martes, 21 de abril de 2020

MORIRÁS ENTRE ESTERTORES


—¡Por favor, que alguien me ayude, mi abuela no me deja salir! —grita Martina hacia la calle, agarrada a la barandilla de la terraza—. Quiero ir al parque.
—Pero niña, ¡Qué tonterías dices! ¡Métete para dentro!
—¡Policía! Me tienen secuestrada —sigue gritando mientras Gregoria se la lleva al salón casi a rastras.
—¡Qué bochorno! —murmura entre dientes la abuela.

Gregoria lleva tres semanas al cuidado de sus nietos y está hasta el gorro. A su hija se lo dejó claro desde el primer momento. Le pidieron que los llevara al parque porque había quedado para comer. Era la tercera vez en quince días. «Hija, ya os crie a vosotros y entonces era joven. Si necesitas una ayuda puntual no dudes en decírmelo, pero todos los días no. Os tenéis que turnar entre vosotros y si, por necesidades del trabajo, no lo podéis compaginar, buscad a alguien».
No lo encajó bien Marisol, se llevó un chasco, pensaba que su madre estaría dispuesta a sacrificarse por ella y sus nietos. La relación se tensó durante unos meses, pero poco a poco las cosas volvieron a la normalidad. Lo que pasa es que ahora era un caso de fuerza mayor. Su hija y su yerno trabajan en el hospital 12 de Octubre como enfermeros y debido al coronavirus de las narices doblan turnos. Además, decidieron, junto con otros compañeros, alojarse en un hotel cercano para evitar contagios a sus seres queridos. Los ven mediante una videoconferencia diaria, gracias a su nieto, que ella de esas cosas no entiende. Tras veinte días estaba al límite.
Lleva casi un mes sin ver a Nicolás, su mejor amigo en el Centro de la tercera edad. Bueno, más que amigos, son novios, pero sólo pasarle esa palabra por la mente se muere de vergüenza, se pone como la grana. Coincidieron en el grupo de teatro. Al principio se mostró arisca con él, le parecía un sabihondo que todo lo rebatía y no daba nunca su brazo a torcer. Así que cuando notó que se dirigía a ella con frecuencia, intentando hacerse el simpático y comenzó a mosconear, saltaron todas las alarmas. Le ponía malas caras y miradas recelosas. 
Cierra la puerta de la terraza y echa el cerrojillo superior para que no vuelvan a salir. Martina, de cinco años y Samuel, de nueve, se quedan en el salón mientras se dirige a la cocina a prepararles la merienda. Jamón York y yogurt, luego rematarán con una chocolatina. Aunque, en principio, dice que no, siempre claudica ante los morritos de Martina, la farandulera. A pesar de que es bastante trasto y la cansa mucho, reconoce que se lo pasa bien con ella. Se viste y se desviste cincuenta veces, de hada madrina, de princesa, de animalitos variados… será por disfraces. La ayuda a preparar teatrillos con materiales caseros y hace de público agradecido. También le gustan los rompecabezas y los puzles. Suele estar entretenida salvo cuando se le cruzan los cables o le sale la vena interpretativa y la pone en un compromiso.
Samuel, sin embargo, le preocupa más. Siempre enganchado al chisme ese diabólico y pegando tiros a diestro y siniestro. Su hija lo quita importancia, dice que está en la época de los videojuegos. Para que no les resulte traumático, en vez de sangre, salen estallidos de colores, como si fuera confeti. Y añade que ese juego los enseña a trabajar en equipo. A ella no le parece educativo, pero tiene que tragar, no son sus hijos. Encima, como juegan todos sus amigos a la vez y no se podía conectar, le formó un espectáculo sin que ella tuviera nada que ver. Están hartos de todo, su madre le compró por internet la última versión de la consola o como se llame, «para que todos los juegos vengan actualizados y pueda interactuar».
