lunes, 25 de marzo de 2024

Capítulo 8 - Sabas

 

Se despierta a las tres de la madrugada. Con los ojos entreabiertos aún y acurrucada entre las sábanas percibe algo en el ambiente. Un olor agrio desagradable. Aspira el aire encogiendo la nariz repetidas veces como un perdiguero. Se levanta trabajosamente, va palpando para no tragarse la mesa, las sillas u otros objetos del escaso mobiliario del que conoce su ubicación al dedillo, aunque de noche todos los gatos son pardos. Enciende la lámpara de pie que esparce una luz tenue y localizada. Sigue la estela del olor acre que se pierde tras la puerta del dormitorio.

Se teme lo peor. Abre con cuidado, poco a poco, y recibe un bofetón pestilente en plenas napias.  Se le introduce hasta el inicio de las fosas nasales. Logra evitar una arcada que le viene de repente, sin previo aviso. Enciende la luz. El plafón ilumina la estancia. El espectáculo es lamentable. Sabas yace a medio tapar entre las sábanas. Estas y la colcha están impregnadas por chorreones de líquido distribuidos aleatoriamente, salpicados por pequeños trozos de comida a medio deglutir, lo que conforma un batiburrillo infecto. Se tapa la nariz y se dice: «¡joder que desaguisado! No es plato de gusto, pero me va a tocar arreglarlo». Empieza a zarandear a Sabas. Primero levemente, con cuidado y después a empujones a dos manos. Es un leño.

—¡Sabas, tío! Despierta de una vez.

Le pareció que emitía un gruñido, pero no se meneó. Así que pasó a las medidas de choque. Le zumbó un par de puñetazos en los riñones, hincando nudillos.

—¿Qué pasa? Renata te llamabas, ¿no? —masculló entre dientes.

—¿Qué que pasa? Que has convertido mi cama en un estercolero.

—Luego me lo cuentas que estoy muerto matao. —Literal, dejó caer el cuello en la almohada y comenzó a emitir unos ronquidos paquidérmicos.

—La madre que te parió, que a gusto que se quedó.

Renata comenzó la faena de limpieza de modo precario. Estaba todavía sonada y a esas horas, en el silencio de la noche, todo se le hacía cuesta arriba. Fue a por un balde, lo llenó de agua tibia, echó jabón líquido y una esponja dentro. Restregó la cara y las comisuras de los labios de Sabas, que tenía bastante resecas y salpicadas. Le quitó la camiseta con gran esfuerzo y le humedeció el pecho, la barriga (dio un respingo y castañeteo los dientes) y las piernas. Tiró de ellas hacia un lateral de la cama y consiguió incorporarlo. Lo apuntaló metiendo dos cojines a la altura de los riñones para que se mantuviese semiincorporado.

Le costó llevarlo hasta la cama nido de debajo del sofá donde media hora antes estaba acostada ella. Era un Zombi y aunque se echó el brazo de Sabas por detrás del cogote y le agarró con fuera la cintura, intentando acompañar la marcha en todo momento, resultó fatigoso el traslado. Le dejó caer como un fardo encima del colchón y, cuando recuperó el aliento, le arropó bien para que se secase del todo.

Volvió a su habitación, haciendo de tripas corazón. Hizo un ovillo con sábanas, colcha y fundas de almohada y lo metió a puñetazos en la lavadora. Cupo a duras penas. Con un par de culetazos logró cerrar la puerta. No le gustaba poner la lavadora a esas horas, pero no podía soportar ese olor pestilente que lo envolvía todo. Cerró la puerta de la cocina y la de la terraza para molestar lo menos posible con el ruido a los vecinos. A continuación, abrió todas las ventanas de la vivienda para que se airease bien.

Se puso una sudadera porque entraba fresco de la calle. Vació el balde, cuya agua había adquirido una turbidez asquerosa y lo volvió a rellenar para acometer la limpieza somera del colchón que también había resultado afectado por la catarata sabatense. Hubo que empaparlo un poco para que saliese la broza. Esperó después navegando con el móvil. No tenía cuerpo para prestar atención y leer un libro que había dejado a medias y que la tenía encandilada. Cuando, por fin, la lavadora centrifugó, se mantuvo a la espera y, en cuanto sonó el clic de la puerta, saco toda la ropa de cama y la tendió. Después de esto se acostó en el sofá, al lado de la cama nido donde dormitaba y se rebullía, de vez en cuando, Sabas. Después de un rato mirando al techo y escuchando a su compañero, a eso de las ocho de la mañana cayó vencida por el sueño.

Entre las procelosas profundidades de su mente, nota algo raro, pero no tiene ánimo ni de incorporarse a ver lo que es. Está en la fase rem. Pero sí, confirma que lo que siente no forma parte del sueño. La están hurgando bajo el pijama. Entreabre con esfuerzo los ojos. Ve que Sabas, entre murmullos, ha alargado el brazo por encima de su catre y ha seguido deslizando la mano por debajo de la gomilla de su pantalón de pijama y está ronroneando al tiempo que continua el descenso. Se para cuando llega al vello púbico y remueve los dedos con torpeza. Araña más que acaricia. Renata abre los ojos de golpe, frunce el ceño y le recrimina. Su voz rompe el silencio reinante.

—¿Qué haces?

—A ver si con estas friegas se nos pasa la resaca, ja, ja.

—¿Que te ha hecho pensar que a mí me apetece follar ahora?

—A mí tampoco, la verdad, pero no me importa esforzarme. El comer y el rascar todo es empezar —guiñó un ojo—. Y después una duchita y nos quedamos nuevos. Es lo mejor para estos casos. Una ducha con el agua templada. Tú me das cremita, yo te doy cremita y una cosa llevará a la otra.

—Dos hostias es lo que te voy a dar.

—Lávate la boca con lejía ¿No te gusta la propuesta? Te advierto que engaño, pero mi fama entre las chicas me precede. Te iba a subir al séptimo cielo.

—De momento saca la mano de ahí, Superman. Me parece muy fuerte, después de la noche que me has hecho pasar. Me has bajado al séptimo infierno.

—Bueno, tía, se me fue la mano con el vino. ¿A ti no te ha pasado nunca?

—A ese nivel premium, no.

—Por eso ahora voy a enmendar ese error si a ti te parece bien, claro. Estás muy rica, Renata y desnuda debes de ser un bombón. Ven que te como.

—Pues no me parece bien, imbécil. Dúchate si quieres. Hueles que alimentas, aunque tú solito. Después coges el portante y te piras, pero del tirón. La nochecita ha sido de aúpa y tengo faena para rato. Y gracias por los halagos.  

