sábado, 18 de octubre de 2025

El desgaste

 «Me he pasado», pensó, «pero no podía aguantar más». Elena le cargaba y alguna vez tenía que explotar, aunque haya sido en el momento menos oportuno, pero ciertas reacciones cuando llegan, no se pueden sujetar.

            Las copas todavía estaban sobre la mesa. La vajilla en el fregadero. La botella de cava por la mitad. La bandeja con turrón, mazapán, polvorones y peladillas, en el centro. Este año había comenzado de la peor manera posible. «¿o la mejor?» se sorprendió al escapársele esa escueta frase entre los labios.

 

            Elena se acababa de marchar con Benito e Irene. Sus acometidas durante la velada lo habían ido sulfurando y, cuando la rojez le subía hasta las orejas, había soltado una sarta de improperios que dejó a los invitados atónitos. Ella, tras lanzarle una mirada plena de inquina, los conminó a que abandonasen la casa en su compañía y la acogiesen en su domicilio. Sumisos y cabizbajos, la siguieron hasta la habitación de matrimonio, donde recogieron los abrigos que habían dejado sobre la cama dos horas antes. Elena abrió el armario y, tras unos momentos de duda, apartando perchas con la mano, eligió una cazadora de ante, con borreguillo en el interior.

A continuación, se despidieron de Miguel entre murmullos ininteligibles y se dirigieron a la puerta principal. Elena iba delante, con el rictus crispado. Salió al descansillo y llamó al ascensor. Abrió la puerta y la sujetó para que entrasen. Los dejó pasar y, antes de desaparecer en el interior, dirigió una mirada furibunda a su marido que los observaba desde el quicio de la puerta.

 

Llevaban tiempo fríos y distantes, interpretando una función de teatro sin ensayo previo, pero con muchos sobreentendidos. Los dos tenían un sueldo aceptable y juntando ambos habían liquidado la hipoteca en quince años. Todo un lujo, según estaba el acceso a la vivienda. No habían tenido hijos, no terminaron de decidirse. Era una postura que sus padres tachaban de egoísta, pero no querían renunciar a su libertad. Tampoco tenían mascotas. A Miguel, eso de tener animales en casa le daba aprensión. No era fobia, pero no le gustaban y era una responsabilidad. Tenerlos generaba unas obligaciones que no estaba dispuesto a asumir. Elena transigió. Tampoco era amante de las mascotas, si no, seguro que se hubiese salido con la suya, porque, a terca, pocos la ganaban.

En el caso de que la trifulca se confirmase y pasase a mayores, Miguel siempre había pensado que, para los trámites de la separación, eso facilitaría las cosas. Ni horarios de visita, ni reparto de fines de semana, ni custodias compartidas, ni vacaciones alternas. La posesión de la vivienda y el resto de las pertenencias sí que podían generar tensiones para llegar a un acuerdo.

Llevaban veinte años casados y los últimos cinco habían sido duros. La relación se había ido erosionando durante los primeros quince y resquebrajando en los siguientes hasta desmenuzarse en guijarros sueltos que se lanzaban sin disimulo y buscándose los puntos débiles, con una asiduidad creciente.

Elena, sin embargo, no daba por zanjada la relación aún. Tenía pensado mandar a Irene la mañana siguiente a por ropa interior y exterior, calzado y una serie de productos de uso diario, artículos de tocador y perfumes. Un libro que tenía a medias y el ordenador portátil que necesitaba para el trabajo. Quería alejarse una temporada. No tener comunicación con él. A ver si cedía en su postura y sus descalificaciones y le pedía perdón.

A Miguel no le achantaba lo del divorcio. Antes, Elena, lo esgrimía de vez en cuando y él se echaba a temblar, por el qué dirían sus padres y demás familia, pero ahora había visto que su convivencia había empeorado y que sería mejor así. Ya no se acojonaba con esas amenazas. Las treguas eran cortas e inestables, las etapas placenteras también y los altercados y reproches continuos. ¿Para qué prolongarlo más?

 

Se habían conocido una noche de copas en el centro de Madrid. La zona de Huertas era bulliciosa y concurrida. La de Latina estaba cogiendo auge, aunque de manera incipiente. Y raro era el fin de semana que Miguel y sus compañeros de facultad no se pasaran por ambas. En aquella ocasión, fueron a rematar a la discoteca Joy Eslava. sita en la calle Arenal.

Elena estaba celebrando el cumpleaños con sus amigas del barrio y, después de cenar en un Burger, decidieron ir a «mover el esqueleto», como se llamaba entonces al baile en lenguaje juvenil. Aunque estaban en distinto grupo, coincidieron en la pista, uno al lado del otro. Se cruzaron sus miradas y se sonrieron mientras se balanceaban al ritmo de la música rodeados por un montón de jóvenes que llenaban el espacio que se encontraba bajo las luces de colores y las bolas giratorias plateadas.

