Apareció
bajo el quicio de la puerta Mariana y se acercó a Renata a paso vivo. Ella estaba
saliendo del coche, cogió el plumas del asiento del copiloto y se disponía
a abrir el maletero para sacar maleta de mano en la que había metido su escueto
equipaje para el fin de semana. Pero antes se dirigió efusivamente a su suegra sin
darse cuenta de un pequeño detalle. Se había plantado delante de ella
llevándose el dedo índice a los labios pidiéndole silencio.
—Buenos días, Mariana, qué bien te
veo.
—¡Chist! No vocees guapa, te lo
estoy advirtiendo —dijo en tono quedo.
—Perdona, no te había comprendido. ¿Cuál
es el problema?
—Antonio ha pasado mala noche y se
ha quedado dormido hace un rato.
—¿Y yo? ¿Qué noche he pasado yo?
Conduciendo sin descanso por carreteras de todo tipo.
—Ese es tu problema, que te crees el
ombligo del mundo, «yo siempre más», deja que duerma a la criatura que él no
tiene la culpa.
—¿Qué no tiene la culpa? Mariana, tengamos
la fiesta en paz. No quiero empezar con mal pie, pero por favor, un poco de
respeto.
Mariana
le hizo una seña, levantando el brazo y abriendo la palma de la mano, para que
se apaciguase y volvió a hablar entre susurros.
—Bueno hija, perdona. Tampoco hay
que ponerse así. Dame tus pertenencias que te las meto dentro con cautela, no
se vaya a despertar.
—Pero ¿es que no voy a poder entrar
a la casa? Por lo menos para poder echarme agua a la cara y adecentarme un
poco.
—Eso más tarde. No seas tan coqueta.
Aquí agua es lo que sobra, te la echarás en la fuente que hay en el recodo, la
que llaman de Matazorras.
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—Preguntó, con sorpresa y desesperación.
—Escucha. Todavía es temprano. Vámonos,
tú y yo, dando un paseo a saludar a Pancracio. Sabes que te aprecia y estará
deseando verte. Está en el aprisco atendiendo al ganado. En diez minutos estamos
allí y dentro de un rato nos volvemos los tres, despertamos a Antonio y
desayunamos.
Enfilaron la cuesta abajo siguiendo la carretera. Renata bastante mosqueada y sin querer disimularlo. No esperaba este recibimiento y, encima, estaba abotargada del viaje. Al llegar a la primera curva, que giraba hacia la derecha, salía un camino, justo a la izquierda, y en el arranque de este había una fuente de un caño, cuyo chorro caía con fuerza sobre una pileta y la rebosaba, perdiéndose el agua por debajo del camino y siguiendo su curso, ladera abajo. Era un arroyo que bajaba de la montaña y con el deshielo estaba bravo.
Se refrescó con el agua helada y eso
le vino de maravilla. Sus ojos se despidieron de las legañas de golpe y su
cuerpo se activó. Mariana le advirtió que no se mojase mucho el pelo porque,
aunque el día iba a ser espléndido, todavía hacía fresco, tardaría en secarse y
se podía constipar.
Robles,
hayas y castaños son los árboles que más se dan en la montaña occidental
leonesa. Este camino, concretamente, estaba flanqueado por robles no muy
gruesos, pero de gran envergadura. Sus hojas, mecidas por el viento, rompían el
silencio en que caminaban las dos mujeres. Se cruzaron con un paisano que traía un cayado
para ayudarse a andar, un gorro de lana en la cabeza y un zurrón a la espalda.
Lo acompañaba un mastín barcino que tenía puesto un collar grande con púas.
Esta era zona de lobos y a los perros que cuidaban del ganado se lo solían colocar
para que tuviesen más defensa ante sus eventuales encuentros con las manadas. Se
dieron los buenos días y continuaron andando un trecho hasta que divisaron unas
porteras de hierro, un poco oxidadas, cerradas por un cerrojo interior. Lo
descorrieron y avanzaron por una senda, en la que sólo se distinguían dos
rodales entre la hierba.
Llegaron
a un claro en cuyo fondo había una pequeña edificación de piedra, con tejado de
pizarra. Era el establo donde Pancracio guardaba al ganado. Tenía un portalón
de madera y cuatro ventanucos corridos y equidistantes en la fachada. No se
veía a nadie en los alrededores. Renata señalo hacia la cuadra e interrogó con la
mirada a Mariana. Esta asintió y allí se dirigieron. Dentro estaba el suegro ocupándose
de las vacas y los terneros. Había un bloque de sal en cada pesebre y estaba esparciendo
unas alpacas de alfalfa por encima de ellos. Las cortaba las cuerdas, las desmoronaba
en el suelo con un bieldo y después con este mismo instrumento echaba porciones
en los cubiles, poco a poco. La sal era necesaria para mantener una buena
nutrición en los animales. Ayuda a que los nutrientes penetren en su organismo.