—Renata, ya estás en el mercado, conmigo no te hagas la estrecha ¿o es que vas a resultar una calientapollas? No me lo parecías cuando te insinuabas en el curro.

—Qué grosero eres, Sabas. Hacía décadas que no escuchaba esa expresión tan dulce y tierna. Se te ve venir de lejos, pero no sabía que llegases a este grado de ordinariez y de machismo.

—Solo sí es sí. ¿Tú también andas con esas soplapolleces? ¿A que vino entonces la invitación después de la primera quedada fallida? No entiendo para qué insististe cuando te dije que para mí estabas cumplido.

—Me apetecía cenar contigo, charlar, pasar un rato divertido. Eso era todo. En eso consiste la amistad. ¿O es que no se puede ser amigos simplemente? Según tú, ¿cuándo quedas con una compañera o amiga siempre hay que acabar en la cama? Por eso me resistí a darte la primera cita, no quería confusiones en ese sentido y me daba mala espina. Después, necesitaba tanto un rato de esparcimiento que metí la pata.

—Hasta el fondo, pero todavía estás a tiempo de enmendarlo —se palpó el miembro por encima del bóxer y le lanzó una mirada libidinosa—. No soy Curro Jiménez, pero ¿a qué tengo buen trabuco?

—Has agotado mi paciencia. Cuánta razón tenía Fernando Fernán Gómez.

—No se a qué te refieres, guapita. Antes te descojonabas con mis bromas.

—¡A-la-mier-da! ¡Ve-te a la mier-da! Ponte tu ropa, ni ducha ni leches. ¡Lárgate de mi casa! ¡Cuánto antes, mejor!

—De acuerdo Renata, si lo tienes tan claro… Pero esto te va a pesar ¡Te va a pesar y mucho!

Se quedó vacía, destemplada, tiritando, cuando Sabas abandono el piso. Hecha un manojo de nervios. Fue a darse un duchazo, lo necesitaba con urgencia. Abrió el grifo y estuvo debajo de la alcachofa mucho tiempo, más de lo habitual, dejando correr el agua y restregándose con la esponja en todos los rincones de su cuerpo. La alivió bastante y la despejó un poco el abotargamiento que arrastraba después de la infausta noche. Pero el come come no se le iba. Cogió el móvil y llamó a Pablo, el supervisor de la lavandería. Le dijo que se encontraba mal y que esta tarde no iba a ir a trabajar.

—Vale, que te mejores. Ya me ocupo de organizar los grupos.

—Otra cosa…

—¿Sí?

—No me pongas más con Sabas de pareja.

—¿Por? ¿Ha pasado algo que deba saber?

—Discusiones laborales.

—Esas las tenéis a diario y, a pesar de eso, erais inseparables. Sabas es un personaje peculiar, pero buen trabajador. Si quieres ampliar la primicia es la ocasión.

—No, Pablo. Hemos tenido una riña importante y de momento, sino te importa, prefiero cambiar de compañero.

—No me importa. Según como amanezcas mañana ya me dices si vas a faltar también.

—No creo. Con un día de descanso me vale. Gracias por todo, Pablo.

«Muy categórica me he puesto», musitó. Y rompió a llorar.

Sonó el teléfono. Era su madre. Lo que faltaba. No sabía si cogerlo. De perdidos al río. Controló como pudo los hipidos y descolgó.

—¿Qué quieres mamá?

—¿Qué te pasa, Renata?

—Nada. ¿Ahora contestas como los gallegos? ¿Con otra pregunta?

—Se te nota la voz tomada. ¿Has llorado?

—Qué dices. Es que estoy un poco constipada y se me ha agarrado a la garganta.

—Ya. Ahora mismo voy para allá.

—¿Aquí tú? ¿Para qué? Me he tomado un Frenadol y esta tarde me tomaré otro.

—Mientes fatal hija, pero ya eres mayorcita. Si no quieres ayuda, tú sabrás. Pero, para que veas que yo sí que te auxilio, llamo para avisarte.

—¿De qué?

—Tu padre lleva unos días muy raro. Parece que le hubiesen dado azogue. Desde que se enteró de tu separación anda dando paseos por la casa manoteando y, a veces, hasta habla sólo.

—¿Y qué dice?

—Qué va a llamar a Antonio y le va a decir las verdades del barquero.

—¿En serio? Joder, está visto que no gana una para disgustos. Creía que se lo había dejado claro el otro día.

—Niña, esa boca. Mira, precisamente ahora entra por la puerta.

—Pásale el teléfono.

—Hola Renata, cariño ¿Qué tal estás?

—Bien, dentro de lo que cabe. ¿Es cierto lo que dice mamá?

—A saber lo que habrá fabulado esa metijona.

—Deja a Antonio en paz. Lo hecho, hecho está. Somos dos personas adultas. Hemos llegado a un acuerdo.

Se hace el silencio. Al final, el padre, se decide a replicar.

—Te ha dejado tirada como a una colilla. Ese es el acuerdo. Y en cuanto al reparto no me has dado los detalles, pero seguro que ese cabrón te ha esquilmado.

—Papá, prométeme que no lo vas a llamar.

—Sólo le voy a decir cuatro cosas, pero muy bien dichas. Así no se trata a una dama.

—«De alta cuna y de baja cama». Estás totalmente trasnochado. Papá, prométeme que no lo vas a llamar.

—Una vez sólo, lo prometo.

—Ninguna, papá.

—¿Y que se salga con la suya ese fantasioso?

—Prométemelo.

—Lo prometo, pero no te entiendo. Nos lo tenías que haber dicho y otro gallo cantaría.

—Deja ya ese papel, te lo dije el otro día y te lo repetiré mil veces. Tu princesita tiene casi cuarenta años, la mayoría de edad en España está establecida a los dieciocho ¿Vais a dejarme ventilar mis asuntos sin inmiscuiros de una puta vez?

—Renata, qué respeto es ese —replicó Víctor con un hilo de voz.

—¡Lo arregláis todo con el respeto!, aunque debe de ser mutuo. Sois los primeros que no respetáis. Te dejo papá. No me quiero enfadar, pero me sacáis de mis casillas. Y recuerda lo que me has prometido. No tires más de la goma porque me perderéis para siempre.

Estaba hecha unos zorros y el desasosiego la recomía. No dejaba de pensar en su vuelta al trabajo. Menudo papelón. Ella no estaba acostumbrada a la exposición pública, pero Sabas era vengativo y se podía esperar cualquier cosa. Recogió las sábanas y la colcha del tendedero e hizo la cama. El colchón se había secado por efecto de la corriente y del tímido sol mañanero que le daba de plano. Se metió entre la colcha y la sábana, vestida, con poca esperanza de dormirse, pero estaba agotada y sí que cayó una hora larga.

