miércoles, 21 de mayo de 2025

Jubilados disponibles

 

¡No te quites el anillo que te vas a constipar!

—Pues no le veo la gracia.

—Ponte en situación, mujer. Era la época del destape. Nadiuska está en la cama desnuda, Fernando Esteso entra en la habitación y, como no se lo espera, los ojos le hacen chiribitas, se frota las manos y suelta la frase de marras.

—Me lo has contado cien veces. Y después ella le dice «spasiva», a lo que Esteso responde: «¡Pues si llegas a ser activa!». Es un humor burdo, carca y ha envejecido fatal.

—Oye, que ahora los progres a lo carca han pasado a llamarlo vintage y con esa denominación pasa el tamiz de lo políticamente correcto.

—No digas chorradas. Esas pelis no pasan ningún tamiz por muy holgados que tenga los agujeros. Te repito, no me hacían ninguna gracia entonces, así que menos ahora. Me sorprende que a ti sí, aunque siempre hayas sido más simple que un puzle de dos piezas.

—¿No puedes rebatir sin faltar? Cada uno tiene sus gustos.

—Pero hay gustos absurdos.

—Serán mejor esas películas tediosas, con subtítulos, que me hacías ver en los Renoir, de autor. De vividor, más bien. Planas, lentas, en las que nunca pasa nada. Me tragué dos, pero rápido me sacudí las moscas. Te dejé sola con tu gurú, Angélica. Te engatusa de tal manera que todo lo que te sugiere pasas a adorarlo con fervor, aunque sea un esperpento.

—Tengamos la fiesta en paz. Vamos a cambiar de tema que este me enciende y no quiero empezar mal la mañana. Baja a por el pan y vamos a desayunar.

—Sí, que hoy podemos hacerlo a una hora decente.

—No empieces.

—¿Este asunto tampoco lo quieres tocar? No es tan banal, es más peliagudo.

Sagrario se irrita y se impacienta.

—¿Bajas de una puñetera vez o bajo yo?

—Vale, vale. Ya voy. 

Bernabé y Sagrario son una pareja de jubilados que tienen que madrugar tanto como cuando acudían al trabajo, porque se han comprometido a echar una mano a su hija Carmen en el cuidado de los nietos. Se lo pidió por favor. A Bernabé no le hizo ninguna gracia, pero, ante la explosión de júbilo de su mujer, no se atrevió a exteriorizarlo en ese momento. Una pequeña disensión, sí, aunque fue aplacada sin ambages. 

—Bueno, lo tendremos que hablar a solas ¿No te parece, Sagrario? Tenemos nuestros compromisos…

—Tonterías.

 —…Nuestras amistades en el Centro de la tercera edad. Actividades que nos sirven para no anquilosarnos.

— Qué mejor actividad que cuidar de tu familia.

—Si fuesen días puntuales, no digo que no.

— Para eso estamos. Parece mentira, Bernabé.

—Bueno, Papá, no había caído. Podemos buscar, a ver si encontramos a alguna niñera que los lleve al cole por la mañana y se esté, a la salida, un rato con ellos en el parque, les dé la merienda y espere hasta que lleguemos de nuestros trabajos.

—Serían los primeros abuelos que no estuviesen deseando disfrutar de sus nietos. Si a todos les encantan —opinó, Manolo, el yerno—. Además, los martes estoy en casa, teletrabajo. Ese día libráis. Y los fines de semana, claro está.

Bernabé no contestó, en espera de matizarlo con Sagrario cuando llegasen a casa, pero no mostró ningún entusiasmo. Carmen se dio cuenta de que los habían puesto en un compromiso, que no tenían derecho a pedírselo. Manolo la había convencido. Llegaban justos a fin de mes y se ahorrarían un dinero curioso, aparte de que los abuelos estarían deseando. Se dio cuenta tarde de que esta última afirmación era gratuita.

Rafa, de cinco años y Mireia, de seis, están para comérselos. El pequeño estaba terminando el ciclo infantil, Carmen había empezado a trabajar a jornada completa y les pidieron que les ayudasen.

Cuando llegaron a casa Bernabé soltó su perorata. Había estado aguantando el tirón en casa de su hija y durante el trayecto en el coche, tampoco quiso alterarse, porque en su persona se cumplía el tópico de que los hombres no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo. No quería discutir ni alterarse mientras conducía. Se lo guardó para la intimidad del hogar.

—Joder, Sagrario. Nosotros ya hemos criado a nuestra hija y ahora nos tocaba disfrutar de la jubilación. Lo tenemos hablado.

—¿Y estar con tus nietos no es un disfrute? Son tan ricos… y casi no los vemos.

—Pues te vas a hartar como no llames ahora mismo para aclarar este entuerto en el que me has metido sin comerlo ni beberlo.

—¿Lo dices en serio? Berna, no tienes corazón. Me decepcionas.

—No empieces con tus pamemas. Sabes que todas las mañanas voy a jugar a la petanca. Hemos formado un grupo majo y lo pasamos bien charlando de nuestras cosas. Y lo peor es que tampoco podré ir a jugar la partida después de comer ¿Por qué tengo que renunciar a mis aficiones? Quiero una vida tranquila, me lo he ganado. Además, no estamos para pelear con críos. Lo de los nietos es un compromiso.

—Siempre te pones en lo peor. ¿Y la compensación de ayudar a tu hija? De sacarle de un apuro. ¿Y de ver crecer a Rafa y Mireia?, de disfrutar de sus gracias, de su inocencia y enseñarles cosas de la vida ¿No te reconforta?

—Eso ya lo hacemos, en mayor o menor medida, sin necesidad de atarnos a jornada completa. Lo que me extraña es tu docilidad y que no hayas dicho nada de tu grupo de teatro, del que hablas maravillas. Nunca puedes faltar. Te preparas un montón, llegas antes de la hora. ¿Qué le vas a decir a la directora? Angélica va a alucinar. Es la primera vez que abandonarías un proyecto o propuesta que haya salido de su mente. La sigues como un corderito.

—Lo va a comprender perfectamente.

—La última obra que montasteis, Menopaúsicas Anónimas, estuvo genial, me reí un montón, bordaste tu papel.

— Entonces para ti, la familia ¿carece de importancia?

—¡Por mi familia mato! Me recuerdas a la película del Padrino, Sagrario. Cuantas veces has nombrado a la familia en el día de hoy. Los quiero mucho, a Carmen y a mis nietos. Al chichibaile de mi yerno, bastante menos. Sé de sobra que ha sido el que ha parido la ocurrencia. Mi Carmen nos respeta.

—Hagámoslo por ella.