Cuando acabó la canción, Miguel se le acercó y le dijo al oído, pues el volumen era muy alto, que, si le apetecía tomar algo que le acompañase hasta la barra. Elena asintió y fue tras él sorteando a personas enajenadas y cimbreantes, que les impedían encontrar un camino que les llevase hasta el bar. Una vez allí, pidieron unos combinados y comenzaron a charlar. Lo típico. Primero los nombres, dónde vivían, qué estudiaban... Ninguno propuso volver con sus respectivos amigos. Cuando se les acabó la bebida, sonaban «las lentas», canciones melódicas de ritmo suave, propicias para bailar pegados y Miguel le preguntó si le apetecía echar unos bailes.

 Se gustaron. El brillo de la mirada los delataba. Miguel no era bailarín, pero Elena le dijo que la cogiese por la cintura y se dejase mecer por el ritmo de sus caderas y el compás de la música. Hizo lo que pudo. Aguantó tres piezas porque Elena puso la cabeza sobre su pecho y eso le excitó. Señaló hacía un rincón donde había unos asientos de escay corridos que estaban vacíos. Allí podrían seguir hablando sin que nadie los incordiase, porque sus compañeros llevaban un rato alrededor de ambos metiendo bulla y algún empujón que otro.

Miguel nunca había sido muy osado en las lides amorosas, así que siguió hablando de lo que le venía a la cabeza, simplemente porque estaba pasando una velada agradable, aunque no se atrevía a ir más allá. Elena le miraba a los ojos, se le acercaba hasta rozarlo, se le insinuaba veladamente, pero él la rehuía, le salía de dentro ese brinquito, con las posaderas hacia atrás, cuando Elena se le pegaba. Hasta que su espalda dio con la pared y ella se decidió a lanzar el ataque definitivo al darse cuenta de que Miguel no tenía escapatoria.

 Le acarició la mejilla y se lanzó después, a besuquearle por el cuello, ascendiendo hasta la oreja. El gustirrinín le hizo cerrar los ojos. Ella se creció y le besó suavemente los párpados, bajó por la nariz y puso los labios en forma de ventosa para posarlos directamente en los de Miguel que abrió en ese momento los ojos de golpe, pues notó una sensación viscosa entre los dientes. Por fin, «el hombre de hielo» reaccionó, cuando Elena pensaba en arrojar la toalla y correspondió a sus apasionados besos y caricias. Inició un torpe magreo bien acogido por la chica.   

Llegaron las amigas de Elena. Se tenían que marchar. En casa les habían puesto la una como hora límite y, aunque el metro estaba al lado, ya eran las doce y media. Maldijo Miguel su suerte y tuvo que volver a casa con un calentón y con una obsesión. Consiguió que ella le garabatease en una servilleta el teléfono. Respiró tranquilo, aunque le subía del ombligo hacia el pecho un efecto placentero que nunca había experimentado. Los móviles se empezaban a ver, pero sólo los disfrutaban los comerciales y los frikis, vocablo que empezaba a acuñarse, aunque era más usual el de personas extravagantes. Todo en ella le gustaba: su espontaneidad, su risa, su forma de moverse o de contar cualquier trivialidad. Sus besos le fascinaban.

Le tocó un poco de chufla a la vuelta.

—Joder con el Miguelito, parecía agua mansa, pero cómo se revolcaba.

—Tampoco te pases, Moisés. Elena me gusta, nos hemos conocido, me cae bien y punto.

—¿Ahora llaman así a los restregones?

—¿Qué restregones? ¿Cómo puedes ser tan imbécil? Como te coja te voy a dar una colleja que lo vas a flipar —dijo, mosqueado.

—¿Qué pasa rompecorazones? ¿Qué no me vas a aguantar una broma?

—Pero no tan basta.

—Entonces, ¿si te comento que todavía llevas la bandera a media asta me despellejas vivo?

En ese momento intervinieron el resto para apaciguar a Miguel, que se lanzaba puño en alto y a la carrera, tras los pasos de Moisés.

 

No sabía cuando llamarla. Entonces el control parental era más directo y había que pasar el filtro para poder hablar con una chica. Tamiz que, en ocasiones, era inquisidor y renuente.

—Buenas tardes, ¿Está Elena?

Tres segundos de silencio al oír una voz desconocida, joven y varonil. En este caso lo había cogido la madre y tras la vacilación:

—¿De parte de quién?

—De un amigo.

—¿Ese amigo tiene nombre?

—Me llamo Miguel.

—¿Y de que conoces tú a Elena, porque no me suena ni tu nombre ni tu voz?

Ahora el titubeo venía del otro lado de la línea.

—Coincidimos en la celebración de su cumpleaños. Estábamos en el mismo local…—se frenó aquí. Pensaba que podía meterse en terrenos pantanosos. Por fin, surgió la voz de Elena en el auricular. A pesar de ello, no era descartable que la madre se mantuviese a la escucha en el teléfono supletorio.

