jueves, 22 de febrero de 2024

CAPÍTULO 4 - SÁBADO DE GLORIA

 

Apareció bajo el quicio de la puerta Mariana y se acercó a Renata a paso vivo. Ella estaba saliendo del coche, cogió el plumas del asiento del copiloto y se disponía a abrir el maletero para sacar maleta de mano en la que había metido su escueto equipaje para el fin de semana. Pero antes se dirigió efusivamente a su suegra sin darse cuenta de un pequeño detalle. Se había plantado delante de ella llevándose el dedo índice a los labios pidiéndole silencio.

            —Buenos días, Mariana, qué bien te veo.

            —¡Chist! No vocees guapa, te lo estoy advirtiendo —dijo en tono quedo.

            —Perdona, no te había comprendido. ¿Cuál es el problema?

            —Antonio ha pasado mala noche y se ha quedado dormido hace un rato.

            —¿Y yo? ¿Qué noche he pasado yo? Conduciendo sin descanso por carreteras de todo tipo.

            —Ese es tu problema, que te crees el ombligo del mundo, «yo siempre más», deja que duerma a la criatura que él no tiene la culpa.

            —¿Qué no tiene la culpa? Mariana, tengamos la fiesta en paz. No quiero empezar con mal pie, pero por favor, un poco de respeto.

Mariana le hizo una seña, levantando el brazo y abriendo la palma de la mano, para que se apaciguase y volvió a hablar entre susurros.

            —Bueno hija, perdona. Tampoco hay que ponerse así. Dame tus pertenencias que te las meto dentro con cautela, no se vaya a despertar.

            —Pero ¿es que no voy a poder entrar a la casa? Por lo menos para poder echarme agua a la cara y adecentarme un poco.

            —Eso más tarde. No seas tan coqueta. Aquí agua es lo que sobra, te la echarás en la fuente que hay en el recodo, la que llaman de Matazorras.

            —¿Me lo estás diciendo en serio? —Preguntó, con sorpresa y desesperación.

            —Escucha. Todavía es temprano. Vámonos, tú y yo, dando un paseo a saludar a Pancracio. Sabes que te aprecia y estará deseando verte. Está en el aprisco atendiendo al ganado. En diez minutos estamos allí y dentro de un rato nos volvemos los tres, despertamos a Antonio y desayunamos.

            Enfilaron la cuesta abajo siguiendo la carretera. Renata bastante mosqueada y sin querer disimularlo. No esperaba este recibimiento y, encima, estaba abotargada del viaje. Al llegar a la primera curva, que giraba hacia la derecha, salía un camino, justo a la izquierda, y en el arranque de este había una fuente de un caño, cuyo chorro caía con fuerza sobre una pileta y la rebosaba, perdiéndose el agua por debajo del camino y siguiendo su curso, ladera abajo. Era un arroyo que bajaba de la montaña y con el deshielo estaba bravo.

            Se refrescó con el agua helada y eso le vino de maravilla. Sus ojos se despidieron de las legañas de golpe y su cuerpo se activó. Mariana le advirtió que no se mojase mucho el pelo porque, aunque el día iba a ser espléndido, todavía hacía fresco, tardaría en secarse y se podía constipar.

Robles, hayas y castaños son los árboles que más se dan en la montaña occidental leonesa. Este camino, concretamente, estaba flanqueado por robles no muy gruesos, pero de gran envergadura. Sus hojas, mecidas por el viento, rompían el silencio en que caminaban las dos mujeres.  Se cruzaron con un paisano que traía un cayado para ayudarse a andar, un gorro de lana en la cabeza y un zurrón a la espalda. Lo acompañaba un mastín barcino que tenía puesto un collar grande con púas. Esta era zona de lobos y a los perros que cuidaban del ganado se lo solían colocar para que tuviesen más defensa ante sus eventuales encuentros con las manadas. Se dieron los buenos días y continuaron andando un trecho hasta que divisaron unas porteras de hierro, un poco oxidadas, cerradas por un cerrojo interior. Lo descorrieron y avanzaron por una senda, en la que sólo se distinguían dos rodales entre la hierba.

Llegaron a un claro en cuyo fondo había una pequeña edificación de piedra, con tejado de pizarra. Era el establo donde Pancracio guardaba al ganado. Tenía un portalón de madera y cuatro ventanucos corridos y equidistantes en la fachada. No se veía a nadie en los alrededores. Renata señalo hacia la cuadra e interrogó con la mirada a Mariana. Esta asintió y allí se dirigieron. Dentro estaba el suegro ocupándose de las vacas y los terneros. Había un bloque de sal en cada pesebre y estaba esparciendo unas alpacas de alfalfa por encima de ellos. Las cortaba las cuerdas, las desmoronaba en el suelo con un bieldo y después con este mismo instrumento echaba porciones en los cubiles, poco a poco. La sal era necesaria para mantener una buena nutrición en los animales. Ayuda a que los nutrientes penetren en su organismo. Se lo había explicado su suegro a Renata en otra ocasión. Pancracio levantó la vista, un poco sorprendido, ante la claridad que había invadido, de repente, el espacio.

—Renata, cariño, qué alegría verte por aquí. ¿Cuánto hace que no nos regalabas tu presencia? He perdido la cuenta —La abrazó y le plantó dos besos hermosos.

—Cuatro meses. Desde navidades. No me creo que no te acuerdes.

—Eso es mucho, pero estamos acostumbrados. De ahí mi sorpresa cuando vi aparecer a mi hijo el otro día. ¿Qué ha pasado nuera? No me creo que no sepas nada.

—Coño, tenéis aquí a Antonio cuatro días y ¿todavía no le habéis preguntado? No os entiendo.

—Ya sabes que este muchacho es un cerrojo. No hay quien le sonsaque nada. Ha dicho algo de que Madrid le mata, pero tiene que haber algo más.

—¿No hay crisis de pareja? Yo no he nacido ayer y eso de venir cada uno por su lado…choca —opinó Mariana, metiéndose en la conversación.

