—Sabía lo que iba a pasar.
—Y yo también, después de la otra noche. Quería la
confirmación y he de decir que me subes al séptimo cielo. Aunque, permíteme decírtelo,
te he notado a veces un poco disperso. Me
ha costado ponerte a tono. ¿Preocupaciones del trabajo? Déjate llevar y
disfruta del momento.
—Si disfruto Vanesa ¿Cómo no, ante tu fogosidad? Esto
equivale a doble sesión de gimnasio. Menudo fondo tienes —rió con algo de
impostura —. Pero no, lo que has percibido no eran preocupaciones del trabajo,
era intranquilidad por lo que te tengo que comentar.
—Cariño ¿Qué te pasa? A mi me puedes contar lo que
quieras. Te ayudaré y te aliviaré si está en mi mano —Y lanzó una mirada, en ese
momento, hacia el pene de Julián, que yacía flácido y encogido entre sus
piernas. Sonrió, pero no arrancó a reír, que era su intención, porque comprobó,
por el semblante serio, que él no había cogido su gracia o, simplemente, no se
la vio.
Julián la recibió en su casa, le abrió la puerta,
Tenía puesta una camiseta y un pantalón de chándal, también unas zapatillas que
le recordaban a las que usaba su padre, de paño, a cuadros y con suela de goma.
Pensaba que ya no se fabricaban, pero ahora vuelve a cobrar fuerza lo antiguo
rebautizado con el nombre de vintage.
Ella estaba eufórica, pero se contuvo porque notó
que Julián mantenía las distancias y mostraba una sonrisa forzada. Le apetecía
comerle entero, tumbarlo con un «aquí te pillo, aquí te mato», como la otra vez.
Pero Julián llevaba otro ritmo más pausado. Tendría que obrar con tiento para intentar
que se desinhibiese poco a poco. Le ofreció café y ella aceptó. No era café
precisamente lo que le apetecía, aunque su ingesta la serviría para ganar
tiempo y tantearle.
—Espérame aquí. Voy a encender la cafetera y traigo, mientras se hace, las tazas y demás.
—¿Qué dices? Voy contigo a la cocina y me dices
donde tienes cada cosa. Las traeré yo. No voy a quedarme aquí, como un
pasmarote, mientras lo preparas. He venido para verte.
—Tampoco iba a tardar tanto, se hace en un plis plas,
pero como quieras.
La
cocina era alargada, no excesivamente grande y, en los sitios de paso, cuando
se tenían que cruzar, Vanesa aprovechaba para pegarse a Julián sin recato.
Estuvo tentada de echarle la mano al paquete, tanta era su necesidad, pero se contuvo.
No le percibía receptivo y eso podía estropear el encuentro. Tenía que avanzar paulatinamente
y no sabía si iba a ser capaz.
Se
sentaron en el sofá, en el mismo sofá en el que empezó todo, la noche de marras.
A Julián se le notaba dubitativo. Movía la cucharilla lentamente haciendo
círculos y con la mirada dispersa, a pesar de que ella lo buscaba. Tras unos
formalismos sobre la temperatura de la leche o la cantidad de azucarillos que
echarían para endulzar el café, Vanesa decidió pasar a la acción. No de la
manera burda de la primera vez. Le puso la mano sobre la rodilla. Julián dio un
ligero respingo y se mantuvo en silencio, un poco tenso. Ella siguió deslizando
la mano hacia arriba, sin apretar, suave, sintiendo la dureza del cuádriceps bajo
la tela, hasta que llegó a las inmediaciones de la ingle.
—¿Qué
haces?
—Acariciarte.
¡Qué pregunta!
—Vanesa,
de eso quería hablar cont…—No acabó la frase porque ella, con una rapidez
inusitada, posó sus labios sobre los de Julián, hizo ventosa y comenzó a introducir
la lengua y a moverla como un áspid.
—Joder,
tía, así no puedo hilar una frase. Déjame respirar. Me estoy agobiando. —Se despegó
unos centímetros, tras un esfuerzo ímprobo y jadeó hastiado.
—Luego
hablaremos largo y tendido. Me explicas lo que creas conveniente. Ahora vamos a
la cama.
—Porque
tú lo digas. No me obligues a echarte de mi casa.
—Julianín,
hay cosas que no se pueden ocultar. Te apetece tanto como a mí. Se marca tu morcillona.
Ha crecido como si la hubiesen inflado con una bomba de aire y debe estar más
dura que el pedernal —puso la mano encima del bulto y comenzó a friccionar arriba
y abajo aumentando la cadencia.
A
Julián se le nubló la vista y emitió unos suspiros que iban aumentando de
volumen al tiempo que se le agitaba la respiración: «Dios, Dios, Diooos».
