retazo de intranquilidad cruzó mi mente, levanté la vista del suelo. No tenía seguridad del lugar donde me encontraba. «Ningún problema», pensé. «Volviendo sobre mis pasos llegaré al punto de partida». Y así lo hice. Poco tiempo después, oí ruido de agua correr. Era un arroyuelo que bajaba de la montaña. Este imprevisto no entraba en mis planes. Si a la ida no había franqueado ninguna corriente de agua, cómo es que ahora aparecía en mi camino de vuelta. Esto me produjo bajón e incertidumbre. Me detuve a discurrir la decisión a tomar: Seguir hacia donde me dictaba la orientación, que con el avistamiento del arroyo se demostró errónea o darme la vuelta sin saber hacia dónde dirigía mis pasos. A lo mejor, con un poco de suerte daba con mis acompañantes. En ambos casos no tenía ninguna certeza. Estaba claro que me había perdido. Una tercera opción, quizás la más acertada, hubiera sido no moverme del sitio, pero no la baraje en ese momento.

Comencé a llamar a mis compañeros de aventura, primero con silbidos, luego a voces, finalmente con gritos desesperados, pero no obtuve respuesta y lo peor de todo es que estaba anocheciendo, así que decidí subir ladera arriba para ver si desde las alturas, divisaba terreno conocido, la furgoneta o algún camino o carretera hacia los que encaminar mis pasos. El terreno era abrupto, la vegetación espesa, lo que dificultaba la ascensión. Dejé la cesta a medio llenar junto a un pino por si la veían al pasar y les daba pistas de mi paradero, pero también porque era un inconveniente añadido a mis pretensiones de subida por los estrechos e intrincados vericuetos del monte.
Al saltar de una piedra a otra resbalé —la que había de servirme de aterrizaje tenía musgo húmedo en su superficie—, caí de bruces desde lo alto y rodé entre piñotas y matojos hasta que un tronco me detuvo. Sentía el cuerpo dolorido, diferentes magulladuras, pero lo que realmente me hizo apretar los dientes, gritar y resoplar fue la torcedura del tobillo. No sabía si estaba roto. En pocos minutos lo tenía como una bota. Resultó costoso incorporarme, así que andar ni por asomo. Lo único que se me ocurrió es volver a gritar, a ver si con un poco de suerte me escuchaba alguien y venía a rescatarme.
Cuando agoté la potencia de mis cuerdas vocales la oscuridad era completa. Me hice a la idea de que tendría que pasar la noche al raso. Anduve un trecho a la pata coja, cuando me fallaron las fuerzas me arrastré unos metros hasta llegar a la base de la piedra en la que me había resbalado. Había observado que tenía una oquedad no muy grande pero que podía servir para protegerme del relente. Me embutí semiincorporado, boca arriba. Subí la cremallera de la coreana, cerré la capucha para proteger la cabeza.  Me dispuse a pasar allí la noche.
Tras la puesta de sol los ruidos de bichos se hicieron notar y se fueron multiplicando durante el crepúsculo. Lo mismo ocurrió con las sombras. Estaba bastante asustado. Se oía el ulular de las aves nocturnas, pero también sonidos en el follaje cercano, lo que apuntaba la presencia de animales en la zona. Empezaron a oírse aullidos, de lo que me parecieron lobos, en la lejanía. Me cagué de miedo. La noche se me iba a hacer eterna si es que lograba salir con vida de aquella, por el frío y por las alimañas que se barruntaban por los contornos. Me vinieron a la mente, en esa coyuntura, imágenes de familia y amigos. Recordé la premonición de mi madre. Todo hacía indicar que mi suerte estaba echada.
Había leído en más de una ocasión que lo peor en estos casos es quedarse dormido, así que centré mis esfuerzos en que no me venciera el sueño. La verdad es que no fue difícil por los temores antedichos. En casos de alta montaña supongo que será más complicado ya que, por lo que tengo oído, la nieve y el hielo te inducen a una inevitable y dulce somnolencia. No sabía la hora que era ni el tiempo que llevaba extraviado, pero puedo asegurar que se me estaba haciendo eterno.
Un desánimo angustioso me carcomía. Cuando más aterido estaba percibí un reflejo en el valle. Esa imagen creó en mí un germen de esperanza, hizo que tensase los músculos y mantuviese ojos y oídos alerta durante unos instantes. ¿Empezaba a ver alucinaciones? Lo que me faltaba. Pero no. Al momento empecé a divisar luces temblonas a lo lejos, podían ser linternas. La duda se disipó cuando llegaron a mis oídos murmullos de gentío que se fueron haciendo cada vez más patentes. Acudían en mi auxilio. Mi padre debió acercarse a pedir ayuda al pueblo al ver que no era capaz de localizarme.

