jueves, 27 de junio de 2024

Capítulo 10 - Abyecto

 

Casi no pegó ojo en toda la noche. En previsión se había tomado una pastilla de diazepam de las que quedaban en el cajón de las medicinas y que tan bien surtido dejó Antonio. En los últimos tiempos se medicaba bastante. Eso la hizo caer un par de horas cuando ya amanecía.

            Salió a comprar. Tenía la nevera bajo mínimos, no le quedaba fruta ni verdura. Por unas cosas o por otras lo había ido posponiendo durante la semana y hoy no quedaba otra solución. Además, contraria a su costumbre, hoy no comería en la cafetería del hospital. Quería ir directamente al tajo. No le apetecía encontrarse con algunos de los compañeros en el almuerzo como casi siempre. Así que, también la tocaría cocinar. Algo sencillo, no era ducha en el arte culinario y hoy no era ocasión de lucirse. Subsistir con cualquier cosa. Cocería algo de pasta, la mezclaría con carne picada y salsa boloñesa. Y una ensalada de tomate y atún ¿Para qué más?

            Por el camino pensó otra cosa. Los nervios se la habían agarrado al estómago. Haría la compra para tener víveres en casa, pero la comida de medio día la despacharía con la ensalada y gracias. Había perdido el apetito y conforme se acercaba la hora de entrada mas azorada se ponía. Las manos y los pies eran témpanos y la cabeza una noria. El tiempo pasa y no puede demorar más su partida. Coge el autobús y sigue con el estado de nervios y los malos pensamientos. «¿Por qué seré así? No he hecho nada malo», intenta autoconvencerse durante el trayecto, mientras que mira sin ver, hacía el exterior, a través del cristal.

Llega con un poco de retraso, sobre las tres menos cuarto, y se dirige directamente al vestuario femenino. Saluda al pasar a los compañeros que encuentra a su paso con un rictus serio. Parece que el personal está menos locuaz que otras tardes, puede ser producto de su imaginación, esa que no le rige con claridad en los dos últimos días. Entra dentro y no hay nadie, cosa lógica por la demora. Se dirige a su taquilla y empieza a desnudarse para ponerse la ropa laboral. Cuando casi ha terminado oye un ruido que la hace ponerse alerta. Pensaba que estaba sola, pero oye girar el pomo de una puerta. Mira al fondo. Es la de los aseos. Alguna compañera debía estar dentro. Se abre la puerta de par en par y aparece frente a ella Sabas con mirada desafiante y sonrisa sardónica.

— ¿Qué haces aquí?

—¿Tú que crees, Renata? Hacerte un recordatorio de la conversación con la que me despachaste anteayer de tu casa. No son maneras, compañera.

—Claro, son mejor tus modales. Tu comportamiento y tus tocamientos. Tus abusos.

—Para el carro, engreída. Que rápido habláis de abusos y de violaciones. Me abriste las puertas de tu casa de madrugada. Macho y hembra, mayores de edad. No creo que fuese para echar una partida de ajedrez.

—¿Cómo puedes ser tan cínico? Tu estado era lamentable ¿Sabes cómo me dejaste la casa? Te acogí para que durmieses la mona y cuando la dormiste querías un desahogo, pero hay que contar con la otra persona para eso.

—¡Gilipolleces! ¿Solo sí es sí? A eso se le ha llamado siempre ser una calienta pollas y ahora resulta que estáis empoderadas y nos mandáis a hacer puñetas y os quedáis tan panchas, después de provocarnos y engatusarnos. Pero te dije que te iba a pesar y lo mantengo.

—Sabas, no te provoqué, te repito que quería hablar y cenar contigo sin más. Somos amigos. Te pido perdón si me expresé mal o me malinterpretaste.

—No somos amigos ¡Éramos amigos! Y, o poco puedo, o tus tardes laborales se van a convertir en un infierno. La cagaste y conmigo no hay bromas, flor de pitiminí. Para bajarte los humos te podría dar dos hostias de entrada, pero los tiempos han cambiado y seguro que te pones a chillar como una histérica y se formaría aquí un guirigay. Es lo que buscáis. Tengo tiempo de sobra. Un poco de paciencia y encontraré lugares más discretos y momentos más oportunos.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo!