Así llama ella a estar una hora disparando, tirando bombas y voceando brutalidades: «¡morirás entre estertores, hijo de satanás!».
Se hace cruces, pero Marisol todo lo apaña con que ella es demasiado mayor para entender a los niños de ahora. El caso es que cuando no está liado con el aparato es retraído y no habla por no ofender. Pasa de un extremo al otro.
¡Ay, su Nicolás! Seguro que él sabría cómo solucionar estos desaguisados, igual que supo conquistarle a ella, el muy ladino. A pesar de los desaires iniciales fue ganando poco a poco su confianza, hasta que la engatusó. La verdad es que es tan galante y detallista, que da gusto con él.  La idea inicial tan negativa que tenía se fue desdibujando. Buen conversador y resolutivo cuando le pedía algún consejo. Ahora lo añora. Pero cualquiera les propone a sus hijos que si puede venir a visitarla en plena pandemia, con lo mal que les cae. «Mamá, tú no estás ya en edad de relaciones, ese viejo loco nada más que quiere tu dinero» «¡Qué novedad! ¿Y qué queréis vosotros?», les contesta irritada. Su marido le dejó una buena pensión, un par de pisos y el chalé del pueblo. Todo se lo gestionan ellos. Era jubilado de telefónica. Tenía un buen puesto. Con Nicolás habla todos los días, está deseando verlo. Ha vuelto a sentir cosquillas en el ombligo y se le aceleran los latidos. Pero es su secreto ¡Cualquiera se lo suelta a los herederos! Más vale que se escandalizaran del comportamiento de sus hijos y la dejasen vivir su vida.
La compra se la traen los de la tienda del barrio, son muy amables. Hacen la lista y Marisol los llama para que lo preparen todo. Cuando cierran, a eso de las dos y media, se pasan por casa y lo suben. Se lo dejan en la puerta por precaución y llaman al timbre para que sepa que lo tiene allí. Después su hija se encarga de pagarlo por el móvil, eso ya no está a su alcance. El primer día le trajeron dos mascarillas y unos cuantos pares de guantes, todo un detalle. 
Después de acostar a Martina se pone a ver la tele. Han vuelto a ampliar el estado de alarma. El presidente comunica que en unos días van a poder salir con los niños para que se desfoguen, pero todavía no explica los horarios ni de qué manera. Solo de pensar en Martina cuando tenga campo abierto se le pone la piel de gallina. Ya no está para carreras.
A esas horas le entra el sopor de todo el día trajinando, se queda traspuesta un par de veces y decide irse a dormir. Antes pasa por la habitación de Samuel a echar un vistazo. Hay días que ha caído y otros que está liado con el fornai ese, o como diantres se llame. Por muy terco que se ponga no consiente que se quede enganchado a esas horas, pero cada vez se le hace más cuesta arriba. ¡Son nueve años! Qué va a dejar para cuando tenga quince. Lo malo es que lloriquea a sus papás y encima sacan la cara por él ¡Adónde vamos a llegar!
A la mañana siguiente llamó su yerno. Gregoria se alarmó, pues siempre era su hija la que lo hacía. Después, en la videollamada de la tarde, ya participaban todos. Le informó que Marisol estaba ingresada en el hospital. Se había contagiado del maldito virus. Pidió que le hicieran la prueba porque empezaba a tener síntomas y había dado positivo. No estaba en la UCI, la cosa no era tan grave, pero había que estar al tanto para ver como evolucionaba. Había casos y casos. Ella se puso a llorar. Ángel la tranquilizó. «No hay que alarmarse. Usted siga como hasta ahora, haciéndose cargo de los niños, se que es duro.  Yo llamaré todos los días para informaros lo que me vayan contando los compañeros. En mejores manos no puede estar. Lo de vernos sigue estando complicado mientras no mejore la situación».