Cuando despertó, tardó en orientarse, en saber donde estaba y la hora que era. La una de la tarde en el reloj de la mesilla. Cogió el móvil y vio que tenía wasap pendiente. Pulsó y descubrió que el único mensaje procedía de un numero desconocido. Dudó si abrirlo o no. Llevaba tal racha empalmada que no podían ser sino malas noticias y ya no podía más. A pesar de ello, pulsó con el pulgar y apareció ante ella el texto. Era un buen tocho.

«Hola Renata. Soy Vanesa, compañera de trabajo de Antonio. Él me ha facilitado tu número. Me gustaría hablar contigo. ¿Podías quedar esta tarde? Sino en otra ocasión. Supongo que te sorprenderá esta intrusión de una desconocida en tu vida, pero no te entretendré mucho. Prefiero comentarlo en persona. A lo mejor te parece una tontería, aunque porque te robe un rato de tu tiempo no vas a perder nada. En fin, espero tu contestación y ojalá que sea afirmativa».

Renata quedó pensativa. «Vanesa». No la conocía personalmente, pero sabía de su vida y sus circunstancias. A su ex no se le caía de la boca. Hablaba muy bien de ella, la sacaba a colación cada dos por tres. Del resto de compañeros muy vagamente, pero de Vanesa…Más de una vez habían discutido porque la ponía como referente e incluso había tenido que dar su brazo a torcer. Lo que hacía Vanesa iba a misa. Lo había visto en Instagram o en YouTube. «Esto sale mejor de precio en tal sitio o en tal otro». «Esto se ha quedado anticuado, ahora lo que se estila es esto otro». Había sentido una punzada de celos, ocasionada por los numerosos elogios que le dedicaba. Y ahora, precisamente que Antonio había levantado el vuelo, esta chica quiere tener una cita con ella. Dudó. Peor no se podían poner las cosas por mucha mierda que metiera esta mujer».

«Esta tarde me vendría bien. No trabajo. ¿Dónde podríamos vernos?»

«Hay un sitio al que solíamos ir Antonio y yo. Para mí sería ideal porque así, cuando salga del trabajo, iría directamente. Se llama Bar Baridad. Está en el número veintidós de la calle del Gasómetro. ¿A las seis y media?»

«Allí estaré»

«Gracias Renata»

Continuará…/…


martes, 19 de marzo de 2024

Capítulo 7 - Hondo vacío

 

Los meses siguientes fueron complicados para Renata. Quedó tocada. Habían sido quince años de relación. Diez bajo el mismo techo y añoraba a Antonio. Las rutinas, los hábitos adquiridos, las consultas ante cualquier duda que le acometiese, ya fuesen prosaicas o elevadas, hogareñas o laborales, de pareja o familiares.

            Echaba de menos sus manías, su conversación, aunque en los últimos tiempos hubiese perdido chispa y locuacidad, sus altercados y sus reconciliaciones.  Sabía hacerla subir al séptimo cielo con sus caricias y con su sexo, espaciado desde que empezó con sus fobias, pero que seguía siendo satisfactorio y vigorizante. Precisamente, ahora su libido andaba por los suelos y no sentía ninguna necesidad en ese sentido. Primero tenía que volver a quererse ella misma, recomponerse y poco a poco todo llegaría, a pesar de que ahora viese su futuro azul oscuro casi negro.

            Le vino bien el trabajo. Salir de casa durante unas horas. Allí intentaba desahogarse, fundamentalmente con Natalia y Paulina, aunque también Benigno y Sabas supieron respetarla en estos primeros tiempos. Se portaban bien con ella, dedicaron sus sornas y sus dardos hacía otras dianas y la dejaron en paz, hecho que le sorprendió bastante y les puso en valor ante su desgarrado corazón. Benigno era más comedido y tenía el freno de Natalia, pero Sabas, con el que compartía la tarea directamente, que siempre sacaba a colación algunos micromachismos o punzadas alusivos a diferentes situaciones de los compañeros cotilleadas previamente, la respetó, al menos por delante. Incluso le insufló ánimos a su estilo chabacano. Más no le podía pedir.

            Después de la faena, acostumbraba a quedar con Natalia y con Paulina. Más con esta última ya que Natalia tenía concedida la conciliación familiar en el trabajo debido a que mantenía la custodia compartida con Adrián, el hijo de su anterior matrimonio. La semana que la tocaba terminaba antes la jornada laboral. Benigno lo solicitó de igual manera, para turnarse con ella, pero al no ser el padre biológico tenía que cumplir unos requisitos que no reunía de momento. De todas formas, entre ellos, decidieron que fuese su madre la que asumiese esa responsabilidad. Aparte de que su relación era incipiente, de apenas diez meses, y consideraron que todavía no estaba consolidada hasta ese punto. Andando el tiempo se vería.

            Renata sentía un hondo vacío cuando entraba de puertas para adentro, así que quiso instaurar estas citas a diario para hacer más liviana su situación, llegar lo más tarde posible a su hogar. Bueno, a su casa, hasta la palabra hogar le parecía demasiado cálida en su estado de ánimo. Porque para soledad, de puertas para adentro, le quedaba la noche y la mañana. Durante esta última se buscó ocupaciones. Salía a comprar o a pasear. Se apuntó a algún club de lectura y a pilates en un gimnasio en días alternos. Cayó en la cuenta de que mantener cuerpo y mente ocupados le producía algo de sosiego. Pero las noches se le hacían eternas. Tomaba somníferos siempre. Comenzó con media pastilla y siguió con la pastilla entera. Aun así, no descansaba. Dormía unas horas, pero no era sueño de calidad y se levantaba sonada cuando se empeñaba en aguantar en la cama. Necesitaba su tiempo para activarse y desentumecerse y nunca lo conseguía del todo.

            En este contexto, decidió comunicarles la nueva situación a sus padres. Lo había ido demorando, dándoles largas con excusas cada vez menos sólidas, poco creíbles. Llegó a un punto en que resultaba insostenible la ocultación. Les extrañaba que, en las últimas semanas, Antonio nunca pudiese acudir cuando quedaban a comer y Renata, en cuanto terminaba, salía poco más que corriendo, sin hacer charla de sobremesa, excusándose con alguna obligación, que en sábado y domingo chirriaban. Su madre, que siempre había visto crecer la hierba, se barruntaba algo, alardeaba de que cuando su hija iba, ella había vuelto tres veces, aunque, en esta ocasión, cuando supo que se había divorciado, y todos los trámites estaban realizados, rubricados y concluidos, se le cayeron los palos del sombrajo.