Se lo había explicado su suegro a Renata en otra ocasión. Pancracio levantó la
vista, un poco sorprendido, ante la claridad que había invadido, de repente, el
espacio.
—Renata,
cariño, qué alegría verte por aquí. ¿Cuánto hace que no nos regalabas tu
presencia? He perdido la cuenta —La abrazó y le plantó dos besos hermosos.
—Cuatro
meses. Desde navidades. No me creo que no te acuerdes.
—Eso
es mucho, pero estamos acostumbrados. De ahí mi sorpresa cuando vi aparecer a
mi hijo el otro día. ¿Qué ha pasado nuera? No me creo que no sepas nada.
—Coño,
tenéis aquí a Antonio cuatro días y ¿todavía no le habéis preguntado? No os
entiendo.
—Ya
sabes que este muchacho es un cerrojo. No hay quien le sonsaque nada. Ha dicho
algo de que Madrid le mata, pero tiene que haber algo más.
—¿No
hay crisis de pareja? Yo no he nacido ayer y eso de venir cada uno por su lado…choca
—opinó Mariana, metiéndose en la conversación.
—Bueno,
mujer, todos hemos pasado crisis —dijo Pancracio.
—Pero
que no se haga de nuevas.
—Ni
de nuevas ni de viejas. Me estoy hartando ya de estas desconfianzas y de acusaciones
gratuitas. He venido aquí para ver a Antonio y hablar con él. Así que vamos
para casa cuanto antes mejor.
—Dadme
diez minutos, que estoy acabando. Suelto al ganado y me subo con vosotras a echar
un remiendo que ya empiezo a tener gazuza.
—¿Pueden
las reses quedarse solas?
—Hombre, aquí todas las fincas están cercadas con muros de piedra y las que no, tienen pastor eléctrico. Aunque podemos tener visitas inesperadas, así que las dejaré al cuidado de Zipi y Zape, estos dos canes tan hermosos.
—Son
enormes. ¿De qué raza son?
—El
rubio, boyero de Berna y el moreno, mastín.
Veinte
minutos más tarde llegaron a la casa. Renata dijo que iba a despertar a Antonio,
que había venido para verlo. Dejó la cazadora en el perchero. Subió las
escaleras, estrechas, con peldaños de madera y pasamanos rústico. Conocía bien
la habitación. Allí había dormido unas cuantas veces. Abrió la puerta y penetró
en el interior. Estaba en semi penumbra. Por los agujeritos de la persiana se filtraba
el sol en porciones y se reflejaba por la pared en forma de pequeñas manchas
luminosas. Cerró la puerta a su espalda.
Antonio estaba acostado de lado, girado hacia la pared de enfrente. A pesar de
que en esta época del año las casas todavía estaban frías, la alcoba estaba caldeada,
pues el tiro de la chimenea pasaba, adosado a la pared, en su camino hacia el
exterior.
Verle allí encamado, después de varios
días, despertó en ella la ternura y se le ocurrió la idea de despertarle con unos
arrumacos. Se sentó en la silla para quitarse las botas, a continuación, se despojó
también de los pantalones y la sudadera. Se metió en la cama procurando no
hacer mucho ruido y se pegó a la espalda de Antonio haciendo la cucharita. Él
no movió ni pie ni pata. Al contacto, Renata notó piel con piel. Tampoco tenía puestos
pantalones. Comenzó a acariciarle, por encima de la nuca, el cuero cabelludo
con suavidad, haciendo círculos concéntricos. Eso le gustaba. Seguía sin
reaccionar y empezó a preocuparse un poco. Su sueño era demasiado profundo.
Tendría que actuar con más determinación. Metió
el brazo entre sus piernas y palpó por encima del calzoncillo, en busca del juguete.
En esa posición no resultaba fácil y comenzó a hurgar a bulto. Al poco lo notó
en toda su dimensión. Había crecido en segundos. Lo apretó con fuerza. Sintió que,
por fin, Antonio se rebullía y con tono, casi imperceptible, masculló: «Renata,
no me busques que me encuentras». Ella removió aquello con más brío. Entonces Antonio
se dio la vuelta en un plis plas, se puso frente a ella y, mirándole a los
ojos, metió los brazos bajo su camiseta, liberó los senos del sujetador y
comenzó a pellizcarle los pezones. Las niñas de sus ojos echaban chispas y la
punta de la lengua le asomó entre los labios.
