martes, 21 de abril de 2020

MORIRÁS ENTRE ESTERTORES


—¡Por favor, que alguien me ayude, mi abuela no me deja salir! —grita Martina hacia la calle, agarrada a la barandilla de la terraza—. Quiero ir al parque.
—Pero niña, ¡Qué tonterías dices! ¡Métete para dentro!
—¡Policía! Me tienen secuestrada —sigue gritando mientras Gregoria se la lleva al salón casi a rastras.
—¡Qué bochorno! —murmura entre dientes la abuela.

Gregoria lleva tres semanas al cuidado de sus nietos y está hasta el gorro. A su hija se lo dejó claro desde el primer momento. Le pidieron que los llevara al parque porque había quedado para comer. Era la tercera vez en quince días. «Hija, ya os crie a vosotros y entonces era joven. Si necesitas una ayuda puntual no dudes en decírmelo, pero todos los días no. Os tenéis que turnar entre vosotros y si, por necesidades del trabajo, no lo podéis compaginar, buscad a alguien».
No lo encajó bien Marisol, se llevó un chasco, pensaba que su madre estaría dispuesta a sacrificarse por ella y sus nietos. La relación se tensó durante unos meses, pero poco a poco las cosas volvieron a la normalidad. Lo que pasa es que ahora era un caso de fuerza mayor. Su hija y su yerno trabajan en el hospital 12 de Octubre como enfermeros y debido al coronavirus de las narices doblan turnos. Además, decidieron, junto con otros compañeros, alojarse en un hotel cercano para evitar contagios a sus seres queridos. Los ven mediante una videoconferencia diaria, gracias a su nieto, que ella de esas cosas no entiende. Tras veinte días estaba al límite.
Lleva casi un mes sin ver a Nicolás, su mejor amigo en el Centro de la tercera edad. Bueno, más que amigos, son novios, pero sólo pasarle esa palabra por la mente se muere de vergüenza, se pone como la grana. Coincidieron en el grupo de teatro. Al principio se mostró arisca con él, le parecía un sabihondo que todo lo rebatía y no daba nunca su brazo a torcer. Así que cuando notó que se dirigía a ella con frecuencia, intentando hacerse el simpático y comenzó a mosconear, saltaron todas las alarmas. Le ponía malas caras y miradas recelosas. 
Cierra la puerta de la terraza y echa el cerrojillo superior para que no vuelvan a salir. Martina, de cinco años y Samuel, de nueve, se quedan en el salón mientras se dirige a la cocina a prepararles la merienda. Jamón York y yogurt, luego rematarán con una chocolatina. Aunque, en principio, dice que no, siempre claudica ante los morritos de Martina, la farandulera. A pesar de que es bastante trasto y la cansa mucho, reconoce que se lo pasa bien con ella. Se viste y se desviste cincuenta veces, de hada madrina, de princesa, de animalitos variados… será por disfraces. La ayuda a preparar teatrillos con materiales caseros y hace de público agradecido. También le gustan los rompecabezas y los puzles. Suele estar entretenida salvo cuando se le cruzan los cables o le sale la vena interpretativa y la pone en un compromiso.
Samuel, sin embargo, le preocupa más. Siempre enganchado al chisme ese diabólico y pegando tiros a diestro y siniestro. Su hija lo quita importancia, dice que está en la época de los videojuegos. Para que no les resulte traumático, en vez de sangre, salen estallidos de colores, como si fuera confeti. Y añade que ese juego los enseña a trabajar en equipo. A ella no le parece educativo, pero tiene que tragar, no son sus hijos. Encima, como juegan todos sus amigos a la vez y no se podía conectar, le formó un espectáculo sin que ella tuviera nada que ver. Están hartos de todo, su madre le compró por internet la última versión de la consola o como se llame, «para que todos los juegos vengan actualizados y pueda interactuar».
Así llama ella a estar una hora disparando, tirando bombas y voceando brutalidades: «¡morirás entre estertores, hijo de satanás!».
Se hace cruces, pero Marisol todo lo apaña con que ella es demasiado mayor para entender a los niños de ahora. El caso es que cuando no está liado con el aparato es retraído y no habla por no ofender. Pasa de un extremo al otro.
