Hogar, dulce hogar. Llega a casa con Ulena, introduce las
llaves a la primera. Tras la reforma ya se está familiarizando con las distancias
y las referencias, pero le está costando. Cuando abre la puerta el olor a
barniz del parqué asciende hasta las fosas nasales. El día ha sido complicado.
Un patinete por poco los lleva por delante y un bolardo casi lo capa. Después
de unas sentadillas resoplando y apretando dientes al subir y al bajar, el
dolor disminuyó y ha podido seguir la marcha. En el metro, un viajero le pisó
el rabo a Ulena, que lanzó un aullido lastimero. La gente se alborotó, se fue a
la otra punta del vagón y casi provocan una estampida.
En el trabajo ni fu ni fa, nada que destacar. Bueno sí, Estrella
sigue apareciendo de vez en cuando para darle conversación, le trae café, se
ofrece a llevar los informes a la bandeja del correo… Tanta amabilidad le escama,
aunque en el fondo reconoce que esos ratitos lo estimulan, rompen la monotonía
laboral. Además, esa chica tiene algo especial, una complicidad crece entre ellos
día a día, pero le da miedo que pase de ahí. No es lástima lo que le transmite
como la mayoría de los compañeros y conocidos, pero no está preparado para
nuevas relaciones ni lo va a estar nunca. Así que, cuando ella le lanza
insinuaciones veladas, o la charla, entre bromas y veras, toma derroteros que transcienden
la amistad, se tensa, se muestra cortante, antipático. Ella sale de escena resignada.
Echa de menos a Elisa, su único amor verdadero, han sido tantos años.
Está agotado, se tumba en el sofá, recoge las manos bajo la
nuca y entrecruza los dedos ¿cierra los ojos? Pues sí, los cierra, hasta ahora
no había pensado en ello, pero es un gesto instintivo que ha realizado durante
mucho tiempo, aunque ya de igual. Su mente lo traslada a Cedillo, el pueblo de
Elisa. Recuerda aquellos días que pasaban en verano. Para soportar mejor las
horas de calor iban a la piscina, aunque Victoriano, su suegro, les reprendía «¿Cómo
se os ocurre salir con toda la flamaza? si a esta hora no hay quien pare
por las calles. ¿Para poneros a remojo? Ya os doy yo un manguerazo en el patio
y no tenéis necesidad». Más tarde, después de cenar, iban a pasear por los
alrededores, el sol se había puesto hacía rato y había refrescado un poco. Les
gustaba alejarse y contemplar las luces de la población desde la lejanía y el
techo de estrellas sobre sus cabezas. Rompían el silencio los grillos y el sonido de
las aves nocturnas. Se miraban a los ojos, se abrazaban y empezaban a besarse
poco a poco. En alguna ocasión el arrebato amoroso subía de tono, eran
incapaces de refrenar los impulsos, se echaban tras una linde y hacían el amor.
Era maravilloso. Cuando volvían agarrados de la mano por el camino, Elisa le
decía que eran un par de insensatos, que si llegase a pasar alguien le hubiera
ido con el cuento a sus padres. Daniel la contestaba que no estaban cometiendo
ningún delito y que el amor y el dinero son difíciles de mantener ocultos.
Una de estas noches salió al patio para mear antes de
acostarse, Victoriano fue tras él y cuando se estaba aliviando le dijo:
—Daniel, majo, te lo voy a decir una vez sola. La próxima ocasión
que quieras revolcarte con mi hija tendrá que ser después de pasar por el altar;
así ha sido siempre y así va a seguir siendo en mi familia si quieres tener
tratos con ella.
Se quedó como sin sangre, acalorado y con los ojos fuera de
las órbitas.
—¿Cómo ha sabido…?
—Soy casi analfabeto, pero no tonto. Sacúdete mejor la ropa,
zangolotino.
