—¡Por favor, que alguien me ayude, mi abuela no me deja
salir! —grita Martina hacia la calle, agarrada a la barandilla de la terraza—. Quiero
ir al parque.
—Pero niña, ¡Qué tonterías dices! ¡Métete para dentro!
—¡Policía! Me tienen secuestrada —sigue gritando mientras
Gregoria se la lleva al salón casi a rastras.
—¡Qué bochorno! —murmura entre dientes la abuela.
Gregoria lleva tres semanas al cuidado de sus nietos y está
hasta el gorro. A su hija se lo dejó claro desde el primer momento. Le pidieron
que los llevara al parque porque había quedado para comer. Era la tercera vez
en quince días. «Hija, ya os crie a vosotros y entonces era joven. Si necesitas
una ayuda puntual no dudes en decírmelo, pero todos los días no. Os tenéis que turnar
entre vosotros y si, por necesidades del trabajo, no lo podéis compaginar,
buscad a alguien».
No lo encajó bien Marisol ,
se llevó un chasco, pensaba que su madre estaría dispuesta a sacrificarse por
ella y sus nietos. La relación se tensó durante unos meses, pero poco a poco las
cosas volvieron a la normalidad. Lo que pasa es que ahora era un caso de fuerza
mayor. Su hija y su yerno trabajan en el hospital 12 de Octubre como enfermeros
y debido al coronavirus de las narices doblan turnos. Además, decidieron, junto
con otros compañeros, alojarse en un hotel cercano para evitar contagios a sus
seres queridos. Los ven mediante una videoconferencia diaria, gracias a su
nieto, que ella de esas cosas no entiende. Tras veinte días estaba al límite.
Lleva casi un mes sin ver a Nicolás, su mejor amigo en el
Centro de la tercera edad. Bueno, más que amigos, son novios, pero sólo pasarle
esa palabra por la mente se muere de vergüenza, se pone como la grana.
Coincidieron en el grupo de teatro. Al principio se mostró arisca con él, le
parecía un sabihondo que todo lo rebatía y no daba nunca su brazo a torcer. Así
que cuando notó que se dirigía a ella con frecuencia, intentando hacerse el
simpático y comenzó a mosconear, saltaron todas las alarmas. Le ponía malas caras
y miradas recelosas.
Cierra la puerta de la terraza y echa el cerrojillo superior
para que no vuelvan a salir. Martina, de cinco años y Samuel, de nueve, se
quedan en el salón mientras se dirige a la cocina a prepararles la merienda.
Jamón York y yogurt, luego rematarán con una chocolatina. Aunque, en principio,
dice que no, siempre claudica ante los morritos de Martina, la farandulera. A
pesar de que es bastante trasto y la cansa mucho, reconoce que se lo pasa bien
con ella. Se viste y se desviste cincuenta veces, de hada madrina, de princesa,
de animalitos variados… será por disfraces. La ayuda a preparar teatrillos con
materiales caseros y hace de público agradecido. También le gustan los
rompecabezas y los puzles. Suele estar entretenida salvo cuando se le cruzan
los cables o le sale la vena interpretativa y la pone en un compromiso.
Samuel, sin embargo, le preocupa más. Siempre enganchado al
chisme ese diabólico y pegando tiros a diestro y siniestro. Su hija lo quita
importancia, dice que está en la época de los videojuegos. Para que no les
resulte traumático, en vez de sangre, salen estallidos de colores, como si
fuera confeti. Y añade que ese juego los enseña a trabajar en equipo. A ella no
le parece educativo, pero tiene que tragar, no son sus hijos. Encima, como juegan
todos sus amigos a la vez y no se podía conectar, le formó un espectáculo sin
que ella tuviera nada que ver. Están hartos de todo, su madre le compró por
internet la última versión de la consola o como se llame, «para que todos los
juegos vengan actualizados y pueda interactuar».
¡Ay, su Nicolás! Seguro que él sabría cómo solucionar estos
desaguisados, igual que supo conquistarle a ella, el muy ladino. A pesar de los
desaires iniciales fue ganando poco a poco su confianza, hasta que la engatusó.
La verdad es que es tan galante y detallista, que da gusto con él. La idea inicial tan negativa que tenía se fue
desdibujando. Buen conversador y resolutivo cuando le pedía algún consejo. Ahora
lo añora. Pero cualquiera les propone a sus hijos que si puede venir a
visitarla en plena pandemia, con lo mal que les cae. «Mamá, tú no estás ya en
edad de relaciones, ese viejo loco nada más que quiere tu dinero» «¡Qué
novedad! ¿Y qué queréis vosotros?», les contesta irritada. Su marido le dejó
una buena pensión, un par de pisos y el chalé del pueblo. Todo se lo gestion an ellos. Era jubilado de telefónica. Tenía
un buen puesto. Con Nicolás habla todos los días, está deseando verlo.
Ha vuelto a sentir cosquillas en el ombligo y se le aceleran los latidos. Pero
es su secreto ¡Cualquiera se lo suelta a los herederos! Más vale que se
escandalizaran del comportamiento de sus hijos y la dejasen vivir su vida.
La compra se la traen los de la tienda del barrio, son muy
amables. Hacen la lista y Marisol los
llama para que lo preparen todo. Cuando cierran, a eso de las dos y media, se
pasan por casa y lo suben. Se lo dejan en la puerta por precaución y llaman al
timbre para que sepa que lo tiene allí. Después su hija se encarga de pagarlo
por el móvil, eso ya no está a su alcance. El primer día le trajeron dos
mascarillas y unos cuantos pares de guantes, todo un detalle.