¡Ay, su Nicolás! Seguro que él sabría cómo solucionar estos desaguisados, igual que supo conquistarle a ella, el muy ladino. A pesar de los desaires iniciales fue ganando poco a poco su confianza, hasta que la engatusó. La verdad es que es tan galante y detallista, que da gusto con él.  La idea inicial tan negativa que tenía se fue desdibujando. Buen conversador y resolutivo cuando le pedía algún consejo. Ahora lo añora. Pero cualquiera les propone a sus hijos que si puede venir a visitarla en plena pandemia, con lo mal que les cae. «Mamá, tú no estás ya en edad de relaciones, ese viejo loco nada más que quiere tu dinero» «¡Qué novedad! ¿Y qué queréis vosotros?», les contesta irritada. Su marido le dejó una buena pensión, un par de pisos y el chalé del pueblo. Todo se lo gestionan ellos. Era jubilado de telefónica. Tenía un buen puesto. Con Nicolás habla todos los días, está deseando verlo. Ha vuelto a sentir cosquillas en el ombligo y se le aceleran los latidos. Pero es su secreto ¡Cualquiera se lo suelta a los herederos! Más vale que se escandalizaran del comportamiento de sus hijos y la dejasen vivir su vida.
La compra se la traen los de la tienda del barrio, son muy amables. Hacen la lista y Marisol los llama para que lo preparen todo. Cuando cierran, a eso de las dos y media, se pasan por casa y lo suben. Se lo dejan en la puerta por precaución y llaman al timbre para que sepa que lo tiene allí. Después su hija se encarga de pagarlo por el móvil, eso ya no está a su alcance. El primer día le trajeron dos mascarillas y unos cuantos pares de guantes, todo un detalle. 
Después de acostar a Martina se pone a ver la tele. Han vuelto a ampliar el estado de alarma. El presidente comunica que en unos días van a poder salir con los niños para que se desfoguen, pero todavía no explica los horarios ni de qué manera. Solo de pensar en Martina cuando tenga campo abierto se le pone la piel de gallina. Ya no está para carreras.
A esas horas le entra el sopor de todo el día trajinando, se queda traspuesta un par de veces y decide irse a dormir. Antes pasa por la habitación de Samuel a echar un vistazo. Hay días que ha caído y otros que está liado con el fornai ese, o como diantres se llame. Por muy terco que se ponga no consiente que se quede enganchado a esas horas, pero cada vez se le hace más cuesta arriba. ¡Son nueve años! Qué va a dejar para cuando tenga quince. Lo malo es que lloriquea a sus papás y encima sacan la cara por él ¡Adónde vamos a llegar!
A la mañana siguiente llamó su yerno. Gregoria se alarmó, pues siempre era su hija la que lo hacía. Después, en la videollamada de la tarde, ya participaban todos. Le informó que Marisol estaba ingresada en el hospital. Se había contagiado del maldito virus. Pidió que le hicieran la prueba porque empezaba a tener síntomas y había dado positivo. No estaba en la UCI, la cosa no era tan grave, pero había que estar al tanto para ver como evolucionaba. Había casos y casos. Ella se puso a llorar. Ángel la tranquilizó. «No hay que alarmarse. Usted siga como hasta ahora, haciéndose cargo de los niños, se que es duro.  Yo llamaré todos los días para informaros lo que me vayan contando los compañeros. En mejores manos no puede estar. Lo de vernos sigue estando complicado mientras no mejore la situación».
No pudo pegar ojo. Se le venían a la mente los peores augurios, mezclados con unas pesadillas rarísimas. Se levantó entre noche, puso la televisión, pero nada más que había músicas extrañas, videntes y venta de productos de todo tipo. Eso no la entretuvo y siguió dándole vueltas a la cabeza. Sola, encerrada con los críos tanto tiempo y lo que quedaba. Y ahora lo de Marisol. Estaba superada, entre la angustia y el agotamiento.
En cuanto empezó a clarear llamó a Nicolás para buscar alivio en su conversación, porque estaba echa un manojo de nervios. «Grego, cariño, cómo madrugas, me has pillado en el baño, con las legañas puestas. ¿Ha pasado algo?» Ella se puso a sollozar, no era capaz de articular palabra. Nicolás le intentó calmar. Su tono era suave e inspiraba ternura. Cuando al fin se sobrepuso un poco, le explicó la situación. No podía seguir así mucho tiempo, agotada por la responsabilidad del cuidado de sus nietos y con la preocupación por el estado de su hija. Ya habían fallecido bastantes sanitarios. «¿Quieres que vaya a echarte una mano?», tras unos segundos de silencio añadió: «es broma, mujer, pues ¡no está la cosa seria! y los viejos somos los primeros que estamos abriendo el desfile». Estuvieron casi una hora de charla. Nicolás la tranquilizó y le dio ánimos a su manera, alternando chascarrillos e historietas con los asuntos peliagudos. Cuando colgó, bastante más tranquila, fue a despertar a sus nietos.