—Yo no he oído nada. En los vestuarios no hay cámaras ni, en este momento, testigos. Me voy a trabajar. —Se dirigió a la puerta del pasillo, la abrió, se asomó discretamente, miró hacia ambos lados y la cerró a sus espaldas.

Renata se sentó en un banco, temblaba como un flan. Se puso a sollozar. En ese momento entró Paulina.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—A mi no me tienes que engañar. Te voy a ayudar. No me creo las patrañas que nos contó ayer Sabas. Estuvo un buen rato poniéndote a caldo.

—¿Qué os contó ese miserable?

—Que te habías insinuado durante la cena, habíais subido a tu piso y de buenas a primeras le echaste de tu casa a voces y a empellones. Pero si que debió ser buena la discusión, pues erais unos compañeros casi inseparables y ahora lo llamas miserable.

—Me voy a trabajar Paulina, no tengo ganas de dar más pábulo a este episodio. Además, puede entrar Pablo, el supervisor, y cantarme las cuarenta. Encima de que llego tarde me quedo de cháchara.

—¿En el vestuario femenino? No sería capaz.

—Puede mandar a buscarme. No quiero líos. Ya hablaremos durante el paseo de la merienda.

—¿Volvemos a los paseos? Avisaré a Natalia. Creo que hoy la han puesto con Sabas a recoger ropa por las plantas.

Natalia se excusó. Cuando llegó la hora dijo que ya había quedado a merendar con Benigno, su pareja y, por ende, con Sabas, pues eran uña y carne. Primer jarro de agua fría. Paulina sí que la acompañó. A ella le contó todo lo que había pasado sin omitir ningún detalle. Quizá se equivocó al forzar una segunda cita, pero en ningún momento ella le dijo nada que pudiese hacer pensar en enrollarse ni en acabar en la cama. Sabas tenía una trompa monumental y el despertar que tuvo fue soez, baboso y magreante. Siguió diciendo barbaridades y zafiedades, agarrándose el pene por encima del calzoncillo. Salido no, lo siguiente.

—Tuve que echarle porque me dio miedo. No tengo porque tolerar esas actitudes. Estaba descontrolado.

—Hiciste bien. Yo te creo. Lo que nos dijo ayer no tiene nada que ver, pero pienso que conociéndoos a los dos nadie puede dar un duro por su versión. Aunque te advierto que está metiendo mucha mierda por toda la sección. Ya sabes que es un personaje muy popular.

—Y enlace sindical.

—Eso no significa que no puedas denunciar. Díselo a los de otro sindicato.

—No creo que sacasen la cara por mí. Se tiran los trastos durante la campaña de las elecciones sindicales, pero después son íntimos y van juntos a todas las negociaciones. Son estómagos agradecidos y se ríen de los trabajadores.

—Seguro que encontramos a alguien honrado. Pablo, por ejemplo, no suele casarse con nadie. No seas tan negativa.

—Negativa, no, realista. Hasta las tías como Natalia prefieren irse con ellos antes que conmigo. Qué decepción.

—Ella está en una posición delicada con Benigno de por medio.

—¿No era una mujer tan liberal, que no necesitaba a los hombres para nada? Hasta les cantaba las cuarenta entre bromas y veras, pero cuando ha llegado una situación verdaderamente delicada ha hecho fu, como el gato. No, Paulina, no voy a denunciar. De momento no tengo nada. A ti, y ya eso me parece un triunfo. Gracias.

Las jornadas siguientes se convirtieron en un suplicio. Hubo gente que le retiró el saludo sin que ella recordase haber tenido ningún conflicto. Estaba claro que la máquina del fango de Sabas y sus secuaces había causado efecto. Natalia la evitaba. Siempre se habían contado todo, no entendía su postura por mucho que Paulina la exculpara. Podía sacar la cara por ella perfectamente, pero prefirió no posicionarse, ponerse de perfil y eso fue peor. Si ella no se mojaba pocos más lo harían.  Para hablar, para respirar en los ratos muertos, le quedó Paulina, que permaneció fiel. Muchos la tachaban por detrás de simplona, de rubia tonta, pero demostró nobleza y amistad verdadera.