—Tu verás, Sagrario. Eso implicaría renunciar a los viajes del IMSERSO y alterar, todavía más, nuestra vida cotidiana. Pero, como siempre, te saldrás con la tuya. No seas boba. En este caso, no lo celebres como un triunfo. Manolo te la ha metido doblá.

—¿Cómo puedes ser tan basto?

—Sabes a lo que me refiero, pero te viene bien desviar la atención. Una vez dado el sí, recular es jodido.  A la vuelta de dos semanitas me cuentas, cariño.

A partir de ahí comenzaron los madrugones «¿Cómo iban a levantar a los niños tan temprano?». Hija y yerno, seguían estirando la goma. Era mejor que los abuelos fuesen a casa de sus nietos. Carmen y Manolo saldrían con destino a sus respectivos trabajos y Bernabé y Sagrario esperarían a una hora prudencial para despertarles y que les diese tiempo a vestirse y a desayunar. Después de repeinarlos y regarlos con agua de colonia, llegarían justo a la hora de entrada del colegio, a las nueve de la mañana.

—A Manolo voy a soltarle cuatro cosas cuando me lo eche a la cara. Es un fresco.

—¿Qué dices? Yo estoy orgullosa y feliz de atender a mis nietos. Lo paso bien contándoles cuentos y sucedidos. Eres un cascarrabias.

—Lo pintas muy bien, pero cuando cogen una rabieta, dos veces diarias de media, me mandas a mí a apagar el fuego. Tú, poli bueno. Ahora, ese rácano de yerno que nos ha tocado en suerte, quiere que vayamos a por los niños también a mediodía y que les hagamos la comida. Eso que se ahorra. Por ahí no paso. Vamos a hacer más viajes que el baúl de la Piquer.

—Es por su bien, Berna. Comen más tranquilos en su casa y reposan la comida. Ya tendrán tiempo de jugar y brincar en el parque cuando salgan de la escuela.

—Claro, muy comprensiva te veo. También tenemos que aguantar un rato los tostones de los padres, «¿Apiretal o Dalsy?, esa es la cuestión». Hasta que aparece tu hija porque al otro le vemos poco.

—Llega tarde. Por su cargo tiene reuniones y compromisos todo el día.

—Si a ti, te parece que esto es vida, perfecto, aunque a las nueve de la noche das unos cabezazos en el sofá y unos bostezos a los que me he ido acostumbrando, pero esos rugidos no son de este mundo.

—Vale ya, Berna, no me pinches más, que siempre acabas enfadándome.

—Porque las verdades escuecen.

—A ti si que te va a escocer el culo como me quite la zapatilla.

—En otro tiempo, pero ahora mientras doblas la bisagra, ya estoy en el Retiro. Perdóname la broma, Sagrario. Es que me jode la obligación que nos hemos echado encima. No te das cuenta de que es una responsabilidad enorme. En fin, no quiero ser el malo de la película.

Una tarde que los nietos están en el parque jugando con sus compañeros se escapa un balón y Rafa sale corriendo detrás de él. Bernabé se da cuenta de que va rodando directamente hacia la calle que bordea la zona de juegos, que es bastante transitada. Lo llama a gritos para que se detenga, pero el niño sigue ciego tras la pelota.  El abuelo intenta correr, pero solo consigue andar deprisa, como los atletas de marcha atlética, el cuerpo hace tiempo que no es capaz de iniciar un trote. Sigue su marcha, lo más rápido que puede. Al mismo tiempo rodea la boca con las manos, haciendo embudo y vocea, para advertir a su nieto del peligro. Del grupo de madres brota un murmullo, se han dado cuenta de la situación de riesgo que se está produciendo. Un padre abandona el corro a galope tendido, avanza a todo lo que le dan las piernas, va ganando velocidad, esquivando los setos y bancos que se interponen en su trayecto, pero no llega a tiempo.

Rafa sigue sin perder de vista a la pelota y no se percata de que se acerca un automóvil por la izquierda. Es eléctrico, no hace apenas ruido. Era la última posibilidad de que el niño reaccionase. El balón se cuela en los bajos, debajo del morro y el niño se topa con el neumático derecho, sale volando y cae, de cabeza, sobre la acera opuesta.  Los abuelos ven la escena completa, no hay árbol o mobiliario urbano que estorbe la visión en la trayectoria que han seguido el balón y el niño. Los transeúntes que pasan por allí, en ese momento, rodean al crío. Mientras, una de las madres ha llamado al 112 y una ambulancia del SAMUR aparece a los diez minutos. A Bernabé y a Sagrario se les hacen eternos, aunque ella, está tan tocada, que no comprende lo que ha pasado. Ve la realidad en penumbra, difuminada, aunque nota un vacío en el vientre que le da mal fario.

Bernabé pregunta al chófer de la ambulancia. Este le comenta que, al conductor del coche, presa de un ataque de ansiedad, se lo han llevado los policías municipales a una calle contigua mientras llega un psicólogo. «En cuanto al chico no le puedo informar, pues lo único que sé es que está dentro. Lo están explorando». En ese momento se oye un murmullo en el walkie que tiene sujeto al cinturón. «Perdone, me dicen que salimos para el 12 de Octubre. Vayan ustedes para allá. Entren por la puerta de Urgencias y digan que son familiares del chico».

 

Continuará …/…

domingo, 19 de enero de 2025

Capítulo 16 - Verano intensivo

 

El verano en La Casa del Pulpo resultó estresante para Renata. Los primeros días creía que iba a morir en el intento, aunque como todo, «al final se acostumbra una». Por lo menos, no llegaba hecha unos zorros y se acostaba directamente. Muy sobrada de energías tampoco, iba justita. Lo de leer ni se le pasaba por las mientes. Para eso se necesitaba concentración y a las dos páginas afloraban los bostezos y las cabezadas. Ver la tele, que es una actividad pasiva, sí. Iba zapeando porque no quería engancharse con películas y series que tendría que dejar a medias. Plataformas no tenía. Programas culturales como Pasea Madrid, las noticias del día o algún concurso del que le diese igual enterarse del desenlace. A esas horas también había un totum revolutum: programas sobre resolución de asesinatos; gente mostrando sus casas al público; operaciones quirúrgicas de reducción de estómago o de aumento de pecho; campeonatos de Póker; cazadores de tesoros (a las antigüedades les llamaban así), por diversos rincones de Estados Unidos…Al rato, las persianas de los ojos le caían sin remisión. Se solía desmaquillar, lavar los dientes y asear de manera liviana cuando entraba en casa. Así que, después de apagar la televisión, se dirigía a la cama en penumbra, caía como un fardo y no era persona hasta las doce del día siguiente.

