La mañana estaba desapacible, con unas
rachas de viento cambiantes. Debía tratarse de la ciclogénesis explosiva que
llevaban toda la semana anunciando en radio y televisión. No hago caso nunca
porque se ponen muy pesados con las perogrulladas de que hace frío en invierno
y calor en verano. En qué hora me bajé del autobús. Llegaba con tiempo de sobra
y decidí apearme tres paradas antes, enfrente de la iglesia de San Francisco el
Grande, para dar un paseo y oxigenarme un poco. Pensaba seguir por la calle
Bailén, torcer a la derecha por Mayor hasta la esquina con la calle del Factor
que es donde trabajo, justo donde se produjo el atentado a Alfonso XIII. Se lo
he oído cien veces al señor José, el dueño del hotel: «El ramo de flores que
ocultaba la bomba, lanzado desde el balcón del segundo piso, chocó con los
cables del tranvía que lo desviaron de su trayectoria. Gracias a ese imprevisto
se truncó el magnicidio, pero murieron veinte transeúntes que estaban viendo
pasar el cortejo nupcial». Cada vez se repite más con las batallitas. Como jefe
es majo, pero se está haciendo mayor.
Trabajo
de recepcionista y llego a las siete y media de la mañana, relevo a mi
compañera del turno de noche. En realidad, mi jornada empieza a las ocho, pero
esa media hora la aprovecho para cambiarme y charlar con Alba para que me
cuente si ha habido alguna novedad y como queda todo. Me tiene loco la
chiquilla. Guapa no es, pero tiene un no sé qué. Menuda de cuerpo, viva en el
andar, amena de conversación. Con un tono de voz dulce, una sonrisa franca y un
brillo en los ojos que me hipnotiza. No termino de decidirme en pasar de las
palabras a los hechos, mi timidez con las chicas es enfermiza. Dice que no le
importa trabajar en ese turno, que así gana más dinero, pero la noche es jodida.
Demasiado tranquila. Se hace eterna y cuando intentas descabezar un sueño
surgen los problemas. Yo, las pocas veces que lo he tenido que hacer, he
acabado hasta las narices.
Iba andando por el margen
derecho de la calle, ya casi había llegado al inicio del viaducto. A lo lejos,
bajo la luz de un farol, se recortaba la figura de un anciano. Llevaba puesto
un abrigo de paño. Estaba apoyado con ambos brazos en la barandilla y miraba pensativo
hacia abajo, hacía la calle Segovia. Según me aproximaba me pareció que ponía un
pie en el murete inferior e intentaba auparse con los brazos. Mis músculos se
tensaron. Quedé paralizado cuando reconocí al señor José.
Eché a correr desgañitándome:
«¡Don José, por Dios! ¿Qué va a hacer?» Debió oírme porque giró la cabeza hacia
mi dirección, pero lejos de apaciguarse metió las punteras de los zapatos entre
los barrotes para darse impulso. Menos mal que han puesto protección y resulta
difícil saltar hasta para un adolescente. Cuando alcancé su posición posé las
dos manos a la altura de sus hombros y pegué un tirón seco. Las manos se
desprendieron del poyete con una facilidad pasmosa, debía estar ya bastante agotado
por el esfuerzo. Caímos los dos sobre la acera, él encima de mí. Aunque no es
de complexión robusta quedé sin respiración. Permaneció sentado en el suelo, con
los codos sobre las rodillas, las palmas de las manos en la cara y el mentón
hundido. Todavía entre jadeos le pregunté con la mirada.
«Samuel, estoy desesperado
desde hace un mes. Me he metido en un lío importante, en asuntos que desconocía
totalmente. Zapatero a tus zapatos. Te he contado muchas veces que llevo toda
la vida en este negocio, estoy orgulloso de ello, contento con la familia y no
le pido más a la vida, pero hace un año uno de los clientes, Don Miguel, me
engatusó con que participara en acciones de bolsa, ganancias seguras. Debí
consultar con alguien, pero la convicción en sus explicaciones, su estudiado
dominio del mundo financiero y su aplomo me cegaron y le entregué dinero, en
varias veces. Cuando me quise dar cuenta la suma era exorbitante. Ahora ha
desaparecido. Los documentos y justificantes que me entregaba los confeccionaba
en el ordenador, parece ser. Soy un incauto, me lo creí todo. Seguro que
embargan el hotel.
A mi hijo no me atrevo ni a mirarle a los
ojos. Supongo que sospecha algo, pero no creo que se imagine esta hecatombe. Me
convenció de que lo mejor es que pusiera todo a su nombre, fiscalmente es más
favorable. Cuando yo falleciera estaría todo resuelto y zanjado. Lo he ido
posponiendo, me daba pena. Todavía me siento fuerte, válido y conozco todos los
recovecos del negocio. Hace un rato hemos tenido una conversación, Me ha dado
un ultimátum. Tiene los billetes sacados para que mi mujer y yo hagamos un
crucero por las islas griegas y me desvincule de una vez. Con el viaje
comprometido no puedo prorrogar el traspaso de poderes ni un día más. Me ha
insistido que lo tenemos muy merecido después de tantos años sin apenas
vacaciones. Lo he dejado con la palabra en la boca y he venido hacia el
viaducto con una sola idea en la mente. Me ha faltado valor para decirle la
verdad. Es una desgracia muy grande. Y vosotros, los empleados, también la vais
a sufrir en vuestras carnes». Paró la perorata de golpe, los sollozos no le permitían
continuar.