Sólo con los ánimos que le insuflaba Paulina no hubiese podido soportar la presión. Tenía una nueva baza. Otra amiga que había surgido casi de la nada y con la que se wasapeaba a diario para contarle como había ido el día. Vanesa, sorpresas que da la vida. Las casualidades existen. Ella le hablaba de sus problemas familiares y domésticos, pero pasaron a segundo plano según avanzaban los días y Renata le ponía al corriente de su situación. Sabas, taimado, astuto y embustero, estaba consiguiendo poco a poco que la gente mirase con recelo a Renata por una infamia. O estaban con él o contra él. Ella, que nunca había generado problemas con nadie en los diez años que llevaba empleada en la lavandería del hospital, al contrario que él, que era conocido por sus frecuentes reyertas que habían acarreado un puñado de faltas disciplinarias, las cuales quedaban impunes. Borradas, después, con la connivencia existente entre los sindicatos y la gerencia del hospital.

Sabas era el puto amo. Contaba chistes, jaleaba a las mujeres, alardeaba de lenguaje sexista y de piropos de mal gusto. Y si divisaba lo que consideraba un buen culo le daba un azote con ganas y se reía la gracia «¡Dios, eso es granito, se me ha quedado la mano en carne viva! Groserías que parecían superadas. Todo le era permitido, nadie se le enfrentaba ni le ponía coto. En las fiestecillas de navidad o por motivo de jubilaciones y despedidas de compañeros, cuando no preparaba algún disfraz, cantaba una chirigota o declamaba algún ripio que hacía las delicias del personal. Incluso, en ocasiones, reunía a dos o tres conocidos y parodiaba alguna escena de hospital, como operaciones quirúrgicas utilizando el material sanitario e instrumental de plástico que compraba en algún bazar chino.


A ella, ahora, le parecía absurdo la amistad que mantuvo con semejante cavernícola, quizá porque le cautivó el lado lúdico y festivo y siempre quitó hierro, inconscientemente, a la cara sombría, de bravatas y ordinarieces.  

Pablo no es tonto, sabe que ha pasado algo entre ellos e intenta sonsacar a Renata, pero esta echa balones fuera.

—Renata, tengo que saber lo que ha ocurrido para tomar medidas.

—Es un asunto extralaboral.

—Si no me lo cuentas no puedo imponer correctivos ni elevar el caso a mis superiores.

—Hemos discutido. Te repito que no pertenece a vuestro ámbito, por lo que no podréis hacer nada.

—Depende. Como te dije cuando me llamaste para pedirme el día de libranza y que no te pusiera con él en el turno, Sabas no trabaja mal, pero enrarece el ambiente, enfrenta al personal y, hace tiempo, que tengo ganas de pillarle en falta. Denúncialo, te apoyaré.

 —No hay testigos.

—Con la Ley nueva no hace falta.

—Sí, porque no es pareja ni expareja. Además, no soy de las que se inventa una movida, no creo que sea para meter a una persona en la cárcel.

—Depende. Si has estado repasando la Ley y pensando ciertas cosas es que te ha violentado. Paulina, me dijo que te vio echa polvo en los vestuarios ¿pasó algo allí con Sabas? Él no puede entrar.

—No, nada que se pueda demostrar. No le vio nadie y es mi palabra contra la suya. Contra uno de los pesos pesados del Comité de empresa.

—Torres más altas han caído. En fin, Renata, en tus manos lo dejo. Creo que algo se podía mover a pesar de los atenuantes que ves por todos lados, pero no te puedo forzar. Eso sí, medítalo y si cambias de opinión me lo dices y, si Sabas te molesta o te amenaza no lo dudes, por favor. Sabes dónde estoy.

—Gracias, Pablo.

No podía seguir así. Cada vez que iba al trabajo pasaba una enfermedad, en cuanto bajaba del autobús ya tenía las manos heladas y un mal cuerpo que en cuanto entraba en el vestuario se iba directamente a hacer de vientre. La gente cada vez la ignoraba más, la obsequiaba con miradas torvas y así no podía continuar. ¿Denunciar o no denunciar? Ese era su dilema. Pero había dejado pasar un tiempo precioso, el revuelo inicial se había sosegado y ahora le parecía fuera de lugar. Pensarían que quería aprovecharse. Además, que hasta que se resolviese el asunto podían pasar meses y el ambiente, ya de por sí cargado, se convertiría en infernal.