Su cuerpo y, sobre todo, su mente, se fueron adiestrando, haciéndose fuertes, ante la nueva manera de ganarse el sustento. Ejercicios de meditación y mindfulness que encontró en un canal de YouTube pasaron a ser una actividad diaria a la que dedicaba entre veinte minutos y media hora. Le vinieron bien para abstraerse de todos los pensamientos que deambulaban por su cabeza. Aún así, llegaba agotada a casa y, hasta que pasó un mes, no fue controlando la situación y el cansancio físico fue remitiendo.

En cuanto al día a día, Renata, que siempre había sido una persona tímida, a la que le costaba romper el hielo, se hizo, poco a poco, con la clientela. Siempre dirigiéndose al público con cordialidad y, cuando cogía cierta confianza, desplegando chascarrillos y bromas bienintencionadas. La negociación, en la que logró que fuesen suyas todas las propinas de las mesas servidas por ella, que en principio tanto Vanesa, que la desinfló, como Xosé, que se mofó, por tratarse de una victoria pírrica, resultó fructífera y se tuvieron que tragar sus palabras.

Se demostró que, llevando la amabilidad por bandera y atendiéndoles con cuidado y presteza, a pesar de que muchos pagaban a través del datáfono, dejaban dinero suelto aparte y, esas monedas, eran depositadas en un bote, que se ponía boca abajo al final de la jornada y le reportaron un porcentaje considerable en el sueldo. Se les fue metiendo poco a poco en el bolsillo. A pesar de que alguna bandeja aterrizó y alguna copa, ocasionalmente se derramó, reaccionaba con diligencia y la escena volvía a sus orígenes. Limpiaba suelo, mesa y ropa, porque alguna vez también se dio esa fatalidad, y pedía disculpas encarecidas.

Llegaba a eso de las dos de mediodía, cuando todavía no se había llenado el local, pero los primeros comensales ya estaban en los postres. Se encargaba de la terraza, a no ser que estuvieran los dos espacios descompensados de clientela y entonces echaba una mano dentro. Se iba soltando con la bandeja. Lo primero que hacía era acomodar a los clientes, buscarles un sitio aparente y preguntarles por lo que iban a beber. Así, mientras les soltaba el tríptico con las comidas para que fuesen echando un vistazo, ella se dirigía a la barra con el pedido. Cuanto antes les sirviese y comenzasen a beber más consumirían al final. No era partidaria de remolonear, tardar en llevar las viandas, para que la gente ingiriese el líquido y pidiese otra consumición. Al final esa maniobra exasperaba a la clientela y creaba mala fama. Así que cogía la comanda y achuchaba en cocina para que no se durmiesen en los laureles.

Montse anduvo un poco picada durante unos días porque algunos clientes preguntaban por Renata y preferían que los atendiese ella. «Tantos años en el oficio, donde he echado los dientes y ahora escogen a una novata. Lo que me faltaba por ver». Se dio cuenta pronto de que esos berrinches no tenían lógica, porque todo el dinero iba a parar al mismo sitio. Incluso, suavizó un poco los modales, dentro de su idiosincrasia, tras comprobar que esa actitud mejoraba bastante el humor y el bolsillo de los clientes. Remedó a Renata en ese aire circunspecto, de ponerse en el lugar de los demás y aconsejarles la comida más apropiada, dependiendo de las existencias, el número de comensales o el apetito. Lo que no consiguió imitar fue la jovialidad y ese aire juvenil y desenfadado. «Milagros, Dios y los santos», decía Melquiades, entre risas, a Xosé, cuando no había moros en la costa.

Una noche, pasaron un susto de muerte. Un señor de mediana edad se atragantó. Intentó expulsar el trozo de comida, pero no fue capaz. Su rostro cambiaba a un tono cada vez más morado. Renata sabía, por las charlas que le habían dado en el hospital, que había que actuar con diligencia. En dos minutos la situación podía tornarse irreversible. Entonces, ella se dirigió a Xosé, que era alto y corpulento, para que saliese de la barra y acudiese echando leches. Le indicó como tenía que agarrar al señor para practicarle la maniobra Heimlich. En los cursos de primeros auxilios se lo enseñaron a través de vídeos y lo practicaron con un maniquí. El profesor, que en este caso era bombero, les hizo salir a la tarima, uno a uno, y les explicó como obrar, si se les diese el caso, sirviéndose del muñeco que yacía sobre la moqueta.

Xosé le abrazó desde atrás, entrelazó las manos y comenzó a darle apretones rítmicos, cada vez más secos, presionando sobre el esternón. Pasaron unos instantes fatídicos, en los que el cliente no reaccionaba, parecía había dejado de respirar, aunque Renata le tomo el pulso y todavía latía. Haciendo un esfuerzo ímprobo, le apretó sobre el pecho, aflojó un instante y volvió a presionar con ganas. El señor comenzó a toser. A continuación, escupió un trozo de comida indistinguible, a medio masticar, que cayó al suelo.  Abrió los ojos. Se le notaban vidriosos y daba el aspecto de que no sabía muy bien donde estaba. Fue volviendo en sí. A su esposa, que estaba comiendo con él, la habían sacado a la terraza y le estaban dando aire con un abanico, presa de un ataque de ansiedad. Se rehízo el afectado y, cogido del brazo de Renata, fue en busca de su mujer. Aparecieron los profesionales de emergencias en ese momento y se lo llevaron al hospital para hacerle pruebas y curarse en salud. Salió del local por su propio pie. La sensación colectiva era que todo había acabado bien.

El añusgamiento había sido ocasionado por un trozo de calamar que, como se dice coloquialmente, le había entrado por mal sitio. Siempre advertían a los comensales que cortasen la anilla en trozos pequeños, pero muchos no tenían en cuenta esta recomendación y se la metían casi entera en la boca. Para más inri, apenas la masticaban. Mas de un susto pasó Renata y sus compañeros ese verano, aunque ninguno tan serio como el de aquella noche.

La relación entre Xosé y Renata se fue limando según transcurrían los días y los meses. Se soportaban, pero escuetamente, sin coba ni halagos gratuitos. Era una relación laboral que pasó de ser fría a templada. Cuando llegó el otoño Renata cogió su semana de vacaciones, la que aprovecharía para ir a Silván. El local permanecería cerrado durante quince días. Aprovechan que la clientela disminuye un poco tras el periodo estival. Se solaparían los miembros de la familia para que el local no estuviese mucho tiempo con la persiana bajada. Una semana de descanso total, otra de zafarrancho de limpieza (cámaras, estanterías, vitrinas, cocina, cristalería, cubertería y vajilla…) y después abrirían Montse y Melquiades, que estarían diez días con Renata hasta que les relevaran Xosé y sus padres.

