martes, 27 de octubre de 2020

PANDEMIO

—¡La noche está en pañales! —dijo Cristóbal, y echó un buen trago al gin tonic. Parte del líquido rebosó por las comisuras, le rodeo la barbilla y le escurrió garganta abajo.

—Lo que tu digas chaval, pero las órdenes del gobierno son clarísimas, son las diez y tengo que cerrar, me duele a mí más que a ti.

—Vaya cortarrollos que estás hecho, que le den por saco al gobierno. Sácame otra copa de estas con yerbajos, cierra y márchate a tu casa, yo me quedo aquí sentado en la terraza a tomármela tranquilamente con Dioni.

—Para nada, no puedes ser tan vivo con la coartada de que estas achispado. Tengo que dejar la terraza y todo el mobiliario recogido y encadenado, primero porque me lo pueden robar y segundo porque los municipales me van a crujir en cuanto la vean.

—Déjalo —dijo Dioni, no lo comprometas, es temprano, pero así están las cosas, nosotros nos vamos de marcha. Sí, no me mires con ese careto. Me han invitado a una fiesta privada. Sin normas, sin mascarillas ni distancia de seguridad ni pendejadas de esas. Alcohol, mujeres y alguna cosilla más.

—¿Qué me estás contando? Eres un crack, un tahúr, mi salvador.

—Pues ahuecad el ala, par de delincuentes, que yo recojo y me voy, pero ya os vale, que tenéis una edad para ser un poco más responsables y podéis joder a mucha gente.

Cagao, que eres un cagao. Nos limitamos a hacer caso a nuestro presidente «salimos más fuertes». Nosotros salimos a por todas, me han dicho que hay un ganao selecto en el garito. ¿Cómo se te ha quedao el cuerpo? —Dioni se echó a reír a carcajadas.

 

Empezaba a hacer frío en el otoño madrileño, se subieron las solapas de las cazadoras y avanzaron hacia la plaza de la Paja, lugar donde estaba el local donde se celebraba la fiesta clandestina.

—Me está guasapeando Pandemio, dice que hay un ambientazo, que llamemos al timbre y digamos que vamos de su parte, teniendo cuidado al entrar de que en ese momento no ronde ningún patrulla en los aledaños, no nos vayan a colocar los munipas.

—Sabes lo que te digo Dioni, que el par de copazos me han sentado de puta madre, vengo dispuesto a todo, con las tías me refiero, hace mucho que no me como una paraguaya.

—Pues según me han dicho aquí hay para escoger y revolver, además son facilonas, te entran sin ningún escrúpulo, ni te tienes que preocupar. Un chollo. 

Estaba todo bastante oscuro, luna nueva. La calle Segovia estaba bien iluminada, pero cuando torcieron por Costanilla de San Pedro hacia Príncipe de Anglona tuvieron que encender la linterna del móvil. Era inconcebible que, en pleno centro de Madrid, tuvieran que andar a tientas. Por fin llegaron a la Plaza. Allí las farolas, aunque con luz amarillenta y débil, iluminaban la explanada. Avanzaron de frente hasta un local con un cartel apagado encima del dintel de la puerta en el que se podía leer la leyenda «Madrid me mata». El cierre estaba echado, pero por los laterales de las cortinas se filtraban rendijas de luz. Se notaba algarabía en el interior. Llamaron al timbre.

Les abrió una chica morena, de ojos claros, figura esbelta, pechos aceptables, labios finos y vestido ceñido de tirantes que le llegaba por debajo de las rodillas. Amusgó la mirada y les pidió la contraseña.

—Venimos invitados por Pandemio.

—No es correcta, lo siento —y, ante su estupefacción, volvió dentro cerrando la puerta.

Maldijeron su suerte, se miraron abatidos. Antes de emprender la retirada con el rabo entre las piernas, Dioni marcó el número de su amigo. En ese momento se volvió a abrir la puerta y apareció Pandemio mostrando una amplia sonrisa.

