Se despierta a las tres de la madrugada. Con los
ojos entreabiertos aún y acurrucada entre las sábanas percibe algo en el
ambiente. Un olor agrio desagradable. Aspira el aire encogiendo la nariz repetidas
veces como un perdiguero. Se levanta trabajosamente, va palpando para no tragarse
la mesa, las sillas u otros objetos del escaso mobiliario del que conoce su
ubicación al dedillo, aunque de noche todos los gatos son pardos. Enciende la
lámpara de pie que esparce una luz tenue y localizada. Sigue la estela del olor
acre que se pierde tras la puerta del dormitorio.
Se teme lo peor. Abre con cuidado, poco a poco, y
recibe un bofetón pestilente en plenas napias. Se le introduce hasta el inicio de las fosas
nasales. Logra evitar una arcada que le viene de repente, sin previo aviso.
Enciende la luz. El plafón ilumina la estancia. El espectáculo es lamentable.
Sabas yace a medio tapar entre las sábanas. Estas y la colcha están impregnadas
por chorreones de líquido distribuidos aleatoriamente, salpicados por pequeños
trozos de comida a medio deglutir, lo que conforma un batiburrillo infecto. Se
tapa la nariz y se dice: «¡joder que desaguisado! No es plato de gusto, pero me
va a tocar arreglarlo». Empieza a zarandear a Sabas. Primero levemente, con
cuidado y después a empujones a dos manos. Es un leño.
—¡Sabas, tío! Despierta de una vez.
Le pareció que emitía un gruñido, pero no se meneó.
Así que pasó a las medidas de choque. Le zumbó un par de puñetazos en los
riñones, hincando nudillos.
—¿Qué pasa? Renata te llamabas, ¿no? —masculló entre
dientes.
—¿Qué que pasa? Que has convertido mi cama en un estercolero.
—Luego me lo cuentas que estoy muerto matao. —Literal,
dejó caer el cuello en la almohada y comenzó a emitir unos ronquidos paquidérmicos.
—La madre que te parió, que a gusto que se quedó.
Renata comenzó la faena de limpieza de modo
precario. Estaba todavía sonada y a esas horas, en el silencio de la noche,
todo se le hacía cuesta arriba. Fue a por un balde, lo llenó de agua tibia,
echó jabón líquido y una esponja dentro. Restregó la cara y las comisuras de
los labios de Sabas, que tenía bastante resecas y salpicadas. Le quitó la camiseta
con gran esfuerzo y le humedeció el pecho, la barriga (dio un respingo y
castañeteo los dientes) y las piernas. Tiró de ellas hacia un lateral de la
cama y consiguió incorporarlo. Lo apuntaló metiendo dos cojines a la altura de
los riñones para que se mantuviese semiincorporado.
Le costó llevarlo hasta la cama nido de debajo del
sofá donde media hora antes estaba acostada ella. Era un Zombi y aunque se echó
el brazo de Sabas por detrás del cogote y le agarró con fuera la cintura,
intentando acompañar la marcha en todo momento, resultó fatigoso el traslado.
Le dejó caer como un fardo encima del colchón y, cuando recuperó el aliento, le
arropó bien para que se secase del todo.
Volvió a su habitación, haciendo de tripas corazón.
Hizo un ovillo con sábanas, colcha y fundas de almohada y lo metió a puñetazos
en la lavadora. Cupo a duras penas. Con un par de culetazos logró cerrar la
puerta. No le gustaba poner la lavadora a esas horas, pero no podía soportar
ese olor pestilente que lo envolvía todo. Cerró la puerta de la cocina y la de
la terraza para molestar lo menos posible con el ruido a los vecinos. A continuación,
abrió todas las ventanas de la vivienda para que se airease bien.