       A la vuelta de Silván se encuentra con una novedad. Durante el periodo de descanso han adquirido un loro gris de cola roja. Según la informan es la especie que mejor y más rápido aprende a hablar. Melquiades, que es del Atleti, le pone de nombre «Cholo». Los clientes le suelen pinchar bastante a costa del fútbol. Se meten con él porque choca en un gallego que sea de ese equipo y no del Celta o del Deportivo de la Coruña. Melquiades les responde ofuscado que él puede ser el equipo que le dé la real gana. Además, su familia es de Orense y con los equipos gallegos de primera división ni fu ni fa. Desde que está en Madrid ha simpatizado con el Atleti. El estadio Vicente Calderón estaba relativamente cerca de Usera y muchos hinchas venían a tomarse café y copa antes del partido y unas cañas después. En aquellos años, prácticamente todos los partidos se jugaban los domingos por la tarde. Le ganaron para la causa y ahora se ha convertido en un seguidor entusiasta, un colchonero orgulloso de serlo. Hace una década que trasladaron el estadio a la otra punta de la ciudad, pero su afición sigue intacta.

       Xosé, a su manera, es un cachondo y le ha enseñado algunas palabras a Cholo. Incluso frases breves. Al principio, cuando las personas salían del local, como estaba entre la máquina de tabaco y el rincón, no se le veía bien y pensaban que era Siri u otra pendejada de la inteligencia artificial. «¿Has pagao?». Eso es lo que dice sin que se lo esperen, con tono estridente y a gran volumen, cuando van a abrir la puerta para salir a la calle. Hace gracia entre los parroquianos que ya lo conocen, a pesar de que, en las primeras ocasiones, todos salían de su ensimismamiento, fruncían el entrecejo y echaban mano inconscientemente a la cartera. Ahora se ha convertido en uno más que forma parte de la familia pulpeira, «Que sí, Cholo, que sí que he pagado. ¡Menudo vigilante os habéis echado!».

       Los meses que lleva Renata trabajando en el local han arrojado un balance positivo. La recaudación ha crecido con respecto a otros veranos. Bien es verdad que abrir las dos terrazas, la de patio y la de calle, ha aumentado exponencialmente el espacio disponible. Pero claro, si no se hubiese mantenido la calidad y se hubiese mejorado la atención, sobre todo reforzando la plantilla para dar un servicio aceptable, los clientes hubieses volado del nido. Hubo picos de trabajo de auténtica locura. Se salió del paso con solvencia y todos reconocían, unos abiertamente y otros en su interior, que los consejos de Renata habían funcionado y ella como camarera había resultado excepcional. Su soltura era impropia de una principiante.

       Le comunican que ha pasado la prueba con creces y que la van a hacer fija. En invierno, media jornada, pues cierran bastante antes y la terraza de la vía pública no se monta. Fines de semana y navidades, jornada completa. A ella le parece bien, es lo que la pueden ofrecer. Quedará con Julián, que ya es conocido en el local, para que eche un vistazo al contrato y al resto de papeles. No es que no se fíe, pero siempre le ha llevado sus cosas. Además, lleva meses sin verlo y quiere ponerle al día de lo que vio en Silván. La nueva vida de Antonio, retirado el mundanal ruido, y el recelo que le da a ella el negocio cárnico, que no termina de arrancar. No sabe a ciencia cierta si Antonio y Julián tienen comunicación frecuente, pero en la última quedada de ambos con Vanesa comprobó que se habían despegado bastante.

       Días más tarde, ya en vigor el contrato de media jornada, a Renata le parece que Xosé la mira de una manera distinta, intuye que la quiere decir algo. A ella, después de las arremetidas que le lanzó, en pleno ataque de nervios por la novedad del trabajo, le extraña. Se puso faltón y bronco, con tintes machistas en sus valoraciones, cuando más compresión necesitaba. Menos mal que Montse salió al quite.  Después de pasar tantas horas trabajando, codo con codo, la repulsión desapareció. Ha comprobado que en el fondo es noblote, aunque suspicaz e irascible cuando se tuercen las cosas. Últimamente le nota cortado, parece que le cuesta hablar distendidamente con ella. Pregunta mecánicamente por pedidos, bebidas, comandas, ingredientes y todo lo referente a la faena. Es una máquina currando. Cuando la cosa está tranquila inicia conversaciones con ella, que no tienen que ver con el trabajo.  Incluso se ha interesado por temas personales, preguntándola cómo se encuentran sus padres. Eso la tiene escamada. Está dispuesta a abrir un poco la compuerta, ofrecerle algo parecido a amistad, pero pasar de ahí no lo contempla ni de broma. Después de todas estas componendas, piensa al pronto, que pueden ser elucubraciones fruto de su imaginación.

Un sábado, cuando están recogiendo, se le acerca y la propone ir a tomar una copa a la Sala Olvido, situada en la calle del mismo nombre, un par de manzanas más arriba de La Casa del Pulpo. Los fines de semana actúan grupos de pop-rock y a él le gusta mucho ese tipo de música. Ha quedado allí con unos amigos. Renata no da crédito a lo que está oyendo. Los planes nocturnos le dan un poco de pereza y más habiendo trabajado todo el día. Habrá que permanecer a pie firme, seguro. Acepta y al momento se arrepiente. Lo ha hecho sin meditarlo, por no desairar a Xosé. Piensa que ha supuesto, para él, un esfuerzo titánico atreverse a invitarla, pero su empatía suele ser malinterpretada, sobre todo por los varones y, hasta ahora, siempre ha acabado de mala manera.

Le choca coincidir en la Sala Olvido, a la que no entra desde hace un chorro de años, con gente conocida. No tanta como Xosé, que lleva toda la vida en el barrio y debe ser cliente habitual por lo que saluda a casi todos los presentes.  Renata saluda principalmente a vecinos y a algunos dependientes de comercios de Marcelo Usera. También a los clientes de la pulpería, a los que ha ido tratando y ganándose sus simpatías.

       Enrique y Xisco son una pareja gay que Xosé le presenta. Son amigos suyos, con los que alterna habitualmente. Enrique es del barrio. Ha vivido la transformación de los modelos de negocio y la multiculturalidad. El desembarco de inmigrantes de todas las latitudes, principalmente sudamericanos y chinos. Conversan sobre ellos, hablan de la desaparición de los comercios tradicionales y de la China Town en que se ha convertido la parte sur del barrio. Xisco es valenciano. Vino a estudiar a la capital. Se hospedó en un colegio mayor en el que las novatadas le dejaron un poco tocado. Con los «maricones» se ensañaban más. Le comentan que llevan quince años de pareja, los cinco últimos casados. Viven en la calle Amor Hermoso y la invitan a que pase a tomar algo con Xosé cuando quiera. Así, les enseñarán el piso y podrán charlar más a gusto, sin ruido de fondo. Xosé les informa de que un lunes sería el mejor día, pues cierran por descanso del personal. Renata contesta con evasivas y no dice ni sí, ni no. Apura su copa precipitadamente y se despide de los tres. Está destrozada después de un sábado agotador, el día de la semana que tienen más faena.