—Qué místico te pones —dijo ella con retranca.
De repente, Julián, abrió los ojos de par en par y se
puso en pie de un brinco. Vanesa, que estaba sentada en el sofá, le observó
entre extrañada y un poco temerosa por si se acababa la fiesta. Él, le cogió de
ambas manos, tiró con fuerza hacia sí y la puso de pie.
—Eres
testaruda. Muy terca. Me has puesto a cien y te voy a dar tu merecido.
La rodeó, se puso detrás, la abrazó con fuerza por
la cintura, se apretó contra las nalgas y le susurró al oído «llévame donde tú
sabes. Te seguiré como un corderito». Se encaminaron hacia la habitación
enlazados. Por el camino se iban metiendo mano, sobando y buscándose las zonas
erógenas por debajo de las prendas.
Encima del catre yacían, exhaustos tras la batalla,
después de acariciarse, frotarse, entrelazarse, dar tumbos y hacer giros inverosímiles;
de suspirar, gemir y gritar. Tras esa epopeya, vinieron los jadeos y el intento
de que la respiración volviese al estado de reposo.
Julián fue al baño a beber un poco de agua, pues
tenía el paladar reseco, la legua rasposa, como una trilla y no era capaz de
articular palabra. Ahora suponía que, por fin, Vanesa, una vez calmadas sus
ansias de follar, le permitiría explicarse y dejar las cosas diáfanas, para que
no hubiese lugar a equívocos.
—Es
la última vez, Vanesa.
—¿A
qué te refieres?
—No
te hagas de nuevas. No quiero que estos encuentros se repitan.
—¿Encuentros? Bonito eufemismo después de echar un par de polvos. Parecía que te gustaba revolcarte conmigo. ¿Era fingido?
—Sabes
que no, que me encanta. Me dejas agotado, eres fogosa y maravillosa, pero nunca
me ha gustado liarme con mujeres casadas.
—Por
eso no te preocupes. Luis está en la inopia y aunque se enterase no creo que formase
ningún espectáculo. Para él, mejor. No voy a molestarle, ni a forzarle más.
Siempre tengo que perseguirle, nunca le apetece y cuando, al fin, claudica es
como el champán, que en cuanto meneas un poco la botella, sale la espuma sin remisión
y antes de empezar la fiesta se acaba la pólvora. Cae como un leño, duerme como
un bendito. Me quedo mirando al techo impotente y no me queda otra que recurrir
al Satisfyer que me regaló Antonio.
—Pero
Antonio y tú…
—¿Qué
va? Era y es un buen amigo, pero nunca quiso traspasar la barrera. Estaba
enamorado de Renata y tenía más que suficiente con ella. Así me lo dijo. Se sentía
halagado por mi interés. Unas navidades, que me había puesto más cariñosa de lo
habitual, se presentó con el regalo, para que me quedase claro. Con lo cortado
que parecía tuvo confianza para eso. Pero no, el Satisfyer no es comparable a
un hombre de carne y hueso. Lo uso cuando no me queda otra, siento humedades,
la libido disparada y tengo que desahogarme de alguna manera, porque si no voy a
reventar.
—Me
dejas estupefacto. ¿Por qué no os separáis?
—Lo
he barajado, no creas, pero, con la noticia que has disparado de sopetón, me
has dejado chafada. Además, no todo en la vida de pareja es el sexo. Hay muchos
detalles que hacen que el proyecto de vida en común merezca la pena. Además,
Luis es muy niñero. No quisiera separarle de sus hijos ahora que aún no han
cumplido los cinco años. Por otro lado, que todo hay que decirlo, los dos
sueldos juntos menguan la hipoteca a buen ritmo. Se iría todo al traste.
—Eres
calculadora. Me sorprende que seas tan materialista.
—El
matrimonio es un contrato, pero no seas injusto conmigo, me gustaría que
permanezcamos unidos, por lo menos hasta que los chicos alcancen la pubertad.
Te repito que Luis es un buen tipo y, aunque en la cama se un estafermo, me
llena en otras facetas de la vida. Se hace cargo de los niños tanto o más que
yo. Y los cuatro formamos un buen equipo.
—Pues
más a mi favor. Estos encuentros, bueno, estos revolcones, que a ti que te
gusta hablar en plata, me dan mucha vida. Eres ardiente y me vuelves loco. No
sólo es el sexo, me encuentro a gusto charlando contigo. Pero soy un espíritu
libre y las mujeres casadas o emparejadas siempre suelen traerme disgustos. El
buey suelto, bien se lame. Aparte de que me da una pereza enorme lo de los críos
a estas alturas.
—¿Qué
críos? No saques las cosas de quicio. Podemos quedar sin más, como hasta ahora,
si es verdad que te gusta estar conmigo, las charlas, las confidencias y los
revolcones. Incluso lo puedo hablar con Luis, seguro que, si se lo vendo convenientemente,
transigiría.