—Qué caras más largas, chicos. Rosa es una cachonda dentro y fuera de la cancha, no se lo tengáis en cuenta. Y pasad, que al final, como aparezcan los municipales, nos empapelan. ¡Qué gentuza!

Reinaba la tranquilidad, aunque subía ruido de música y jolgorio procedente del sótano. Había una pared llena de alcayatas con un número asignado y una frase pintada con tiza arriba del todo. «Cuelga aquí tu mascarilla y memoriza».

Mientras descendíamos por las escaleras los decibelios iban aumentando de volumen. Al llegar abajo observamos que había bastante ambiente. Habían colocado en el techo unas bolas discotequeras que hacían girar luces de colores por las paredes. También había un DJ con micrófono en mano, que cambiaba la música e iba animando al personal para que no decayera la juerga.

Había gente bailando en el centro de la sala, otros charlaban con la copa en la mano. Era cierto, había un montón de tías, más que tíos y eso les sorprendió gratamente. Habría que tirar la caña, hacía tiempo que no veían tanta fémina junta.

Pidieron un par de copas en la barra y se acercaron al corro donde estaba Pandemio, un grupo numeroso. Entre sus miembros, Rosa, la que les hizo la recepción y les dejó el alma en un puño. Se sonreía por lo bajo y los miraba de reojo. Se unieron a la conversación. Tenían que hablar a voces por el volumen de la música y el tema de conversación era el apodo de su amigo. De primeras chocaba, pero ellos ya lo habían oído comentar en varias ocasiones.

 Lo estaba contando Beltrán, otro amigo de la panda, porque al interesado no le hacía mucha gracia recordarlo, aunque cada vez le resbalaba más lo que pensasen los demás. Tuvo un hijo a finales de marzo. Llevaban meses dando vueltas a que nombre ponerle y no se decidían. A finales de enero, escuchó en la tele al presidente de la OMS comunicar que declaraba al COVID 19 como pandemia mundial. Entonces se le encendió la lucecita y se le ocurrió una idea peregrina. En su familia había tradición por esas rarezas y por los nombres poco corrientes. Sin ir más lejos, él se llamaba Pancracio. Le dijo a su mujer que ya había dado con el nombre ideal, que le pondrían Pandemio. Ella pensó que estaba de coña y le rio la gracia en un principio, hasta que se dio cuenta de que iba en serio.  «Ahora dejan poner cualquier nombre y así tenemos un recuerdo del año que nació. También me hace ilusión porque empieza igual que el mío». Resumiendo, que tras una enconada disputa, prevaleció la cordura. Ganó ella. Aunque a regañadientes, dio su brazo a torcer y le pusieron Nicolás. Este episodio minó su relación que ya venía siendo tortuosa. Decidieron separarse al poco tiempo. Ahora se encontraba otra vez disponible. Los amigos, de broma, le habían apodado de esa forma y ya no le llamaban de otra manera. «¿Cómo puedes ser tan friki?» le dijo Susana, a lo que respondió con una subida y bajada de hombros desganada.

A Cristóbal le estaba cargando ya la conversación. Se acercó a Rosa y le preguntó si le apetecía bailar, porque la noche se estaba amuermando. Ella asintió. A él le pareció percibir brillo en sus ojos. Se colocaron en el centro de la pista y agitaron los cuerpos al ritmo de la música. Dos o tres canciones más tarde bajaron las luces y sonó la balada Still loving you. Se amarraron para bailarla unidos, mejilla con mejilla. Cuarto de hora más tarde Susana fue al baño y empezó a oír gruñidos, jadeos entrecortados y chillidos que procedían de uno de los habitáculos. «Estos no andan con preámbulos», pensó.

Al rato aparecieron agarrados de la mano, justo en el instante en que se apagaron las luces discotequeras y se encendieron las de sala. El encargado les dijo que tenían que irse, que ya eran las cuatro y era un milagro que no hubiese aparecido la policía. Más no se podía alargar la velada. Además, a las nueve tenía que subir la persiana para los desayunos. Necesitaba descansar unas horas.