       Se dirige a su casa con ritmo decidido, deseando llegar cuanto antes. Cuando lo hace, se tira en el sofá y respira hondo. Hace unos ejercicios de relajación para que su ritmo cardiaco y su mente vuelvan al estado de reposo. Le pasa siempre que coincide con homosexuales, cuando los ve darse la mano, acariciarse o besarse. No está orgullosa de ello. Lo achaca a la educación puritana recibida. Colegio e instituto de monjas y tener progenitores religiosos. Sin embargo, esa justificación no la exime, porque tiene amigas que han recibido la misma instrucción y no tienen esa fobia. Es más, se ha enterado de que, entre ellas, alguna es lesbiana. Tiene que hacérselo mirar porque es consciente de que no es normal. Enrique y Xisco le han parecido buenos chicos, pero ha sentido repelús. Reconoce que es una actitud irracional, pues eran agradables de trato, de grata conversación y, si no le hubiesen comentado su inclinación sexual, ella no se habría rayado y no hubiese cogido las de Villadiego.

       Se acuesta al rato, aunque no es capaz de dormir. Su cabeza da vueltas como una hormigonera en la que se mezclasen arena, agua y cemento, un come come continuo le intranquiliza y se combinan en su mente escenas de distintas inquietudes. De sus padres, que cada vez están más mayores y no sabe hasta cuándo van a poder manejarse solos; de su vida laboral incierta, resuelta momentáneamente; de sus prejuicios sobre los homosexuales, que le irritan…No quiere recurrir al remanente de pastillas que heredó de Antonio. Lleva meses sin tomarse ninguna, aunque, en los tiempos posteriores a su marcha, la ayudaron a coger el sueño.

       Siente calor al pronto, pero, aparte del sudor que percibe en la frente y en las sienes, una excitación recorre su cuerpo. Retira sábana y colcha a patadas. Queda encima de la sábana bajera. Una imagen varonil toma forma en su imaginación. Flexiona las rodillas, se baja los pantalones del pijama despacio. Se despoja de ellos dejándoles caer al suelo por un lateral de la cama. Se deja puesta la pieza de la parte superior. Empieza a acariciarse por encima de las bragas, con los cuatro dedos unidos, posteriormente hace círculos concéntricos con el dedo índice. Suaves al principio, un leve roce con la yema. Siente la suave tela de algodón mojada. Se ha humedecido imperceptiblemente, sin apenas darse cuenta. Esta avergonzada porque está evocando la imagen de Xosé haciéndole el amor.

Comienza a hurgarse bajo la tela. Distingue como el vello enmarañado cede a su paso. Su fricción aumenta, su cadencia se acelera y empieza a convulsionar mientras gime de placer. Aminora el ritmo hasta parar. Nota la garganta reseca y amargor en el paladar. Se siente sucia. Nunca pensó que fuese a excitarse con ese chico. No quiere sucumbir. Lo ha pasado muy mal y está bien sola. Lo de masturbarse es una necesidad fisiológica después de tanto tiempo. Prefiere darse placer por sí misma al Satisfyer del que le habló Vanesa en una ocasión. Lo de evocar a Xosé es lo de menos. Inspirarse en cualquier individuo de buen ver le haría ponerse a cien, dado su calentón, después de tanto tiempo sin echarlo de menos. Todavía es joven. Xosé ni siquiera le ha tirado los tejos y se siente presionada. Está peor de lo que creía. Mientras todas esas autojustificaciones le sobrevuelan, le envuelve una nebulosa que se va espesando y se queda dormida.

miércoles, 1 de enero de 2025

Capítulo 15 - Ganadería extensiva

 

Testaruda, no, lo siguiente.

—Renata, me prometiste que después de temporada si que vendrías. Tras la jupa de verano que te has pegado ¿no me digas que no te apetece unos días en plena naturaleza?

—Qué bien lo pintas, sino fuese porque me tengo que reencontrar con mi exmarido y mis exsuegros. No es plato de gusto.

—¿No sientes curiosidad por saber como le van las cosas a Antonio?

—La misma que tiene él por saber de mi vida. En estos meses la comunicación ha sido casi inexistente y, las pocas veces que hemos contactado, fue debido a que una servidora ha iniciado la conversación. Como va a su bola y nada más que responde con vaguedades y monosílabos, no he vuelto a interesarme. Que le zurzan.

—Vamos a alquilar una casa en los aledaños del pueblo, allí nos hospedaremos, no vas a tener que convivir con Mariana ni con Pancracio.

—Pero ¿A quién quieres engañar? Silván es poco más que una aldea. En cuanto sepan que paramos por allí nos irán a buscar. Eso si no te vas de la lengua antes y nos están esperando a la llegada, que tú y Antonio, según parece, seguís manteniendo vuestra sólida amistad.

—He dicho que no vas a convivir, pero verlos, claro que los veremos. Es el principal objetivo de este viaje. Saber de él y de su nueva vida. No te lo he ocultado.

—No sé que decirte. Por una parte, me gustaría volver a esos parajes y saludar, no solo a ellos, sino a todos los paisanos que me conocen. Aunque íbamos poco, trabé amistad con algunas personas y les guardo cariño.

—Pero…

—Dije que iba a hacer borrón y cuenta nueva y este viaje va a avivar ascuas que intento olvidar, pero que permanecen latentes en mí. Me da un poco de miedo volver a caer al hoyo y tener que curar, de nuevo, heridas que tardaron en cicatrizar.

 

La perseverancia de Vanesa hace que claudique. Ella deseaba, a toda costa, compañía femenina en la expedición para poder desahogarse, intercambiar confidencias y cotorrear sin temor de ser delatada. No quiere ir únicamente con su familia, quiere alguien que le ayude también en esos trances, con críos y demás. Además, a Renata, una vez acabado el verano, que ha sido laboralmente intenso, le corresponde una semana de vacaciones y le va a salir gratis. El traslado lo hará con toda la troupe, en el vehículo de Luis y la invitarán al alojamiento. Correrán con el gasto del alquiler de la casa que, previamente, ha ajustado Antonio con los dueños. Lo que más aprensión le da es Mariana. Coincidir otra vez con su exsuegra y su lengua afilada no es plato de gusto. Si cuando eran familia le decía improperios a la cara, ahora le sacará los colores a la menor ocasión. Se convence de que es un mal necesario que habrá que soportar para disfrutar de todo lo demás y conocer de primera mano como se las apaña su ex en la nueva vida.