 

Hicieron el amor, por primera vez, un fin de semana que los padres de Elena se fueron a la sierra, un año después del inicio de la relación. Tenían en Moralzarzal un chalé pareado que colindaba con el de sus tíos. Los extrañó que ella no quisiese ir. La excusa de que tenía que estudiar para la selectividad no les pareció muy creíble, en principio. Podía repasar en la vivienda de fin de semana, le propusieron, pero ella se mantuvo firme. Les dijo que allí con sus tíos y primos y con el pesado del hermano, que siempre la estaba pinchando, no se iba a concentrar. Le iba a cundir más en Madrid, sola y centrada todo el día en el estudio.

Ese fue un paso importante. Después, alguna escapada de fin de semana, con la coartada de que iban en un grupo de amigos, contribuyó a afianzar su compromiso. Congeniaban bien, tenían gustos parecidos, aunque en política y en fútbol de vez en cuando había algún rifirrafe.

Los fines de semana solían alternar el Retiro, haciendo una parada a la vuelta en la cuesta de Moyano, con el Rastro. Después, unas cañas, a veces en pareja, otras en grupo y, la mayoría de los domingos por la tarde, iban al cine. Se llamaban todos los días cuando no podían verse y su vínculo se estrechaba cada vez más.

Hasta que llegó el día en que hablaron de formalizar su historia, independizarse y vivir en pareja. En ese aspecto tuvo que ceder Miguel. Los padres de Elena eran tradicionales, católicos practicantes y su niña no podía irse de casa a convivir con el novio sino pasaba antes por el altar. Así que tocó preparar bodorrio, aunque la familia de Miguel no quiso extenderse e hizo que se recortasen las previsiones iniciales de sus futuros consuegros de juntar a quinientas personas. Aun así, hubo bastante diferencia entre la asistencia de invitados de un lado y del otro.

Los padres de Elena, Luis y Fernanda, tardaron en transigir con el noviazgo. No les gustaba Miguel. Todo les parecía poco para su hija y él no iba a ser menos. Tampoco es que descendiesen de la «pata del Cid», como a veces le reprochaba a Elena. Luis era funcionario, trabajaba en un ministerio y Fernanda, auxiliar de enfermería. Tenían sueldos decentes, pero tampoco era para menospreciar a los demás. A Miguel le costó un tiempo y algunas triquiñuelas, conseguir ablandarlos, que le aceptasen y que tragasen con la boda.

El día del acontecimiento transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque Miguel y sus padres, Jerónima y Ángel, se agobiaron con tanta gente a la que atender.  Estaban deseando que acabase la jornada, a pesar de que sus consuegros lo tenían todo milimetrado. Cuando consiguieron desenredarse de todos los invitados, al final de la velada, los novios remataron la fiesta en un Karaoke con sus amigos más cercanos. Se cambiaron en el hotel donde se celebró la boda y donde habían reservado habitación para pasar esa noche.

 

Los años fueron pasando, la monotonía se fue apoderando de ellos y la convivencia cambió, poco a poco, hasta llegar a los extremos actuales en que los reproches y las voces eran constantes. Se habían vuelto suspicaces en grado superlativo. En los últimos tiempos hubo sospechas, por ambas partes, de infidelidades, nunca confirmadas.

Miguel miraba, en esos momentos, la tele desde el sofá. El cotillón y las serpentinas inundaban la sala de fiestas desde donde se estaba retransmitiendo la Gala «Bienvenido 2026» con dos rutilantes presentadores de la cadena, flamantes ganadores ambos del premio Planeta, y con actuaciones de artistas de primer nivel. Lo tenía de fondo, no apreciaba tanto detalle. Estaba con la cabeza en otro sitio y un torbellino de emociones encontradas le pasaban por la mente.

Habían visto a la Pedroche retransmitir las campanadas porque así lo decidió Elena. Para ella era una mujer empoderada, desinhibida, ecologista y emprendedora. Además de guapa y con tipazo. El traje fue uno de los detonantes de la discusión después de una tarde noche que ya venía calentita.

—No sé como te puede llamar la atención la mujer del mejor cocinero del mundo. A mí me parece más noblote él.

—No es la mujer de nadie.

—Perdón, la esposa.

—Ni mujer ni esposa, esas palabras denotan posesión. Qué sepas que Dabid Muñoz esta asesorado por Cristina en el marketing, publicidad, redes sociales y demás. Por eso triunfa. Qué manía tenéis los del heteropatriarcado.

Miguel respiró hondo. Ese tema le irritaba y, además, le gustaba buscarle las vueltas. Había llegado a un punto en que no se cortaba con Elena, aunque observó que Benito e Irene estaban visiblemente incómodos con el tono y los derroteros que había tomado la conversación.