—Bueno, mujer, todos hemos pasado crisis —dijo Pancracio.

—Pero que no se haga de nuevas.

—Ni de nuevas ni de viejas. Me estoy hartando ya de estas desconfianzas y de acusaciones gratuitas. He venido aquí para ver a Antonio y hablar con él. Así que vamos para casa cuanto antes mejor.

—Dadme diez minutos, que estoy acabando. Suelto al ganado y me subo con vosotras a echar un remiendo que ya empiezo a tener gazuza.

—¿Pueden las reses quedarse solas?

—Hombre, aquí todas las fincas están cercadas con muros de piedra y las que no, tienen pastor eléctrico. Aunque podemos tener visitas inesperadas, así que las dejaré al cuidado de Zipi y Zape, estos dos canes tan hermosos.

—Son enormes. ¿De qué raza son?

—El rubio, boyero de Berna y el moreno, mastín.

Veinte minutos más tarde llegaron a la casa. Renata dijo que iba a despertar a Antonio, que había venido para verlo. Dejó la cazadora en el perchero. Subió las escaleras, estrechas, con peldaños de madera y pasamanos rústico. Conocía bien la habitación. Allí había dormido unas cuantas veces. Abrió la puerta y penetró en el interior. Estaba en semi penumbra. Por los agujeritos de la persiana se filtraba el sol en porciones y se reflejaba por la pared en forma de pequeñas manchas luminosas.  Cerró la puerta a su espalda. Antonio estaba acostado de lado, girado hacia la pared de enfrente. A pesar de que en esta época del año las casas todavía estaban frías, la alcoba estaba caldeada, pues el tiro de la chimenea pasaba, adosado a la pared, en su camino hacia el exterior.

            Verle allí encamado, después de varios días, despertó en ella la ternura y se le ocurrió la idea de despertarle con unos arrumacos. Se sentó en la silla para quitarse las botas, a continuación, se despojó también de los pantalones y la sudadera. Se metió en la cama procurando no hacer mucho ruido y se pegó a la espalda de Antonio haciendo la cucharita. Él no movió ni pie ni pata. Al contacto, Renata notó piel con piel. Tampoco tenía puestos pantalones. Comenzó a acariciarle, por encima de la nuca, el cuero cabelludo con suavidad, haciendo círculos concéntricos. Eso le gustaba. Seguía sin reaccionar y empezó a preocuparse un poco. Su sueño era demasiado profundo.

 Tendría que actuar con más determinación. Metió el brazo entre sus piernas y palpó por encima del calzoncillo, en busca del juguete. En esa posición no resultaba fácil y comenzó a hurgar a bulto. Al poco lo notó en toda su dimensión. Había crecido en segundos. Lo apretó con fuerza. Sintió que, por fin, Antonio se rebullía y con tono, casi imperceptible, masculló: «Renata, no me busques que me encuentras». Ella removió aquello con más brío. Entonces Antonio se dio la vuelta en un plis plas, se puso frente a ella y, mirándole a los ojos, metió los brazos bajo su camiseta, liberó los senos del sujetador y comenzó a pellizcarle los pezones. Las niñas de sus ojos echaban chispas y la punta de la lengua le asomó entre los labios.

—Ay, ay, ay, ay…

—Canta y no llores —entonó Antonio.

—No empieces con tus gansadas —dijo Renata, entre suspiros y escapándosele una risa nerviosa.

—Me has engolosinado y ahora tengo que probar estas gominolas, ricas, ricas.

—Antonio, como te pasas. No seas zafio —añadió con travesura.

—Me paso y me propaso. Has empezado la guerra, has despertado a la bicha y ya no hay regresión posible.

Lo que siguió después fue una lucha encarnizada. Chillidos atenuados, suspiros, forcejeos, giros, fricciones y, por fin, el clímax.  Quedaron ambos exhaustos y jadeantes, boca arriba. Apartaron la sábana y el edredón y estuvieron un rato en esa posición, mirando los pies derechos que sustentaban a las vigas de madera que recorrían el techo. Cuando sus cuerpos volvieron a la temperatura y al ritmo respiratorio habituales, Renata rompió el silencio:

—Me sigue gustando hacer el amor contigo más, si cabe, cada día. No sé si a ti te pasa lo mismo.

—¿Por qué dices eso? Creo que ha quedado claro. Bajemos a desayunar con mis padres. Se está haciendo tarde.

—No empieces, Antonio. He venido a hablar. Llevas toda semana con evasivas y tu despedida fue rocambolesca. No me la esperaba para nada y me dejaste patidifusa. No sigas dando largas y dime lo que me tengas que decir.

—Lo que te tengo que decir te lo he adelantado, más o menos. Vamos a desayunar que se va a juntar con la comida. Después te prometo que nos iremos a dar un paseo y hablaremos largo y tendido, sin cortapisas.

—Respóndeme a una pregunta antes. Si no lo haces no pienso bajar. Una duda que me tiene trastornada. Pero, por favor, sé sincero. ¿Hay otra mujer?

—Ni mujer ni hombre.

—¡Antonio, joder! ¿Es que todo te lo tienes que tomar a chufla? Contesta a la pregunta, sin sandeces de las tuyas.

—Podía haberme convertido en bisexual —afirmó, girando la mano y meneando la muñeca con amaneramiento, pero viendo la congestión que experimentaba el rostro de Renata cambio el tercio—. Hablando en serio. No, cariño. No hay otra mujer. Tú eres la única. Y me sigues gustando. Lo acabas de sentir. Reconozco que me he excedí al marcharme sin una explicación, pero ya he contestado a la pregunta y quiero bajar. Tengo un hambre atroz.