Está tan hastiada que en su siguiente cita con Vanesa le comenta una idea que está germinando en su cabeza para ver cual es su opinión. Quiere pedir el finiquito, poner tierra de por medio y buscar otro trabajo, de lo que sea.

—Renata, ¿tanto te afecta? No pensaba que estuvieses tan sobrecogida, tan superada por el ambiente laboral.

—Tú lo has dicho. Es insufrible. Las horas se me hacen eternas. El reloj no avanza. Me he vuelto invisible para los compañeros. Todos me ignoran. La única que me alienta y reconforta es Paulina, pero no siempre nos toca juntas y a ella también le han hecho el vacío por mi culpa. La tengo que liberar de esta losa.

—Por tu culpa, no. Eso no te lo admito. Por culpa del embaucador y chantajista de Sabas y por el rebaño de borregos que, no solo no le planta cara, sino que se une a su causa indigna. Qué pandilla. Pero no es un caso aislado, conozco más, aunque este es tan flagrante que clama al cielo.

—No me apetece nada seguir en estas condiciones.

—Pues denuncia. Perder un puesto de trabajo hoy en día, a nuestras edades, me parece una locura. Resulta muy difícil reengancharse al mercado laboral.

—Denunciar no va a solucionar nada y el ambiente se volverá más hostil, si cabe. Por otro lado, estoy acojonada con la advertencia que me hizo Sabas aquel día en el vestuario. Más bien parecía un ultimátum y cuando vea un momento propicio me temo lo peor. No puedo continuar soportando esta angustia, Vanesa. Mi vida en unos meses ha dado un giro radical a peor. He perdido a Antonio y la mitad de mis escasas pertenencias. Ahora me despido del trabajo. ¿Qué será lo próximo?  

—Mi consejo es que aguantes un poco más, a ver si las aguas vuelven a su cauce. Un trabajo fijo y bajo techo no se puede desdeñar de un día para otro, aunque te paguen un despido aceptable. Que no te tengas que arrepentir. Si quieres hablo yo con Pablo o con Sabas incluso. Tu carácter hace que intentes vadear los problemas, pero creo que en la situación que estás no puedes quedarte en la calle.

—Lo tengo todo pensado. La hipoteca no es muy elevada, te recuerdo que el piso ya estaba pagado. Ahora tengo que recuperar la otra mitad tras el acuerdo con Antonio. Con el finiquito que me den puedo tirar unos cuantos meses y asumir todos los gastos. Malo ha de ser que no encuentre nada cuando estoy dispuesta a casi todo. Además, tengo que corregirte en lo del trabajo fijo. Soy interina y aunque lleve diez años nadie me garantiza que saquen una oposición, otro ocupe mi lugar y me despachen sin más.

—Eso no lo pueden hacer de un día para otro. De todas formas, mi consejo sigue siendo el mismo, pero tomes la decisión que tomes te ayudaré, intentaré insuflarte ánimos y estar a tu lado todo el tiempo que me sea posible.

—Lo que me da más miedo aún que el impresentable de Sabas es decírselo a mis padres ¿Cómo y cuándo? Lo puedo demorar unos días, pero al final se acaban enterando y me afean con razón que no les haya informado, como me pasó con la separación de Antonio. Me cuesta mucho, lo voy alargando, dándole vueltas y siempre lo digo tarde, mal y en el peor momento.

—Si quieres te acompaño, con una desconocida delante se sujetarán un poco.

—No hace falta, no te preocupes, pero las cosas por orden. Lo primero que voy a hacer es comentárselo a Julián, mi abogado, el que ha llevado la separación y lleva todos mis papeleos y asuntos legales. Que me diga como quedaría la situación y que se ponga en contacto con la gerencia del hospital. Quiero acabar cuanto antes. Con esta desazón no puedo vivir de continuo.

—La decisión ya estaba tomada. No entiendo porque me pides consejo, Renata.