Rosa y Cristóbal se pasaron los teléfonos entre el ir y venir de la gente que comenzaba a desfilar. Quedaron en citarse el fin de semana. Al día siguiente ambos tenían que trabajar. Cristóbal le comentó a Rosa que había decidido no acudir por la mañana, no estaría en condiciones. Era comercial. Comunicaría a su secretaria que tenía que visitar a dos clientes que a su vez dirían lo mismo a sus jefes. Lo tenían pactado y de vez en cuando utilizaban esa artimaña y se quitaban de algún madrugón.

Acompañado de Dioni se fue para casa. Además de amigos eran vecinos. Por el camino su compañero le preguntó por Rosa: «¿Ha sido solo un calentón o piensas que puede surgir algo serio?». «Me gusta, pero en un rato tampoco se puede saber, estaba muy necesitado. El tiempo lo dirá, amigo Dionisio», contestó engolando la voz. Llegaron al barrio y se despidieron. Cristóbal alcanzó a duras penas la habitación. Sin darse cuenta el alcohol le había ido subiendo. Todo le empezó a dar vueltas. Se dejó caer en la cama.

Se levantó a la hora de comer porque lo llamó su abuela Eulalia. Vivía con ella y con sus padres.

—¿Qué pasa Sandokán? ¿Qué la noche fue dura? Menudo ritmo llevas.

—Tampoco salgo tanto, papá. ¿Qué es eso de Sandokán?

—Déjalo, un personaje de mi juventud. Ahora lo que me preocupa es esta época. Estás todo el día mano sobre mano, sin oficio ni beneficio. En medio de una pandemia te marchas de juerga alegremente.

—Estáis todos cagaos. Además, llevaba la escafandra y guardé la distancia de seguridad. Sabes que le estoy dando vueltas para ver qué oposición elijo.

—Te vas a marear con tanta vuelta y aquí lo que hace falta es que entre algo de dinero en breve y no malgastarlo en jarana como tú. Mi sueldo ya no se puede estirar más. Lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar cuanto antes, de lo que sea, pero ya.

—Es que no sale nada de lo mío.

—Vete a la mierda. Ordenación del territorio. Menuda patochada. Ya te lo dije cuando ibas a comenzar los estudios: «¡Pero si el territorio ya está muy bien ordenado, cada cosa en su lugar!» Pero te empeñaste y ahora nos vemos como nos vemos. Peón de albañil, camarero, barrendero o eso de Uber que está tan en auge. De lo que sea y más pronto que tarde.

 

Dos días más tarde Eulalia comenzó a tener los primeros síntomas. Estaba cocinando y al ir a probar las lentejas le pareció que no tenían sabor. Había echado lo de siempre, quería saber cómo estaban de punto de sal y estaban sosísimas. En la mesa, los tres comensales, cuando se llevaron la cuchara a la boca, escupieron a la vez.

—¡Esto es salmuera! —bramó Avelino— Eulalia, por Dios.

—Madre, ha echado sal a tontas y a locas ¿No lo ha ido probado poco a poco? Esto hay que tirarlo a la basura —le dijo Manuela.

—Claro que lo he hecho como siempre, pero me parecía insípido.

Por la tarde se le formó dolor de cabeza, que fue aumentando. Con la noche llegó la fiebre. De madrugada empezó a sudar y a tiritar.

Cuando amanecía Avelino y Manuela la llevaron a urgencias. Tras unas horas de tensa espera los informaron que el diagnóstico era de COVID y se tenía que quedar ingresada. No les permitieron pasar a verla, por lo que se volvieron a casa angustiados. Después de tantos cuidados, de tanto tiempo sin apenas salir, había cogido la enfermedad maldita. Siempre habían oído decir que los mayores eran grupo de riesgo. El día se les hizo larguísimo.

La mañana siguiente los llamaron por teléfono a primera hora desde el hospital para informarles que Eulalia estaba intubada porque no respiraba bien. Tenía una pequeña infección en los pulmones, aunque había pasado la noche tranquila. Les dijeron que todos los miembros de la unidad familiar tenían que acudir a lo largo de la mañana para hacerse una PCR. Zarandearon a Cristóbal, costó un poco despabilarlo porque había vuelto a llegar a las tantas y se fueron para allá.