Pancracio y Mariana habían acabado de desayunar hacía rato, pero estaban todavía sentados a la mesa esperando su llegada. Les dedicaron miradas suspicaces mientras se sentaban. Renata estaba hecha unos zorros. Llevaba muchas horas sin dormir. Tendría que echarse un poco después de comer, porque si no, no iba a ser persona, aunque quería aprovechar los dos días al máximo. Quiso ayudar a su suegra con el desayuno, pero le dijo que ya estaba todo preparado, que se sentase y que ella les serviría a los dos. Mientras, conversaron los cuatro. Renata le preguntó a Antonio por lo que había comentado su padre, que qué era eso de que Madrid le mataba.

—Tu no lo entiendes, pero cada vez me cuesta más vivir en la jungla de asfalto. No quiero acabar como Remigio.

—¿Qué Remigio?

Mariana le explicó que era un chico del pueblo, un poco más mayor que Antonio y que se fue a la capital hacía más de veinte años, como muchos otros. Era hijo del señor que se encontraron de camino al establo de Pancracio. Se había suicidado y la noticia en el pueblo había caído como un mazazo. Hacía dos meses de esto y todavía estaban todos los vecinos conmocionados. No era difícil imaginar como se sentían los padres.

            —Pero Antonio, es normal que te impacte la noticia al ser una persona conocida, pero no te pongas en lo peor. No todos los que se han ido a Madrid se van a suicidar. ¿No sabes los motivos que le han llevado a ello?

            —Se comenta que algún problema con la custodia de los hijos. Tenía niño y niña, la parejita, y se había separado hace un año. Pero debía haber algo más. Todo son especulaciones —dijo Pancracio.

            —Pues Antonio es el rey de las especulaciones y la persona más aprensiva que conozco. Esa mezcla te ha afectado mucho, pero lo tuyo no tiene nada que ver, cari, te lo digo yo. No lo metas en el mismo saco. A no ser que se me esté escapando algo que no me hayas contado.

            —Efectivamente, no es posible la comparanza de un caso con otro porque vosotros no tenéis niños. A ver si nos hacéis abuelos de una vez, que al final se os va a ir el vino en catas. ¿No queréis o es que no valéis? —soltó, sin anestesia, Mariana.

Renata abrió los ojos y la boca a la vez, de par en par. Conocía a Mariana y sus maneras burdas, pero esa señora no dejaba de abochornarla.

—Mamá, parece que lo gozas poniendo a la gente en tensión, pero esto pasa de castaño oscuro. Por ahí no sigas. En cuanto a ti, Renata, ya te he dicho que hablaríamos largo y tendido, pero no ahora.

—¿Qué pasa hijo? ¿Qué no quieres que los padres nos enteremos de vuestras intimidades? Creo que somos los más indicados y los que más os podemos comprender y aconsejar.

—No lo dudo, mamá. Vamos a dejarlo aquí. Renata y yo vamos a dar un paseo a las eras de Robrellano. Volveremos para comer. A eso de las dos y media.

—¿Y por qué no vamos todos y pasamos el día en el campo? Podemos comer allí —preguntó Mariana.

—Por mí no hay problema —comentó Pancracio—. Lo único que me volveré antes porque después la noche cae sin avisar y tengo que dar otra vuelta a los animales y dejarles aviados.

—Pues mira tú. Para mí si hay problema. ¿Es que no puedo estar un rato a solas con mi marido? He venido con esa intención. He quedado con él en eso. Pero, casualmente, no paran de surgir eventualidades.

—Para una vez que venís. Lleváis diez años casados. Ya estáis bastante tiempo juntos.

—Que no, Mariana, que este viaje no ha sido por gusto. Lo del día de campo en otra ocasión. Mañana quizá.

—«Ayer me decías que hoy, hoy me dices que mañana y mañana me dirás que de lo hablado no hay nada». Seguro que mañana después de comer quieres salir corriendo.

—No es que quiera es que tengo seis horas largas hasta Madrid si todo se da bien, pero vale, puedo quedarme. No entro hasta el lunes por la tarde. Tendría que pegarme un madrugón porque, si no, me va a tocar conducir otra vez toda la noche. De momento ahora nos vamos los dos y no se hable más.

—Esperad, entonces, a que os haga algo de merienda. Lo preparo en un periquete. Se ha hecho tarde y no creo que os de tiempo volver a la hora de comer. Te digo yo, que por hache o por be, no vamos a poder disfrutar de la visita.

—Mamá, no te pongas pesada.

«Menudo disfrute me estás apretando, cabrona» dijo, entre dientes, Renata, mientas esbozaba una sonrisa hipócrita dirigida a su suegra.

Salieron por la puerta y enfilaron una senda empinada que salía a pocos metros. Esa zona a Antonio le gustaba mucho, en las faldas de la montaña, aunque no pudieron hablar hasta que llegaron a un llano, veinte minutos después, y recuperaron el resuello. Se sentaron en unas piedras que había en un extremo, junto a una oquedad. Un peñasco gigante les protegía del viento.

—No me digas que no es un entorno privilegiado.

—Antonio, no es la primera vez que venimos, pero parece que has redescubierto la frondosidad, el verdor y la naturaleza que rodea a tu pueblo. Esta zona es muy bonita. Recuerda que yo te lo decía, a mí no me tienes que convencer. Eras tú el que lo mantenías en el olvido y sólo venías cuando no quedaba otra.

Estuvieron un rato en silencio observando el paisaje en la lejanía. Se distinguían las cumbres, todavía con nieve, de Cabeza de Manzaneda. Luego bajaron la vista hacia el suelo herboso. Evitaban cruzar las miradas. Renata se estaba impacientando e iba a dirigirse a Antonio cuando este se le adelantó.

—Pues, si no te tengo que convencer, eso que llevo ganado.

—¿A qué te refieres?

—Renata, ¿tú te vendrías a vivir a Silván conmigo? —balbuceó nervioso.

Continuará…/…

jueves, 15 de febrero de 2024

CAPÍTULO 3 - SILVÁN

 

—¿Diga?

—¿Pancracio?

—Sí, soy yo ¿Quién es?

—Soy Renata, ¿Se puede poner Antonio?

