—Perdonadme, chicas. Vamos a cerrar —les dijo Sigfrido
con cara de resignación.
—¿Qué hora es? —Preguntó Vanesa.
—Las once y media y mañana amanece a traición. A las
siete tiene que estar todo presto y dispuesto para los cafés mañaneros.
Compréndelo, Vanesa.
—Faltaría más. Claro que lo comprendo Sigfrido. Es que
el tiempo ha volado.
—La exmujer y la ex mejor amiga de Antonio ¿Os conocíais
de antes?
—Qué va —respondió Renata.
—Pues parece que ha habido flechazo —se rió
comedidamente Sigfrido—. Qué pasión, cuanta vehemencia, que chorreo verbal.
—Y qué chismoso. Quizá el sitio elegido no ha sido el mejor.
—Para el carro Vanesa. Sabes que me alegro de todo
lo bueno que te pase. Sólo he observado, nada más. Aquí hay muchos ratos
muertos. Brillo en los ojos, gestos cómplices, sonrisas francas. He podido
comprobar que entre vosotras dos hay, no sé cómo decirlo… Chispa. ¿Debo morir
por ello?
—Y no has errado, la verdad. Veo que conocías bien a
Antonio —terció Renata.
—Claro, estos dos venían todos los días. No recuerdo
la primera vez que entraron por esa puerta, pero eran de visita diaria y eso,
quieras que no, genera bastante confianza. Más que clientes, ya eran amigos. Aunque
tengo que insistir. Id apurando las consumiciones porque tengo que cerrar.
—Bien apuradas están desde hace rato. Ya nos vamos
Sigfrido, no te preocupes. La verdad es que se me ha hecho tardísimo. Hoy no veré
a los peques antes de acostarse. Me da un poco de cosa, pero que apechugue
Luis, ya le he avisado de que no me esperasen para cenar.
Se levantaron las dos y salieron a la calle. Allí se despidieron dándose un par de besos. Renata echó a andar y al momento volvió sobre sus pasos.
—¡Vanesa! —llamó. Esta se volvió un poco sorprendida
y más cuando Renata se abalanzó sobre ella y la abrazó—. Gracias, de verdad.
Esta conversación me ha hecho mucho bien. Iba a explotar, necesitaba un
desahogo. Una persona franca, que me escuchase y has aparecido en el momento
más oportuno —sollozó.
—El sentimiento es recíproco, Renata. También a mí
me ha venido fenomenal esta tarde de confidencias sin tapujos. Me he sentido
cómoda en todo momento. Parece mentira. Mi único mérito ha sido ese pálpito de
pedirle tu número a Antonio. No te conocía personalmente, pero por lo que me
había contado estaba convencida de que eras la persona indicada. No me equivoqué.
¿Nos veremos pronto?
—Por mí cuanto antes mejor, pero tú tienes marido e
hijos lo que acarrea unas obligaciones que yo no tengo.
—Renata, podíamos instaurar estos encuentros una vez
a la semana ¿Qué te parece?
—Por mí encantada, pero te recuerdo que tenemos horarios
laborables cruzados.
—Es verdad. Vamos hablando y ya cuadraremos de una
manera o de otra, sino algún fin de semana. Pero, oye…
—¿Qué?
—Que ahora ya tenemos nuestros teléfonos. Nos
podemos comunicar en cualquier momento. En confianza, Renata, no te cortes. Si
necesitas hablar llámame.
—Gracias. Lo mismo te digo. Hasta la próxima, Vanesa.
—Adiós, Renata.
En cuanto entró en el «Bar Baridad» Renata, Vanesa
la llamó desde una esquina del local. Allí estaba sentada. Iba a preguntar al camarero,
pero no hizo ninguna falta. Vanesa le explicó que Antonio le había enseñado
fotos en más de una ocasión. Sobre todo, los lunes, si habían hecho algún plan
de fin de semana. Primero le explicaba donde habían ido o lo que habían visto y
después le mostraba alguna imagen. A Renata, sin embargo, no le había mostrado
ninguna de Vanesa. Bueno, era normal que no tuviese tantas fotos de ella, se
consoló.