Traté de gritar, pero mi garganta estaba hecha unos zorros y emitió unos gañidos imperceptibles a medio metro. Entonces se me ocurrió coger un canto y arrojarlo contra la roca inmensa que me servía de protección. A continuación, otro. En la quietud de la noche sonaron como disparos. Al instante se oyó una voz: «Ha sido por ahí». Lancé otra piedra para orientarles. En dos minutos estaban delante de mí, con sus haces de luz, cuatro paisanos a los que reconocí. «Pielero, vaya susto que nos has dado». Me cogieron en volandas y me trasladaron al claro donde habíamos dejado horas antes la furgoneta. Ahora había ocho o diez coches más. Mi padre y mi tío se acercaron haciendo pucheros. «Gracias a Dios. ¿Dónde te habías metido?» Mi vecino Daniel cortó la conversación, me envolvió con una manta. Nos conminó a dirigirnos al pueblo para dar la buena nueva, que el chico se tome algo caliente, recupere la presencia de ánimo y, bajo techo y en familia, dé las explicaciones oportunas. «Habrá que avisar al practicante porque ese tobillo tiene mala pinta».
«Estaría yo loco», replicó mi padre. «Si vas a despertarle a estas horas te puede formar un espectáculo de pronóstico. Menudo pronto tiene el amigo. Que le dé unas friegas con linimento mi mujer y mañana, al ser de día, le avisamos a ver si puede hacerle una compostura».

martes, 21 de abril de 2020

MORIRÁS ENTRE ESTERTORES


—¡Por favor, que alguien me ayude, mi abuela no me deja salir! —grita Martina hacia la calle, agarrada a la barandilla de la terraza—. Quiero ir al parque.
—Pero niña, ¡Qué tonterías dices! ¡Métete para dentro!
—¡Policía! Me tienen secuestrada —sigue gritando mientras Gregoria se la lleva al salón casi a rastras.
—¡Qué bochorno! —murmura entre dientes la abuela.

Gregoria lleva tres semanas al cuidado de sus nietos y está hasta el gorro. A su hija se lo dejó claro desde el primer momento. Le pidieron que los llevara al parque porque había quedado para comer. Era la tercera vez en quince días. «Hija, ya os crie a vosotros y entonces era joven. Si necesitas una ayuda puntual no dudes en decírmelo, pero todos los días no. Os tenéis que turnar entre vosotros y si, por necesidades del trabajo, no lo podéis compaginar, buscad a alguien».
No lo encajó bien Marisol, se llevó un chasco, pensaba que su madre estaría dispuesta a sacrificarse por ella y sus nietos. La relación se tensó durante unos meses, pero poco a poco las cosas volvieron a la normalidad. Lo que pasa es que ahora era un caso de fuerza mayor. Su hija y su yerno trabajan en el hospital 12 de Octubre como enfermeros y debido al coronavirus de las narices doblan turnos. Además, decidieron, junto con otros compañeros, alojarse en un hotel cercano para evitar contagios a sus seres queridos. Los ven mediante una videoconferencia diaria, gracias a su nieto, que ella de esas cosas no entiende. Tras veinte días estaba al límite.
Lleva casi un mes sin ver a Nicolás, su mejor amigo en el Centro de la tercera edad. Bueno, más que amigos, son novios, pero sólo pasarle esa palabra por la mente se muere de vergüenza, se pone como la grana. Coincidieron en el grupo de teatro. Al principio se mostró arisca con él, le parecía un sabihondo que todo lo rebatía y no daba nunca su brazo a torcer. Así que cuando notó que se dirigía a ella con frecuencia, intentando hacerse el simpático y comenzó a mosconear, saltaron todas las alarmas. Le ponía malas caras y miradas recelosas. 
Cierra la puerta de la terraza y echa el cerrojillo superior para que no vuelvan a salir. Martina, de cinco años y Samuel, de nueve, se quedan en el salón mientras se dirige a la cocina a prepararles la merienda. Jamón York y yogurt, luego rematarán con una chocolatina. Aunque, en principio, dice que no, siempre claudica ante los morritos de Martina, la farandulera. A pesar de que es bastante trasto y la cansa mucho, reconoce que se lo pasa bien con ella. Se viste y se desviste cincuenta veces, de hada madrina, de princesa, de animalitos variados… será por disfraces. La ayuda a preparar teatrillos con materiales caseros y hace de público agradecido. También le gustan los rompecabezas y los puzles. Suele estar entretenida salvo cuando se le cruzan los cables o le sale la vena interpretativa y la pone en un compromiso.