—¡Hola, nuera! Qué alegría oír tu voz. Pues mira, te voy a ser sincero. No se puede poner porque está durmiendo como un leño. Me acabo de asomar a su habitación. Ha debido pasar mala noche, le he sentido varias veces entre sueños. Si te parece bien en cuanto despierte le digo que has llamado. ¿Qué ha pasado?

—¿No te lo ha contado él? Porque yo estoy totalmente off.


—Háblame en cristiano porque no me entero. Lo que te puedo decir es que llegó anoche pasadas las once. Nos quedamos sorprendidos porque no había avisado y nos dijo que estuviésemos tranquilos que se iba a quedar aquí una temporada pero que llegaba cansado del viaje y hoy nos daría los detalles. Así que cuando abra el ojo a ver que se trae entre manos. Espera, te paso a María, que quiere hablar contigo.

— Renata, guapa ¿Qué ha pasado? ¿Habéis reñido? Que ahora ya se sabe.

—Ya se sabe ¿qué?, Maria.

—Que tenéis poco aguante y en cuanto se tuerce un poco la cosa pegáis el zapatazo y os vais cada uno por vuestro lado.

—¿Te ha dicho eso Antonio? Porque entonces sabes más que yo.

—No me lo ha dicho, pero algo me he barruntado. ¿De qué va a presentarse aquí, así, entre semana, de repente? Si no venía nunca, por más que se lo rogábamos.

—Claro que choca. Por eso, si no te causa molestia, le dices cuando se despierte que me llame y que cargue o encienda de una puta vez el móvil.

—Hija, qué genio. Ya sabía yo que habíais tenido zapatiesta. Descuida que se lo haré saber.

Llamó a Pablo, el supervisor y le dijo que no iba a ir al trabajo, que le había surgido un imprevisto, que la perdonase por avisar con tan poca antelación. Pablo era la discreción personificada, tenía fama de seco, pero en esta ocasión lo agradeció. No indagó en los motivos y, como Renata era una trabajadora ejemplar, que no solía dar problemas, le dijo que avisaría a una sustituta.

            No tenía ánimos de nada ese día, estaba muy confusa y deseaba que Antonio la llamase de una vez y arrojara luz en la situación. Creía que no había secretos entre ellos, pero la espantada la pilló con el pie cambiado, la había dejado como sin sangre. Que se hubiese ido a Silván le parecía inverosímil y según iban pasando las horas su cabeza recreaba explicaciones pintorescas, increíbles. Tenía que hablar con él porque sino se iba a volver loca.

            Por fin la llamó. Sonó el teléfono casi a la hora de comer. Antonio hablaba entre murmullos, no vocalizaba y ella se asustó. Quería saber que le había pasado y porque había tomado la decisión de irse sin avisar. Según avanzaba la conversación Renata cayó en la cuenta de que se había tomado algún somnífero para dormir y todavía no estaba del todo en este mundo. En casa también lo hacía cuando avanzaba la madrugaba y no lograba conciliar el sueño. Por eso estaba como sonado y tardaba en reaccionar ante sus preguntas y su exigencia de aclaraciones.

            «La terapia con el psicólogo le había venido muy bien, le había hecho ver la realidad tal cual era». Eso le dijo. La ansiedad que de un tiempo a esta parte le concomía por dentro, la que le hacía saltar con desafuero ante cualquier ruido, ya no necesariamente estridente, sin mirar ni reparar, era producida, aparte de los acúfenos, porque su cabeza se iba a otro lado, odiaba Madrid y toda su algarabía.  De ahí el espectáculo que brindó al vecindario aquella madrugada infausta. No lo relacionaba en un principio, pero le cuadraba con todo lo que le estaba sacudiendo.       

     

—Vamos a ver, Antonio. Hace tiempo que padeces de acúfenos. Escuchas zumbidos o silbidos, aunque no haya ruidos externos. Hemos ido al otorrino y te lo ha explicado.

—También me ha dicho que debo evitar los ruidos potentes y estridentes.

—Y el alcohol, y eso no lo destierras.

—¿Me estás llamando borracho?

—No. Pero no me gusta que llegues tarde a cenar, como te ocurre últimamente.

—Me quedo un rato con amigos de la oficina, pero sólo tomo cerveza 0,0 tostada.

—Tostada la que traes encima, pero, bromas aparte, vamos a centrar el tema. Huir no va a solucionar nada, aunque te lo hayan aconsejado, porque es una solución momentánea, tienes que volver y entonces te costará todavía más aclimatarte de nuevo.

—Ahora vas a saber tú más que el psicólogo.

—Mira Antonio lo que sé es que no es de recibo que te vayas sin más, sin una conversación previa, sin una charla en que se contrasten opiniones, que llegue una noche a casa y me encuentre una nota, que no me cojas el teléfono. ¿Tanto te costaba decírmelo a la cara? Es acojonante la confianza que tienes con tu esposa.

—¿Me hubieses dejado? Hubieses puesto una y mil trabas como estás haciendo ahora. Quitas importancia a mis angustias vitales. Así es mejor. A toro pasado.

—Me estás dejando ojiplática. No te reconozco. El sábado voy para allá a pasar contigo el fin de semana. Tendremos tiempo de hablar largo y tendido.

—Aquí te espero, aunque te advierto que ya he pedido el mes y tengo decidido quedarme ese tiempo. Llevo apenas un día y me había olvidado de este silencio. He salido un rato alrededor de la casa a dar un paseo y mis pulmones se han llenado de aire puro, me he puesto a aspirar oxigeno como si se fuese a acabar.  Qué sensación más placentera.

—Madre mía, pasas de un extremo al otro. De no pisar el pueblo porque te asfixiabas, con sus reducidas dimensiones y sus cotilleos, a parecerte la octava maravilla.

—Mi decisión es firme, Renata. Ven el sábado si es tu gusto. Cuando pase el mes veremos. —Se le notaba nervioso pero tajante en la voz y, en ese momento, colgó.