Se ha quedado traspuesto y ahora le vienen otras imágenes
muy distintas, las del día del accidente. «Estaban en casa haciendo las maletas
para pasar unos días en Cullera. Marina llevaba su trolley rojo, el que
compraron en Disneyland París». Le escuecen los ojos, se despierta bañado en
sudor. A pesar de las terapias y del tiempo transcurrido el desánimo le puede, cree
que no lo va a superar nunca.
Se levanta, se refresca la cara y echa un vistazo al móvil.
Se le hace raro comprobar que tiene veinticuatro mensajes pendientes del grupo
de trabajo. Los abre y, siguiendo el hilo de la conversación de los compañeros,
deduce que han mandado un correo electrónico de la gerencia comunicando que el
presidente del gobierno ha declarado el estado de alarma y hasta nueva orden no
tienen que volver por la oficina. Se empezaba a sospechar algo por la evolución
de los acontecimientos en la última semana, pero lo de quedarse en casa le ha
sorprendido. En su caso lleva un año teletrabajando dos días a la semana, pero
necesitaría varias cosas que tiene en el despacho. En fin, ya les informarían
de cómo tenían que desarrollar la tarea. Su antiguo jefe le quiso echar a la
calle en cuanto le hablaron de adaptar su puesto de trabajo y comprarle un
ordenador especial ante su nueva circunstancia, pero los sindicatos se portaron
fenomenal. Denunciaron ante inspección de trabajo y tuvo que claudicar. En los
últimos tiempos, habían llegado nuevos vientos a la oficina, más tolerantes; se
había convertido en una empresa pionera en la implantación de nuevas
tecnologías y métodos de trabajo virtuales.
Por la noche puso la tele. El presidente se dirigía a la
nación transmitiendo las nuevas normas que debían acatar los ciudadanos. En su
caso le dejaban sacar a Ulena
dos veces al día, pero el tiempo imprescindible para que hiciera sus necesidades.
Hablaba de sanciones, de infectados, de muertos, de picos y de curvas. El
problema era más serio de lo que algunos habían creído en un principio. La OMS
había declarado pandemia mundial. En ese momento sonó su móvil, era Estrella. Le
chocó, solían comunicarse por wasap.
Le dijo que le llamaba por lo del estado de alarma. Que si
necesitaba ayuda ella le podía hacer la compra o llegarse hasta la farmacia a
por medicinas. Aunque no dejaban alejarse de la zona de residencia de cada uno,
podía pedir un salvoconducto, porque habían dicho en la tele que en casos excepcionales
estaba contemplado. Lo que estaba oyendo le enfadó mucho. Era ciego, pero eso
no significaba que no se pudiera valer por sí mismo; ya había superado esa
etapa de pánico a salir de casa y con Ulena
se manejaba perfectamente. Le dijo que, si sentía compasión por él, se
podía ir al carajo y, fuera de sí, colgó. Le hervía la sangre. Se fue
apaciguando poco a poco, la respiración recuperó su ritmo habitual. Al rato se
dio cuenta de que había perdido los estribos sin ton ni son. Estrella le quería
ayudar de verás, le caía bien y un rato en su compañía o de conversación le
habría venido fenomenal. Pero con ese pronto, la había cagado. Como decía su
suegro: «Hay que pensárselo mucho antes de desembuchar porque las palabras no
se pueden recoger». Acababa de cortar toda comunicación con el exterior e iba a
pasar la cuarentena sólo y sin nadie a quien acudir para desahogarse o aliviar
sus preocupaciones en los días del encierro.
Tomó una pastilla para intentar descansar porque la cabeza
le bullía y tenía claro que no iba a dormir si no se dopaba. A pesar de ello se
despertó a cada rato y volvieron a reproducírsele las imágenes del fatídico
día. «Elisa situó a Marina detrás del asiento del conductor, en su silla con
anclajes Isofix, y se sentó en el asiento del copiloto. Siempre que
hacían un viaje largo, fuera de los desplazamientos cotidianos, se iban
relevando. Daniel haría el primer tramo de unos ciento cincuenta kilómetros,
hasta que parasen a desayunar. Cuando arrancó chispeaba un poco, fue arreciando
y, al incorporarse a la A-3, la lluvia era torrencial. Tendría que ir con
cuidado. A pesar de que no era un loco del volante, con la calzada mojada y la
visibilidad reducida, habría que extremar la precaución».