Samuel, sin embargo, le preocupa más. Siempre enganchado al chisme ese diabólico y pegando tiros a diestro y siniestro. Su hija lo quita importancia, dice que está en la época de los videojuegos. Para que no les resulte traumático, en vez de sangre, salen estallidos de colores, como si fuera confeti. Y añade que ese juego los enseña a trabajar en equipo. A ella no le parece educativo, pero tiene que tragar, no son sus hijos. Encima, como juegan todos sus amigos a la vez y no se podía conectar, le formó un espectáculo sin que ella tuviera nada que ver. Están hartos de todo, su madre le compró por internet la última versión de la consola o como se llame, «para que todos los juegos vengan actualizados y pueda interactuar».
Así llama ella a estar una hora disparando, tirando bombas y voceando brutalidades: «¡morirás entre estertores, hijo de satanás!».
Se hace cruces, pero Marisol todo lo apaña con que ella es demasiado mayor para entender a los niños de ahora. El caso es que cuando no está liado con el aparato es retraído y no habla por no ofender. Pasa de un extremo al otro.
¡Ay, su Nicolás! Seguro que él sabría cómo solucionar estos desaguisados, igual que supo conquistarle a ella, el muy ladino. A pesar de los desaires iniciales fue ganando poco a poco su confianza, hasta que la engatusó. La verdad es que es tan galante y detallista, que da gusto con él.  La idea inicial tan negativa que tenía se fue desdibujando. Buen conversador y resolutivo cuando le pedía algún consejo. Ahora lo añora. Pero cualquiera les propone a sus hijos que si puede venir a visitarla en plena pandemia, con lo mal que les cae. «Mamá, tú no estás ya en edad de relaciones, ese viejo loco nada más que quiere tu dinero» «¡Qué novedad! ¿Y qué queréis vosotros?», les contesta irritada. Su marido le dejó una buena pensión, un par de pisos y el chalé del pueblo. Todo se lo gestionan ellos. Era jubilado de telefónica. Tenía un buen puesto. Con Nicolás habla todos los días, está deseando verlo. Ha vuelto a sentir cosquillas en el ombligo y se le aceleran los latidos. Pero es su secreto ¡Cualquiera se lo suelta a los herederos! Más vale que se escandalizaran del comportamiento de sus hijos y la dejasen vivir su vida.
La compra se la traen los de la tienda del barrio, son muy amables. Hacen la lista y Marisol los llama para que lo preparen todo. Cuando cierran, a eso de las dos y media, se pasan por casa y lo suben. Se lo dejan en la puerta por precaución y llaman al timbre para que sepa que lo tiene allí. Después su hija se encarga de pagarlo por el móvil, eso ya no está a su alcance. El primer día le trajeron dos mascarillas y unos cuantos pares de guantes, todo un detalle. 
Después de acostar a Martina se pone a ver la tele. Han vuelto a ampliar el estado de alarma. El presidente comunica que en unos días van a poder salir con los niños para que se desfoguen, pero todavía no explica los horarios ni de qué manera. Solo de pensar en Martina cuando tenga campo abierto se le pone la piel de gallina. Ya no está para carreras.
A esas horas le entra el sopor de todo el día trajinando, se queda traspuesta un par de veces y decide irse a dormir. Antes pasa por la habitación de Samuel a echar un vistazo. Hay días que ha caído y otros que está liado con el fornai ese, o como diantres se llame. Por muy terco que se ponga no consiente que se quede enganchado a esas horas, pero cada vez se le hace más cuesta arriba. ¡Son nueve años! Qué va a dejar para cuando tenga quince. Lo malo es que lloriquea a sus papás y encima sacan la cara por él ¡Adónde vamos a llegar!