—Quita,
quita. Pues sólo faltaba. A los cornudos les carga el diablo por muy pastueños
que parezcan. He dicho que no quiero volver a quedar contigo. Entiéndeme, para
tomar algo, con Renata como hasta ahora, no me importaría. Lo pasamos bien, nos
reímos mucho, pero hacer el amor contigo, recibirte en mi casa a solas, nunca
más.
—Pues
tú te lo pierdes, Julián. Si reconoces que te gusta que follemos, no te entiendo.
—Hazte
cargo. Con una mujer comprometida, perdono el bollo por el coscorrón.
—Tu
mismo. Pero antes de largarme, permíteme hacerte las dos últimas puntualizaciones.
Lo de hacer el amor es una cursilada de las tuyas y el papel de los cornudos ha
variado mucho en los últimos tiempos. Te sorprendería saber que hay cornudos
consentidos hasta debajo de las piedras.
Renata
estaba enfadada. En su soledad, rumiaba su pérdida de confianza con Vanesa, su
volubilidad. A lo mejor era mas clásica de lo que creía, pero le parecía fatal
el doble juego de su, hasta ahora, amiga. No era sólo porque estuviese casada,
era porque para ella la confianza debe ser mutua, la fidelidad, un pilar
infranqueable. Si no, se separa una y ya está. Al rato pensaba otra cosa. No
sabía porque se hacía mala sangre, ya que a ella nadie le había dado vela en
ese entierro. Si le pedía consejo, como hizo en la charla del Bar Baridad, se
lo daría en dirección univoca. Su postura era diáfana, pero de ahí no podía
pasar.
Imperceptiblemente,
espació sus citas con Vanesa y sus mensajes de Wasap. Ella, fiel a su tradición,
nunca era la primera en iniciar una conversación. Y eso también cargaba a
Renata. Se moría de ganas de saber las novedades en la relación surgida tras la
velada en La Casa del Pulpo, pero supo contenerse. Se había producido
una pérdida de confianza palpable entre ambas, sino ya estarían llamándose o
citándose para cotorrear sobre los derroteros que habían tomado Julián y
Vanesa, después de la noche loquísima. Salseo, lo llaman ahora.
Surgió
la oportunidad y no la desaprovechó. Le da pudor reconocerlo. Queda con Julián
para enseñarle el contrato de camarera que la ha presentado Montse, para que él
de su visto bueno. A ella le ha parecido bien, pero hay ciertos detalles en los
que se pierde. Los vecinos de la Casa del Pulpo no la van a engañar, sería lo
último. Hablan un buen rato sobre las condiciones, las cláusulas y la letra
pequeña. Queda en llevárselo a casa, leerlo con más calma y cotejar las dudas
que le surjan con la legislación vigente y los manuales de derecho laboral. Tiene
una librería que ocupa toda una pared del salón, un mueble que va del techo al
suelo, con estanterías, baldas y sujetalibros funcionales.
La verdad es que hasta hace un lustro la usaba
bastante, pero ahora la legislación está viva, cambiando constantemente y tiene
la gran ventaja de navegar por internet y consultar las páginas web de
librerías jurídicas de prestigio, la gran mayoría de los libros que tiene de
derecho han quedado obsoletos. Es un gran lector, casi la mitad de la librería
la ocupan algunos ensayos y bastantes novelas. Estas últimas de todo género y
condición, la mayoría intemporales. Algunas no han envejecido bien, aunque eso
a él le da igual, huye del presentismo y tiene altura de miras. Las relee, a
veces se sonríe y otras se dice que todo fluye y todo cambia. La visión del mundo
de nuestros padres y abuelos no tiene absolutamente nada que ver con la nuestra
y la de nuestros vástagos.
Renata
se calla. Prefiere no revelarle a Julián que en los últimos días no ha
mantenido una sola conversación con Vanesa. No sabría decir porque le priva de
esa información, no hay ningún motivo de peso, ¿o quizá sí? La verdadera razón
es que no quiere que piense que se han peleado por sus huesos, que los celos hayan
aflorado. Un poco de resquemor sí que tiene. Se siente como el perro del hortelano,
que ni come ni deja, pero se autoconvence al mismo tiempo de que el mosqueo que
le sale de dentro es porque Renata no está obrando bien. Prefiere pensar eso a que
todavía quedan brasas de la relación que mantuvo hace tantísimos años con Julián.