A media mañana llamaron al portero. Era Nicolás.
—Pero ¿qué haces tú, aquí? ¿Quieres subir?
—Ya he subido y he bajado. Te he dejado la compra apoyada en la puerta. Me he pasado por la tienda. Cómo me dijiste que habías encargado algo, así lo recibes antes.
—Me dejas pasmada ¿Por qué te has molestado? Podías habérmelo dicho y habernos saludado guardando la distancia.
—Quita, quita, que está la cosa sería y además ese tipo de saludo, al menos para mí, es quedarse con la miel en los labios. Bueno, me vuelvo a casa que es dónde debemos estar todos.
Cuando abrió la puerta un ramo de flores cayó a sus pies. Lo dejó encima de la mesa del salón mientras colocaba las cosas. A continuación, puso las flores en un jarrón y abrió la tarjeta: «Grego, te quiero mucho. Tengo muchísimas ganas de estar contigo, de abrazarte, de acariciar tu pelo, de buscar la complicidad de tu mirada. Una corazonada me dice que eso va a ocurrir muy pronto, pero mientras tanto tienes que sacar fuerzas de flaqueza. Todo va a salir bien. Siempre has sido una luchadora y lo vas a conseguir. Tu enamorado, Nicolás». «¡Qué cosas tiene este hombre!», dijo en voz alta poniéndose colorada. Sonaba bien lo de enamorado, un poco cursi, quizá, pero había conseguido su objetivo. Se sentía pletórica después de la sorpresa de su pretendiente, como se decía en su juventud y, tras esta perorata interior, se sorprendió frente al espejo con una amplia sonrisa en el semblante.
Marisol tenía altibajos en la evolución de la enfermedad, pero las noticias que le transmitía Ángel últimamente eran alentadoras. Había estado a punto de ingresar en la UCI días atrás, pero la mejoría de la última semana era imparable. Desde anteayer ya se ponía al teléfono un ratito y hoy habían quedado en hacer una videoconferencia con los peques, todos juntos.
Tras la típica conversación insustancial y el cariñoso reencuentro virtual de Martina y Samuel con su madre, Gregoria les sorprendió a todos: «Ahora que parece que ya vas saliendo del pozo, aprovecho para daros una noticia. A lo mejor no lo entendéis y pensáis que estoy perturbada, pero está muy meditada y no hay marcha atrás. En cuanto toda esta pandemia pase y volvamos a la normalidad estáis invitados a mi boda. Me caso con Nicolás».

sábado, 4 de abril de 2020

CORONAVIRUS A OSCURAS


Hogar, dulce hogar. Llega a casa con Ulena, introduce las llaves a la primera. Tras la reforma ya se está familiarizando con las distancias y las referencias, pero le está costando. Cuando abre la puerta el olor a barniz del parqué asciende hasta las fosas nasales. El día ha sido complicado. Un patinete por poco los lleva por delante y un bolardo casi lo capa. Después de unas sentadillas resoplando y apretando dientes al subir y al bajar, el dolor disminuyó y ha podido seguir la marcha. En el metro, un viajero le pisó el rabo a Ulena, que lanzó un aullido lastimero. La gente se alborotó, se fue a la otra punta del vagón y casi provocan una estampida.

En el trabajo ni fu ni fa, nada que destacar. Bueno sí, Estrella sigue apareciendo de vez en cuando para darle conversación, le trae café, se ofrece a llevar los informes a la bandeja del correo… Tanta amabilidad le escama, aunque en el fondo reconoce que esos ratitos lo estimulan, rompen la monotonía laboral. Además, esa chica tiene algo especial, una complicidad crece entre ellos día a día, pero le da miedo que pase de ahí. No es lástima lo que le transmite como la mayoría de los compañeros y conocidos, pero no está preparado para nuevas relaciones ni lo va a estar nunca. Así que, cuando ella le lanza insinuaciones veladas, o la charla, entre bromas y veras, toma derroteros que transcienden la amistad, se tensa, se muestra cortante, antipático. Ella sale de escena resignada. Echa de menos a Elisa, su único amor verdadero, han sido tantos años.