Renata la temblaba. Sabía que la iba a zaherir. Nunca la había apoyado cuando compartió con ella, en confianza, alguna iniciativa. Al contrario, se mostraba criptica y agorera. Visto lo cual, optó por contarle menos inquietudes cada vez. Metiéndose en su concha y dejando las confidencias y las preocupaciones, que le rondaban por la cabeza, para otras personas y ambientes. Víctor, su padre, adolecía de todo lo contrario, por lo que tampoco podía abrirse con él. Era superprotector con su niña, nunca asumió que había crecido y en la adolescencia pasó muchos disgustos con él, pues lo que llamaba «espantar moscones» a ella la soliviantaba. Si la veía con algún chico, sin preámbulos ni ceremonias, le soltaba alguna barbaridad y ellos, ante el desahogo de ese adulto, progenitor de su amiga, flipaban y, la mayoría de las veces, salían por piernas.  

Todavía recuerda aquel día que fue a acompañarla hasta su barrio Julián, el abogado que les había tramitado los papeles de la separación. Fue su primer novio. Renata ya tenía una edad, pues iba a la facultad. Se pusieron a hacer carantoñas en la acera, junto a una rotonda que había próxima al bloque de viviendas donde residía con sus padres.  Comenzaron a despedirse, a darse unos besos tiernos, en principio, que se tornaron apasionados a continuación. Quiso la casualidad que pasase su padre conduciendo el coche por la rotonda y, según la contó después, estuvo dando vueltas sin creer lo que veían sus ojos, girando el cuello como un búho cuando el vehículo deambulaba por la parte opuesta. La que parecía ser su pequeña estaba amorrada con un joven que parecía un esperpento. A la quinta rotación no le quedó más remedio que claudicar y convencerse de que era cierto lo que veían sus ojos. Bajó la ventanilla del coche y sacando medio cuerpo fuera voceo: «¡Subnormal! ¡Qué la vas a dejar sin aire! Voy a aparcar y ahora mismo vengo a por ti. Te va a faltar calle para correr». Qué bochorno pasó.

—O sea que habéis partido los guarros y me entero a toro pasado. Muy bien hija, te estás superando —la riñó Sabina, su madre.

—Mejor así, sino me hubieses atosigado y bastante tenía yo encima.

—Muy bonito. Siempre se han confiado los problemas y las preocupaciones a los padres, pero ahora estáis por encima del bien y el mal. Menospreciáis la experiencia y el consejo de los mayores y así os va.

—Mamá, no generalices. Tengo compañeras que siguen desahogándose con sus madres, sincerándose con ellas, pero tú y yo no tenemos feeling. Hace tiempo que prefiero lamerme las heridas sola o con amigas. Lo sabes perfectamente.

—A mí háblame en cristiano para que te entienda.

—Que no sintonizamos, que en vez de tranquilizarme y buscar soluciones a los problemas me echas unas broncas que me dejan tiritando y me ponen mal cuerpo.

—Porque eres una flor de pitiminí y te pones a hacer pucheros por cualquier insignificancia. Tienes un carácter pusilánime.  Yo te quise hacer fuerte y que afrontases las cosas con determinación, pero está visto que fracasé.

—Cada una es como es y hay que asumirlo y no estar siempre fustigando al prójimo.

—¡Qué poca calle tienes!

—Déjame en paz, por favor y no empieces con tus sandeces. Mamá que estoy ya más cerca de los cuarenta que de los treinta.

—Antonio se lo pierde. Deja en paz a la chiquilla, Sabina. Vámonos tú y yo dar un paseo y me cuentas qué cojones ha pasado para que ese gilipuertas te abandone —intercedió Víctor.

—A ti si que te lo cuento, pero a solas. Dice que me sigue queriendo, pero tiene muchos pájaros en la cabeza. Vamos.

Sabina echaba humo por las orejas y no estaba dispuesta a dejarles marchar sin más ni más.

—Ah, muy bonito, la imagen idílica de padre bueno e hija abnegada, y yo aquí sola como perro malo. Por decir verdades como puños me dais de lado.  O los tres o ninguno.

—Ninguno, mamá. En mi estado no estoy para sonsonetes.

—Prometo que no voy a despegar los labios.

—Ja, y yo me lo creo. Me voy para casa, ya sabéis lo que teníais que saber y prefería que os enteraseis por mí antes que por terceros. Otro día, cuando pase más tiempo y esté de mejor humor prometo venir a contaros los detalles.

No llevaba ni veinte pasos andados desde que salió del portal cuanto le tocaron el hombro. Se dio la vuelta y era Víctor, su padre, con cara de circunstancias.

—Renata, te acompaño a tu casa. Te llevo en el coche y me cuentas por encima lo que ha pasado. Comprende que nos hemos quedado helados. No quiero que mi niña sufra.

—¿Ha claudicado? Ya me extraña.

—Quiere saber. Es natural. Pero tienes razón es mejor que yo haga de mensajero porque vosotras dos estáis siempre a la gresca. Por cierto, princesita mía, si quieres que escamoche a Antonio como a un conejo no tienes más que decirlo.

—¡Papá! Creía que habías superado ya la etapa de espantanovios.

Pasaron un par de meses y la herida fue cicatrizando, muy poco a poco, pero ya no se le caía la casa encima. Asumió su nueva situación, con dolor, pero se fue haciendo cargo. No tenía esa necesidad de salir, no se ahogaba por permanecer un rato haciendo cualquier tarea e incluso leyendo, aunque esto último, los días que hacía bueno, prefería hacerlo en un banco del parque.

En el trabajo la rutina siguió dominando sus días una vez que el impacto que causó su separación en los compañeros se diluyó, poco a poco, y a ella se la veía más animada. Incluso entraba al trapo en las bromas que gastaba Sabas cuando no se pasaban de burdas. Alguna noche, después de la jornada, la semana que a Natalia no le tocaba estar con Adrián, quedaban los cuatro e iban a cenar. Para Renata supuso una vía de escape e intentaba buscarse las mañas para hacerlo más a menudo, pero no era fácil. Ellos tenían sus obligaciones y ella no quería meterse en casa. Cuanto más tarde mejor.

Sabas, una de esas semanas que quedaban de non, porque Benigno se iba en cuanto salía para ver a Adrián antes de que se acostase y Natalia se había ido a media tarde aprovechando su horario reducido, Sabas le propuso a Renata que fuesen ellos a cenar. Se conocían lo suficiente, congeniaban y la semana siguiente volverían a las andadas juntándose el cuarteto. Renata le dijo que no, que estaba molesta, le había bajado la regla y prefería irse a casa a descansar. Se azoró un poco al decirlo y fue consciente de que Sabas se había dado cuenta de que era una trola.