«Ni se despide, tócate los pies». Decide ir, a pesar del desapego mostrado por Antonio. Estaba dispuesta a permanecer sola durante el mes, podía estudiar un plan alternativo para las vacaciones de ese año. Irse con alguna amiga. Con sus padres no le apetecía, un mes entero le resultaría agotador, sobre todo por su madre que era muy controladora y fisgona. Le preguntaría por los motivos, sacaría de mentira verdad como le gustaba jactarse a ella. Vacaciones para estresarse, definitivamente no.

Transigiría si era por su bien, si los especialistas se lo habían aconsejado, pero sintió que había algo más. Había percibido en las palabras, pero, sobre todo, en los silencios de Antonio, un poso de amargura, que incluso podía ser una banalización, como si su relación careciese de importancia. Tenía cuatro días por delante en los que daría muchas vueltas, pero el sábado iría. Necesitaba aclarar si se trataba sólo del estado anímico de Antonio o algo más recóndito. Si se trababa de lo primero tendría que apoyarle, pero le producía desazón pensar que se tratase de lo segundo. Quería que quedase todo aclarado y zanjado tras su visita, para bien o para mal.

Los runrunes le acometieron durante la semana. Antonio había vuelto a cogerle el móvil, pero la despachaba rápido. Nunca había sido muy locuaz, pero sí de grata conversación y siempre la obsequiaba con algún piropo, chascarrillo o salida ocurrente, que la hacía sonreír, e incluso reír a mandíbula batiente. Su laconismo la hacía decantarse por una crisis en su relación. Otras veces se fustigaba por tener esos pensamientos y se decía que todo podía deberse a su melancolía, a una incipiente depresión. Estaba hecha un lío.

—Joder —dijo Sabas—. Esto ya pasa de castaño oscuro ¿Os habéis apuntado al ayuno impertinente? Porque ya es el tercer día con la misma excusa y canta un poco.

—Se dice intermitente —puntualizó Benigno— sin poder evitar una carcajada.

—Se de sobra como se dice. A ver si aprendes a coger las coñas, compañero.

—Simplemente vamos a estar unos días a plan, sin merendar y andando durante ese rato. Últimamente la báscula se ha ensañado con nosotras —comentó Natalia—. Cada día una probatura nueva. Que si tiramisú, que si bizcochos. Esto de tener compañeras tan buenas reposteras ha hecho que los cuerpos se expandan. Tenemos que tomar medidas.

—No seas exagerada, cari. Tú si que estás como un bollito, rica, rica.  

—Mira que zalamero. Veniros si queréis. Pero no, como sois unos zampabollos no podéis pasar un día sin merienda.

—Paulina, te voy a dejar las cosas meridianas. Soy un hombre beligerante, me apunto a todas las reivindicaciones, movilizaciones y broncas en defensa de los derechos de los trabajadores, pero ya se lo dije al secretario del sindicado: podéis contar conmigo para casi todo, pero huelga de hambre no, porque me sería imposible secundarla. Sin merendar no me quedo porque a la media hora pego tarascadas al aire como los perros cuando ven una mosca. Así que aquí os esperamos, andarinas.

Renata deseaba desahogarse, hablar con sus compañeras del asunto que le corroía las entrañas y la tenía hecha un mar de dudas. Natalia tuvo la idea porque sino era en ese hueco no podían hablar tranquilas y para quitarse a los dos moscones sedentarios nada mejor que hacerles andar y dejarles sin comer.

Agradeció Renata la complicidad de sus compañeras en una semana que se le iba a hacer larga, en la que los nervios le acometían desde que leyó la nota y se acrecentaban tras las conversaciones que iba manteniendo con su marido. A ellas les extrañó que no hubiese notado nada con anterioridad.

—A ver, ahora lo piensas y atas cabos. Esto pudo ser por tal o por cual, pero entonces ni se me hubiese ocurrido. Está claro que llevaba unos meses crispado, que los ruidos estridentes le hacían perder las formas. A veces lo pagaba conmigo, supongo que también con sus compañeros. Le convencí de que empezase una terapia con un psicólogo en paralelo con el otorrino, me contaba que estaba mejorando. Me alegró mucho oírle decir eso.

—Lo de que saliese corriendo sin avisar no me cuadra, a no ser que Antonio sea de esas personas que le dan revoleras —opinó Paulina—. Porque si es así, tenías que esperar cualquier reacción y veo que no es el caso.

—Es un gilipollas, no lo deis más vueltas. Mándalo a la mierda. Yo creo que se ha pegado un buen revolcón con otra, esa es la impresión que me da y se ha inventado la pamema de los ruidos y de los tratamientos porque no se atreve a decirte que está encoñado.

—¿Cómo puedes ser tan basta, Natalia?

—Me han pedido una opinión como amiga y la doy. No voy a andarme por las ramas, creo que tenemos suficiente confianza.

—No me importa, Paulina, puede que Natalia tenga razón, pero sólo en parte. Lo de los ruidos no se lo ha inventado porque no veas el espectáculo que montó una madrugada, qué bochorno me hizo pasar, no era capaz de que volviese a su ser.

—¿Y no podía ser una sobreactuación? ¿Pregunto? Te enteras de cada caso hoy día…

—No me fastidies, Nata, el que te haya ido regulinchi en tu matrimonio te impulsa a hacerlo extrapolable a todos los demás. Sería lo último que esperaría de Antonio.

—Pues mira, me parece bien que vayas a verle el sábado, pero no te andes con florituras, vete por derecho, sin circunloquios, que no tenga escapatoria ese cabronazo.

—Quizá sea buena táctica, pero ¿y si es verdad lo de sus angustias y lo termino de hundir?

—Que no está zumbao, que es más listo de lo que crees. Desconfía de las mosquitas muertas. En fin, tu misma.