Después de romper el hielo con algunos formalismos pasaron a comentar el episodio de los ruidos. Las había descuadrado a ambas. Últimamente estaba muy obsesionado y crispado. Le molestaban tanto que había llegado a tener pesadillas e incluso cuando no había ruidos externos oía pitidos. Eso eran los acúfenos. Por eso recibió un doble tratamiento: médico y psicológico, pero lo que Renata nunca hubiese esperado es que se volviese a Silván y, sobre todo, con la idea que tenía ya pergeñada en su cabeza. Le preguntó a Vanesa si a ella le había contado algo, pero tampoco le había confiado su intención. Hablaba recurrentemente del pueblo de sus padres en los últimos tiempos, parecía como si lo añorase, pero claro había atado cabos ahora, entonces no lo achacó a un deseo real de volver a vivir en el campo.
—La verdad es que según lo contaba, te parecía el
lugar y la idea más maravillosa del mundo, pero yo no me puedo encerrar en una
aldea. Estoy acostumbrada a la vida y al bullicio de la capital. Lo medité unas
semanas, no te creas, noches enteras sin dormir, aunque resolví que, a pesar de
que lo seguía queriendo, no podía abandonarlo todo, de un día para otro, por un
capricho, como hizo él. Por un lado, no quería perderlo, por el otro me
indignaba que no me hubiese comentado nada hasta que tuvo la decisión tomada.
Perdona el tostón.
—¿Qué dices? Para eso hemos quedado y me alegra que
me cuentes tus inquietudes. Hay una cosa que nunca me hubiese atrevido a
contarte, pero después de tu ataque de sinceridad estoy dispuesta a hacerlo. No
te pongas en lo peor —comentó al ver la cara de sorpresa de Renata.
—No me pongo de ninguna manera. Antonio te nombraba
muy a menudo, eso me ponía suspicaz y si a las primeras de cambio me quieres
confiar un alto secreto, me da mala espina. Voy a adelantarme y espero no columpiarme. Más
de una vez tuve celos y me dio por pensar sino estaríais enrollados.
—¡Joder, Renata! No, no estuvimos enrollados, pero
te tengo que ser sincera, si no lo estuvimos es porque él no quiso. Esas cosas
se notan y yo lo pasaba muy mal. Me gustaba mucho, pero estaba casado. Aun así,
más de una vez estuve a punto de tirarle los tejos. Cuando tomaba algún vino de
más y se me soltaba la lengua. Me subían unos calores y una excitación que no
sé cómo fui capaz de controlarme. Perdona que sea tan explicita. Antonio, sin
embargo, me demostró que solo pretendía una relación de amistad. Era buen
compañero en el trabajo, buen conversador y confidente fuera de él, aunque la
mayoría de las veces hablábamos de temas superficiales porque en cuanto notaba
en mi actitud que le iba a proponer algo más íntimo, salía escopetado a pagar,
a mear o a echar una parrafada con Sigfrido.
—No se que decir a eso. Si se mantuvo firme es lo
lógico, sino me lo tenía que haber contado, para eso éramos pareja.
—Pero no creas que todos lo hacen. La mayoría si ven
una oportunidad la aprovechan. Perdona, pensarás que soy una fresca, que he
vivido muchas veces situaciones parecidas, pero no, sólo me pasaba con Antonio.
Bueno, y con Luis, aunque estamos en crisis y eso pudo contribuir a hacerme ilusiones
con tu ex.
—Las rarezas cacofónicas de la última temporada hicieron
que los revolcones se espaciasen, pero cuando Antonio se ponía a ello seguía
manteniendo el vigor. Me dejaba exhausta.