Habían quedado con Antonio en que iría a recibirlos a la casa de alquiler. Se la enseñaría, descargarían los bultos, colocarían la ropa, utensilios de aseo y demás bártulos y, cuando estuviesen medianamente acomodados, irían a comer con sus padres, Pancracio y Mariana, a la casa familiar. Madrugaron para poder llegar a mediodía. Durante el trayecto, Vanesa cruzó un par de wasap con Antonio para informarle de su localización. Los niños fueron dormidos un buen rato y cuando no, Renata, que iba con ellos atrás, los entretuvo para que no diesen la murga. Aunque tenía falta de costumbre, tiró de un clásico, el veo veo. Raquel era más perspicaz que Felipe. Este tenía mal perder y se ofuscaba. «Cómo es chica la das más pistas que a mí». Se cruzaba de brazos, fruncía el ceño, arrugaba los morros y durante un rato no quería jugar. Cuando estaban a pocos kilómetros de su destino, Vanesa avisó para que Antonio se acercase.

El GPS por aquellos parajes falla bastante, la cobertura es deficiente, así que se liaron un poco. Además, muchas de las casas están en caminos. Solo había un cogollo formado por la plaza y un par de calles aledañas que conformaban el casco urbano. El resto eran casas salpicadas, algunas de ellas en lomas a las que se accedía por veredas sinuosas. Después de equivocarse un par de veces y dar la vuelta hasta la carretera que atravesaba la población, por fin, divisaron a Antonio que estaba en el arcén, a la salida de una curva. Les echó el alto y les indicó, con un braceo cadencioso, que abandonaran la vía principal y aparcasen a la derecha en un falso llano.

Delante estaba la casa que había de ser su hogar los próximos días. Tejado de pizarra, intrínseco de la zona. Tenía un pequeño porche delantero al que se accedía subiendo tres escalones situados a la derecha, con pasamanos de madera. Una vereda también pizarrosa, que llevaba hasta la entrada de la vivienda, brillaba a pesar de que el día estaba nublado. Eso es lo que se distinguía desde el interior del vehículo. Fueron saliendo. Luis fue directamente a dar la mano a Antonio, pero este tiró de ella y se dieron el típico abrazo masculino con palmotadas recias y sonoras en las espaldas: «coño, estás hecho un chaval, se ve que la naturaleza te rejuvenece». Mientras, Vanesa y Renata liberaban, cada una a uno de los gemelos, del cinturón de seguridad. Se acercaron donde estaban los hombres que ya se habían medido las costillas y seguían preguntándose formalidades. Los niños, un poco cohibidos, miraban hacia el suelo y se intentaban proteger detrás de las piernas de las dos amigas, asomando un ojo de vez en cuando. Renata estaba un poco azorada por tener delante a su exmarido después de tanto tiempo. Antonio rompió el hielo.


—Bienvenidos a Silván, mi pueblo, pequeño pero precioso, situado en plena naturaleza como estáis comprobando. ¿El viaje bien?

—Bien. No se ha hecho muy pesado. Los niños, que son los que más cargantes se ponen en el coche, cuando tienes que permanecer varias horas en él, se han portado fenomenal. Mucho ha tenido que ver en ello su tía adoptiva.

—Así que ahora eres tía, Renata. Qué callado te lo tenías. Mujer, ¿se te ha comido la lengua el gato? —se acercó lentamente a ella que no sabía hacia donde mirar—. Gracias por venir, me hace ilusión —se dieron dos besos y a continuación, un abrazo. Así permanecieron hasta que Vanesa cortó la escena con una pregunta en alta voz.

—¿Y a mí no me das las gracias después de la que he tenido que montar?

—A ti también, mujer, pero habrá que ir por partes ¿Te da pelusilla? —se echó a reír por lo bajo —. Tiene mucho mérito que hayas traído hasta aquí a toda tu familia y hayas convencido a Renata. Sinceramente lo veía complicado. Te tenía otro abrazo reservado, pero has pecado de impaciente. ¿No me presentas a los niños?

—Claro. Están acobardados, pero cuando cojan confianza no te arriendo las ganancias. Te van a brear a preguntas y vas a sudar la gota gorda. ¡Raquel!¡Felipe! Saludad a Antonio. Es mi amigo. Gracias a él vamos a pasar unos días en este sitio tan bonito.

—Dice mi madre que tienes unos perros muy grandes. ¿Muerden? —preguntó Raquel.

—Qué va. Son muy noblotes. Les tengo para cuidar y reunir al ganado. En realidad, son de mi padre, pero seguro que os deja que vayáis al aprisco a acariciarlos y a jugar un rato con ellos. Se llaman Zipi y Zape.

—¿Qué es eso? —dijo, Felipe.

—¿El qué?

—El «pisco» ese.

—Ah, el aprisco. Es un establo. Donde guardamos al ganado para protegerlo de la lluvia, del frío, del calor…, en fin. También les damos de comer y pasan la noche allí. Durante el día los soltamos por los prados para que coman toda la hierba fresca que puedan. Los perros se mantienen alerta y pasan todo el día con chotos, vacas y terneros.

—A mi me dan miedo las vacas ¿Son muy grandes?

—Son mansas, Raquel. Eso sí, son mas altas que tú. Te voy a dar unos consejos y vas a ver como te haces amiga de ellas. Siempre de cara y con la mano abierta para acariciarles el testuz que es esa planicie que tienen debajo de los cuernos. Nunca pases por detrás porque se pueden asustar y sacudirte con el rabo, como si fuese un látigo o, lo que es peor, soltarte una coz. Por último, ten cuidado no te acerques demasiado y te vayan a dar un pisotón. Pesan quinientos kilos y te pueden destrozar el pie.

—¿Puedes repetir, profe? —preguntó Felipe y todos se echaron a reír.

—Tranquilo, mozo, no hace falta que tomes apuntes, cuando subamos a verlas te lo iré diciendo sobre la marcha. Son cuatro cosas y ya verás como te resulta fácil. Hasta os dejaré echarlas de comer y darles alguna golosina directamente en la boca.

—¿Comen chuches?

—Sí, pero las chuches de los terneros son muy distintas a las vuestras. Tienen otros gustos. Y basta de palabrería. Sacad el equipaje que voy a enseñaros la casa y donde está el automático, la llave de paso, el calentador y demás. Ya colocaréis vuestras pertenencias a la vuelta, que mis padres estarán esperando con la comida preparada.