—Tienes razón. No he obrado con nobleza. Perdóname. Necesitaba que alguien reforzase mi postura para que no pareciese una necedad, pero, a pesar de que nuestros puntos de vista no coincidan, tiro para delante. La aversión cada día que pasa es más grande y va a llegar un momento que voy a caer enferma de ansiedad. No quiero acabar depresiva, prefiero no alcanzar esos extremos.

La despedida de Paulina fue bastante emotiva, ninguna de las dos pudo sujetar las lágrimas. La del resto de los compañeros casi inexistente. Lo de Natalia le pareció abyecto y sorprendente. Una mujer como ella, a la que creía independiente y que no se callaba ante nada. Con la que tenía una amistad consolidada o, al menos, eso creía y la dejó tirada como una colilla.

Tocaba cargar las pilas y ponerse en valor para volver a trabajar cuanto antes. Para eso, como estaba bastante oxidada y no quería dar palos de ciego, también pediría ayuda a Julián.

Continuará …/…

viernes, 7 de junio de 2024

Capítulo 9 - Vanesa

 

—Perdonadme, chicas. Vamos a cerrar —les dijo Sigfrido con cara de resignación.

—¿Qué hora es? —Preguntó Vanesa.

—Las once y media y mañana amanece a traición. A las siete tiene que estar todo presto y dispuesto para los cafés mañaneros. Compréndelo, Vanesa.

—Faltaría más. Claro que lo comprendo Sigfrido. Es que el tiempo ha volado.

—La exmujer y la ex mejor amiga de Antonio ¿Os conocíais de antes?

—Qué va —respondió Renata.

—Pues parece que ha habido flechazo —se rió comedidamente Sigfrido—. Qué pasión, cuanta vehemencia, que chorreo verbal.

—Y qué chismoso.  Quizá el sitio elegido no ha sido el mejor.

—Para el carro Vanesa. Sabes que me alegro de todo lo bueno que te pase. Sólo he observado, nada más. Aquí hay muchos ratos muertos. Brillo en los ojos, gestos cómplices, sonrisas francas. He podido comprobar que entre vosotras dos hay, no sé cómo decirlo… Chispa. ¿Debo morir por ello?

—Y no has errado, la verdad. Veo que conocías bien a Antonio —terció Renata.

—Claro, estos dos venían todos los días. No recuerdo la primera vez que entraron por esa puerta, pero eran de visita diaria y eso, quieras que no, genera bastante confianza. Más que clientes, ya eran amigos. Aunque tengo que insistir. Id apurando las consumiciones porque tengo que cerrar.

—Bien apuradas están desde hace rato. Ya nos vamos Sigfrido, no te preocupes. La verdad es que se me ha hecho tardísimo. Hoy no veré a los peques antes de acostarse. Me da un poco de cosa, pero que apechugue Luis, ya le he avisado de que no me esperasen para cenar.

Se levantaron las dos y salieron a la calle. Allí se despidieron dándose un par de besos. Renata echó a andar y al momento volvió sobre sus pasos.

—¡Vanesa! —llamó. Esta se volvió un poco sorprendida y más cuando Renata se abalanzó sobre ella y la abrazó—. Gracias, de verdad. Esta conversación me ha hecho mucho bien. Iba a explotar, necesitaba un desahogo. Una persona franca, que me escuchase y has aparecido en el momento más oportuno —sollozó.

—El sentimiento es recíproco, Renata. También a mí me ha venido fenomenal esta tarde de confidencias sin tapujos. Me he sentido cómoda en todo momento. Parece mentira. Mi único mérito ha sido ese pálpito de pedirle tu número a Antonio. No te conocía personalmente, pero por lo que me había contado estaba convencida de que eras la persona indicada. No me equivoqué. ¿Nos veremos pronto?

—Por mí cuanto antes mejor, pero tú tienes marido e hijos lo que acarrea unas obligaciones que yo no tengo.

—Renata, podíamos instaurar estos encuentros una vez a la semana ¿Qué te parece?

—Por mí encantada, pero te recuerdo que tenemos horarios laborables cruzados.