Le intenté tranquilizar, lo
levanté cogiéndolo de las axilas por detrás. Le dije que respirara hondo e
intentara serenarse. Teníamos que ir al
hotel, hablar con Vicente, su hijo, contárselo todo y llamar a la policía para
que buscase al delincuente. Le cambió el color de la cara, hizo amago de echar
a correr en dirección contraria, pero al final bajó los brazos, dando a
entender que lo que yo proponía era lo único sensato que se podía hacer. Le
dije que era normal que ahora lo viera todo negro, pero acabar con su vida era
lo último, tenía que dar la cara. Estaba seguro de que su familia lo iba a
arropar. Al principio costaría asimilarlo, pero se harían cargo de su error e
intentarían buscar soluciones. Así que
me colgué de su brazo y nos encaminamos hasta el hotel. Arrastraba los pies y
suspiraba cada poco, pero se dejó conducir.
Un mes después fuimos a visitarlo a su
casa. Alba me había pedido que la avisara, le daba corte presentarse allí sola.
La fechoría se había arreglado en parte. Habían localizado al estafador y
recuperado más de la mitad del dinero. Me había comunicado con Carolina, su
nuera. Por ella me había ido enterando de la evolución de los acontecimientos.
Mi preocupación fundamental era conocer de primera mano los progresos del señor
José. Por lo que me comentó había mejorado bastante. Los primeros días estuvo
como ausente, retraído. Ni hablaba, ni comía. Sólo sus nietos le hacían salir
de su ensimismamiento. Después se fue soltando poco a poco, entraba alguna vez
en conversación, aunque volvía al submundo de inmediato. Ahora estaba
remontando anímicamente, pero distaba mucho de aquel hombre enérgico y decidido
que manejaba con suficiencia todo el cotarro familiar.
Cuando llegamos, Carolina
nos abrió la puerta. Nos pidió por favor que pasásemos al cuarto de los niños y
los entretuviéramos un rato. El especialista estaba en ese momento con su
suegro, pero se marcharía en breve. A mí me gustan bastante los niños, no me
defiendo mal con mis sobrinos, aparte de que tenía curiosidad por conocer a Josete. Había oído hablar maravillas de
su desparpajo.
Entramos en la habitación.
María se puso colorada al vernos entrar, bajó la mirada y siguió a lo suyo. Josete, sin embargo, vino hacia nosotros
y empezó a preguntar que quienes éramos, a qué habíamos venido, que si
queríamos jugar al pilla pilla. Una pregunta detrás de otra, a borbotones, no
paraba de hablar ni para tomar aire. Le dijimos que habíamos venido a visitar a
su abuelo, que éramos empleados del hotel.
«Mi abuelo es un gran pez»,
me dijo el chico. «Lo estamos abrazando hasta que salga al mar». Me quedé bastante
descolocado con la salida. La procesé unos instantes y le dije: «Pues aquí como
no salga al Manzanares, poco mar va a encontrar. Josete, lo que dices no
tiene sentido». «Si lo tiene», replicó, «Lo dicen en una película muy bonita. Me
lo ha contado mi mamá. Es una metáfora de lo que le está pasando al abuelo. Lo
de la metáfora me lo intentó explicar con ejemplos, pero es muy difícil, no lo pillé».
Apareció Carolina en la
puerta y nos dijo que su suegro nos estaba esperando. Nos preguntó cómo se
habían portado sus hijos, aunque añadió a continuación que lo podía adivinar
sin temor a equivocarse. María reservada total y Josete verborrea por los codos
«¿No os habrá preguntado ninguna inconveniencia? porque es tremendo» Le dijimos
que, para nada, que nos habíamos divertido con sus salidas de niño mayor.
Pasamos al salón. El señor
José estaba sentado en una butaca pegado al ventanal que había en el fondo de
la estancia, al lado de Mercedes, su mujer. Sonrió al vernos, nos pidió que tomásemos
asiento. Nos dio las gracias por la visita y por mi intervención aquella
madrugada. Se le notaba un poco tristón, la mirada lo delataba, pero mejor de
lo que esperaba encontrarlo. Nos contó que cuando se recuperara un poco más tenía
previsto realizar el crucero por las islas griegas con su esposa. «Fíjate
Samuel cómo cambian las cosas. Cuando me lo propuso mi hijo mi contestación fue
que a mí en Grecia no se me había perdido nada. Yo quería únicamente estar en
mi hotel, en el que ingresé de botones y fui ascendiendo, cambiando de ocupaciones
hasta que, tras muchos años de sacrificio, pluriempleos y sacando de donde no
había, fui capaz de meterme en un crédito y comprarlo. En el fondo, este golpe
me ha servido para darme cuenta de que existen otras cosas en la vida que
merecen la pena, que tenía delante y no era capaz de aprovechar».
En ese momento entró en el
cuarto Josete. Venía corriendo, eufórico,
dando voces: «¡Mamá, ya he cogido la metáfora, la he pillao! Ginés, el jardinero me llama pececillo, porque dice que soy
el nieto de un pez gordo. Yo siempre pienso: ‘qué raro, pero si el abu no ha visto nunca el mar’. Hace unos
días, cuando el abuelo se puso malito, nos dijiste a mí y a María que era un gran
pez, igual que cuentan en la película esa de mayores. La metáfora consiste en que
le estamos ayudando entre todos porque está pachucho y cuando se cure, en el
crucero por las islas, este pez grande y gordo —dijo señalando a Don José—, por
fin va a salir al mar».
Su aparición repentina y su ocurrencia,
no exenta de ingenio, hizo que los adultos nos echásemos a reír. «Aunque el
abuelo…ni grande ni gordo. Algo falla. Me voy a ver a Ginés, a que me explique
a que se refiere» y se alejó murmurando por lo bajo, ladeando la cabeza a un
lado y a otro y con las manos amarradas entre sí y posadas en las lumbares.