Ocupó los dos días siguientes con el teletrabajo, el grupo
de wasap, Internet, la radio y la tele. Entretenimientos pasivos. No le
apetecía hacer ejercicio. Salía con Ulena
dos veces al día, daban una vuelta a la manzana, eso era todo. Recordó cien
veces la salida de tono que tuvo con Estrella, estuvo tentado de llamarla, pero
no se atrevió, era un cobarde. Para comprar bajaba a la tienda de la esquina, había
que potenciar el comercio de barrio, aunque también hizo una compra de productos
menos habituales, que se le iban acabando, en un supermercado. La realizó a
través de la web y aunque la lista de espera, debido a la cuarentena, era de
diez días, al estar en uno de los colectivos que el real decreto había incluido
como desfavorecidos, se la trajeron al día siguiente.
Las noches eran muy jodidas, se empastillaba para
que no aparecieran de nuevo las imágenes de la hecatombe, de la desgracia que
cambió su vida para siempre. «Cuando iban por el kilómetro cien, a la altura de
Saelices (siempre que pasaba por allí recordaba que se habían desviado varias
veces para visitar las ruinas romanas de Segóbriga), de repente, entre las
escobillas del parabrisas y el aguacero reinante, apareció un objeto que surcaba
los aires y se dirigía hacia ellos a gran velocidad. ¿No pudo hacer nada por
esquivarlo? Eso le dijo, tiempo después, la guardia civil y se lo habían
repetido hasta la saciedad en los tratamientos a los que acudió después de la
recuperación física, pero por mucho que le dijeran, en su foro interno, sigue
pensando que lo hacían para que la losa se hiciera más liviana».
A la semana se armó de valor y llamó a Estrella. Lo había
estado dando vueltas, pensando a veces empalmar el hilo truncado con un wasap para
ver como reaccionaba ella, pero por una vez se dijo que al toro hay que
agarrarlo por los cuernos. Se hizo un pequeño guión con algunas frases para
romper el hielo, aunque al final lo hizo jirones, respiró profundamente varias
veces y, con más miedo que vergüenza, se decidió por la espontaneidad:
—¿Qué quieres, Daniel?
—Pedirte perdón. El otro día me comporté como un imbécil.
—Perdonado. Te tengo que dejar que me has pillado
planchando.
—Desenchufa la plancha, por favor —tras unos segundos de
tenso silencio, que se le hicieron eternos, Estrella preguntó:
—¿Para qué? Te ofrecí ayuda y me dejaste claro que no la
necesitabas.
—Te mentí y te repito que mi conducta fue impresentable. No
necesito, como lo diría, asistenta, no preciso una criada. Me basto y me sobro.
Te necesito a ti. Charlar contigo un rato me relaja, me agrada, no sabes el
bien que me hace. Me gustas mucho y una semana entera enclaustrado y sin oír tu
voz se me ha hecho interminable. Soy un cagón. Ya lo he dicho, tampoco era tan
largo. Puedes seguir planchando. Adiós.
—¡No cuelgues! Daniel ¿Por qué dices que eres cobarde? Eres
un guerrero. Después de que tu vida se desmoronara te has levantado para
seguir. No te subestimes.
—Por eso me agrada hablar contigo, Estrella. Las cosas que
me dices me suben la moral, pero no hay que llamarse a engaño, los altibajos
son constantes y tengo días de tirarme por la ventana.