Julián, había declinado la invitación. Le apetecía mucho ver a Antonio después de tanto tiempo. Estaba un poco tenso tras sus encuentros y desencuentro con Vanesa y no sabía cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Podían darse escenitas de mujer despechada y perdonaba el bollo por el coscorrón. Renata le dijo que Vanesa no era así, pero él pensaba diferente. Esa mujer era capaz de cualquier cosa. Y estando el cornudo presente era mejor evitar el peligro. Definitivamente se quedaría en Madrid.

Se dirigen todos andando a la casa familiar de Antonio. Afuera les están esperando Pancracio y Mariana que, en cuanto llegan, se deshacen en halagos. Se saludan, se hacen las presentaciones de rigor y Pancracio, en cuanto puede, se lleva a un aparte a Renata. Le da dos besos y un abrazo pudoroso.

—¿Qué tal te va la vida princesa? Estás tan bella como siempre.

—Y tú tan zalamero como de costumbre. Estoy más estropeada. El tiempo y las preocupaciones han hecho mella en mí. ¿A quién quieres engañar?

—Yo te veo estupenda.

—Gracias, Pancracio. Para ti la perra chica.

—Vamos dentro —resonó la voz de Mariana—. Vosotros dos, dejaros de cuchicheos y a poner la mesa que resulta muy feo cuando se está en grupo ponerse a decir secretitos.

—Esta Mariana, genio y figura.  Vamos a comer —dijo Pancracio. He puesto una mesa pequeña para los niños. No cabíamos todos en la grande.


Una vez dentro, Vanesa le dijo que uniera ambas mesas para que ella estuviese al tanto de los peques y no tuviese que andar levantándose cada tres por dos. Así lo hicieron, colocándose Luis y Vanesa en un extremo, pegados a los gemelos; Antonio y Renata, en medio y, en el otro extremo Pancracio y Mariana. Las tres parejas enfrentadas. Cuatro, contando a los gemelos.

La mesa estaba preparada y en el centro había una pieza metálica circular para apoyar la olla. Antonio la cogió de las asas y la colocó encima del salvamantel. Mariana se dispuso a servir el primer plato, un pote. Todavía no hacía mucho frío, pero entonaría el cuerpo. De segundo, unos entrecots que había comprado Antonio en O Bolo, un pueblo cercano, pero ya en la provincia de Orense. Eran tiernos, pero nada que ver a los que iba a comercializar Antonio en breve, según informó Mariana. Esa raza no se conocía en los contornos.

A Pancracio no se le veía tan optimista, crispó el gesto ante las palabras de su esposa. Renata quiso saber el motivo, pero Antonio hizo el quite. Estaba un poco ofuscado porque había perdido dos terneros y una vaca en los últimos partos. Pancracio le recriminaba que el Aberdeen no era un semental para esas vacas ni para ese terreno. No estaba acostumbrado a los fríos del monte, aunque le tenían en palmitas y siempre a cubierto para que no se resfriase y procurando evitarle los pasos estrechos y sinuosos no fuese a tronzarse alguna pata. «Es demasiado grande, las vacas pasan unos partos terribles. Los terneros desgarran a las madres al salir y tardan tiempo en recuperarse», mascullaba por lo bajo, Pancracio, mientras Antonio quitaba hierro.

—Te lo advertí, hijo. Hay que escuchar a la voz de la experiencia. He estado toda mi vida criando ganado.

—Vale, papá. A mi también me han salido los dientes en estos montes y desde pequeño os he ayudado a criar a los terneros, a sacarlos adelante. Debes tener un poco de correa.

—¿Y me lo dices a mí? ¿Tú que estás de los nervios, que si por ti fuera adelantarías los periodos de gestación, que te pones hecho una hidra al menor incidente?

—Tranquilizaos —terció Mariana. Intervención que chocó a Renata, pues era ella la que siempre estaba pinchando a todo el mundo y a todas horas.

Pancracio le sigue recriminando. Por lo visto los terneros durante el alumbramiento, tragaron líquido amniótico. Él no tiene fuerzas ya para tirar. Les atan una cuerda de las patas en cuanto asoman al exterior. Tendría que quedarse en casa y contratar a personal joven. Por ahorrar no lo hizo. Al final tuvo que llamar al veterinario y eso supuso un gasto extra. Le salió más caro el collar que el perro. A pesar del intento de apaciguamiento constante por parte de Mariana, tienen bronca padre e hijo. Situación desagradable para los invitados. Al final se dan cuenta, recapacitan y pasan a una fase de silencio tenso, cesa la beligerancia. Antonio zanja la conversación dirigiéndose a todos y les dice que son gajes del oficio, que confía en que esa racha pasará y remontará el vuelo.

Luis se interesa entonces por el negocio. Le pregunta que cuando tiene previsto comercializar la carne de sus primeros terneros. Antonio se turba, no sabe fecha exacta. Le contesta que en breve. En este tiempo ha montado una pequeña oficina en un trastero que había en la planta baja. Lo ha vaciado y ha llevado todo su contenido a la vaquería. Allí hay espacio de sobra. Se ha dado de alta en varias redes sociales: Instagram, Facebook, TikTok…había cerrado el trato con un matadero de Ponferrada y el reparto con SEUR Frío. Los primeros pedidos ya han llegado, aunque aún no puede servirlos, calcula que en un mes podrá sacrificar a los primeros terneros. Los ha dejado en lista de espera como potenciales clientes. Les llamará para ver si siguen interesados cuando tenga la carne despiezada y lista para servir. Y si no son ellos, en este mediano tiempo se interesarán otros. La publicidad está funcionando.

—Lo importante es arrancar, Antonio y veo que estás en la recta final —le animó Vanesa.

—Eso es lo que yo creo. No se ganó Zamora en una hora, pero Pancracio no me perdona una. Siempre se cometen fallos al principio, papá. Verás como todo va a ir bien.

—Dios te oiga.

—Me gusta verte tan ilusionado, Antonio. A pesar de los traspiés que has tenido, noto el mismo brillo en los ojos que cuando me contaste tu proyecto en las eras de Robrellano. Te deseo la mejor de las suertes.

—Gracias, Renata. Sé que lo dices de corazón —Alargó el brazo y puso la mano encima de la de ella, mientras los dos sonreían.

Carraspeó entonces Mariana y rompiendo un poco el candor de la escena, se incorporó al tiempo que decía: «Bueno, vamos a levantar el campamento. Después fregaré. ¿No queríais ver a los perros, chotos y demás bichos que nos salgan de camino?».

—¿Hay lobos?

—Si, guapa —contestó Antonio —. Aunque no los veremos, si acaso oiremos sus aullidos por la noche. Zipi y Zape tienen puesta una carlanca, que es como se llaman los collares de pinchos, porque ellos sí que coinciden con los lobos a veces y tienen que ahuyentarlos.