—Pues chica, que envidia. Luis no es que fuera un
Nacho Vidal, pero no cumplía mal. Desde que nacieron los gemelos los encuentros
sexuales pasaron a ser casi inexistentes y las pocas veces que lo hacemos es
porque fuerzo la situación. Siempre está cansado y sin ganas. Los que yo digo:
la muerte del gorrión.
—¿La muerte del gorrión?
—Sí, pega dos o tres empellones y acaba. Abre las alas, se deja caer de espaldas como si le hubiesen disparado y, casi al mismo tiempo en que toca el colchón, ya está dormitando. En esa posición, con los brazos abiertos, como Jesucristo, ya no se menea. Menudo panorama.
—Qué ocurrente eres, Vanesa. Perdona que me ría,
pero esa salida me ha pillado con la guardia baja. La muerte del gorrión…ja,
ja, ja…
—Ríe mujer, que cuando he visto la cara que traías
no pensaba que fueses a reír en mucho tiempo.
—Pues sí, una desconocida lo ha conseguido. Desconocida
hasta hoy, quiero decir. Ahora anuncian vigorizantes en la radio. Enegisil
vigor, creo que se llama uno, sin hablar, por supuesto, de la viagra.
—Pues sí, algo habrá que hacer porque este tiempo
atrás cuando me sentaba en el metro me ponía a observar a todos los tíos, la
mayoría embebidos en la pantalla del móvil y en mi imaginación los dividía
entre follables y deplorables.
—Madre mía. Pues sí que estás hambrienta. Yo, de
momento, no tengo una necesidad perentoria, pero me temo que según pasen las
fechas puede aparecer.
—Bueno, si te
soy sincera, se me está bajando la libido. Los críos y el trabajo hacen que no me
obsesione mucho con el sexo. Llego a la noche agotada.
—¿Me habías dicho que tenías gemelos?
—Sí. Chico y chica. Felipe y Raquel. Tienen cuatro
años. Están en segundo del Ciclo infantil. Dan bastante guerra y tareas que
hacer, pero también proporcionan muchas compensaciones. Lástima que vosotros no
pudieseis tener hijos. Os hubiese venido bien. Una vez, hablando con Antonio le
comenté que había otras maneras de formar una familia hoy en día, pero no quiso
ni oír hablar de ello. Supongo que os supuso un palo. Perdona que me meta donde
no me llaman, pero conozco a gente que ha adoptado y están encantados de la
vida y orgullosos de sus hijos. No es ningún desdoro.
—Me dejas loca. ¿Antonio te dijo eso?
—Tal cual.
—Será cabronazo.
—Me temo que he hablado de más.
—Antonio no quería tener hijos, así de simple y llano.
Nunca le parecía momento oportuno. Ni siquiera cuando la hipoteca estaba
prácticamente liquidada. Me deba largas. Yo era la que estaba ilusionada con la
descendencia. «Un Antoñito», le decía. «Aunque solo sea la muestra», pero él se
sacudía las moscas. Por eso me enfadé muchísimo cuando me chantajeo vilmente.
Me dolió su doblez.
—¿A qué te refieres?
—A que cuando me vendió la moto de Silván, con todas
las bondades y ventajas que nos proporcionaría mudarnos allí, como vio que yo
no terminaba de decidirme me expuso que estaba dispuesto a tener hijos y que se
criasen en ese ambiente de libertad. Algo así. No me acuerdo de las palabras
exactas, porque me sentó a cuerno quemado, después de los años que llevaba dándome
largas y dejando caer que los hijos daban demasiados problemas y que él, si
podía evitarlos, nunca los tendría.
—Le doy vueltas, Renata y no encuentro el motivo por
el que me dijo ese embuste. No había ninguna necesidad. Me sorprende porque le
tenía por un hombre cabal que no se inventaba patrañas. Se lo preguntaré la
primera vez que hablemos. A ver por donde sale. Por cierto ¿No has vuelto a
hablar con él desde los papeleos?