—¿Y se tiene que desnudar para hacerse valer? Todo por la pasta y no hablo precisamente de macarrones.

—Qué zopenco. No se desnuda. Es un vestido de alta costura con transparencias. Innovador y que marcará tendencia. Confeccionado con materiales biodegradables.


—Pues no te veo yo a ti, exhibiendo ese cuerpo serrano, aunque la prenda, por llamarle algo, sea crecedera.

—Podemos cambiar de tema ya, que os estáis enredando por nimiedades —terció Benito.

—Ya verás que audiencia tiene y que cantidad de seguidores —perseveró Elena.

—Seguidoras, si acaso. Habrá zumbadas que lo comprarán, aunque se arruinen.

—Bueno, cada uno hace con su dinero lo que quiere, Miguel. Y vamos a cambiar de tema o, mejor, a apagar la tele, que vaya nochecita que nos estáis dando —dijo Irene.

—Cállate gandul —prosiguió Elena—. No me piques. Más vale que buscases trabajo y no pasases todo el día zascandileando.

Miguel se esperaba cualquier cosa, pero estaba claro que su mujer quería darle donde más mella le produjese. Le pilló con el pie cambiado, se le hinchó la vena y se disparó.

—¿Serás gilipollas? Me echaron hace menos de un mes, con una indemnización curiosa y un paro de dos años. Estoy echando currículos. No es fácil encontrar un puesto equivalente siendo cuarentón.

—Sin faltar.

—¿Qué más quieres que haga payasa? —añadió Miguel—. Bastante agobiado estoy con mi situación. ¡Vete a la mierda!

—De momento, me voy a ir de casa y no sé si volveré. Te has pasado tres pueblos.

—Y tú cuatro aldeas, ¿no te jode?

—Si al menos me pidieses perdón…

—Jamones. Estoy calentito, guapa. No tengo de que disculparme.

 

La mañana siguiente Irene va a recoger las cosas de Elena. Miguel no está. Ha salido a comer en casa de sus padres. Se ha ido a eso de las once, porque no había dormido bien. Tenía la cabeza cargada y se le estaba haciendo larga la mañana. Ellos se extrañan de que aparezca solo el día de año nuevo. El hijo echa el achaque de que su mujer se ha ido a comer con sus padres.

—No era lo que teníamos hablado hijo ¿les ha pasado algo? —pregunta su padre.

—No, que yo sepa, pero ya sabes cómo es Elena.

—Es muy suya, sí, aunque no entiendo que si comisteis allí el día de Navidad no venga el día de Año Nuevo a comer con sus suegros como habíamos quedado ¿No os habréis enfurruñado?

—Para ser sincero, un poco sí.

—Vaya hombre —intervino Jerónima—. Ahora por cualquier chorrada preparáis el divorcio y por si fuera poco en estas fechas.

—Eso no se calcula, mamá, las cosas hay que afrontarlas cuando vienen, aunque todavía no es nada definitivo.

—A ver si aparece a tomarse un café.

—Lo dudo.

 

Los días que siguieron no hubo comunicación entre ellos. Elena era maestra y no tenía clase hasta después de Reyes. Miguel estaba en el paro y esas fechas son malas para buscar trabajo, a no ser de reponedor o de hostelería en campañas de Navidad, que además ya empezaba a agonizar. Trabajos de batalla para gente que está empezando, pero él tiene una larga trayectoria laboral y no quiere ocuparse en cualquier cosa. Prefiere buscar sin prisa, pero sin pausa y no quedarse con lo primero que le ofrezcan. Para precarizarse tiempo tiene.

Ninguno de los dos se atreve a romper el hielo y la situación se vuelve rara, no sólo por los días que llevan sin verse, sino porque, deberían adoptar alguna determinación. Tienen que hablar y decidir su futuro: si retoman la convivencia, se dan un tiempo o se separan definitivamente. Miguel está harto y, aunque no tiene trabajo, está decidido a dejarlo. Tirar con el finiquito y con el paro. Últimamente se le ha hecho bola. No pilla sus gracias y se aburre soberanamente. Medita esos días y piensa proponer a Elena que se quede con el piso y le de una cantidad pactada por la parte que le corresponde. Quedaría libre de ataduras, aunque al principio se le hiciese duro y extrañase su ausencia. Lo de volver con sus padres le da mucha pereza. No quiere controles ni reproches de sus progenitores a estas alturas.  

A ella, que tanto ha alardeado con separarse en varias ocasiones, de palabra y de obra, ahora le tiemblan las piernas. Lo ha dejado entrever, a veces con demasiado desahogo y a la hora de la verdad no lo tiene tan claro. Cree que todavía se pueden arreglar. Miguel no es mala persona, aunque en los últimos tiempos parece que lo goza sacándola de sus casillas. Siempre han tenido muchas complicidades y gustos en común y aunque se han ido distanciando, en un desgaste lógico por el paso de los años, no se pueden haber evaporado de golpe. Siempre quedará un poso de los gratos momentos compartidos. Otras veces le da por pensar que le pierde su vena romántica, pero que, en verdad, hace tiempo que no gozan de un día completo de felicidad. Está hecha un lío.