Después de acostar a Martina se pone a ver la tele. Han vuelto
a ampliar el estado de alarma. El presidente comunica que en unos días van a
poder salir con los niños para que se desfoguen, pero todavía no explica los
horarios ni de qué manera. Solo de pensar en Martina cuando tenga campo abierto
se le pone la piel de gallina. Ya no está para carreras.
A esas horas le entra el sopor de todo el día trajinando,
se queda traspuesta un par de veces y decide irse a dormir. Antes pasa por la
habitación de Samuel a echar un vistazo. Hay días que ha caído y otros que está
liado con el fornai ese, o como diantres se llame. Por muy terco que se
ponga no consiente que se quede enganchado a esas horas, pero cada vez se le
hace más cuesta arriba. ¡Son nueve años! Qué va a dejar para cuando tenga
quince. Lo malo es que lloriquea a sus papás y encima sacan la cara por él ¡Adónde
vamos a llegar!
A la mañana siguiente llamó su yerno. Gregoria se alarmó,
pues siempre era su hija la que lo hacía. Después, en la videollamada de la
tarde, ya participaban todos. Le informó que Marisol
estaba ingresada en el hospital. Se había contagiado del maldito virus. Pidió
que le hicieran la prueba porque empezaba a tener síntomas y había dado
positivo. No estaba en la UCI, la cosa no era tan grave, pero había que estar
al tanto para ver como evolucionaba. Había casos y casos. Ella se puso a llorar.
Ángel la tranquilizó. «No hay que alarmarse. Usted siga como hasta ahora,
haciéndose cargo de los niños, se que es duro. Yo llamaré todos los días para informaros lo
que me vayan contando los compañeros. En mejores manos no puede estar. Lo de
vernos sigue estando complicado mientras no mejore la situación».
No pudo pegar ojo. Se le venían a la mente los peores
augurios, mezclados con unas pesadillas rarísimas. Se levantó entre noche, puso
la televisión, pero nada más que había músicas extrañas, videntes y venta de
productos de todo tipo. Eso no la entretuvo y siguió dándole vueltas a la
cabeza. Sola, encerrada con los críos tanto tiempo y lo que quedaba. Y ahora lo
de Marisol . Estaba superada, entre
la angustia y el agotamiento.
En cuanto empezó a clarear llamó a Nicolás para buscar
alivio en su conversación, porque estaba echa un manojo de nervios. «Grego,
cariño, cómo madrugas, me has pillado en el baño, con las legañas puestas. ¿Ha
pasado algo?» Ella se puso a sollozar, no era capaz de articular palabra.
Nicolás le intentó calmar. Su tono era suave e inspiraba ternura. Cuando al fin
se sobrepuso un poco, le explicó la situación. No podía seguir así mucho
tiempo, agotada por la responsabilidad del cuidado de sus nietos y con la
preocupación por el estado de su hija. Ya habían fallecido bastantes
sanitarios. «¿Quieres que vaya a echarte una mano?», tras unos segundos de
silencio añadió: «es broma, mujer, pues ¡no está la cosa seria! y los viejos somos
los primeros que estamos abriendo el desfile». Estuvieron casi una hora de
charla. Nicolás la tranquilizó y le dio ánimos a su manera, alternando
chascarrillos e historietas con los asuntos peliagudos. Cuando colgó, bastante
más tranquila, fue a despertar a sus nietos.
A media mañana llamaron al portero. Era Nicolás.
—Pero ¿qué haces tú, aquí? ¿Quieres subir?
—Ya he subido y he bajado. Te he dejado la compra apoyada
en la puerta. Me he pasado por la tienda. Cómo me dijiste que habías encargado
algo, así lo recibes antes.
—Me dejas pasmada ¿Por qué te has molestado? Podías
habérmelo dicho y habernos saludado guardando la distancia.
—Quita, quita, que está la cosa sería y además ese tipo de
saludo, al menos para mí, es quedarse con la miel en los labios. Bueno, me
vuelvo a casa que es dónde debemos estar todos.
Cuando abrió la puerta un ramo de flores cayó a sus pies.
Lo dejó encima de la mesa del salón mientras colocaba las cosas. A continuación,
puso las flores en un jarrón y abrió la tarjeta: «Grego, te quiero
mucho. Tengo muchísimas ganas de estar contigo, de abrazarte, de acariciar tu
pelo, de buscar la complicidad de tu mirada. Una corazonada me dice que eso va
a ocurrir muy pronto, pero mientras tanto tienes que sacar fuerzas de flaqueza.
Todo va a salir bien. Siempre has sido una luchadora y lo vas a conseguir. Tu
enamorado, Nicolás». «¡Qué cosas tiene este hombre!», dijo en voz alta
poniéndose colorada. Sonaba bien lo de enamorado, un poco cursi, quizá, pero
había conseguido su objetivo. Se sentía pletórica después de la sorpresa de su
pretendiente, como se decía en su juventud y, tras esta perorata interior, se
sorprendió frente al espejo con una amplia sonrisa en el semblante.
Tras la típica conversación insustancial y el cariñoso reencuentro virtual de Martina y Samuel con su madre, Gregoria les sorprendió a todos: «Ahora que parece que ya vas saliendo del pozo, aprovecho para daros una noticia. A lo mejor no lo entendéis y pensáis que estoy perturbada, pero está muy meditada y no hay marcha atrás. En cuanto toda esta pandemia pase y volvamos a la normalidad estáis invitados a mi boda. Me caso con Nicolás».