—Hablar no. Cruzo algún wasap de vez en cuando. Se
preocupa por cómo me encuentro. Yo le digo la verdad: que estoy hecha polvo,
que mi existencia va de mal en peor. Es
la realidad, no se lo cuento por inspirar lástima. Su interés le hace ganar
puntos, pero una vez que hice el borrón y cuenta nueva no le doy mucha cancha,
prefiero seguir mi vida.
—Entonces la propuesta que se me estaba ocurriendo
ni te la planteo.
—Plantéala. El no, ya lo llevas.
—Se me había ocurrido una tontería.
—Dila, hija mía, por decirla no va a subir el pan. Me
estás dando un poco de yuyu,
—Quiero dar una sorpresa al ganadero neófito.
—¿Qué tipo de sorpresa?
—Nos presentamos allí sin avisar. Que nos cuente
como va ese emprendimiento, como lo llaman ahora.
—Conmigo no cuentes, Vanesa. Si acaso cuando haya
pasado unos meses me lo pienso, pero ahora no tengo cuerpo para reencontrarme
con Antonio y menos con mis suegros, bueno con Mariana, para ser mas exacta. Pancracio
es un trozo de pan.
—Lo suponía, pero ¿No tienes curiosidad por saber
como le van las cosas? Si ya tiene crías del nuevo semental. Si ha empezado a
mandar carne a Madrid. Cuantas vacas ha comprado para aumentar la cabaña de su
padre… En fin, te respeto. No te digo que ahora, pero dentro de un par de meses
podemos asomarnos por allí.
—Lo pensaré, pero no te lo puedo prometer.
—Queda pendiente.
—Tú siempre tienes que decir la última palabra.
—Podemos poner fecha ya.
—Vanesa, lo tuyo no es terquería, no sé ni como
llamarlo.
—Las dos juntas no te resultará tan cortante. Yo
siempre a tu vera. Qué digo a tu vera. Iremos toda la familia. A Raquel y a Felipe
le encantan los bichos, como a todos los críos.
—Una excursión familiar con pegote.
—No serás un pegote, serás una más. Ya verás lo bien
que te lo pasas con los niños en plena naturaleza.
—Vale, dentro de dos meses. Pero para ir y venir en el
día, si no, no me comprometo. Veo que estás acostumbrada a salirte con la tuya.
La última parte de la tarde, que estuvieron juntas,
la conversación derivó, planteado por Renata, en cómo afrontar al día siguiente
el encuentro con Sabas. Tenía grandes amigas y compañeras en el trabajo, pero
Sabas con su labia y sus chistes soeces tenía ganado a gran parte del personal.
A todo el masculino y a parte del femenino. Además, era delegado sindical y usaba
esa condición para amedrentarte. la gente lo temblaba porque era vengativo,
pasaba de contar gracias a desafiarte por un «quítame tú de ahí esas pajas». Pedir
otra jornada libre más era una cobardía. En eso estaba de acuerdo Vanesa.
—Renata, el primer día es el peor, tendrás que aguantar
el tirón, pero nadie se come a nadie.
—Sabas sí, es traicionero y revanchista. Repitió dos
veces que me iba a pesar echarle de mi casa.
—Le echaste porque es un machirulo y se comportó
como un gañán. Tú follas con quien te da la gana.
—Que sí, pero estoy en su terreno. Tendré que ir con
pies de plomo y el acojone no se disipa. Me conozco y voy a ir a trabajar sin dormir y
con las manos heladas. Los nervios se me cogen al estómago y se me enfrían las
manos y los pies. Voy a pasar una enfermedad.
—Estás sembrada, pero ya te contaré. Deséame suerte
y envíame todo el ánimo que seas capaz.
Vanesa cogió a Renata de las manos, se las apretó
con fuerza y la miró fijamente a los ojos. En ese momento es cuando se acercaba
Sigfrido para decirles que tenía que cerrar y, al verlas en esa posición, se quedó
sorprendido.
Continuará…/…
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