—Ay,
ay, ay, ay…
—Canta
y no llores —entonó Antonio.
—No
empieces con tus gansadas —dijo Renata, entre suspiros y escapándosele una risa
nerviosa.
—Me
has engolosinado y ahora tengo que probar estas gominolas, ricas, ricas.
—Antonio,
como te pasas. No seas zafio —añadió con travesura.
—Me
paso y me propaso. Has empezado la guerra, has despertado a la bicha y ya no hay
regresión posible.
Lo que siguió después fue una lucha encarnizada. Chillidos atenuados, suspiros, forcejeos, giros, fricciones y, por fin, el clímax. Quedaron ambos exhaustos y jadeantes, boca arriba. Apartaron la sábana y el edredón y estuvieron un rato en esa posición, mirando los pies derechos que sustentaban a las vigas de madera que recorrían el techo. Cuando sus cuerpos volvieron a la temperatura y al ritmo respiratorio habituales, Renata rompió el silencio:
—Me
sigue gustando hacer el amor contigo más, si cabe, cada día. No sé si a ti te
pasa lo mismo.
—¿Por
qué dices eso? Creo que ha quedado claro. Bajemos a desayunar con mis padres.
Se está haciendo tarde.
—No
empieces, Antonio. He venido a hablar. Llevas toda semana con evasivas y tu
despedida fue rocambolesca. No me la esperaba para nada y me dejaste patidifusa.
No sigas dando largas y dime lo que me tengas que decir.
—Lo
que te tengo que decir te lo he adelantado, más o menos. Vamos a desayunar que
se va a juntar con la comida. Después te prometo que nos iremos a dar un paseo
y hablaremos largo y tendido, sin cortapisas.
—Respóndeme
a una pregunta antes. Si no lo haces no pienso bajar. Una duda que me tiene
trastornada. Pero, por favor, sé sincero. ¿Hay otra mujer?
—Ni
mujer ni hombre.
—¡Antonio,
joder! ¿Es que todo te lo tienes que tomar a chufla? Contesta a la pregunta, sin
sandeces de las tuyas.
—Podía
haberme convertido en bisexual —afirmó, girando la mano y meneando la muñeca
con amaneramiento, pero viendo la congestión que experimentaba el rostro de
Renata cambio el tercio—. Hablando en serio. No, cariño. No hay otra mujer. Tú
eres la única. Y me sigues gustando. Lo acabas de sentir. Reconozco que me he excedí
al marcharme sin una explicación, pero ya he contestado a la pregunta y quiero
bajar. Tengo un hambre atroz.
Pancracio
y Mariana habían acabado de desayunar hacía rato, pero estaban todavía sentados
a la mesa esperando su llegada. Les dedicaron miradas suspicaces mientras se
sentaban. Renata estaba hecha unos zorros. Llevaba muchas horas sin dormir. Tendría
que echarse un poco después de comer, porque si no, no iba a ser persona, aunque
quería aprovechar los dos días al máximo. Quiso ayudar a su suegra con el
desayuno, pero le dijo que ya estaba todo preparado, que se sentase y que ella
les serviría a los dos. Mientras, conversaron los cuatro. Renata le preguntó a
Antonio por lo que había comentado su padre, que qué era eso de que Madrid le
mataba.
—Tu
no lo entiendes, pero cada vez me cuesta más vivir en la jungla de asfalto. No
quiero acabar como Remigio.
—¿Qué
Remigio?
Mariana
le explicó que era un chico del pueblo, un poco más mayor que Antonio y que se
fue a la capital hacía más de veinte años, como muchos otros. Era hijo del
señor que se encontraron de camino al establo de Pancracio. Se había suicidado
y la noticia en el pueblo había caído como un mazazo. Hacía dos meses de esto y
todavía estaban todos los vecinos conmocionados. No era difícil imaginar como
se sentían los padres.
—Pero Antonio, es normal que te
impacte la noticia al ser una persona conocida, pero no te pongas en lo peor.
No todos los que se han ido a Madrid se van a suicidar. ¿No sabes los motivos
que le han llevado a ello?
—Se comenta que algún problema con
la custodia de los hijos. Tenía niño y niña, la parejita, y se había separado
hace un año. Pero debía haber algo más. Todo son especulaciones —dijo Pancracio.