El viernes en el trabajo fue un día raro para Renata. Hecha un manojo de nervios y en su mente girando el monotema. Se le hizo eterno. Para colmo libraban Natalia y Paulina y no pudo desfogarse con nadie. Cuando salió se fue para casa. Quería dormir unas horas antes de partir, pero le fue imposible conciliar el sueño. Así que decidió ponerse en ruta. Cuanto antes saliese antes llegaría. Bajó al garaje y cogió el coche. Tenían dos plazas de aparcamiento, una en propiedad y otra alquilada. Pasó la noche en la carretera. A Las cinco llegó a Benavente. A la Bañeza sobre las seis y media. Allí paró en una estación de servicio para tomarse un café bien cargado y un par de magdalenas.

 Al fin enfiló los últimos veinte kilómetros de una carretera estrecha y sinuosa, aunque recientemente asfaltada. Flanqueada de castaños y con hierba en los hipotéticos arcenes. Se distinguían muros de piedra sin argamasa que delimitaban los prados. Serían las ocho de la mañana, ya amaneciendo, cuando divisó la espadaña de una pequeña iglesia y, entre los cerros, algunas casas dispersas. Doscientos metros después apareció el cartel con el nombre de la población y al lado otro explicativo: «Bienvenidos a Silván, en la comarca de la Cabrera Baja».

Frenó de golpe ante el siguiente anuncio publicitario y abrió los ojos de par en par. Su texto sobreimpresionado la descuadró, además de por lo zafio, porque no concordaba con las imágenes promocionales que aparecían en él. No era un grafiti, las letras estaban perfectamente integradas en medio de la foto de una amazona sonriente y una chica rubia con ropa deportiva subida en una bici: «Putas a caballo. Putas en bicicleta». Se bajó del coche extrañada y se acercó. La humedad del ambiente y el relente mañanero la hicieron tiritar. Tras unos minutos, examinándolo detenidamente, descubrió el pastel. Algún cachondo se había tomado la molestia de borrar las rayas oblicuas de la derecha de las erres que pasaron a ser pes. El texto original era: «Rutas a caballo. Rutas en bicicleta». Soltó una risotada que le vino muy bien para sacar afuera parte de la tensión acumulada durante el viaje y despabilarse.

Volvió a subir al coche para dirigirse a la casa de sus suegros. Respiró hondo durante el breve trayecto y detuvo el vehículo en una pequeña explanación que había delante. Una casa de piedra, con tejado de pizarra a dos aguas y una chimenea que humeaba en ese momento. Paró el motor, echó el freno de mano y en ese momento se abrió la puerta de la casa.

Continuará .../...

lunes, 5 de febrero de 2024

Capítulo 2 – Renata

 

Renata sale de casa sobre la una. Tarda media hora en llegar al hospital, tres cuartos si se le da mal. Tiene el tiempo suficiente para comer, pues su jornada va de las dos y media a las nueve y media. Hay una cafetería auto servicio que no está mal de precio. Sobre todo, influye la comodidad de no tener que cocinar. Come un plato principal, con eso le vale. A veces pide postre si se queda con hambre. Queda con Sabas, un compañero con el que lleva trabajando desde que entró, hace seis años y con el que ha hecho muy buenas migas. Es un poco simplón y ordinario, pero bastante sanote y gracioso. No tiene maldad, aunque le guste mucho pinchar y se cubren mutuamente cuando tienen que ausentarse por cualquier circunstancia.

La lavandería está en el segundo sótano. Hay tres lavadoras, tres secadoras y cinco equipos de planchado. Todo en plan industrial, bastante grande. Ella no pensaba que existiesen aparatos tan enormes antes de entrar a trabajar aquí. Solo conocía los domésticos. Su cometido estriba en que esté todo limpio, lavado y planchado, que no falte ropa en ningún momento. Se encargan de la ropa de cama (sábanas, colchas y fundas de almohada), así como la vestimenta del personal sanitario (batas, pantalones, chaquetas y blusas) y la de los enfermos (pijamas y camisones). El trabajo se organiza por parejas y va rotando por días. Las tareas consisten en poner lavadoras y secadoras; planchado, servicio de ventanilla para entregar la ropa al personal y recogida de ropa sucia. Sabas y Renata van siempre juntos, salvo los días en que alguno de los dos libre. Hoy les ha tocado, en el cuadrante, acudir por las plantas a recoger la ropa sucia para lavar. En cada piso hay un cuarto donde se van echando las prendas en una especie de contenedor con ruedas. Ellos lo recogen y lo bajan en el montacargas hasta la lavandería.

Después de tantos años, conocen a casi toda la plantilla. Cuando se cruzan con alguno nuevo lo comentan. También, como en todos los ambientes cerrados, los cotilleos vuelan. Ligues, separaciones, enfermedades graves, fallecimiento de seres queridos…

—Oye, Renata, esa doctora que nos hemos encontrado a la salida del ascensor es nueva, ¿no?

—No, yo la he visto más veces, pero debe llevar poco tiempo.

—Pues yo es la primera vez que me topo con ella, te lo aseguro. Menudas hechuras tiene la moza, como para olvidarme. Mejorando lo presente.

—Cómo te pasas Sabitas. A los hombres siempre os sale esa vena machista.

—Si llamar al pan pan y al vino vino es ser machista, que me detengan.

—¿A que si es un chico no te fijas en eso?

—No le hubiese dedicado ni uno solo de mis pensamientos, tienes razón. Pero quizá tú sí. Pues menudas miradas echas a veces, los desnudas, jodía.

—Mentiroso, a mi me importa que sean buenos o malos profesionales.

—Sí, sí

—¿Qué?

—Ya, ya

—No empieces con tus gansadas, Sabas.

—Ay, Renata, no me des tanto la lata. Vamos a ver, si son buenos profesionales nos enteramos también porque esas noticias se propagan por el hospital, pero déjame que si me cruzo conuna moza fermosa disfrute la vista de este mortal. Tú también eres mona, pero cualquiera te lo dice, porque empezarías con tus micromachismos que para mí son macro tonterías.