—¿En serio?

—Totalmente en serio, Felipe. Estamos entre montañas y aquí hay lobos, zorros y otras muchas alimañas.

—¿Alimañas?

—Animales peligrosos para el ganado y para los humanos. Y vamos a dejarlo aquí que la curiosidad en un niño es loable, pero este es el cuento de nunca acabar. Vamos a coger ruta y seguiremos hablando por el camino que si no se nos va a echar la noche encima.

Fueron hasta el aprisco. En el establo estaba el semental y los terneros pequeños. Estos hicieron las delicias de los niños. Antonio y Pancracio subieron hasta un monte cercano desde allí. A base de voces y silbidos llamaron a los perros y al rato bajó todo el ganado hasta la edificación donde estaban las cuadras. Bajaban a un ritmo constante, casi en fila, flanqueadas por Zipi y Zape. Cuando estuvieron dentro y mientras les echaban de comer, el resto del grupo observaba todo el proceso. Como ataban a un pesebre a cada animal, la sal que tenían dentro y como iban deshaciendo las alpacas de paja y las esparcían con los bieldos. Los chotos de menor edad todavía no estaban destetados y mamaban de las madres. Antes de que estas comiesen lo hacían sus hijos. Se seguía la ley de la naturaleza.

Un día se fueron todos a comer a el Barco de Valdeorras, un pueblo de Orense, el de más población de la zona. Vanesa y Renata tenían hablado invitar a sus anfitriones a comer. No podían estar toda la semana pegando la gorra sin tener un detalle con les habían acogido de buen grado. Comieron estupendamente en un figón que les había recomendado Antonio con apariencia modesta, pero que les sorprendió gratamente. Fueron después a una bodega, pues esta zona es vinícola, tiene denominación de origen Valdeorras, con las variedades llamadas Godello para el vino blanco y Mencía para el tinto. Allí hicieron acopio de unas cajas, pues se quedaron prendados de la calidad del vino con el que habían acompañado el almuerzo. El mismo mesonero les indicó el lugar de dónde se lo servían.

La semana pasó volando y resultó entretenida para todos. Los niños viendo animales de todo tipo, interactuando con ellos, descubriendo insectos, plantas, flores y escondrijos insospechados. En definitiva, satisfaciendo curiosidades que en la ciudad no sospechaban que existiesen. Los mayores dando grandes paseos en plena naturaleza, charlando de todo un poco, adquiriendo conocimientos sobre ganadería extensiva y aprendiendo las costumbres de los lugareños, los cuales estaban encantados de tener un grupo de turistas tan numeroso.

En una de estas conversaciones, surgidas durante estas jornadas, Antonio se sinceró con Renata. Había una cosa que le había desconcertado y se la hizo saber cuándo estuvieron a solas.

—Renata, uno de los pretextos que me pusiste para no venirte a vivir a Silván fue que estabas muy contenta e ilusionada con tu trabajo. Ahora me entero de que, a las primeras de cambio, renunciaste a él.

—El nuevo trabajo está muy cerca de casa, ya lo sabes, La Casa del Pulpo. Por cierto, que Montse te echa de menos a ti y a tu guitarra. ¿Por qué no nos das alguna serenata alguna noche de estas? Seguro que a los críos y a los padres les encanta.

—Eso está hecho, pero no me has contestado, te has escurrido hábilmente. No me creo que fuese por la cercanía. Es más, Julián me dijo que renunciaste antes de tener una nueva ocupación buscada.

—¿Y no te comentó nada más? ¿No te dijo que hubo un compañero que se propasó conmigo, que casi me viola y que me hacía la vida imposible todos los días? Porque si no te lo dijo, se quedó a medias el cabrón. Cada jornada de trabajo se convirtió en un infierno. Y que conste que no tengo quejas de Julián. Se ha portado fenomenal y me ha ayudado en todo, incluso presionando a la empresa para mejorar mi finiquito. Efectivamente, el trabajo me satisfacía, pero no podía seguir así. Todos creyeron o encubrieron al infame.

—Lo siento de veras. Pues no me lo contó. Cuando le llame me va a oír. A lo mejor le resultaba violento trasladarme información tan delicada sin contar contigo, no quiso pecar de cotilla, pero claro a mí me chocó cantidad. Ahora he atado todos los cabos. ¿Estás bien?

—Ahora bastante mejor, pero he pasado una época jodidísima. Dame un abrazo, por favor. En cuanto volvamos con el resto ya no habrá tiempo casi de despedidas. Estarán dejando todo recogido y preparando la marcha.

Antonio la abraza fuerte y le dice que tienen que hablar más o por lo menos comunicarse, que reconoce que él es el culpable, que ha sido injusto, pero que quiere mantener el contacto con ella. Renata le contesta que la parece bien.

Pasan la última noche con todo preparado para emprender viaje en cuanto amanezca. Antonio va a despedirlos. Pancracio y Mariana, no. Lo hicieron durante la cena. Mientras Luis y Renata meten el equipaje y, colocan encima del alzador y abrochan los cinturones a los gemelos, Vanesa coge del brazo a Antonio y se aleja un poco.

—Te lo dije la última vez que nos vimos en los madriles y me reafirmo.

—¿El qué?

—Que estás como un queso, cabronazo y que es un desperdicio que vagues por los montes y por estas aldeas. Aquí no hay mujeres de tus años.  ¿Qué vas a hacer cuando necesites un desahogo?

—¿Sigues igual de salida? Vanesa, tú tranquila. Piensa en ti. Yo me las apañaré. No todo en la vida es el sexo.

—Si tú lo dices…todo no, pero una parte importante sí. Lo paso mal cuando se me despierta el instinto.

—Bueno, tú por lo menos tienes a Luis.

—¿Luis? Prefiero no seguir hablando del tema. Dame un beso y que tengas mucha suerte en el negocio. Veo que lo tienes todo bajo control y las subvenciones fluyen, pero a ver si arrancas porque si no, a pesar de las ayudas, te van a comer los bancos.

—No hace falta que me lo digas. Da recuerdos a los compañeros y diles que les echo mucho de menos, aunque es mentira gorda y lo sabes. A la única que añoro es a ti, a esos desayunos y a esas charletas en el Bar Baridad. ¡Anda, coño! Y a Sigfrido también.  Salúdale de mi parte.

Se acercan al vehículo, Vanesa se sube y se despiden todos. Los niños están alicaídos. Ha sido una semana trepidante, llena de aventuras. Van a echar de menos, más que a los humanos, a los animales.  Renata esta triste, tiene un nudo en la garganta y a duras penas puede contener las lágrimas.