Vanesa
y Renata vuelven a retomar el contacto, que no la amistad, unos días después. El
afecto tardará más tiempo en volver, sobre todo porque Renata considera que ha
pasado lo de siempre, pero no solo con Vanesa, con mucha más gente. Llaman o
intentan recuperar los encuentros y las confidencias cuando se les ha acabado la
chuche, la golosina que habían encontrado en otro lado y que les hizo despegarse
y desentenderse. Si ella no llama o wasapea puede esperar sentada. La gente es
muy interesada. Vanesa, cuando volvió a la rutina laboral y familiar no tenía a
nadie con quien desahogarse, contarle sus cuitas. Entonces acudió al encuentro
de Renata. Esta no quiere hacer sangre y decide escucharla y quedar con ella porque
siempre recuerda que se portó fenomenal y fue su tabla de salvamento cuando
estaba a punto de ahogarse.
Encuentra
a Vanesa bastante plof después de que Julián le dejase las cosas claras. Está
hecha un lío tras probar el sexo con mayúsculas después de mucho tiempo. Casi
no recordaba que el cuerpo podía sentir tanto placer. De momento, decide seguir
con la vida familiar, a pesar de que la conyugal es fría. Los dos sueldos que
juntan a final de mes y la corta edad de los niños son los motivos egoístas que
inciden en que no quiera dar el paso sin que tener otra opción a mano. Renata
la mira perpleja ante esas afirmaciones, que le suelta de buenas a primeras. Otra
cosa no, pero de falta de sinceridad no se le puede acusar. Demasiada franqueza
para su gusto. No le agrada ni mucho ni poco su actitud taimada. La quiere decir
que le parece deleznable su comportamiento y su materialismo, pero, después de
un conato de bronca, prefiere no cargar las tintas. Ya tendrá tiempo de cantarle
las cuarenta. Hoy es el primer día de confidencias después de semanas.
—¿Tengo yo la culpa de ponerme así
de borrica? Es algo fisiológico.
—Tampoco es así. Pero cuando uno me
gusta es superior a mis fuerzas, me resulta difícil sujetarme. En fin, ahora
pasaré una temporada sumida en el fango. Después de la espantada de Julián lo
estoy pasando fatal. Sin ganas de nada. Gracias por atender mi llamada. He sido
muy egoísta.
—No te preocupes.
De la gente de la lavandería y sus novedades se entera a través de Paulina.
Quedan todos los meses y mantienen conversaciones vía wasap una vez a la semana
si no surgen noticias relevantes que no puedan aguardar dentro de su boca. Al
principio, como salió tan asqueada, no quiere que le cuente nada del trabajo,
pero se dio cuenta de que era inevitable. Además, le apetecía. No es que fuese
una cotilla consumada, pero es normal la curiosidad hacia las personas que han
sido amigas tuyas y con las que has convivido muchas horas durante años.
Le comenta que no es ella sola la que la añora. Según han pasado las
semanas los compañeros se ha dado cuenta, no todos, pero sí la mayoría, de que
su pasividad fue deplorable. El otro día, Natalia
le preguntó que si sabía algo de ella, que si había encontrado trabajo. Tiene
remordimientos de conciencia. Le cuenta que Adrián ha crecido a pasos
agigantados, pero es un chantajista. Natalia y su ex están siempre a la gresca
por culpa del crío. Discutiendo quien le consiente más, quien le regala más. Y en
los estudios, que acaba de empezar la ESO, le han quedado varias asignaturas. Todo
el día está enganchado al móvil y a los videojuegos. Ella lo intenta castigar,
pero su padre no lo ve tan grave, por lo que están frecuentemente a la greña, echándose
cosas en cara.
En cuanto a Sabas, siguió como si nada
hubiese pasado, tirando tejos a todo lo que se meneaba, con sus pendencias y
bravatas de vez en cuando. La gente y los mismos compañeros de sindicato se
están hartando de su comportamiento. Es cuestión de tiempo que empiecen a darle
de lado. Con respecto a sabas quiere darle una primicia.
—Te
la puedes ahorrar, sabes que no me gusta ni que lo mientes.
—Lleva unos días que se presenta achispado y ni
Benigno puede con él. Creo que va a acabar mal.
—¿Y que crees? ¿Qué me da alguna pena lo que me
dices? Me largué por su acoso y sus infamias, temía hasta por mi vida. ¿Tu sabes
la mirada que me lanzó? Ni una broca penetra con esa fuerza.
—Hoy, bajo los efectos del alcohol, me ha llamado y
en un aparte me ha confesado que le pesa el comportamiento que tuvo contigo.
Creo que es sincero. Dicen que los borrachos y los niños nunca mienten.
—Se cocía antes y parece que ahora ha aumentado la
cadencia. No comprendo cómo me dejé engatusar viéndolo en perspectiva. Por
mucha mano que tenga no se como no lo echan de una vez.
—Qué personaje —remachó Renata, con más tristeza que
asco.