—No seas faltón. Eres buen compañero, me gusta trabajar codo con codo contigo, lo sabes, a pesar de que te pierdan estas vulgaridades y tengas pensamientos retrógrados.

—Entonces lo de darte un azote con todas mis ganas ni te lo comento. Es que tu culito respingón me trae por la calle de la amargura.

—Por ahí no sigas, Sabas. Si quieres que sigamos llevándonos bien.

—Vaaale, Renata, he captado el mensaje. Cambio el tercio.

—¿Qué es lo que cambias? No te sigo.

—Argot taurino. Quiero decir que acepto tus protestas. Hablemos de cualquier otra cosa.

—De toros no. Otra afición primaria y salvaje. No se cómo te aguanto, Sabas. Y no solo eso, te echo de menos cuando no vienes. Soy masoquista.

—Debe ser por lo que has dicho antes. Soy buen compañero, una persona ejemplar, simpática, dicharachera, única…

—Para, para. Eres divertido, ocurrente y eso hace que se hagan más llevaderas estas horas, pero no te vengas tan arriba, que la alabanza en uno mismo es una estupidez.

—¿Y yo soy el faltón? ¿No pillas la ironía? Venga, será mejor que bajemos la ropa, que ya están todos los carros de esta planta preparados en la puerta del montacargas.


La merienda la hacen en un cuarto que tienen habilitado en la misma planta, que tiene fregadero, frigorífico y microondas, entre otras cosas. También una mesa grande con bancos corridos. Durante este receso no suelen subir a la cafetería. Aprovechan para sociabilizar con los compañeros. Charlan de todo. Un poco de su vida personal y un mucho de la laboral, las condiciones de trabajo, pero también de los dramas que se viven en el hospital, que les siguen afectando a veces, a pesar de que después de tanto tiempo deberían estar inmunizados. Y eso que no los viven en primera persona, pero, quieras que no, les llegan a través de los diversos compañeros sanitarios.

Casi siempre coinciden los mismos en este sitio y en este descanso de la jornada: Natalia, su pareja que se llama Benigno y Paulina. No es que se lleven mal con el resto, pero algunos prefieren subir a la cafetería con otros compañeros y conocidos en vez de quedarse en la sala aneja a la lavandería. También los hay que aprovechan para dar un paseo y estirar las piernas.

Natalia es regordeta, no obesa. De carácter apacible. Lleva el pelo corto, no usa pendientes y tiene un tatuaje pequeño y discreto de una rosa en el esternón, encima del pecho, que sólo se le ve en la estación veraniega porque trae camisetas con algo de escote o se desabrocha los dos botones de la blusa. Está separada desde hace dos años y desde hace diez meses vive con Benigno, que es más bien bajo, tiene perilla en la que se distingue alguna cana y es calvo en la parte de la coronilla. Más bien delgado, aunque últimamente se está dejando y tiene unos kilos de más. Dice que tiene que retomar el gimnasio, que lleva meses sin aparecer por allí y lo está empezando a pagar. Se fatiga con cualquier esfuerzo.

En cuanto a Paulina, es rubia, con media melena, de complexión delgada, pero con caderas y senos generosos, de estatura media. Actualmente vive sola. Ha tenido varias parejas, pero con ninguna ha cuajado más de un año. Ese es su récord. Está obsesionada con ese asunto. Quiere conocer el secreto para mantener una relación estable, dar con la tecla. Se sincera a veces con Renata y le pide consejo, pero esta le contesta que ella también desconoce la receta. Supone que es dar con la persona adecuada y mantener un ten con ten, ceder en unos casos, pero no siempre. Aún así todo se va desgastando por lo que hay que currárselo continuamente.

—Hoy, cuando hemos ido a recoger la ropa nos han contado un caso bastante truculento —dice Sabas—. Un padre, que había ido a recoger a su hijo con el coche a la salida de la discoteca, de regreso a casa han tenido un accidente y ha fallecido. El hijo se debate entre la vida y la muerte. Dicen que es complicado que salga del trance sin secuelas. Por lo visto un Kamikaze se había metido en la autovía de Toledo en sentido contrario y se han encontrado, de manos a boca, con él.

—Sabas, que estamos de lunes, ya de por sí bastante decaídos, con toda la semana por delante y, parece que lo gozas, siempre tienes que sacar algún tema luctuoso.

—Siempre no, Renata, simplemente me ha impresionado la historia y la quería compartir con vosotras.

—Pues si te parece cambiamos de tema, no estoy hoy para más tristezas.

—¿Qué pasa Paulina, que el tarzán ese del Tinder con el que habías quedado el fin de semana te ha salido rana?

—¿y tú como sabes que había quedado con un chico, Sabas? —Replicó Paulina poniéndose más colorada que un pavo—. Desde luego, Renata, qué decepción, creía que eras buena amiga, pero ya veo que la discreción no es lo tuyo.

—Eres un cabrón, compañero, te digo un secreto y a las primeras de cambio me dejas con el culo al aire.

—Que no lo vean mis ojos que no me sujeto. Ese culito respingón que me tiene loco.

—Imbécil, no estoy para choteos, está claro que no se puede confiar en ti.

—Perdona Renata, de verdad, me tenía que haber mordido la lengua, pero cuando ha dicho Paulina que no estaba para bailes, he atado cabos y se me ha escapado, me ha entrado el interés repentino.

—¡¿Cómo puedes ser tan cotillo y tan miserable?! —remachó Natalia.

—Vamos a ver —terció Benigno— lo que ha hecho Sabas está fatal, quebrantando el secreto prometido, pero una vez que ha salido a la luz quizá Paulina se sienta mejor desahogándose, sacándolo fuera, porque parece que la cosa no fue bien y haciendo partícipes a los compañeros, que para eso estamos, la consolaremos y la aconsejaremos.

—Pero bueno, tú y yo tenemos que hablar. ¿Cómo puedes tener tanta cara?