En el curro trabajaban codo con codo. Eran inseparables salvo el rato de la merienda, pero Renata sabía que no se iba a sentir cómoda con un hombre a solas. «Es Sabas. Tu amigo y compañero Sabas», se repitió internamente. Parecía una tontería en los tiempos que corren, pero la herida estaba todavía muy fresca. Aunque se tratase únicamente de amistad, temía que la cosa subiese de tono e iba a estar violenta, así que zanjó la cuestión de esa manera, la primera excusa que le vino a la cabeza.  

Quince días después le repitió la misma propuesta y esta vez no supo decir que no. En principio, pensaba que sería charlar un rato en la cafetería del hospital, mientras picaban algo del buffet, pero Sabas le dijo que cerraban pronto y quería una cena un poco más formal, no opípara, pero tampoco de autoservicio y platos fríos. Además, del hospital estaban ya hasta el copete. Mejor fuera. La llevaría en el coche hasta Vallecas, su barrio, que tampoco se pensase que iban a ir al Ritz. Conocía un mesón que tenía comidas y raciones variadas y no desmerecía.

Cenaron de raciones, todas a compartir: Calamares a la romana, croquetas de boletus y gambas al ajillo. Con eso fue suficiente. Sabas insistió en que era poco, pero Renata no tenía muchas ganas y le dijo que las cenas tienen que ser ligeras. En cuanto a la bebida, Sabas se pidió una jarra de cerveza y Renata una clara con limón. Lo pasó bien. Su compañero era una persona jovial y divertida. En todo momento intentó que Renata se encontrase lo mejor posible. Contó unos cuantos chistes y anécdotas laborales que ella desconocía. Sabas era casi un profesional del Club de la Comedia y las historias las acompañaba con aspavientos, gestos y cambios en el tono de voz. Se podía decir que las teatralizaba.

Renata se sorprendió más de una vez riendo a mandíbula batiente después de mucho tiempo, hasta se le saltaron las lágrimas. Llegado un momento, miró el reloj y le dijo a Sabas que la tendría que llevar a su barrio porque a partir de esa hora el transporte público no funcionaba.

—Vale Renata, pero ¿dónde vas con hora? No tengas tanta prisa. Vamos a tomar una copilla. Mañana no tenemos que madrugar, gracias a Dios.

—Pero estoy cansada Sabas. Ha estado bien, pero no debes beber más porque tienes que conducir.

—Qué coñazo tener que contenerme. Por un gin-tonic no va a pasar nada. Yo controlo.

—¿Y si te hacen soplar? Además, no me fío de tu control, por beber no te vas a divertir más. Llévame a casa que estoy agotada y me estoy agobiando.

—No te angusties. Se me ha ocurrido una idea cojonuda.

—Miedo me das.

—No sé por qué. Me puedo pedir mi copa o mejor podemos subir a mi piso y tomarla allí y luego te quedas a dormir y aquí paz y después gloria.

—Y lo dices tan pancho.

—¿Cómo quieres que lo diga? Chica, no pienses mal. El piso tiene dos habitaciones y en cada una de ellas hay una cama. ¿Te va bien así? Mañana cuanto te despiertes coges el metro o te llevo, aunque a mi me cuesta mucho despegar la pestaña por la mañana.

—Llévame a mi casa ahora, por favor.

—Como quieras corta rollos.

—Perdona. Sabía que al final te ibas a enfadar. Prefiero estar sola.

Sabas estuvo seco durante unos días, pero después se le pasó el mosqueo. Renata no quiso hablar del tema por si salía con alguna indirecta. Cuando se ponía hiriente sabía donde pinchar. Aun así, siguieron como pareja de trabajo. Lo de quedar no lo volvieron a plantear ninguno de los dos. Eso sí, cuando tocaba la cita quincenal, junto con Benigno y Natalia, se apuntaban sin parpadear.

Tres meses después de la cena en pareja, Renata se ablandó un poco e invitó a Sabas. Le dijo que se lo debía después de la cena en su barrio. Tenía que devolverle la visita. Sabas le dijo que por él no se preocupase, que estaba cumplida, que no se sintiera obligaba a corresponder.

—Obligada no, simplemente te quiero invitar como tú aquella vez, pero ahora vamos a mi barrio. También conozco yo en mi zona algún restaurante en el que se come bien. Te puedo llevar a la casa del Pulpo en la calle Almendrales, por ejemplo. Aparte del pulpo a la gallega, hacen unos emparedados con queso de tetilla fundido que se deshace en la boca y champiñones al ajillo. En fin, que tienen mucha variedad en la carta.

—Suena apetecible. Vamos para allá.

Cuando entraron por la puerta, Montse, la matriarca de la familia orensana que regentaba el local desde los años sesenta del siglo pasado, salió al encuentro de Renata y sin encomendarse a nadie disparó:

—Hola, cuanto tiempo ¿No viene tu marido?

—Exmarido, nos hemos separado. Vengo con un compañero de trabajo.

—A rey muerto, rey puesto.

—Montse, no sabía que eras tan fresca, pero te estás pasando tres pueblos.

—Bueno, guapa, perdona, es que soy de otra época en que no dábamos tantos rodeos. Ahora todo es edulcorado, como la sacarina esa que os echáis en el café.

Sabas no podía contener la risa. Si dio media vuelta y se tapó boca y nariz. Con lo tímida que era Renata para sus cosas, pero esta señora iba por derecho.

—Venga, para suavizar la cosa os invito a una botellita de ribeiro de la casa. Fresquito, pasa solo. Cambia la cara vecina, que ya te he pedido disculpas. «¡Magín! Una botella de vino y dos taziñas, para la mesa cinco.

Cayó esa botella y otra más. Comieron pulpo, mejillones a la vinagreta y navajas. El pan de hogaza gallego estaba espectacular para pringar. Renata dijo que los emparedados eran sublimes, pero si se los comían a esas horas, aparte de que no iban a poder meter nada más, pasarían una noche toledana. Así que se conformaron con eso. «En otra ocasión, no te preocupes», añadió Sabas, más comprensivo, con respecto a la comida, que de costumbre. Con los efluvios del vino se fueron desinhibiendo según avanzaba la velada. Se echaron unas risas, más de las habituales, a pesar de que cuando alternabas con Sabas nunca faltaban y llegó un momento en que Montse les dijo que se subía a dormir a su casa y que los chicos querían recoger ya.

—Ya nos vamos señora, está todo tan bueno y ese vino entra solito, solito: «Dicen que del cielo vino,

 la semilla de la cepa,

siendo el vino dan divino,

¡bebamos cuanto nos quepa!».