Se puso una sudadera porque entraba fresco de la calle. Vació el balde, cuya agua había adquirido una turbidez asquerosa y lo volvió a rellenar para acometer la limpieza somera del colchón que también había resultado afectado por la catarata sabatense. Hubo que empaparlo un poco para que saliese la broza. Esperó después navegando con el móvil. No tenía cuerpo para prestar atención y leer un libro que había dejado a medias y que la tenía encandilada. Cuando, por fin, la lavadora centrifugó, se mantuvo a la espera y, en cuanto sonó el clic de la puerta, saco toda la ropa de cama y la tendió. Después de esto se acostó en el sofá, al lado de la cama nido donde dormitaba y se rebullía, de vez en cuando, Sabas. Después de un rato mirando al techo y escuchando a su compañero, a eso de las ocho de la mañana cayó vencida por el sueño.
Entre las procelosas profundidades de su mente, nota algo raro, pero no tiene ánimo ni de incorporarse a ver lo que es. Está en la fase rem. Pero sí, confirma que lo que siente no forma parte del sueño. La están hurgando bajo el pijama. Entreabre con esfuerzo los ojos. Ve que Sabas, entre murmullos, ha alargado el brazo por encima de su catre y ha seguido deslizando la mano por debajo de la gomilla de su pantalón de pijama y está ronroneando al tiempo que continua el descenso. Se para cuando llega al vello púbico y remueve los dedos con torpeza. Araña más que acaricia. Renata abre los ojos de golpe, frunce el ceño y le recrimina. Su voz rompe el silencio reinante.
—¿Qué haces?
—A ver si con estas friegas se nos pasa la resaca,
ja, ja.
—¿Que te ha hecho pensar que a mí me apetece follar
ahora?
—A mí tampoco, la verdad, pero no me importa
esforzarme. El comer y el rascar todo es empezar —guiñó un ojo—. Y después una duchita
y nos quedamos nuevos. Es lo mejor para estos casos. Una ducha con el agua templada.
Tú me das cremita, yo te doy cremita y una cosa llevará a la otra.
—Dos hostias es lo que te voy a dar.
—Lávate la boca con lejía ¿No te gusta la propuesta?
Te advierto que engaño, pero mi fama entre las chicas me precede. Te iba a subir
al séptimo cielo.
—De momento saca la mano de ahí, Superman. Me parece
muy fuerte, después de la noche que me has hecho pasar. Me has bajado al
séptimo infierno.
—Bueno, tía, se me fue la mano con el vino. ¿A ti no
te ha pasado nunca?
—A ese nivel premium, no.
—Por eso ahora voy a enmendar ese error si a ti te
parece bien, claro. Estás muy rica, Renata y desnuda debes de ser un bombón. Ven
que te como.
—Pues no me parece bien, imbécil. Dúchate si
quieres. Hueles que alimentas, aunque tú solito. Después coges el portante y te
piras, pero del tirón. La nochecita ha sido de aúpa y tengo faena para rato. Y
gracias por los halagos.
—Renata, ya estás en el mercado, conmigo no te hagas
la estrecha ¿o es que vas a resultar una calientapollas? No me lo parecías
cuando te insinuabas en el curro.
—Qué grosero eres, Sabas. Hacía décadas que no
escuchaba esa expresión tan dulce y tierna. Se te ve venir de lejos, pero no
sabía que llegases a este grado de ordinariez y de machismo.
—Solo sí es sí. ¿Tú también andas con esas
soplapolleces? ¿A que vino entonces la invitación después de la primera quedada
fallida? No entiendo para qué insististe cuando te dije que para mí estabas cumplido.
—Me apetecía cenar contigo, charlar, pasar un rato
divertido. Eso era todo. En eso consiste la amistad. ¿O es que no se puede ser
amigos simplemente? Según tú, ¿cuándo quedas con una compañera o amiga siempre
hay que acabar en la cama? Por eso me resistí a darte la primera cita, no
quería confusiones en ese sentido y me daba mala espina. Después, necesitaba
tanto un rato de esparcimiento que metí la pata.
—Hasta el fondo, pero todavía estás a tiempo de enmendarlo —se palpó el miembro por encima del bóxer y le lanzó una mirada libidinosa—. No soy Curro Jiménez, pero ¿a qué tengo buen trabuco?