La ropa se quedó sin planchar. Estuvieron dos horas
seguidas al teléfono y ninguno se decidía a cortar. Se hicieron confidencias,
rieron, lloraron, hasta que Estrella le sorprendió proponiéndole un reto: «Si
me invitas a comer, pasaré por tu casa mañana. Me apetece mucho achucharte». Daniel
entró en pánico.
—Reconoce que te apetece tanto como a mí.
—Sí, no lo niego, pero qué me dices del estado de alarma.
Te pueden parar y pedir los papeles.
—Ahora mismo entro en la web de la comunidad de Madrid y
pido un salvoconducto para ir a atenderte, eres una persona vulnerable, no lo
digo yo, lo dice el gobierno —y soltó una risita picarona.
—También recomienda no acercarse a menos de metro y medio, me
parece que lo llaman distancia social.
—Iré con mascarilla, pero no sé si podré sujetarme.
La cita del día siguiente lo estimuló de tal manera que era
incapaz de dormir, una agitación interna recorría su cuerpo, hasta que se
reencontró con la escena una vez más. «El conductor de un todoterreno que venía
en dirección contraria a gran velocidad, perdió el control y el vehículo saltó
la mediana. El impacto fue brutal, el estruendo horrísono. El volante se le
clavó en el pecho, el parabrisas estalló y una lluvia de cristales se le clavó
por toda la cara. Lo último que oyó fue el alarido desgarrador de Marina.
Despertó en la UCI de un hospital, luego supo qué había pasado un mes desde el
accidente. Los psicólogos le fueron preparando para darle las malas noticias
poco a poco. La primera fue que nunca volvería a ver. Se quedó frío. Ese mazazo
pasó a segundo plano dos días después cuando, tras varias largas y ambigüedades
a sus preguntas sobre el estado en que se encontraban Elisa y Marina, le
comunicaron que habían muerto ambas. Aunque se temía lo peor, le quedaba una
ligera esperanza. Oírlo de los labios de los especialistas, le dejó noqueado, la
existencia dejó de tener sentido para él. Ni siquiera había podido despedirlas.
No las vería nunca más. Cayó en un pozo».
Entre las brumas de los sueños mezclados con los recuerdos,
percibió el sonido de un timbre lejano, reiterativo. Le despertó el sonido de su
móvil. Ulena estaba dándole lametones en la cara y emitiendo gañidos. Palpó en
la mesilla hasta que dio con el teléfono, lo cogió y descolgó. Era Estrella. Le
dijo que se había asustado ¿Dónde estaba? ¿Por qué no le abría la puerta? Le
contestó que se había quedado dormido y le preguntó por la hora. ¿Las doce ya?
Se levantó torpemente y fue a abrirle la puerta.
—Perdona, pero no me ha dado tiempo de hacer nada de comida,
a ver que me invento, me tomé un somnífero y…
No pudo seguir hablando porque sintió una succión en los
labios. La sorpresa le hizo dar un respingo hacia atrás atrás.
—¡Embustera! Has venido sin mascarilla.
—No. La llevo en la mano.
Se le escapó una risa nerviosa que fue aumentando de volumen
y contagiando a Daniel. Ulena, extrañada, se puso a ladrar y a correr, bajando
y subiendo el tramo de escaleras. Pasaron adentro antes de que los vecinos se
asomaran sorprendidos por el alboroto. Allí, como por arte de magia, se desactivaron
todas las reservas e infringieron las recomendaciones más elementales de la
cuarentena. Comenzaron a besarse compulsivamente al tiempo que se abrazaban, se
acariciaban la espalda y seguían bajando. No podían ni querían parar. Se saltaron la comida. A esa hora la mascarilla
y las demás prendas de ambos estaban desparramadas por el suelo del pasillo y
ellos en la cama. La tarde se les pasó en un suspiro, entre el sexo, las risas,
las miradas acarameladas y la plática. Daniel propuso hacer una cena romántica,
con velas y adornos. «Bajaré al trastero. Llevé allí todos los recuerdos. La
primera intención era tirarlos, pero me los quedé por si alguna vez era capaz. Elisa
era muy de perifollos». Después de cenar se acostaron y cayeron rendidos. Cuando
amanecía Estrella se vistió y salió con los zapatos en la mano.