 

Si tu madre no me quiere,

que se vaya a hacer puñetas,

que teniendo yo la flor,

¿ qué quiero la maceta?

—Sabas, si empiezas con los cantos regionales, malo.

—Tranquila, joven, que yo controlo. Cojo el coche y tiro para mi barrio. No está tan lejos.

—No estás para coches.

—No me conoces, lo difícil va a ser embocar la llave de contacto, pero una vez que arranca pongo el piloto automático y… ¡para el Valle del Kas!

—Quédate, anda. Yo duermo en el sofá.

—Y yo duermo encima. Perdona, no se lo que me digo, estoy peor de lo que pensaba. Quería decir que, encima de que me das cobijo, vas a tener que dormir en el sofá. En el sofá duerno yo —la lengua de Sabas engordaba por momentos y cada vez sus frases eran más ininteligibles.

—No te preocupes, es sofá cama.

Salieron del mesón. Renata a duras penas pudo llevarlo hasta su portal, eso que estaba a cien metros. Una vez en el piso lo echó encima de la cama, le ayudó a desvestirse y le puso una camiseta de Antonio que sacó de la cómoda. Cogió su pijama y salió al salón. Se cambió, dejó la ropa sobre una silla y sacó la cama nido de debajo. Ella también estaba achispada, pero a ver si podía dormir. Estaba preocupada con el inquilino. Abrió la puerta del dormitorio y oyó unos ronquidos que no eran de este mundo. Volvió a cerrar. Sonaban bastante amortiguados. Se lavó los dientes. El sueño, acelerado por los vapores del alcohol, la vencía. En cuanto cayó en el catre se quedó profundamente dormida.

Continuará…/…

lunes, 11 de marzo de 2024

Capítulo 6 - La decisión

             —Y ahora la pelota está en mi tejado.

—Joder Renata, cuanto lo siento. Ha sido culpa mía por malmeterte con lo de la infidelidad. No sé qué decir.

—No digas chorradas, Natalia. Eso le cabreó, pero yo también estaba con la mosca detrás de la oreja. Necesitaba confirmar. La película la tenía montada y a punto de estrenar y mi desconfianza le vino de perlas para apretarme las clavijas.

—¿Y que vas a hacer? ¿Te seduce tanto la idea como para dejar todo e irte a ese pueblo? —preguntó Paulina.

—Ni de coña. Nos hemos dado unos días. La semana que viene lo llamaré y que tome la decisión definitiva.

—Lo tienes clarísimo.

—Sí, tan claro que soy consciente de que vienen curvas pronunciadas.

Recuerda vagamente que llegó a casa. El viaje fue caótico. Le parecía que iba conduciendo otra persona. Ella estaba en otro sitio. La carretera era una línea difusa y la angustia le carcomía. ¿Paró siquiera a echar gasolina? Seguramente, porque el depósito no da para tanto.

Sus suegros se sorprendieron de que no se quedase a comer y Mariana le afeó su falta de palabra. «Te dije que la vela que va delante es la que alumbra, pero tu prometiste que lo dejásemos para el día siguiente y ahora has pensado otra cosa. Caprichosilla que me ha salido la nuera». Tuvieron que mediar los hombres entre las mujeres porque Renata se puso roja como la grana, se desafiaron con la mirada y el desahogo verbal tenía pinta de llegar a mayores.

Otra noche en blanco, presa de tribulaciones, a pesar de que, en cuanto llegó, se enchufó un Tranquimazin de los que tomaba Antonio y se quedó en el cajón de las medicinas tras su huida precipitada.  Su idea era que le hiciese efecto después de la cena y poder descansar. Pero no hubo cena ni descanso. Su cabeza no paró de dar vueltas durante la madrugada. Agradeció su horario de tarde. No tener que levantarse temprano le vino bien y, a eso de la diez de la mañana, cayó rendida un par de horas, aunque el descanso fue convulso, no reparador. Con ese escaso bagaje decidió ir al trabajo. No tenía ni pizca de ganas, podía haber llamado a Pablo, el supervisor, pero no lo hizo porque necesitaba fehacientemente hablar con alguien. Sus dos amigas más cercanas eran compañeras de trabajo. Por teléfono no era lo mismo. Además, estarían liadas con sus compras y tareas.  Era así de mirada. Aunque, en verdad, lo hacía por ella misma. Tenía que salir y airearse porque si no se le iba a caer la casa encima.

Hubiese querido detener el tiempo, pero la semana voló. Había quedado con Antonio en darse ese plazo y tomar la decisión final. Persuadirlo parecía imposible. A pesar de que en los últimos meses la relación se había resentido, principalmente por las fobias que le habían producido inseguridades y ansiedad, lo seguía queriendo. Tenía mucho cuajo al pedirle que se encerrarse entre montañas el resto de su vida. El Paradigma de la España vaciada, tan nombrada en estos últimos tiempos. Un lugar Inhóspito, la mayor parte del año. Y dejando todo el petate atrás: amistades, compañeros, familia…

Aparte, el futuro idílico que pintaba Antonio, a ella se le antojaba incierto. Primero porque, aunque su padre era ganadero, él quería avanzar varios peldaños de golpe en el oficio, modernizarlo, sí, pero poniendo todos los huevos en la misma cesta. Los animales tienen enfermedades, se mueren. Hay años secos, cada vez más frecuentes debido al cambio climático, en los que el pasto y el forraje escasea y hay que hacer acopio de piensos y cereales, que son muy caros. Sin hablar del ganado en sí, cuyo número quería quintuplicar en poco tiempo. El vacuno certificado se mueve en unas cifras que asustan. Llevaba una semana navegando por internet, metiéndose en páginas del ese sector y no todo era de color de rosa. Sacaban a la luz la multitud de inconvenientes existentes y quejas en los que se dedicaban a ese trabajo.

En cuanto la gestión administrativa, que Antonio le tenía reservada, ella estaba muy oxidada. Hacía años que trabajó para una asesoría, pero nunca le gustó esa ocupación. Si hubiese que ponerse las pilas se las pondría, pero para eso tenía que haber pleno convencimiento. Cuando el negocio es tuyo lo das todo, pero, aun así, muchas familias se habían arruinado. Los casos más frecuentes eran los de los ganaderos neófitos que creen que el campo y el monte son espacios bucólicos, pero los comerciales, los tratantes e intermediarios no perdonan. Quieren cobrar sin demora, cosa natural y aumentar sus márgenes continuamente, cosa menos lógica. Tienen fama de comisionistas insaciables. Había hecho en pocas jornadas un máster del universo ganadero, carnicero y distribuidor.