—Es verdad. Vamos hablando y ya cuadraremos de una manera o de otra, sino algún fin de semana. Pero, oye…

—¿Qué?

—Que ahora ya tenemos nuestros teléfonos. Nos podemos comunicar en cualquier momento. En confianza, Renata, no te cortes. Si necesitas hablar llámame.

—Gracias. Lo mismo te digo. Hasta la próxima, Vanesa.

—Adiós, Renata.

En cuanto entró en el «Bar Baridad» Renata, Vanesa la llamó desde una esquina del local. Allí estaba sentada. Iba a preguntar al camarero, pero no hizo ninguna falta. Vanesa le explicó que Antonio le había enseñado fotos en más de una ocasión. Sobre todo, los lunes, si habían hecho algún plan de fin de semana. Primero le explicaba donde habían ido o lo que habían visto y después le mostraba alguna imagen. A Renata, sin embargo, no le había mostrado ninguna de Vanesa. Bueno, era normal que no tuviese tantas fotos de ella, se consoló.

Después de romper el hielo con algunos formalismos pasaron a comentar el episodio de los ruidos. Las había descuadrado a ambas. Últimamente estaba muy obsesionado y crispado. Le molestaban tanto que había llegado a tener pesadillas e incluso cuando no había ruidos externos oía pitidos. Eso eran los acúfenos. Por eso recibió un doble tratamiento: médico y psicológico, pero lo que Renata nunca hubiese esperado es que se volviese a Silván y, sobre todo, con la idea que tenía ya pergeñada en su cabeza. Le preguntó a Vanesa si a ella le había contado algo, pero tampoco le había confiado su intención. Hablaba recurrentemente del pueblo de sus padres en los últimos tiempos, parecía como si lo añorase, pero claro había atado cabos ahora, entonces no lo achacó a un deseo real de volver a vivir en el campo.

—La verdad es que según lo contaba, te parecía el lugar y la idea más maravillosa del mundo, pero yo no me puedo encerrar en una aldea. Estoy acostumbrada a la vida y al bullicio de la capital. Lo medité unas semanas, no te creas, noches enteras sin dormir, aunque resolví que, a pesar de que lo seguía queriendo, no podía abandonarlo todo, de un día para otro, por un capricho, como hizo él. Por un lado, no quería perderlo, por el otro me indignaba que no me hubiese comentado nada hasta que tuvo la decisión tomada. Perdona el tostón.

—¿Qué dices? Para eso hemos quedado y me alegra que me cuentes tus inquietudes. Hay una cosa que nunca me hubiese atrevido a contarte, pero después de tu ataque de sinceridad estoy dispuesta a hacerlo. No te pongas en lo peor —comentó al ver la cara de sorpresa de Renata.

—No me pongo de ninguna manera. Antonio te nombraba muy a menudo, eso me ponía suspicaz y si a las primeras de cambio me quieres confiar un alto secreto, me da mala espina.  Voy a adelantarme y espero no columpiarme. Más de una vez tuve celos y me dio por pensar sino estaríais enrollados.

—¡Joder, Renata! No, no estuvimos enrollados, pero te tengo que ser sincera, si no lo estuvimos es porque él no quiso. Esas cosas se notan y yo lo pasaba muy mal. Me gustaba mucho, pero estaba casado. Aun así, más de una vez estuve a punto de tirarle los tejos. Cuando tomaba algún vino de más y se me soltaba la lengua. Me subían unos calores y una excitación que no sé cómo fui capaz de controlarme. Perdona que sea tan explicita. Antonio, sin embargo, me demostró que solo pretendía una relación de amistad. Era buen compañero en el trabajo, buen conversador y confidente fuera de él, aunque la mayoría de las veces hablábamos de temas superficiales porque en cuanto notaba en mi actitud que le iba a proponer algo más íntimo, salía escopetado a pagar, a mear o a echar una parrafada con Sigfrido.

—No se que decir a eso. Si se mantuvo firme es lo lógico, sino me lo tenía que haber contado, para eso éramos pareja.

—Pero no creas que todos lo hacen. La mayoría si ven una oportunidad la aprovechan. Perdona, pensarás que soy una fresca, que he vivido muchas veces situaciones parecidas, pero no, sólo me pasaba con Antonio. Bueno, y con Luis, aunque estamos en crisis y eso pudo contribuir a hacerme ilusiones con tu ex.