Daniel se despertó tarde, había descansado como hacía
tiempo. Estiró el brazo, palpó la sábana. Estrella no estaba en la cama, ni en el
baño, ni en la cocina. Se aseó y le puso un wasap. «Cariño ¿Por qué te has ido
sin avisar? Eres una maleducada».
Al ver que no le contestaba y que ni siquiera lo había leído,
por la tarde la llamó un par de veces, pero le contestó una voz impersonal
diciendo que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. El día siguiente
lo mismo, fue incapaz de comunicar con ella, cada vez estaba más angustiado. Dos
días después de su cita preguntó en el grupo de wasap del trabajo si alguien
sabía algo de Estrella. Le contestaron que no, que hacía tiempo que no
participaba, pero que no era la única.
Dio muchas vueltas a la cabeza, recordó que en el bloc de
notas de su móvil tenía apuntada la dirección de Estrella. Hacía dos meses que
había comprado un smarphone para ciegos de última generación, con pantalla
táctil y múltiples apps como reconocimiento de textos y de voz, una
pasada. Decidió saltarse la cuarentena e ir a su domicilio porque si no le iba
a dar algo. Dadas sus circunstancias, pensó, la policía se mostraría
comprensiva. Consultó como llegar. Línea 5 directa, ocho estaciones.
Llamó varias veces al portero automático, no obtuvo
respuesta. Estaba cada vez más desesperado. Se le ocurrió probar con el vecino
de rellano, le contestó que desde el confinamiento no la había vuelto a ver. Le
pidió, por favor, que llamara al timbre de la puerta por si existía algún
problema con el portero. Así lo hizo y al momento volvió y le comunicó que no
estaba en casa. A lo mejor había ido a visitar a su abuela a la residencia, lo
hace con frecuencia. Estaba muy cerca, al lado de la Plaza del Parterre, se
llama María Auxiliadora y le dio el nombre de la abuela, Aurora.
Buscó en Google la dirección y el GPS, en modo voz, le fue
indicando como llegar. Ulena estaba inquieta como siempre que salían de los
recorridos habituales. Cuando llegó a la residencia preguntó en portería.
—Busco a Estrella Martínez, una chica baja, morena, con el
pelo corto y ojos verdes que viene a menudo a visitar a su abuela que se llama
Aurora.
—Si, se quién me dice, precisamente me acaba de comentar un
compañero, que venía de su habitación, que Aurora estaba desecha porque su
nieta está ingresada en la UCI.
—¿En la UCI? —repitió mecánicamente mientras una flojera
recorría su cuerpo—¿Puedo subir a hablar con ella? Me pondré la mascarilla.
—Lo siento, pero no. Tenemos pacientes infectados, otros
aislados, algunos han fallecido, la pandemia se ha cebado con la gente mayor y
con las residencias. No está permitido el acceso a nadie ajeno.
—Pero necesito saber que le ha pasado, ¿ha tenido un
accidente? ¿dónde está ingresada? Por favor se lo pido.
—Le puedo explicar lo que me han contado. Vino a visitarla
anteayer, Aurora se dio cuenta de que tenía muy mal aspecto, por lo visto la
frente le ardía, así que la mandó al ambulatorio de especialidades del edificio
colindante y de allí se la llevaron en ambulancia al Doce de Octubre. Tiene
coronavirus en estado avanzado, los pulmones bastante dañados. Le han dicho que
no saben si saldrá de esta.
Un hachazo lo sacudió. En ese momento cayó en la cuenta de
que desde el día anterior tenía una tos seca persistente y que le había costado
un montón levantarse, tiritaba un poco y sentía dolores musculares por todo el
cuerpo.
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