Intentaba convencerse de que no era para tanto, que no debía verlo todo oscuro, pero estaba claro que no le apetecía nada y que si daba el paso sería por estar al lado de Antonio. En sus largas noches de pesadillas se veía abocada a perder marido, piso y plazas de garaje, todo de una tacada. Aunque iba a explotar, adoptó la técnica de la dilatación, dejar correr el tiempo para no decantarse, de momento, auto engañarse, pero fue Antonio el que la llamó al día siguiente del vencimiento del plazo pseudo oficial.  

—Buenos días, princesa, ¿Qué tal estás?

—Jodida, Antonio, muy jodida.

—¿En serio? ¿Y quién es el agraciado?

—No empieces con tus sornas que llevo días sin pegar ojo.

—Estás dando vueltas a la pelota, ¿eh? Yo tardé en verlo, pero tenía la solución delante de las narices y ahora te la pongo en bandeja y no te cobro, por ser vos quien sois.

—Necesito más tiempo.

—No me fastidies Renata, esto tiene que ser ya. No se llegará en un rato al ideal que te predije, pero hay que echar a andar cuanto antes para alcanzarlo. No dispongo de tiempo. Acordamos un plazo y lo has sobrepasado.

—Qué estricto. Nadie dijo que fuera improrrogable.

—Mira cariño, si no lo tienes claro, da igual dejar pasar una semana que un mes. Nos tendremos que divorciar.

—¿Y te quedas tan fresco? Lo sueltas sin preámbulos. Lo despachas de un plumazo como si fuese uno de tus futuros tratos. El fin de semana que estuve allí me dijiste que me seguías queriendo. Después de quince años de vida en común, me decepcionas.

—Añadí muchas más cosas después de esa afirmación que sigo sosteniendo. Si lo miras bien, ya estamos separados. Cada uno en un sitio. Va a ser lo mejor y no me taches de insensible. Esto me cuesta muchísimo, pero hay prioridades y necesito dinero. Si no quieres participar de la aventura al cien por cien, no puedo arrastrarte a cambiar tu vida, vender todas tus pertenencias, sacar todo el dinero del banco y que me lo entregues. Tendremos que hacer dos partes y cada uno correr la suerte que le corresponda, vivir en el sitio que ha decidido y con los medios que la vida le depare.

—Me dejas como sin sangre. Creía que era algo más que una entidad financiera para ti.

—No digas chorradas. Te amo Renata, eres mi mujer…todavía. Hemos vivido muchas batallas juntos. Alegrías, angustias, incertidumbres. De todo ha habido. Mi garganta se anuda por la congoja cuando te estoy diciendo esto. Me cuesta hablar. Estoy nervioso. No soy un iceberg. O lo hago como un autómata o no me atrevería. Mi semana también ha sido dura, pero he tomado la decisión de dejar a un lado el corazón y que hable la razón. Lo siento, pero tendremos que empezar a liquidar la sociedad de gananciales.

—Qué vértigo me da y que aprensión me producen tus términos, tan técnicos, de repente. ¿Ni rescoldo te queda?

—¿Otra vez preguntas lo mismo? Tengo que mostrarme firme y no ablandarme. A esa conclusión he llegado, lo siento.

—Soy como una de tus futuras cabezas de ganado, si no dan rendimiento se sacrifican y a otra cosa, mariposa.

—¿Tan burdo te parezco? Los dos somos mayores de edad y hemos tomado una decisión. La de uno es incompatible con la del otro y nuestros caminos se tienen que dividir. Si te parece nos damos otra semana para localizar papeles y comenzar los trámites.

No haber tenido hijos facilitaría las gestiones, no sólo en la documentación, que el papel todo lo soporta, más bien en los asuntos de custodia y régimen de visitas. De común acuerdo decidieron que se encargase de todo Julián, un amigo de ambos, compañero de facultad de Antonio, que era noviete por entonces de Renata y que los presentó. Luego dejaron la relación, que no la amistad y, poco tiempo después, Renata, que sentía algo especial por Antonio y no se atrevía a entrarle, le pidió encarecidamente a Julián que le hiciese de intermediario. Una tarde lluviosa, en la que las gotas de agua resbalaban por los cristales de la cafetería La Mucama, céntrica, aunque discreta, sellaron el inicio de su aventura cogiéndose de las manos y juntando los labios tímidamente. Ese local se convirtió en emblemático para ambos.

Julián estaba especializado en casos de separación y era de la absoluta confianza de ambos. Se quedó sorprendido cuando recibió la llamada de Antonio. Hacía una larga temporada que no se veían y desconocía por completo que su relación estaba pasando tiempos convulsos. Antonio le explicó sucintamente que en su caso no se había gastado el amor de tanto usarlo, como dice la canción. Se echó todas las culpas por haber tomado una decisión sin haberla compartido con Renata hasta que no le cupo más remedio. Pero el mal ya estaba hecho y no pensaba pasar el resto de su vida fustigándose. Ahora quería que el horizonte quedase despejado para comenzar una nueva vida. Necesitaba dinero para invertir. Le puso al día, le dijo que empezase a mover papeles y que llamase tanto a Renata como a él para pedirles lo necesario e ir informándoles de cómo iban las gestiones.

Renata no quería abandonar el que había sido su hogar durante diez años. Medio año antes habían cancelado la hipoteca. Decidieron pagar el resto que les faltaba hasta los quince años en que habían fijado el vencimiento de golpe porque tenían dinero suficiente y así no necesitarían seguir ingresando todos los meses. «Al final no te creas que te desgravas tanto en los últimos años», le había comentado Antonio. Y ahora, tenían que malvender, deprisa y corriendo, porque él la apremiaba. Y buscarse cualquier cochiquera de alquiler hasta que se hiciese con algo decente y presentable para vivir. Por ahí no iba a pasar. Le propuso a su todavía marido, a través de Julián, que estaba dispuesta a hipotecar su parte de nuevo y pagarle su mitad, aunque tardase en conseguir que le aceptasen el préstamo, porque tendría que negociar con el banco unas condiciones asequibles. En cuanto a las plazas de garaje la cosa era menos complicada. Cada uno se quedaría con una y que Antonio la hiciese calderilla de inmediato si ese era su deseo.