No pudo pegar ojo. Se le venían a la mente los peores augurios, mezclados con unas pesadillas rarísimas. Se levantó entre noche, puso la televisión, pero nada más que había músicas extrañas, videntes y venta de productos de todo tipo. Eso no la entretuvo y siguió dándole vueltas a la cabeza. Sola, encerrada con los críos tanto tiempo y lo que quedaba. Y ahora lo de Marisol. Estaba superada, entre la angustia y el agotamiento.
En cuanto empezó a clarear llamó a Nicolás para buscar alivio en su conversación, porque estaba echa un manojo de nervios. «Grego, cariño, cómo madrugas, me has pillado en el baño, con las legañas puestas. ¿Ha pasado algo?» Ella se puso a sollozar, no era capaz de articular palabra. Nicolás le intentó calmar. Su tono era suave e inspiraba ternura. Cuando al fin se sobrepuso un poco, le explicó la situación. No podía seguir así mucho tiempo, agotada por la responsabilidad del cuidado de sus nietos y con la preocupación por el estado de su hija. Ya habían fallecido bastantes sanitarios. «¿Quieres que vaya a echarte una mano?», tras unos segundos de silencio añadió: «es broma, mujer, pues ¡no está la cosa seria! y los viejos somos los primeros que estamos abriendo el desfile». Estuvieron casi una hora de charla. Nicolás la tranquilizó y le dio ánimos a su manera, alternando chascarrillos e historietas con los asuntos peliagudos. Cuando colgó, bastante más tranquila, fue a despertar a sus nietos.
A media mañana llamaron al portero. Era Nicolás.
—Pero ¿qué haces tú, aquí? ¿Quieres subir?
—Ya he subido y he bajado. Te he dejado la compra apoyada en la puerta. Me he pasado por la tienda. Cómo me dijiste que habías encargado algo, así lo recibes antes.
—Me dejas pasmada ¿Por qué te has molestado? Podías habérmelo dicho y habernos saludado guardando la distancia.
—Quita, quita, que está la cosa sería y además ese tipo de saludo, al menos para mí, es quedarse con la miel en los labios. Bueno, me vuelvo a casa que es dónde debemos estar todos.
Cuando abrió la puerta un ramo de flores cayó a sus pies. Lo dejó encima de la mesa del salón mientras colocaba las cosas. A continuación, puso las flores en un jarrón y abrió la tarjeta: «Grego, te quiero mucho. Tengo muchísimas ganas de estar contigo, de abrazarte, de acariciar tu pelo, de buscar la complicidad de tu mirada. Una corazonada me dice que eso va a ocurrir muy pronto, pero mientras tanto tienes que sacar fuerzas de flaqueza. Todo va a salir bien. Siempre has sido una luchadora y lo vas a conseguir. Tu enamorado, Nicolás». «¡Qué cosas tiene este hombre!», dijo en voz alta poniéndose colorada. Sonaba bien lo de enamorado, un poco cursi, quizá, pero había conseguido su objetivo. Se sentía pletórica después de la sorpresa de su pretendiente, como se decía en su juventud y, tras esta perorata interior, se sorprendió frente al espejo con una amplia sonrisa en el semblante.
Marisol tenía altibajos en la evolución de la enfermedad, pero las noticias que le transmitía Ángel últimamente eran alentadoras. Había estado a punto de ingresar en la UCI días atrás, pero la mejoría de la última semana era imparable. Desde anteayer ya se ponía al teléfono un ratito y hoy habían quedado en hacer una videoconferencia con los peques, todos juntos.
Tras la típica conversación insustancial y el cariñoso reencuentro virtual de Martina y Samuel con su madre, Gregoria les sorprendió a todos: «Ahora que parece que ya vas saliendo del pozo, aprovecho para daros una noticia. A lo mejor no lo entendéis y pensáis que estoy perturbada, pero está muy meditada y no hay marcha atrás. En cuanto toda esta pandemia pase y volvamos a la normalidad estáis invitados a mi boda. Me caso con Nicolás».

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