Diminutos cristales brillan sobre la
calzada. Aún no es de día. A los escasos transeúntes que caminan por la calle se
les escapa el vaho a través de los tapabocas. Sus sombras se reflejan sobre los
muros proyectadas por la amarillenta luz de los faroles. La Navidad se acerca.
Siente frío, mucho frío. Un señor de los que le saludan todos los días le
consiguió un gorro con orejeras, al estilo ruso y eso le ha venido fenomenal. Otro
le ha regalado un abrigo de esos deportivos, con mucha guata, bastante
resistente al frío. Su amigo Gerôme dice que le recuerda al muñeco de Michelín.
Es muy gracioso. En su compañía es más llevadero este clima infernal.
Nicolás lleva unos meses en España y los recuerdos habaneros le fustigan de forma reiterada, más, si cabe, en las fechas que se acercan. Se recuerda corriendo en sandalias por el malecón, festejando junto a sus compadres. Formaban gran algarabía mientras quemaban el muñecón de año viejo. Un hervidero de gente bailando alrededor al son de guitarras y maracas. No tenían posesiones materiales apenas, pero eran felices y olvidaban sus miserias durante estas celebraciones. Música y algún tiento a la botella de ron que mercaba algún conocido, con eso pasaban la noche.
Aunque todo pasaba por el
tamiz del gobierno, no dejaba de reconocer que era un privilegiado. Había realizado
estudios superiores de manera gratuita, incluido transporte y manutención. Por ser
médico rural disponía de un vehículo para desempeñar su trabajo. Lo aprovechaba
para dejar a su esposa Evia en
lugares estratégicos donde hacían parada los autobuses de turistas. Con la
parte de sueldo que le quedaba, después de rendir cuentas al erario, compraban
frutas variadas, exóticas para los visitantes y su mujer se dedicaba a hacer
zumos y venderlos. Habían conseguido una vetusta licuadora en el mercado negro
y con ella habían aumentado bastante la producción. Los turistas pagaban en
dólares. Podían considerarse unos verdaderos afortunados si miraban a su
alrededor. Entre los vecinos se socorrían. Los tenían que ayudar en muchas
ocasiones porque la solidaridad estaba instaurada en todos los rincones de su
barriada y había muchísima gente pasándolo mal. En Navidad adquirían y
realizaban la distribución de los ingredientes necesarios para elaborar una provechosa
cena en la que no faltasen postres típicos como las galletas de azúcar y los pasteles
de ron.
Tenía
amigos que habían marchado a España. Mandaban dinero a sus familiares. Le
enseñaron vídeos en que multitud de personas iba a Centros comerciales inmensos
y compraba ropa y comida sin cortapisas. Se le metió en la cabeza que podía
hacer como ellos. Parecía un buen lugar y el idioma, que suele ser un freno en
los inicios, no supondría ningún obstáculo. Se lo comentó a Evia. Se sorprendió
bastante. Le gustaba la vida que llevaban en la isla, siempre había pensado que
a Nicolás también. A ella no la engatusaban con unos vídeos del gran
despilfarro que suponía la sociedad de consumo.
Sabía a ciencia cierta que había muchos compatriotas que una vez allí no
les iba tan fenomenal como lo pintaban los que le mostraban aquellas imágenes.
Pasaban necesidad, no tenían techo donde cobijarse. Eso en Cuba, a pesar de las
estrecheces, no ocurría. Pero Nicolás, desde aquel día cambio de actitud. Parecía
que le habían activado un resorte en el cerebro. Dejó de prestar ayuda a sus
convecinos. Nada más que vivía para reunir dinero y dar el salto en cuanto
tuviera ocasión. Le presentaron a individuos que se dedicaban a preparar el
tránsito, los contrarrevolucionarios.
Meses
después tuvo todo dispuesto y se lo comunicó a Evia, a hechos consumados. Ella
había intentado desactivar la obsesión que acaparaba su mente durante ese
tiempo. Se había mostrado activa, haciéndole nuevas propuestas para su vida en
común. Nicolás callaba, se mostraba inexpresivo, contestaba con evasivas, pero
como estaba comprobando esa noche, no había conseguido mermar ni un ápice su
ilusión:
—Cariño, el lunes embarco,
me han inscrito en un congreso médico en Guadalajara, una ciudad cercana a
Madrid, me quedaré allí y no pienso regresar. Puedes acompañarme. Han
falsificado un documento de identidad para ti, porque los milicos nunca consentirían
que un matrimonio abandonase el país al mismo tiempo. Está muy logrado. Figuras
en él como doctora y también te han confeccionado una invitación para el mismo
congreso. Estos compañeros tienen experiencia. Aunque incómodo, el viaje en barco
es más económico y no está sometido a un control tan férreo.