El sexo también los distancia. Miguel, sin mantener el apetito y los bríos de los primeros años, todavía mantiene cierto deseo y, si por el fuese, harían el amor más a menudo. La realidad es que llevan una media de un polvo a la semana. Generalmente los sábados por la noche. A los viernes llegan fatigados después de la semana laboral y el día siguiente ya tienen las pilas cargadas, aunque a veces salen a cenar con amigos y llegan a casa achispados y con pocas ganas de folleteo. En esos casos lo suelen suplir, tras un trabajo de aproximación y cortejo por parte de Miguel, con un revolcón dominical.

Elena piensa que el sexo está sobrevalorado y que, con sus casi cincuenta años, no son unos adolescentes fogosos. Rara vez siente apetito y suele ser Miguel el que se pone sobón y a veces la hace sucumbir. Al final se alegra, pero tarda un rato en ponerse a tono y Miguel se desespera. Él suele decir, utilizando un símil hogareño, que Elena es un horno que necesita un tiempo para calentarse y él, un microondas, que en cuanto le aprietan el pulsador ya está encendido. «Qué ingenioso ¿Se te ha ocurrido a ti o lo has escuchado a alguno de tus amigotes en el bar?», suele ser la frase con que ella despacha sus picardías.

Entonces Miguel hace como que se enfada, le sacude un par de azotes y comienza a tirarle pellizcos y sumergirse debajo de las sábanas en busca de aventuras, para comenzar de nuevo los prolegómenos, pero Elena se defiende, le suelta varias patadas y empujones que, en ocasiones, le hacen dar con sus huesos en el suelo. Terminan cabreados y no cruzan palabra en un buen rato.

 

—Hola, cari.

—¿Cari?

—¿Cómo quieres que te llame?

—Por mi nombre.

—Qué seco eres, Miguel.

—Ya me conoces, no me vengas con fingimientos.

—Chico, una intenta hacer las paces…veo que estás crecidito.

—Supongo que en casa de Benito e Irene tienes una habitación para ti.

—Sí, pero tampoco quiero eternizar la situación. Para favor ya fue bastante.

—Precisamente quería pedirte yo uno. Que permanezcas un poco más de tiempo con ellos.

—No me fastidies Miguel.

—Mientras que busco algo.

—¿En serio me lo dices?

 

Conviven, pero no son pareja. Se les hace rarísimo. Llegaron a un acuerdo. Miguel habló claro. No quiere retomar la relación y le jode gastarse un pastón en alquiler, pues últimamente están por las nubes y en poco más de un año se comería una buena porción de sus ahorros. Hicieron demanda de divorcio, pero Elena tampoco ha pagado la parte que le corresponde a Miguel por el piso. Los dos están incumpliendo, de una o de otra forma, las estipulaciones contempladas en el acuerdo firmado ante notario y, sin embargo, cuando ante la ley son dos personas sin ningún tipo de vínculo es cuando se soportan mejor. Quizá por eso, porque cada uno va a su bola. Cuando coinciden en las zonas comunes se sonríen. Elena incluso se ilusiona porque vuelven a compartir a veces el salón y ven alguna serie juntos, que después comentan y la animadversión no se atisba por ningún lado.

            Todo cambia una noche que Miguel, que había vuelto a encontrar trabajo, lleva a una compañera al piso. Vienen algo achispados. Se la presenta a Elena que salió de la habitación en pijama. Se había despertado al escuchar las risas y las llaves de Miguel que se le habían caído al suelo en medio del silencio de la noche.


—Cristina y yo vamos a tomarnos una copilla. No te preocupes que procuraremos no hacer ruido.

Todo este tiempo en que Miguel daba explicaciones con la lengua un poco trabada, tenía cogida por la cintura a Cristina y se le veía muy cómoda con la situación. Elena les dijo que vale, que se iba a dormir, que ellos verían, pues al día siguiente tenían que ir a trabajar y la resaca es mala compañera. Pero la realidad es que estaba celosa, a pesar de que técnicamente llevaban unos meses sin ser nada. Sin embargo, ella no había perdido la ilusión.

Los acontecimientos se precipitaron porque una hora después volvió a despertarse y esta vez porque oía ruidos en la habitación colindante, la de invitados, que había pasado a ser la de Miguel. Ruidos inequívocos. Se lo pasaron en grande. Toda la noche dale que te pego y alternando los periodos de descanso con risas y charlas que se transformaban en murmullos ininteligibles para Elena. No pegó ojo. No solo por el fragor de la batalla que se estaba librando a escasos metros de su cabecera, sino por el coraje que sentía, que le quemaba el pecho y le subía hasta las raíces de los cabellos.