—Las rarezas cacofónicas de la última temporada hicieron que los revolcones se espaciasen, pero cuando Antonio se ponía a ello seguía manteniendo el vigor. Me dejaba exhausta.

—Pues chica, que envidia. Luis no es que fuera un Nacho Vidal, pero no cumplía mal. Desde que nacieron los gemelos los encuentros sexuales pasaron a ser casi inexistentes y las pocas veces que lo hacemos es porque fuerzo la situación. Siempre está cansado y sin ganas. Los que yo digo: la muerte del gorrión.

—¿La muerte del gorrión?

—Sí, pega dos o tres empellones y acaba. Abre las alas, se deja caer de espaldas como si le hubiesen disparado y, casi al mismo tiempo en que toca el colchón, ya está dormitando. En esa posición, con los brazos abiertos, como Jesucristo, ya no se menea. Menudo panorama.

—Qué ocurrente eres, Vanesa. Perdona que me ría, pero esa salida me ha pillado con la guardia baja. La muerte del gorrión…ja, ja, ja…

—Ríe mujer, que cuando he visto la cara que traías no pensaba que fueses a reír en mucho tiempo.

—Pues sí, una desconocida lo ha conseguido. Desconocida hasta hoy, quiero decir. Ahora anuncian vigorizantes en la radio. Enegisil vigor, creo que se llama uno, sin hablar, por supuesto, de la viagra.

—Pues sí, algo habrá que hacer porque este tiempo atrás cuando me sentaba en el metro me ponía a observar a todos los tíos, la mayoría embebidos en la pantalla del móvil y en mi imaginación los dividía entre follables y deplorables.

—Madre mía. Pues sí que estás hambrienta. Yo, de momento, no tengo una necesidad perentoria, pero me temo que según pasen las fechas puede aparecer.

 —Bueno, si te soy sincera, se me está bajando la libido. Los críos y el trabajo hacen que no me obsesione mucho con el sexo. Llego a la noche agotada.

—¿Me habías dicho que tenías gemelos?

—Sí. Chico y chica. Felipe y Raquel. Tienen cuatro años. Están en segundo del Ciclo infantil. Dan bastante guerra y tareas que hacer, pero también proporcionan muchas compensaciones. Lástima que vosotros no pudieseis tener hijos. Os hubiese venido bien. Una vez, hablando con Antonio le comenté que había otras maneras de formar una familia hoy en día, pero no quiso ni oír hablar de ello. Supongo que os supuso un palo. Perdona que me meta donde no me llaman, pero conozco a gente que ha adoptado y están encantados de la vida y orgullosos de sus hijos. No es ningún desdoro.

—Me dejas loca. ¿Antonio te dijo eso?

—Tal cual.

—Será cabronazo.

—Me temo que he hablado de más.

—Antonio no quería tener hijos, así de simple y llano. Nunca le parecía momento oportuno. Ni siquiera cuando la hipoteca estaba prácticamente liquidada. Me deba largas. Yo era la que estaba ilusionada con la descendencia. «Un Antoñito», le decía. «Aunque solo sea la muestra», pero él se sacudía las moscas. Por eso me enfadé muchísimo cuando me chantajeo vilmente. Me dolió su doblez.

—¿A qué te refieres?

—A que cuando me vendió la moto de Silván, con todas las bondades y ventajas que nos proporcionaría mudarnos allí, como vio que yo no terminaba de decidirme me expuso que estaba dispuesto a tener hijos y que se criasen en ese ambiente de libertad. Algo así. No me acuerdo de las palabras exactas, porque me sentó a cuerno quemado, después de los años que llevaba dándome largas y dejando caer que los hijos daban demasiados problemas y que él, si podía evitarlos, nunca los tendría.

—Le doy vueltas, Renata y no encuentro el motivo por el que me dijo ese embuste. No había ninguna necesidad. Me sorprende porque le tenía por un hombre cabal que no se inventaba patrañas. Se lo preguntaré la primera vez que hablemos. A ver por donde sale. Por cierto ¿No has vuelto a hablar con él desde los papeleos?