Está agotado, se tumba en el sofá, recoge las manos bajo la nuca y entrecruza los dedos ¿cierra los ojos? Pues sí, los cierra, hasta ahora no había pensado en ello, pero es un gesto instintivo que ha realizado durante mucho tiempo, aunque ya de igual. Su mente lo traslada a Cedillo, el pueblo de Elisa. Recuerda aquellos días que pasaban en verano. Para soportar mejor las horas de calor iban a la piscina, aunque Victoriano, su suegro, les reprendía «¿Cómo se os ocurre salir con toda la flamaza? si a esta hora no hay quien pare por las calles. ¿Para poneros a remojo? Ya os doy yo un manguerazo en el patio y no tenéis necesidad». Más tarde, después de cenar, iban a pasear por los alrededores, el sol se había puesto hacía rato y había refrescado un poco. Les gustaba alejarse y contemplar las luces de la población desde la lejanía y el techo de estrellas sobre sus cabezas.  Rompían el silencio los grillos y el sonido de las aves nocturnas. Se miraban a los ojos, se abrazaban y empezaban a besarse poco a poco. En alguna ocasión el arrebato amoroso subía de tono, eran incapaces de refrenar los impulsos, se echaban tras una linde y hacían el amor. Era maravilloso. Cuando volvían agarrados de la mano por el camino, Elisa le decía que eran un par de insensatos, que si llegase a pasar alguien le hubiera ido con el cuento a sus padres. Daniel la contestaba que no estaban cometiendo ningún delito y que el amor y el dinero son difíciles de mantener ocultos.
Una de estas noches salió al patio para mear antes de acostarse, Victoriano fue tras él y cuando se estaba aliviando le dijo:
—Daniel, majo, te lo voy a decir una vez sola. La próxima ocasión que quieras revolcarte con mi hija tendrá que ser después de pasar por el altar; así ha sido siempre y así va a seguir siendo en mi familia si quieres tener tratos con ella.
Se quedó como sin sangre, acalorado y con los ojos fuera de las órbitas.
—¿Cómo ha sabido…?
—Soy casi analfabeto, pero no tonto. Sacúdete mejor la ropa, zangolotino.
Se ha quedado traspuesto y ahora le vienen otras imágenes muy distintas, las del día del accidente. «Estaban en casa haciendo las maletas para pasar unos días en Cullera. Marina llevaba su trolley rojo, el que compraron en Disneyland París». Le escuecen los ojos, se despierta bañado en sudor. A pesar de las terapias y del tiempo transcurrido el desánimo le puede, cree que no lo va a superar nunca.
Se levanta, se refresca la cara y echa un vistazo al móvil. Se le hace raro comprobar que tiene veinticuatro mensajes pendientes del grupo de trabajo. Los abre y, siguiendo el hilo de la conversación de los compañeros, deduce que han mandado un correo electrónico de la gerencia comunicando que el presidente del gobierno ha declarado el estado de alarma y hasta nueva orden no tienen que volver por la oficina. Se empezaba a sospechar algo por la evolución de los acontecimientos en la última semana, pero lo de quedarse en casa le ha sorprendido. En su caso lleva un año teletrabajando dos días a la semana, pero necesitaría varias cosas que tiene en el despacho. En fin, ya les informarían de cómo tenían que desarrollar la tarea. Su antiguo jefe le quiso echar a la calle en cuanto le hablaron de adaptar su puesto de trabajo y comprarle un ordenador especial ante su nueva circunstancia, pero los sindicatos se portaron fenomenal. Denunciaron ante inspección de trabajo y tuvo que claudicar. En los últimos tiempos, habían llegado nuevos vientos a la oficina, más tolerantes; se había convertido en una empresa pionera en la implantación de nuevas tecnologías y métodos de trabajo virtuales.
Por la noche puso la tele. El presidente se dirigía a la nación transmitiendo las nuevas normas que debían acatar los ciudadanos. En su caso le dejaban sacar a Ulena dos veces al día, pero el tiempo imprescindible para que hiciera sus necesidades. Hablaba de sanciones, de infectados, de muertos, de picos y de curvas. El problema era más serio de lo que algunos habían creído en un principio. La OMS había declarado pandemia mundial. En ese momento sonó su móvil, era Estrella. Le chocó, solían comunicarse por wasap.