—Pues Antonio es el rey de las
especulaciones y la persona más aprensiva que conozco. Esa mezcla te ha
afectado mucho, pero lo tuyo no tiene nada que ver, cari, te lo digo yo. No lo
metas en el mismo saco. A no ser que se me esté escapando algo que no me hayas
contado.
—Efectivamente, no es posible la comparanza
de un caso con otro porque vosotros no tenéis niños. A ver si nos hacéis
abuelos de una vez, que al final se os va a ir el vino en catas. ¿No queréis o
es que no valéis? —soltó, sin anestesia, Mariana.
Renata
abrió los ojos y la boca a la vez, de par en par. Conocía a Mariana y sus
maneras burdas, pero esa señora no dejaba de abochornarla.
—Mamá, parece que lo gozas poniendo a la gente en tensión, pero esto pasa de castaño oscuro. Por ahí no sigas. En cuanto a ti, Renata, ya te he dicho que hablaríamos largo y tendido, pero no ahora.
—¿Qué
pasa hijo? ¿Qué no quieres que los padres nos enteremos de vuestras
intimidades? Creo que somos los más indicados y los que más os podemos
comprender y aconsejar.
—No
lo dudo, mamá. Vamos a dejarlo aquí. Renata y yo vamos a dar un paseo a las
eras de Robrellano. Volveremos para comer. A eso de las dos y media.
—¿Y
por qué no vamos todos y pasamos el día en el campo? Podemos comer allí
—preguntó Mariana.
—Por
mí no hay problema —comentó Pancracio—. Lo único que me volveré antes porque
después la noche cae sin avisar y tengo que dar otra vuelta a los animales y
dejarles aviados.
—Pues
mira tú. Para mí si hay problema. ¿Es que no puedo estar un rato a solas con mi
marido? He venido con esa intención. He quedado con él en eso. Pero, casualmente,
no paran de surgir eventualidades.
—Para
una vez que venís. Lleváis diez años casados. Ya estáis bastante tiempo juntos.
—Que
no, Mariana, que este viaje no ha sido por gusto. Lo del día de campo en otra
ocasión. Mañana quizá.
—«Ayer
me decías que hoy, hoy me dices que mañana y mañana me dirás que de lo hablado
no hay nada». Seguro que mañana después de comer quieres salir corriendo.
—No
es que quiera es que tengo seis horas largas hasta Madrid si todo se da bien,
pero vale, puedo quedarme. No entro hasta el lunes por la tarde. Tendría que
pegarme un madrugón porque, si no, me va a tocar conducir otra vez toda la
noche. De momento ahora nos vamos los dos y no se hable más.
—Esperad,
entonces, a que os haga algo de merienda. Lo preparo en un periquete. Se ha
hecho tarde y no creo que os de tiempo volver a la hora de comer. Te digo yo,
que por hache o por be, no vamos a poder disfrutar de la visita.
—Mamá,
no te pongas pesada.
«Menudo
disfrute me estás apretando, cabrona» dijo, entre dientes, Renata, mientas
esbozaba una sonrisa hipócrita dirigida a su suegra.
Salieron
por la puerta y enfilaron una senda empinada que salía a pocos metros. Esa zona
a Antonio le gustaba mucho, en las faldas de la montaña, aunque no pudieron
hablar hasta que llegaron a un llano, veinte minutos después, y recuperaron el resuello.
Se sentaron en unas piedras que había en un extremo, junto a una oquedad. Un
peñasco gigante les protegía del viento.
—No
me digas que no es un entorno privilegiado.
—Antonio,
no es la primera vez que venimos, pero parece que has redescubierto la
frondosidad, el verdor y la naturaleza que rodea a tu pueblo. Esta zona es muy
bonita. Recuerda que yo te lo decía, a mí no me tienes que convencer. Eras tú
el que lo mantenías en el olvido y sólo venías cuando no quedaba otra.
Estuvieron un rato en silencio observando el paisaje en la lejanía. Se distinguían las cumbres, todavía con nieve, de Cabeza de Manzaneda. Luego bajaron la vista hacia el suelo herboso. Evitaban cruzar las miradas. Renata se estaba impacientando e iba a dirigirse a Antonio cuando este se le adelantó.
—Pues,
si no te tengo que convencer, eso que llevo ganado.
—¿A
qué te refieres?
—Renata,
¿tú te vendrías a vivir a Silván conmigo? —balbuceó nervioso.
Continuará…/…