—Hablar no. Cruzo algún wasap de vez en cuando. Se preocupa por cómo me encuentro. Yo le digo la verdad: que estoy hecha polvo, que mi existencia va de mal en peor.  Es la realidad, no se lo cuento por inspirar lástima. Su interés le hace ganar puntos, pero una vez que hice el borrón y cuenta nueva no le doy mucha cancha, prefiero seguir mi vida.

—Entonces la propuesta que se me estaba ocurriendo ni te la planteo.

—Plantéala. El no, ya lo llevas.

—Se me había ocurrido una tontería.

—Dila, hija mía, por decirla no va a subir el pan. Me estás dando un poco de yuyu,

—Quiero dar una sorpresa al ganadero neófito.

—¿Qué tipo de sorpresa?

—Nos presentamos allí sin avisar. Que nos cuente como va ese emprendimiento, como lo llaman ahora.

—Conmigo no cuentes, Vanesa. Si acaso cuando haya pasado unos meses me lo pienso, pero ahora no tengo cuerpo para reencontrarme con Antonio y menos con mis suegros, bueno con Mariana, para ser mas exacta. Pancracio es un trozo de pan.

—Lo suponía, pero ¿No tienes curiosidad por saber como le van las cosas? Si ya tiene crías del nuevo semental. Si ha empezado a mandar carne a Madrid. Cuantas vacas ha comprado para aumentar la cabaña de su padre… En fin, te respeto. No te digo que ahora, pero dentro de un par de meses podemos asomarnos por allí.

—Lo pensaré, pero no te lo puedo prometer.

—Queda pendiente.

—Tú siempre tienes que decir la última palabra.

—Podemos poner fecha ya.

—Vanesa, lo tuyo no es terquería, no sé ni como llamarlo.

—Las dos juntas no te resultará tan cortante. Yo siempre a tu vera. Qué digo a tu vera. Iremos toda la familia. A Raquel y a Felipe le encantan los bichos, como a todos los críos.

—Una excursión familiar con pegote.

—No serás un pegote, serás una más. Ya verás lo bien que te lo pasas con los niños en plena naturaleza.

—Vale, dentro de dos meses. Pero para ir y venir en el día, si no, no me comprometo. Veo que estás acostumbrada a salirte con la tuya.

La última parte de la tarde, que estuvieron juntas, la conversación derivó, planteado por Renata, en cómo afrontar al día siguiente el encuentro con Sabas. Tenía grandes amigas y compañeras en el trabajo, pero Sabas con su labia y sus chistes soeces tenía ganado a gran parte del personal. A todo el masculino y a parte del femenino. Además, era delegado sindical y usaba esa condición para amedrentarte. la gente lo temblaba porque era vengativo, pasaba de contar gracias a desafiarte por un «quítame tú de ahí esas pajas». Pedir otra jornada libre más era una cobardía. En eso estaba de acuerdo Vanesa.

—Renata, el primer día es el peor, tendrás que aguantar el tirón, pero nadie se come a nadie.

—Sabas sí, es traicionero y revanchista. Repitió dos veces que me iba a pesar echarle de mi casa.

—Le echaste porque es un machirulo y se comportó como un gañán. Tú follas con quien te da la gana.

—Que sí, pero estoy en su terreno. Tendré que ir con pies de plomo y el acojone no se disipa.  Me conozco y voy a ir a trabajar sin dormir y con las manos heladas. Los nervios se me cogen al estómago y se me enfrían las manos y los pies. Voy a pasar una enfermedad.

—Refúgiate en Paulina y en Natalia. Son tus amigas. Paseáis juntas, merendáis, os contáis vuestras cosas y el Sabas de los cojones que se pierda por ahí con los machos cabritos, que presuman de pito y te deje en paz.

—Estás sembrada, pero ya te contaré. Deséame suerte y envíame todo el ánimo que seas capaz.

Vanesa cogió a Renata de las manos, se las apretó con fuerza y la miró fijamente a los ojos. En ese momento es cuando se acercaba Sigfrido para decirles que tenía que cerrar y, al verlas en esa posición, se quedó sorprendido.

Continuará…/…