Le dijo que le llamaba por lo del estado de alarma. Que si necesitaba ayuda ella le podía hacer la compra o llegarse hasta la farmacia a por medicinas. Aunque no dejaban alejarse de la zona de residencia de cada uno, podía pedir un salvoconducto, porque habían dicho en la tele que en casos excepcionales estaba contemplado. Lo que estaba oyendo le enfadó mucho. Era ciego, pero eso no significaba que no se pudiera valer por sí mismo; ya había superado esa etapa de pánico a salir de casa y con Ulena se manejaba perfectamente. Le dijo que, si sentía compasión por él, se podía ir al carajo y, fuera de sí, colgó. Le hervía la sangre. Se fue apaciguando poco a poco, la respiración recuperó su ritmo habitual. Al rato se dio cuenta de que había perdido los estribos sin ton ni son. Estrella le quería ayudar de verás, le caía bien y un rato en su compañía o de conversación le habría venido fenomenal. Pero con ese pronto, la había cagado. Como decía su suegro: «Hay que pensárselo mucho antes de desembuchar porque las palabras no se pueden recoger». Acababa de cortar toda comunicación con el exterior e iba a pasar la cuarentena sólo y sin nadie a quien acudir para desahogarse o aliviar sus preocupaciones en los días del encierro.
Tomó una pastilla para intentar descansar porque la cabeza le bullía y tenía claro que no iba a dormir si no se dopaba. A pesar de ello se despertó a cada rato y volvieron a reproducírsele las imágenes del fatídico día. «Elisa situó a Marina detrás del asiento del conductor, en su silla con anclajes Isofix, y se sentó en el asiento del copiloto. Siempre que hacían un viaje largo, fuera de los desplazamientos cotidianos, se iban relevando. Daniel haría el primer tramo de unos ciento cincuenta kilómetros, hasta que parasen a desayunar. Cuando arrancó chispeaba un poco, fue arreciando y, al incorporarse a la A-3, la lluvia era torrencial. Tendría que ir con cuidado. A pesar de que no era un loco del volante, con la calzada mojada y la visibilidad reducida, habría que extremar la precaución».
Ocupó los dos días siguientes con el teletrabajo, el grupo de wasap, Internet, la radio y la tele. Entretenimientos pasivos. No le apetecía hacer ejercicio. Salía con Ulena dos veces al día, daban una vuelta a la manzana, eso era todo. Recordó cien veces la salida de tono que tuvo con Estrella, estuvo tentado de llamarla, pero no se atrevió, era un cobarde. Para comprar bajaba a la tienda de la esquina, había que potenciar el comercio de barrio, aunque también hizo una compra de productos menos habituales, que se le iban acabando, en un supermercado. La realizó a través de la web y aunque la lista de espera, debido a la cuarentena, era de diez días, al estar en uno de los colectivos que el real decreto había incluido como desfavorecidos, se la trajeron al día siguiente.
Las noches eran muy jodidas, se empastillaba para que no aparecieran de nuevo las imágenes de la hecatombe, de la desgracia que cambió su vida para siempre. «Cuando iban por el kilómetro cien, a la altura de Saelices (siempre que pasaba por allí recordaba que se habían desviado varias veces para visitar las ruinas romanas de Segóbriga), de repente, entre las escobillas del parabrisas y el aguacero reinante, apareció un objeto que surcaba los aires y se dirigía hacia ellos a gran velocidad. ¿No pudo hacer nada por esquivarlo? Eso le dijo, tiempo después, la guardia civil y se lo habían repetido hasta la saciedad en los tratamientos a los que acudió después de la recuperación física, pero por mucho que le dijeran, en su foro interno, sigue pensando que lo hacían para que la losa se hiciera más liviana».
A la semana se armó de valor y llamó a Estrella. Lo había estado dando vueltas, pensando a veces empalmar el hilo truncado con un wasap para ver como reaccionaba ella, pero por una vez se dijo que al toro hay que agarrarlo por los cuernos. Se hizo un pequeño guión con algunas frases para romper el hielo, aunque al final lo hizo jirones, respiró profundamente varias veces y, con más miedo que vergüenza, se decidió por la espontaneidad:
—¿Qué quieres, Daniel?
—Pedirte perdón. El otro día me comporté como un imbécil.
—Perdonado. Te tengo que dejar que me has pillado planchando.