Cuatro meses después, cuando todo estuvo dispuesto y los papeles preparados, sólo a falta de la firma, Julián les citó en la cafetería La Mucama y ellos, tras la sorpresa inicial accedieron a liquidar su matrimonio en el lugar en que todo comenzó. Literalmente no se iban a rubricar allí todos los papeles, pero sí algunos y esta reunión previa era imprescindible, para que después, con todo aclarado y acordado se encaminasen a la notaría para certificarlo. Antonio no quería ver Madrid ni en pintura, parecía que le hubiesen marcado a fuego como a uno de los terneros que ansiaba en adquirir, pero al final consintió. Aprovecharía y mataría dos pájaros de un tiro porque su jefe se había mostrado inflexible y le dijo que no le aceptaba firmar el finiquito telemáticamente. Por otro lado, quería despedirse de Vanesa, su compañera de trabajo y de confidencias, de desayunos y comidas. Le apetecía mucho. Tendría que explicar la película una vez más, aunque a ella era a la única persona que le había deslizado algo y con su don intuitivo no se quedó tan pillada cuando la comunicó que no pensaba volver por la oficina.

Fueron al Bar baridad de Sigfrido, como cualquier otra jornada laboral. Este le recordó a Antonio que la última vez que estuvo por allí le montó un pollo por el ruido que hacía el calentador de líquidos de la cafetera. Y ahora se iba para no volver. A criar vacas. Le dijo que era una caja de sorpresas y que era lo último que se esperaba de él. Estaba claro que no le conocía como había creído. Vanesa se puso a llorar en cuanto se sentaron en la mesa con el café y las tostadas delante y eso le descuadró. Le tensaba mucho que se pusiese a llorar nadie delante de él. Si era una mujer, que casi siempre lo era, no sabía dónde meterse. Intentó calmarla hablándole en susurros y secándole las lágrimas con un kleenex que sacó del bolsillo.

—Prométeme que conservaremos la amistad y que hablaremos de vez en cuando. Desde que te fuiste al pueblo ni un mísero wasap me has mandado. Menos mal que has contestado algunos de los míos, pero con una parquedad desesperante.

—Prometido, pero no llores Vane, que no merece la pena. Un pazguato se va, otro vendrá.

—No, Antonio. Sabes que cuesta mucho congeniar con alguien. El trabajo es un nido de arpías que te están mirando siempre de soslayo. Hay gente maja, aunque es escasa. Intentaré arrimarme a ella. Te voy a echar muchísimo de menos, así que menos paños calientes. Te ha dado fuerte, aquí tenías contrato indefinido y una vida hecha.

—Llámame loco si quieres. La verdad es que estaba harto de ser una persona gris y previsible. Le he dado vueltas y he pensado que lo mejor era esto, un giro radical. Sobre todo, tener ilusión en algo y te aseguro que en eso voy a tope.

—Eso me queda claro si has cortado de raíz con todo, hasta con Renata. Está visto que tendré que resignarme y acostumbrarme a no verte más. Vamos al hotel.

—¿A qué hotel?

—Al NH de enfrente.

—No te entiendo, Vanesa.

—Me han dicho que alquilan habitaciones por horas. Quiero despedirte como Dios manda.

—¡No jodas! Me dejas loco. Abrumado, porque una tía como tú se interese por mis huesos, por darme placer, pero no quiero líos ni enredos de última hora. He venido a Madrid a lo que he venido.

—Lo siento. Han sido muchos días añorándote y ahora te vas para no volver y me ha dado un calentón.

—¿No van bien las cosas en casa? ¿Crisis con Luis?

—Ni bien ni mal, van. Gracias a que los niños están en una edad estupenda y todo lo compensan. No nos da tiempo de pensar mucho en nosotros.

—Lo siento, Vanesa. Hablaremos de vez en cuando, te lo prometo, pero ahora tengo que irme. He quedado con Renata para ventilar flecos y esta tarde, sino surge nada raro, me vuelvo al norte. Por cierto, veniros algún fin de semana a Silván, ya verás que comarca más bella. En casa de mis padres no cabéis todos, aunque tengo un amigo que alquila una casa rural arreglada de precio.

—¿Por qué no? No sé qué opinará el resto de la familia. Adiós, Antonio.

—Adiós, Vanesa.


Cuando entró en La Mucama, ya estaban sentados en su mesa favorita Julián y Renata. Saludó con comedimiento y se puso en la silla que habían dejado vacante. Todo estaba hablado previamente y Julián les fue enseñando los papeles y explicando como resultaba todo y lo que tenían que firmar. Después irían al notario y quedaría zanjado. A Antonio le mandaría los papeles definitivos, pasados por el registro de la propiedad, por correo postal y el dinero se lo ingresaría en cuanto el banco se lo proporcionase a Renata. La hipoteca estaba concedida con todos los parabienes y era cuestión de días.

—¿Quieres tomar algo?, preguntó Renata.

—No, gracias. La cosa está clara y si los dos estamos de acuerdo quiero ventilar el asunto cuanto antes. Y largarme sin demora.

—De todas formas —intervino Julián—, hasta dentro de una hora no tenemos la cita con el notario y tardamos poco más de media en llegar. Podemos hacer tiempo aquí tranquilamente.

—Bueno, si es así, pídeme una Coca cola.

 Renata se levantó y se dirigió a la barra. Julián aprovechó para hablar con Antonio y decirle que se mostrase un poco más condescendiente con ella. Lo estaba pasando realmente mal.

—Para mí tampoco es plato de gusto haber terminado así. Todavía la quiero, pero tengo que mostrarme frío y distante porque no quiero flaquear ahora que ya he dado el paso y estamos llegando al final.

—Intenta mostrarte tibio, al menos. Tú tienes un aliciente, una vela encendida que alumbra tu camino, pero ella ahora mismo está bastante tocada.

—Que poético te has puesto, abogado. Lo intentaré. Renata lo merece.

Charlaron un rato en la cafetería. A ella se le notaba violenta con la situación. Le costaba cruzar la mirada con Antonio. Este le dedicó alguna carantoña y le dijo que fuese a Silván cuando quisiese, que allí sería siempre bien recibida. Después fueron hasta la oficina, donde no les hicieron esperar mucho tiempo. Entraron en el despacho del notario, que tenía una mesa enorme y alargada, en uno de sus extremos estaba sentado el susodicho con una pluma en la mano. Cuando se sentaron a ambos lados de su persona, les fue leyendo todos los documentos y prestándose a aclararles cualquier duda que les pudiese surgir. Firmaron al final, donde se les dijo y se despidieron en la puerta de la calle.

—Bueno, pues que te vaya bien Renata. Te deseo lo mejor, de verdad. Julián cuídamela, estate atento y espero que a ti también te vaya estupendamente. Me voy. En cuanto llegue el dinero compraré el semental que ya tengo apalabrado y a partir de ahí, espero lograr mi sueño.

—Adiós Antonio, me parece mentira. Dame un beso, al menos.

 

Continuará…/…