—Muy fácil, Natalia, porque entre ellos se aúnan y defienden las causas, por muy peregrinas que sean, como es el caso —añadió Renata.

—El caso es que…—vaciló Paulina—El caso es que llevo todo el día dándole vueltas, la cabeza me va a estallar y cuando terminemos el trabajo cada uno se irá a su casa y yo seguiré con el run run en la mía. Así que no me importa desahogarme, estoy hecha un lío.


—Si me tengo que quedar un rato contigo me quedo, pero estos dos gaznápiros no se pueden salir con la suya. ¿Es verdad que no te da corte o lo dices con la boca pequeña?

—Me da un poco de reparo, no te lo niego, pero prefiero desembuchar cuanto antes.

Sabas no pudo evitar frotarse las manos, lo que hizo que Renata y Natalia le dirigiesen una mirada furibunda. Él abrió los brazos, levantándolos al tiempo que abría las palmas, como cuando los forajidos de las películas te apuntan con una pistola e hizo el gesto de abrocharse la cremallera, pasando índice y pulgar, por encima de sus labios.

Paulina les contó que ese chico era como todos, que sólo la quería para la cama, pero que fuera de ahí era un petulante y un ordinario. No tenía conversación. Ella quería ver una película el sábado y tuvo que tragarse el fútbol y en cuanto acabó ya la estaba presionando para follar sin preámbulos ni gaitas. Un imbécil de manual. En su perfil todos ponen aficiones brillantes y cualidades atrayentes, pero a la hora de la verdad son patrañas. Es que ya no guardan las formas ni en la primera cita.

—Pero dime una cosa, Paulina, De cero a diez, ¿Qué puntuación le darías al mozo en el sexo? ¿Se manejaba bien? —se interesó Sabas.

—¿Cómo puedes se tan primario y basto? —Natalia echaba humo.

—Ya te he dicho —comentó Paulina—que eso es lo de menos, era un pobre infeliz y me hizo sentir fatal.

En ese momento tuvieron que disolver la reunión porque entró el revisor tocándose el reloj de muñeca en señal de que se habían pasado del tiempo establecido.

—Una cosa es que os retraséis diez minutos y otra es que os olvidéis de volver a vuestros puestos, como hoy. Cuanto más cuartelillo os doy, veo que es peor, estiráis el chicle y es a mí al que me van a pedir explicaciones. Además, hoy hay mucha faena. Poneros las pilas, hostias.

—Vale, vale, Pablo, tampoco hay que ponerse así ¿Te hemos fallado alguna vez? Ya verás como se queda todo ventilado —le contestó Benigno mientras que el resto de la tropa se levantaba para retomar el trajín.

Remataron la jornada a eso de las diez, media hora más tarde de lo habitual. Cuando no hay tanto trabajo también los dejan irse antes, así lo tienen pactado. Renata le dijo a Paulina que podían ir a la cafetería, que podía quedarse un rato y así hablarían tranquilamente.

—Te lo agradezco Renata, pero tú tienes que ir a casa con tu marido. Son horas intempestivas. Tendréis que cenar. Lo mío siempre es lo mismo.

—No te preocupes, avisaré a Antonio. A él no le va a importar y te prometo que esta vez no le voy a contar nada a ese lenguaraz de Sabas.

—Gracias, amiga.

Media hora después, Natalia está más tranquila. La charla le ha relajado, aunque siga triste, porque lo de encontrar al amor de su vida lo ve casi imposible. Tiene ya cuarenta años. Renata le dice que siempre habrá tiempo para el amor, no tiene que agobiarse y que está segura de que encontrará a un hombre que la comprenda, con el que se encuentre a gusto y que no sea egoísta. Debe tener paciencia. Ella se tiene que ir ya. Ha llamado a casa y Antonio no le coge el teléfono. Le ha podido surgir algo, pero lo que más la preocupa es que tiene el teléfono móvil apagado o fuera de cobertura. Ya es casualidad que no esté en casa y que, precisamente ahora, se haya quedado sin batería. Le pide que la excuse. Paulina le da las gracias y van las dos juntas andando hacia el metro.

Cuando llega a casa Renata, todo está en silencio y las luces apagadas. Está claro que Antonio no se halla, pero sigue sin cogerle el móvil. No sabe a quien acudir. Debió salir del trabajo hace horas. Es raro que no le haya comunicado nada, cada vez está más nerviosa, hasta que enciende la luz de la cocina y sobre la mesa descubre una nota manuscrita.

«Renata, perdona la precipitación, pero me voy un mes al pueblo de mis padres. Sí, ya sé que no voy casi nunca, pero el psicólogo me ha aconsejado que me vendrá bien para apaciguar mis ánimos, últimamente bastante crispados. Tú lo sabes mejor que nadie, ya que los has tenido que sufrir en numerosas ocasiones. Mañana, una vez que me haya instalado allí, te llamaré. Estoy de bajón y hablar contigo me suponía un mundo. Hoy era imposible. Espero que me comprendas. En el trabajo no me han puesto muchas pegas. El jefe se ha ofuscado un poco por decirlo sin antelación, pero al final ha cedido. Es una putada para ti porque me quedo sin vacaciones de verano. Tendrás que preparar un plan alternativo. En fin, estas menudencias ya las hablaremos con más detalle mañana. Te quiero. Antonio».

«¿Menudencias?», se dijo, para sí, Renata. Crees que conoces a una persona, pero la vida siempre te sorprende. Se había ido a Silván, una aldea en los montes de León, lindando con la provincia de Orense. Allí había nacido, pero últimamente decía que no pensaba volver por allí nada más que lo estrictamente necesario. De año en año por Navidad para cenar con sus padres. «Y ahora se va un mes entero», susurró. «Este tío, ¿de qué va?», gritó con desconsuelo.

Estaba claro que no iba a poder pegar ojo. El fin de semana iría para allá, aunque todo dependía de la conversación y las explicaciones que tenían pendientes.

Continuará.../...