—Desenchufa la plancha, por favor —tras unos segundos de tenso silencio, que se le hicieron eternos, Estrella preguntó:
—¿Para qué? Te ofrecí ayuda y me dejaste claro que no la necesitabas.
—Te mentí y te repito que mi conducta fue impresentable. No necesito, como lo diría, asistenta, no preciso una criada. Me basto y me sobro. Te necesito a ti. Charlar contigo un rato me relaja, me agrada, no sabes el bien que me hace. Me gustas mucho y una semana entera enclaustrado y sin oír tu voz se me ha hecho interminable. Soy un cagón. Ya lo he dicho, tampoco era tan largo. Puedes seguir planchando. Adiós.
—¡No cuelgues! Daniel ¿Por qué dices que eres cobarde? Eres un guerrero. Después de que tu vida se desmoronara te has levantado para seguir. No te subestimes.
—Por eso me agrada hablar contigo, Estrella. Las cosas que me dices me suben la moral, pero no hay que llamarse a engaño, los altibajos son constantes y tengo días de tirarme por la ventana.
La ropa se quedó sin planchar. Estuvieron dos horas seguidas al teléfono y ninguno se decidía a cortar. Se hicieron confidencias, rieron, lloraron, hasta que Estrella le sorprendió proponiéndole un reto: «Si me invitas a comer, pasaré por tu casa mañana. Me apetece mucho achucharte». Daniel entró en pánico.
—Reconoce que te apetece tanto como a mí.
—Sí, no lo niego, pero qué me dices del estado de alarma. Te pueden parar y pedir los papeles.
—Ahora mismo entro en la web de la comunidad de Madrid y pido un salvoconducto para ir a atenderte, eres una persona vulnerable, no lo digo yo, lo dice el gobierno —y soltó una risita picarona.
—También recomienda no acercarse a menos de metro y medio, me parece que lo llaman distancia social.
—Iré con mascarilla, pero no sé si podré sujetarme.
La cita del día siguiente lo estimuló de tal manera que era incapaz de dormir, una agitación interna recorría su cuerpo, hasta que se reencontró con la escena una vez más. «El conductor de un todoterreno que venía en dirección contraria a gran velocidad, perdió el control y el vehículo saltó la mediana. El impacto fue brutal, el estruendo horrísono. El volante se le clavó en el pecho, el parabrisas estalló y una lluvia de cristales se le clavó por toda la cara. Lo último que oyó fue el alarido desgarrador de Marina. Despertó en la UCI de un hospital, luego supo qué había pasado un mes desde el accidente. Los psicólogos le fueron preparando para darle las malas noticias poco a poco. La primera fue que nunca volvería a ver. Se quedó frío. Ese mazazo pasó a segundo plano dos días después cuando, tras varias largas y ambigüedades a sus preguntas sobre el estado en que se encontraban Elisa y Marina, le comunicaron que habían muerto ambas. Aunque se temía lo peor, le quedaba una ligera esperanza. Oírlo de los labios de los especialistas, le dejó noqueado, la existencia dejó de tener sentido para él. Ni siquiera había podido despedirlas. No las vería nunca más. Cayó en un pozo».

Entre las brumas de los sueños mezclados con los recuerdos, percibió el sonido de un timbre lejano, reiterativo. Le despertó el sonido de su móvil. Ulena estaba dándole lametones en la cara y emitiendo gañidos. Palpó en la mesilla hasta que dio con el teléfono, lo cogió y descolgó. Era Estrella. Le dijo que se había asustado ¿Dónde estaba? ¿Por qué no le abría la puerta? Le contestó que se había quedado dormido y le preguntó por la hora. ¿Las doce ya? Se levantó torpemente y fue a abrirle la puerta.
—Perdona, pero no me ha dado tiempo de hacer nada de comida, a ver que me invento, me tomé un somnífero y…
No pudo seguir hablando porque sintió una succión en los labios. La sorpresa le hizo dar un respingo hacia atrás atrás.
—¡Embustera! Has venido sin mascarilla.
—No. La llevo en la mano.