A la mañana siguiente llamó su yerno. Gregoria se alarmó, pues siempre era su hija la que lo hacía. Después, en la videollamada de la tarde, ya participaban todos. Le informó que Marisol estaba ingresada en el hospital. Se había contagiado del maldito virus. Pidió que le hicieran la prueba porque empezaba a tener síntomas y había dado positivo. No estaba en la UCI, la cosa no era tan grave, pero había que estar al tanto para ver como evolucionaba. Había casos y casos. Ella se puso a llorar. Ángel la tranquilizó. «No hay que alarmarse. Usted siga como hasta ahora, haciéndose cargo de los niños, se que es duro.  Yo llamaré todos los días para informaros lo que me vayan contando los compañeros. En mejores manos no puede estar. Lo de vernos sigue estando complicado mientras no mejore la situación».
No pudo pegar ojo. Se le venían a la mente los peores augurios, mezclados con unas pesadillas rarísimas. Se levantó entre noche, puso la televisión, pero nada más que había músicas extrañas, videntes y venta de productos de todo tipo. Eso no la entretuvo y siguió dándole vueltas a la cabeza. Sola, encerrada con los críos tanto tiempo y lo que quedaba. Y ahora lo de Marisol. Estaba superada, entre la angustia y el agotamiento.
En cuanto empezó a clarear llamó a Nicolás para buscar alivio en su conversación, porque estaba echa un manojo de nervios. «Grego, cariño, cómo madrugas, me has pillado en el baño, con las legañas puestas. ¿Ha pasado algo?» Ella se puso a sollozar, no era capaz de articular palabra. Nicolás le intentó calmar. Su tono era suave e inspiraba ternura. Cuando al fin se sobrepuso un poco, le explicó la situación. No podía seguir así mucho tiempo, agotada por la responsabilidad del cuidado de sus nietos y con la preocupación por el estado de su hija. Ya habían fallecido bastantes sanitarios. «¿Quieres que vaya a echarte una mano?», tras unos segundos de silencio añadió: «es broma, mujer, pues ¡no está la cosa seria! y los viejos somos los primeros que estamos abriendo el desfile». Estuvieron casi una hora de charla. Nicolás la tranquilizó y le dio ánimos a su manera, alternando chascarrillos e historietas con los asuntos peliagudos. Cuando colgó, bastante más tranquila, fue a despertar a sus nietos.
A media mañana llamaron al portero. Era Nicolás.
—Pero ¿qué haces tú, aquí? ¿Quieres subir?
—Ya he subido y he bajado. Te he dejado la compra apoyada en la puerta. Me he pasado por la tienda. Cómo me dijiste que habías encargado algo, así lo recibes antes.
—Me dejas pasmada ¿Por qué te has molestado? Podías habérmelo dicho y habernos saludado guardando la distancia.
—Quita, quita, que está la cosa sería y además ese tipo de saludo, al menos para mí, es quedarse con la miel en los labios. Bueno, me vuelvo a casa que es dónde debemos estar todos.
Cuando abrió la puerta un ramo de flores cayó a sus pies. Lo dejó encima de la mesa del salón mientras colocaba las cosas. A continuación, puso las flores en un jarrón y abrió la tarjeta: «Grego, te quiero mucho. Tengo muchísimas ganas de estar contigo, de abrazarte, de acariciar tu pelo, de buscar la complicidad de tu mirada. Una corazonada me dice que eso va a ocurrir muy pronto, pero mientras tanto tienes que sacar fuerzas de flaqueza. Todo va a salir bien. Siempre has sido una luchadora y lo vas a conseguir. Tu enamorado, Nicolás». «¡Qué cosas tiene este hombre!», dijo en voz alta poniéndose colorada. Sonaba bien lo de enamorado, un poco cursi, quizá, pero había conseguido su objetivo. Se sentía pletórica después de la sorpresa de su pretendiente, como se decía en su juventud y, tras esta perorata interior, se sorprendió frente al espejo con una amplia sonrisa en el semblante.
Marisol tenía altibajos en la evolución de la enfermedad, pero las noticias que le transmitía Ángel últimamente eran alentadoras. Había estado a punto de ingresar en la UCI días atrás, pero la mejoría de la última semana era imparable. Desde anteayer ya se ponía al teléfono un ratito y hoy habían quedado en hacer una videoconferencia con los peques, todos juntos.
Tras la típica conversación insustancial y el cariñoso reencuentro virtual de Martina y Samuel con su madre, Gregoria les sorprendió a todos: «Ahora que parece que ya vas saliendo del pozo, aprovecho para daros una noticia. A lo mejor no lo entendéis y pensáis que estoy perturbada, pero está muy meditada y no hay marcha atrás. En cuanto toda esta pandemia pase y volvamos a la normalidad estáis invitados a mi boda. Me caso con Nicolás».