Al día siguiente por la tarde, cuando Miguel abrió la puerta y entró en la vivienda pegó un respingo. Por poco se lleva por delante un bulto que estaba en medio del recibidor. Se sorprendió al pronto, pero su reacción no fue airada.

—¿Qué hace mi maleta aquí en medio?

—Imagínatelo.

—Ahora que lo dices…puedo sospecharlo, pero esto se avisa.

—Después de lo de anoche no puedes permanecer un día más en mi casa.

—Elena, tu y yo, no somos pareja. Eso quedó claro. Somos mayorcitos y tenemos vía libre en todo, también en el amor.

—Perdona, Miguel, sé que es irracional, pero no puedo soportar que estés con otras mujeres delante de mis narices. ¿Se te hace raro que siga teniendo celos? El caso es que he pasado un día mortal de necesidad.

—Perdóname tú, por no haber medido las consecuencias. Creía que no te iba a afectar tanto, a hacerte tanto daño. Pensé que te habías hecho a la idea, igual que yo, después del pacto. No volverá a pasar.

Le explica que había ido precisamente a recoger. No pensaba marcharse aún, pero como el equipaje estaba empaquetado y, viendo las consecuencias que había traído su visita de la noche anterior acompañado de Cristina, lo mejor era largarse. Le da las gracias por haber sido comprensiva y haberle acogido durante estos meses.

—¿Dónde vas a ir? —preguntó Elena. Ahora le entraba mala conciencia.

—A vivir con Cristina.

—¿Tan pronto? Ojalá salga bien, pero permíteme decirte que es una decisión poco meditada.

—Permitido, pero no ha sido tomada tan a la ligera como piensas. Cristina y yo tenemos cierta amistad. Llevamos un par de meses quedándonos a tomar algo después del trabajo. Hemos hablado largo y tendido. En este tiempo, hemos compartido complicidades y confianzas. Siento algo por ella, creo que es recíproco y vamos a probar. A nuestras edades no estamos para noviazgos de lustros. Si me equivoco tendré que apechugar. 

—¿Es soltera? Disculpa la curiosidad.

—Disculpada. Nuestra situación es similar. Es divorciada y no tiene hijos, vive sola. Al final lo de anoche sirvió como detonante. Es el empujoncito que faltaba para zanjar lo nuestro.

—Ayer hubo algo más que empujoncitos. ¡Madre mía! —Elena, se echa a reír.

—¡Hombre! Te puedes apuntar al Club de la Comedia. Hasta chistecitos te salen. Eso me tranquiliza, sentía bastante preocupación por ti. Bueno, adiós. Estaremos en contacto —se dirige a la puerta.

— ¿Ni un beso me vas a dar de despedida?

—Claro mujer, los que sean menester. Tienes razón, después de tanto tiempo compartido, qué menos.

Le va a dar un beso en la mejilla, pero Elena tuerce la cara, en el último instante, y se lo da en la boca. Dos lagrimones le descienden hacia los labios. Miguel le da otro beso, esta vez más sentido y duradero. Se da la vuelta y se aleja, arrastrando la maleta.

Durante los meses siguientes van solventando los asuntos que dejaron pendientes por pereza o por la vana ilusión de que la relación se recondujese. Elena paga el dinero acordado por la parte del piso que le correspondía a él. Miguel se ha ido de la vivienda que ha sido el hogar familiar y que pasa a ser de Elena en su totalidad.

Cristina y Miguel están cada día más pillados. En el trabajo hace tiempo que se enteraron y el jolgorio y las bromas iniciales, han ido espaciándose y su relación forma parte de la normalidad laboral.  Miguel pensaba que sería complicado que volviese a germinar ese sentimiento de nuevo, pero la vida te da sorpresas. Además, el tiempo vuela y quiere exprimirlo al máximo.

Elena se resigna al poco tiempo de que Miguel abandonase el nido. Queda con él de tarde en tarde y se wasapean a menudo. Lo felicita por lo bien que le va su vida sentimental. «Vuelves a estar en el mercado», le dice a ella Irene, su mejor amiga. Tiene amistades y varias aficiones que le ocupan el tiempo. No se aburre. Si llega el amor no lo desdeñará, pero tampoco va a salir a buscarlo a pecho descubierto. Se encuentra bien así.

miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Carca o Vintage?

 

Su mirada de roedor lo descolocó. Arrugó el hocico sin disimulo. No era extrañeza o recelo lo que destilaba su rostro, era aversión.

— ¿Qué miras piba? ¿Es que tengo monos en la cara?

—No. Lo que tienes es cara de mono.

 «¡Eres una hembra de bandera!», había piropeado a Jessica, —una de sus “mejores” alumnas de spinning—. «Vivo aquí al lado, podemos subir a tomar un pelotazo y después lo que se tercie», remachó.