Se le escapó una risa nerviosa que fue aumentando de volumen y contagiando a Daniel. Ulena, extrañada, se puso a ladrar y a correr, bajando y subiendo el tramo de escaleras. Pasaron adentro antes de que los vecinos se asomaran sorprendidos por el alboroto. Allí, como por arte de magia, se desactivaron todas las reservas e infringieron las recomendaciones más elementales de la cuarentena. Comenzaron a besarse compulsivamente al tiempo que se abrazaban, se acariciaban la espalda y seguían bajando. No podían ni querían parar.  Se saltaron la comida. A esa hora la mascarilla y las demás prendas de ambos estaban desparramadas por el suelo del pasillo y ellos en la cama. La tarde se les pasó en un suspiro, entre el sexo, las risas, las miradas acarameladas y la plática. Daniel propuso hacer una cena romántica, con velas y adornos. «Bajaré al trastero. Llevé allí todos los recuerdos. La primera intención era tirarlos, pero me los quedé por si alguna vez era capaz. Elisa era muy de perifollos». Después de cenar se acostaron y cayeron rendidos. Cuando amanecía Estrella se vistió y salió con los zapatos en la mano.
Daniel se despertó tarde, había descansado como hacía tiempo. Estiró el brazo, palpó la sábana. Estrella no estaba en la cama, ni en el baño, ni en la cocina. Se aseó y le puso un wasap. «Cariño ¿Por qué te has ido sin avisar? Eres una maleducada».
Al ver que no le contestaba y que ni siquiera lo había leído, por la tarde la llamó un par de veces, pero le contestó una voz impersonal diciendo que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. El día siguiente lo mismo, fue incapaz de comunicar con ella, cada vez estaba más angustiado. Dos días después de su cita preguntó en el grupo de wasap del trabajo si alguien sabía algo de Estrella. Le contestaron que no, que hacía tiempo que no participaba, pero que no era la única.  
Dio muchas vueltas a la cabeza, recordó que en el bloc de notas de su móvil tenía apuntada la dirección de Estrella. Hacía dos meses que había comprado un smarphone para ciegos de última generación, con pantalla táctil y múltiples apps como reconocimiento de textos y de voz, una pasada. Decidió saltarse la cuarentena e ir a su domicilio porque si no le iba a dar algo. Dadas sus circunstancias, pensó, la policía se mostraría comprensiva. Consultó como llegar. Línea 5 directa, ocho estaciones.
Llamó varias veces al portero automático, no obtuvo respuesta. Estaba cada vez más desesperado. Se le ocurrió probar con el vecino de rellano, le contestó que desde el confinamiento no la había vuelto a ver. Le pidió, por favor, que llamara al timbre de la puerta por si existía algún problema con el portero. Así lo hizo y al momento volvió y le comunicó que no estaba en casa. A lo mejor había ido a visitar a su abuela a la residencia, lo hace con frecuencia. Estaba muy cerca, al lado de la Plaza del Parterre, se llama María Auxiliadora y le dio el nombre de la abuela, Aurora.
Buscó en Google la dirección y el GPS, en modo voz, le fue indicando como llegar. Ulena estaba inquieta como siempre que salían de los recorridos habituales. Cuando llegó a la residencia preguntó en portería.
—Busco a Estrella Martínez, una chica baja, morena, con el pelo corto y ojos verdes que viene a menudo a visitar a su abuela que se llama Aurora.
—Si, se quién me dice, precisamente me acaba de comentar un compañero, que venía de su habitación, que Aurora estaba desecha porque su nieta está ingresada en la UCI.
—¿En la UCI? —repitió mecánicamente mientras una flojera recorría su cuerpo—¿Puedo subir a hablar con ella? Me pondré la mascarilla.
—Lo siento, pero no. Tenemos pacientes infectados, otros aislados, algunos han fallecido, la pandemia se ha cebado con la gente mayor y con las residencias. No está permitido el acceso a nadie ajeno.
—Pero necesito saber que le ha pasado, ¿ha tenido un accidente? ¿dónde está ingresada? Por favor se lo pido.
—Le puedo explicar lo que me han contado. Vino a visitarla anteayer, Aurora se dio cuenta de que tenía muy mal aspecto, por lo visto la frente le ardía, así que la mandó al ambulatorio de especialidades del edificio colindante y de allí se la llevaron en ambulancia al Doce de Octubre. Tiene coronavirus en estado avanzado, los pulmones bastante dañados. Le han dicho que no saben si saldrá de esta.
Un hachazo lo sacudió. En ese momento cayó en la cuenta de que desde el día anterior tenía una tos seca persistente y que le había costado un montón levantarse, tiritaba un poco y sentía dolores musculares por todo el cuerpo.