Sufrieron la pequeña molestia, escozor y sobre todo el repelús que producía el bastoncillo arañando en los más profundo de sus fosas nasales. Por la tarde les dieron los resultados. Avelino y Manuela negativo, Cristóbal positivo.

—Joder, que coñazo, me han dicho que me va a llamar un rastreador de esos para preguntarme por las personas con las que he estado en contacto, pedirme sus teléfonos y no sé qué más pijadas. Además, tenemos que estar diez días metidos en casa.

 —Eso es lo que te preocupa, cacho cabrón. Mira que te decíamos que salieras lo imprescindible, que tuvieras siempre puesta la mascarilla. Ni puto caso. Te marchabas casi todas las noches a tomarla, ya sé yo con que cuidados y precauciones. Tu abuela grave en el hospital y tú, para no variar, en tu mundo —soltó a voz en grito y de un tirón, Avelino.

—Cristóbal, ve a tu habitación y sal solo para ir al servicio. En ella tienes todo lo imprescindible, si necesitas algo más me lo dices y te lo pongo al otro lado de la puerta, lo mismo que la comida, cuando esté daré unos golpes para salgas a por ella.

—Lo de la abuela me ha jodido, sabéis lo mucho que yo la quiero, pero me dijeron que lo de la pandemia era una fake que se habían inventado. Estar encerrado a mí me consume. Por cierto, tampoco es necesario que esté todo el rato en la habitación si estamos con mascarilla los tres. Es que, si no, menudo aburrimiento, no lo podré soportar.

—Todavía con cojones, parásito, te voy a pegar dos hostias que se te va a quitar la tontería acumulada de golpe —se abalanzó sobre él.

—Avelino, tranquilízate, el mal está hecho, se va a meter en su habitación y punto. A ver si te va a dar un jamacuco y tienes que ir a hacer compañía a mi madre. 

Las noticias que llegaban del hospital no eran buenas. Conforme iban pasando los días la infección pulmonar de Eulalia crecía y, a pesar del oxígeno, respiraba con mucha dificultad, iba perdiendo la consciencia jornada a jornada. Llegó el momento en que la tuvieron que sedar para evitar un sufrimiento innecesario. El fatal desenlace era cuestión de horas, de días siendo optimistas. Manuela no se lo terminaba de creer, preguntó y repreguntó que si había alguna posibilidad por pequeña que fuese de que mejorara. Le dijeron que no.

Cuando murió ni siquiera pudieron acudir al funeral. Los del seguro, que había pagado durante tantos años, se encargaron de todo. A Manuela se le hacía muy duro, después de toda una vida juntas, codo con codo, superando penurias.  Instalándose después, con gran esfuerzo, en una modesta clase media. Alegrías y penas, enganchones y abrazos, pero sobre todo la gran complicidad que se había generado entre ellas. Avelino siempre admiró a su suegra, trabajadora, tenaz y muy resuelta. Cuando enviudó no tuvo reparo en que se fuese a vivir con ellos.

En cuanto a Cristóbal le dedicaron su acusación silenciosa, aunque su padre, de vez en cuando, no podía más y soltaba alguna insinuación. Se lo pensó varias veces para no explotar. Cuando era un crío sentía veneración por su abuela, luego tuvo una pubertad complicada, haciéndole de menos, burlándose de ella, parodiando sus batallitas, incluso. En los últimos años las aguas habían vuelto a su cauce, escuchaba sus historias con atención, las que calificaba antes de tonterías de vieja. Había vuelto el cariño de antaño, de otra manera. Eulalia, en algunas ocasiones le hizo de escudo o de tapadera ante las amenazas de su padre. Para ella seguía siendo un niño. Cristóbal parecía bastante afectado, se sentía culpable y más desde hacía un rato en que el rastreador le había llamado para comunicarle que Rosa, la del rollete de la Plaza de la Paja, también había fallecido. 

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