Encima de la bici era todo un espectáculo. Sus glúteos prietos meciéndose sobre el sillín, sus muslos poderosos ceñidos por la malla —subiendo y bajando sin tregua a cada pedalada— le producían bizqueo involuntario, magma en su interior. Se ponía verraquito ante la contemplación de ese fenómeno de la naturaleza. Sus pechos, sus pechos cántaros de miel ¡Cómo reverbereyan! Se le cruzó en la mente la canción de Carlos Mejía Godoy y Los de Palacauina. Tenía interferencias continuas. Por fortuna, muchas ocurrían sólo en su mente, pero algunas se deslizaban por sus labios hacia el exterior. Sí esto sucedía: «Houston, tenemos un problema».


         Siempre la cagaba con el lenguaje. Bien utilizando expresiones arcaicas, eslóganes de anuncios pretéritos, grupos y cantantes olvidados o, como en esta ocasión, piropos rancios y flirteos anacrónicos. Era su forma de ser. Sus amigos le habían sugerido utilizar léxico inclusivo, pero no le salía decir esas soplapolleces políticamente correctas. Así que, a pesar de las apariencias, en cuanto abría la boca se le escapaba alguna de estas machadas. Ellas notaban al instante que tras la fachada se escondía un viejuno casposo y salido. Su fama lo precedía, su leyenda negra se dilataba y cada vez le costaba más llevarse una tía a la cama.

Se habían vuelto de lo más fisnas. Soportaría estoicamente la brasa habitual, reforzada con manoteos y pamemas. Capearía el temporal procurando salir lo menos vejado posible «¿Cómo en siglo XXI puede haber todavía personas tan machistas, tan sexistas y tan retrógradas?» Le estaba bien empleado por no poner las orejas tiesas ante la epidemia de nuestro tiempo. Hoy día todas las mujeres son feministas radicales y tendría que ocurrir algo más que un milagro para que se diera un revolcón con esta engreída Barbie de extrarradio. «Que se vaya a mamarla a Parla», sentenció.     

 

         Estaba hecho un toro —de la cabeza para arriba, como decía el guasón de Melanio, su peluquero—. Conservado en formol a pesar de juntar ya un manojo de decenios. Había sacado el título de monitor de spinning, aqua running y parapente. Tierra, mar y aire. En cualquier medio puede surgir un magreo. Sumaba a lo anterior una hora diaria de pesas y medidas en el gimnasio para trabajar músculos. Carecía de cuello, en su lugar emergía un morrillo similar al de un choto charolés. Tomaba bebidas isotónicas y barritas energéticas sin medida ni control, para conseguir una tableta ronaldiana.

         — ¿Tú no te das cuenta, Manolete, de que aparte de ser zafio y rudo, te has quedado anclado en los ochenta?

         — ¿Y tan malo es eso, Jeremías?

         —Mas que malo si tu filosofía de vida —la cual, dicho sea de paso, no entiendo— consiste en zumbarte a chicas tiernas por encima de todas las cosas. Huyen de ti como de perro malo.

         —Pon un ejemplo de lo que se me acusa.

         —Te puedo poner miles. El otro día a Gabriela cuando salimos de copas, vas y la sueltas: «¿Dónde te has mercao ese niqui tronca? Mola cantidubi» o «A ver si bajan las luces y bailamos unas agarrás» Y haciéndola un giño añadiste, para acabarla de joder, «En las distancias cortas es donde un hombre se la juega». Se quedó ojiplática. Nadie habla ya de esa manera, queda arcaico y chabacano.

         —A ver ahora si tengo que hacer un máster de lenguaje edulcorado ¿No te jode?

         —Un máster no, Manolo, pero recíclate de palabra y de obra porque así no te vas a comer ni una paraguaya, como dices a menudo. ¿No te parece extemporáneo seguir con el tupecito, los andares de balancín, las camperas y la cazadora de cuero?

       

  Chupa, si no te importa. Soy un travoltón y lo seré hasta la muerte. ¿No ves cómo se cimbrean las féminas cuando el menda lerenda ambienta con su musiquita el gimnasio?

         —Resoplan y no precisamente por el ejercicio físico. ¿Y cuándo las llamas sorbiendo el aire para dentro? Allá tú con tus frikadas. A lo mejor hasta tienes suerte, porque hay una corriente que a lo carca —ropa, música y complementos— lo ha rebautizado con el nombre de vintage y disfrutan más que un guarro en un charco.

— ¿Vintage? No me caso con sucedáneos ni con advenedizos.

         —Como tú lo veas señor genuino. Aquí lo dejamos porque yo me piro vampiro.