—Has agotado mi paciencia. Cuánta razón tenía Fernando
Fernán Gómez.
—No se a qué te refieres, guapita. Antes te
descojonabas con mis bromas.
—¡A-la-mier-da! ¡Ve-te a la mier-da! Ponte tu ropa,
ni ducha ni leches. ¡Lárgate de mi casa! ¡Cuánto antes, mejor!
—De acuerdo Renata, si lo tienes tan claro… Pero
esto te va a pesar ¡Te va a pesar y mucho!
Se quedó vacía, destemplada, tiritando, cuando Sabas
abandono el piso. Hecha un manojo de nervios. Fue a darse un duchazo, lo
necesitaba con urgencia. Abrió el grifo y estuvo debajo de la alcachofa mucho
tiempo, más de lo habitual, dejando correr el agua y restregándose con la
esponja en todos los rincones de su cuerpo. La alivió bastante y la despejó un
poco el abotargamiento que arrastraba después de la infausta noche. Pero el
come come no se le iba. Cogió el móvil y llamó a Pablo, el supervisor de la lavandería.
Le dijo que se encontraba mal y que esta tarde no iba a ir a trabajar.
—Vale, que te mejores. Ya me ocupo de organizar los
grupos.
—Otra cosa…
—¿Sí?
—No me pongas más con Sabas de pareja.
—¿Por? ¿Ha pasado algo que deba saber?
—Discusiones laborales.
—Esas las tenéis a diario y, a pesar de eso, erais
inseparables. Sabas es un personaje peculiar, pero buen trabajador. Si quieres
ampliar la primicia es la ocasión.
—No, Pablo. Hemos tenido una riña importante y de
momento, sino te importa, prefiero cambiar de compañero.
—No me importa. Según como amanezcas mañana ya me
dices si vas a faltar también.
—No creo. Con un día de descanso me vale. Gracias
por todo, Pablo.
«Muy categórica me he puesto», musitó. Y rompió a
llorar.
Sonó el teléfono. Era su madre. Lo que faltaba. No
sabía si cogerlo. De perdidos al río. Controló como pudo los hipidos y descolgó.
—¿Qué quieres mamá?
—¿Qué te pasa, Renata?
—Nada. ¿Ahora contestas como los gallegos? ¿Con otra
pregunta?
—Se te nota la voz tomada. ¿Has llorado?
—Qué dices. Es que estoy un poco constipada y se me
ha agarrado a la garganta.
—Ya. Ahora mismo voy para allá.
—¿Aquí tú? ¿Para qué? Me he tomado un Frenadol
y esta tarde me tomaré otro.
—Mientes fatal hija, pero ya eres mayorcita. Si no
quieres ayuda, tú sabrás. Pero, para que veas que yo sí que te auxilio, llamo
para avisarte.
—¿De qué?
—Tu padre lleva unos días muy raro. Parece que le
hubiesen dado azogue. Desde que se enteró de tu separación anda dando paseos por
la casa manoteando y, a veces, hasta habla sólo.
—¿Y qué dice?
—Qué va a llamar a Antonio y le va a decir las
verdades del barquero.
—¿En serio? Joder, está visto que no gana una para disgustos.
Creía que se lo había dejado claro el otro día.
—Niña, esa boca. Mira, precisamente ahora entra por
la puerta.
—Pásale el teléfono.
—Hola Renata, cariño ¿Qué tal estás?
—Bien, dentro de lo que cabe. ¿Es cierto lo que dice
mamá?
—A saber lo que habrá fabulado esa metijona.
—Deja a Antonio en paz. Lo hecho, hecho está. Somos
dos personas adultas. Hemos llegado a un acuerdo.
Se hace el silencio. Al final, el padre, se decide a
replicar.
—Te ha dejado tirada como a una colilla. Ese es el
acuerdo. Y en cuanto al reparto no me has dado los detalles, pero seguro que
ese cabrón te ha esquilmado.
—Papá, prométeme que no lo vas a llamar.
—Sólo le voy a decir cuatro cosas, pero muy bien
dichas. Así no se trata a una dama.