—Al final te vas a salir con
la tuya. Necesito tiempo para pensarlo, veo que no dispongo de mucho. Es duro
cambiar el decorado de tu vida de un día para otro, estoy muy a gusto aquí.
Sabes que te quiero demasiado para dejarte ir sólo, pero me disgusta que hayas
hecho todos estos planes sin consultarme.
—Era la única forma, la más
rápida. Perdona mi egoísmo. Tu concurso hubiera ralentizado la decisión o la
hubiera desbaratado. Sabes que es mi gran anhelo, pero sin ti no soy nada.
Los planes iniciales zozobraron
totalmente durante la travesía. Ya en el proceso de embarque descubrieron la
añagaza que habían preparado para Evia. La interceptaron los del control
aduanero. A pesar de que se le abrían las carnes mientras la bajaban por la
escalerilla del trasatlántico, tuvo que mantenerse impasible para no levantar
la más ligera sospecha. Fue desgarrador. Cuando llegó a Cádiz había
desaparecido el equipaje. En su interior tenía todos los títulos que
acreditaban su profesión y los contactos que le facilitarían sus primeros pasos
en España. Consiguió llegar a Madrid y se le ocurrió presentarse en la embajada.
Allí lo trataron como un perro por traidor. Fue un incauto. A los pocos días de
llegar ya estaba pensando en el regreso. Contactó con cubanos que le consiguieron
trabajo, ocupaciones que nunca había realizado, pero no había otra alternativa:
limpiacristales, jardinero, peón de albañil. Le dijeron que en unos meses
juntaría plata suficiente para la vuelta, pero que no se obsesionara, a lo
mejor entonces ya no quería regresar, que lo peor son los inicios, pero al
final te acostumbras. A Nicolás se le hizo todo muy cuesta arriba, no veía
salida, se dio a la bebida y perdía en poco tiempo todos los trabajos que le iban
ofreciendo. Echaba de menos Cuba y sobremanera a Evia. Según pasaban los días
veía más difícil poderse reunir con ella de nuevo.
Acabó durmiendo entre cartones, bien acompañado. La solidaridad imperaba entre los sintecho. Cuando amanecía se sentaba en una esquina bastante transitada que le había aconsejado Gerôme y juntaba unos cuantos euros. Con ellos compraba comida y bebida en un supermercado cercano. El personal ya lo conocía, era amable y comprensivo, lo trataba bien. Cuando le faltaba un poco de dinero se lo perdonaban. En ocasiones le regalaban algo de comida y agua mineral. Nada de alcohol. Además, lo regañaban. No es fácil resistir a la intemperie sin caldearse un poco por dentro. Hoy hicieron una excepción. Le dieron tres botellas de sidra para compartir con sus amigos. Era Nochebuena. Los municipales hicieron la vista gorda, pasaron de largo a pesar de que habían hecho lumbre para calentarse y asar un poco de panceta en los soportales. Los voluntarios del Samur Social les hicieron una visita, les trajeron caldo que les templó el cuerpo. Animados por el ambiente festivo que se respiraba por doquier se arrancaron con unos villancicos tradicionales españoles que acompañó golpeando rítmicamente dos botellas entre sí.
Dieron cuenta de la sidra, la hoguera se extinguió, disminuyó el alboroto de la calle, le invadió de nuevo la tiritona. Llevaba una semana temblando sin tregua apenas. Sus compañeros lo aconsejaron que se lo dijera al personal del Samur. Estaban preocupados. Les prometió que se acercaría al día siguiente. Lo dejaron tumbarse cerca del rescoldo, se tapó con los cartones y no tardó en quedarse dormido. Su sueño le lleva una vez más a Cuba y a Evia, por fin se han reencontrado. Ella le dedica la mejor sus sonrisas, esa que siempre consigue desactivar todas sus defensas y sucumbir sin remisión. Están abrazados en el malecón, frente al mar. Su rumor cadencioso le transmite paz. Levanta la vista, el cielo lo envuelve cuajado de estrellas.
Cuando apuntaba la claridad
del día sus amigos se desperezaron y comprobaron que Nicolás había dejado de
tiritar.
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