—«De alta cuna y de baja cama». Estás totalmente
trasnochado. Papá, prométeme que no lo vas a llamar.
—Una vez sólo, lo prometo.
—Ninguna, papá.
—¿Y que se salga con la suya ese fantasioso?
—Prométemelo.
—Lo prometo, pero no te entiendo. Nos lo tenías que
haber dicho y otro gallo cantaría.
—Deja ya ese papel, te lo dije el otro día y te lo
repetiré mil veces. Tu princesita tiene casi cuarenta años, la mayoría de edad
en España está establecida a los dieciocho ¿Vais a dejarme ventilar mis asuntos
sin inmiscuiros de una puta vez?
—Renata, qué respeto es ese —replicó Víctor con un
hilo de voz.
—¡Lo arregláis todo con el respeto!, aunque debe de ser mutuo. Sois los primeros que no respetáis. Te dejo papá. No me quiero enfadar, pero me sacáis de mis casillas. Y recuerda lo que me has prometido. No tires más de la goma porque me perderéis para siempre.
Estaba hecha unos zorros y el desasosiego la recomía.
No dejaba de pensar en su vuelta al trabajo. Menudo papelón. Ella no estaba
acostumbrada a la exposición pública, pero Sabas era vengativo y se podía
esperar cualquier cosa. Recogió las sábanas y la colcha del tendedero e hizo la
cama. El colchón se había secado por efecto de la corriente y del tímido sol
mañanero que le daba de plano. Se metió entre la colcha y la sábana, vestida,
con poca esperanza de dormirse, pero estaba agotada y sí que cayó una hora
larga.
Cuando despertó, tardó en orientarse, en saber donde
estaba y la hora que era. La una de la tarde en el reloj de la mesilla. Cogió
el móvil y vio que tenía wasap pendiente. Pulsó y descubrió que el único
mensaje procedía de un numero desconocido. Dudó si abrirlo o no. Llevaba tal
racha empalmada que no podían ser sino malas noticias y ya no podía más. A pesar
de ello, pulsó con el pulgar y apareció ante ella el texto. Era un buen tocho.
«Hola Renata. Soy Vanesa, compañera de trabajo de
Antonio. Él me ha facilitado tu número. Me gustaría hablar contigo. ¿Podías
quedar esta tarde? Sino en otra ocasión. Supongo que te sorprenderá esta intrusión
de una desconocida en tu vida, pero no te entretendré mucho. Prefiero comentarlo
en persona. A lo mejor te parece una tontería, aunque porque te robe un rato de
tu tiempo no vas a perder nada. En fin, espero tu contestación y ojalá que sea
afirmativa».
Renata quedó pensativa. «Vanesa». No la conocía
personalmente, pero sabía de su vida y sus circunstancias. A su ex no se le
caía de la boca. Hablaba muy bien de ella, la sacaba a colación cada dos por
tres. Del resto de compañeros muy vagamente, pero de Vanesa…Más de una vez
habían discutido porque la ponía como referente e incluso había tenido que dar
su brazo a torcer. Lo que hacía Vanesa iba a misa. Lo había visto en Instagram o
en YouTube. «Esto sale mejor de precio en tal sitio o en tal otro». «Esto se ha
quedado anticuado, ahora lo que se estila es esto otro». Había sentido una
punzada de celos, ocasionada por los numerosos elogios que le dedicaba. Y
ahora, precisamente que Antonio había levantado el vuelo, esta chica quiere tener
una cita con ella. Dudó. Peor no se podían poner las cosas por mucha mierda que
metiera esta mujer».
«Esta tarde me vendría bien. No trabajo. ¿Dónde
podríamos vernos?»
«Hay un sitio al que solíamos ir Antonio y yo. Para mí sería ideal porque así, cuando salga del trabajo, iría directamente. Se llama Bar Baridad. Está en el número veintidós de la calle del Gasómetro. ¿A las seis y media?»
«Allí estaré»
«Gracias Renata»
Continuará…/…