 

Manolo rumia su soledad. Su hormigonera mental empieza a dar vueltas. Sale de su distopía. El aspecto de Robocop es sólo carcasa. Sus ligues son ficticios y sus amistades inexistentes. Jeremías si acaso, pero solo hablan de banalidades —fútbol, sexo, piques pribando cerveza, concursos de pedos—, todo superficial. Nunca se sinceraría con él. Le cuesta tanto abrirse. Cuando está en casa tiene encendida la música —Bee Gees, Boney M, Village People, Kool & The Gang, los grandes—. La pone a gran volumen mientras trasiega. Le da pánico el silencio.

 


Hoy está ilusionado. Ayer subió a devolver unas mallas a su vecina Mari Sol. Habían quedado enredadas en las cuerdas del tendedero. Se empeñó en que pasase a tomar un café y accedió, con un poco de apuro, pero esta vez no se entercó. Estuvieron charlando un rato. Se sintió muy a gusto, tanto que se le pasó una hora en un suspiro. Y para remate de fiestas le propuso salir esta noche a tomar algo y echar unos bailes en una boîte o como carajo se llamen ahora.


Eso si, una cosa tiene clara, como pinchen reggaetón, que le perdone Mari Sol, pero saldrá de naja. Puede mudar de hábitos y flexibilizarse en muchos aspectos, pero por ahí no pasa.

jueves, 3 de julio de 2025

NGAI


La jornada había sido agotadora. Joan estaba sudando. Tenía la camisa empapada. Cinco cirugías, sin apenas pausa entre ellas. Se disponía a desenrollar la esterilla para descansar echándose en cualquier rincón. La fatiga le mantendría ajeno al rumor ambiental. Ese sonsonete repetitivo de las danzas masái se le había incrustado en el cerebro.

Está colaborando en un pequeño hospital de campaña, precario. Cuatro paredes de adobe con techumbre de cañizo. Suelo de baldosas irregulares realizadas con barro cocido. Veinte catres destartalados forman una línea que junto con armarios de madera sin desbastar, situados en las esquinas, delimitan los pasillos, trazados artificialmente por el mobiliario. Al recorrerlos, se hace necesario esquivar los goteros que agarran a la vida a los pacientes. Heridos con machetes en las intrusiones de otras tribus o con minas enterradas por militares represaliados que buscan venganza; contagiados de dengue o de paludismo; aquejados de gastroenteritis severas por consumir agua contaminada…

Situado en medio de un llano inhóspito, cuya arena se levanta cuando arrecia el viento y se hace complicado impedir que penetre en el edificio, cuyas puertas y ventanas están mal selladas. Dos grupos electrógenos potentes, alimentados con gasoil, generan energía eléctrica, tras un proceso de transformación. De su correcta marcha depende que funcionen  los aparatos que utiliza el personal sanitario para atender, operar,  aliviar mediante curas y rehabilitar a los enfiermos. Dos vehículos todoterreno con cuatro integrantes de los cascos azules de la ONU, cada uno, vigilan la zona.

Sale a asearse en una palangana en la que vierte agua de un barril de plástico. Cuando vuelve al interior sus miradas se cruzan. Joan descubre a Ngai en brazos de un adulto que debe de ser su padre. El niño tiene puesta la camiseta del Barcelona y le clava unos ojos negros profundos, melancólicos. Los dientes apretados. La cara reseca moteada de bubas. El gesto huidizo y resignado. Los pies desnudos, agrietados y polvorientos. El brazo derecho seccionado a la altura de la muñeca, dejando al aire tendones y pingajos sanguinolentos que aun se rebullen en movimientos espasmódicos. Un trapo que envuelve un objeto y rezuma sangre, destaca sobre su torso.

 

Año tras año, cuando vuelve a la misión, se enorgullece de su amigo Ngai. Fue complicado ganar su confianza. Nunca había conocido a criatura más recelosa, pero cuando, al fin, consiguió que se despojara de todas las cautelas, de las púas que llevaba incrustadas en el corazón, la vereda sinuosa e inextricable se fue ensanchando hasta tranformarse en una autopista.

Ngai se ha convertido en el mejor cirujano de Kenia. Joan está en el quirófano, ayudándolo en medio de una operación complicada. Se detiene a evocar el pasado y dirige, sin poderlo evitar, su mirada hacia la cicatriz que rodea la muñeca de Ngai. Su sonrisa le desarma y hace que se le salten las lágrimas. «Me decepciona doctor, nunca hubiese pensado que en el momento álgido de una intervención fuese incapaz de controlar las emociones. De usted aprendí que los pacientes merecen que nunca bajemos la guardia y fijemos en ellos los cinco sentidos».

jueves, 19 de junio de 2025

Jubilados disponibles (III) Mireia y Rafa

 

Vacaciones de verano con el pepino en la mano.

—Ya vuelves a las gansadas y a las ordinarieces, Bernabé. ¿Se te han pasado los runrunes?

—Había que dar un premio al que ponía los títulos al cine para adultos. También tuvo su época. La mayoría de las películas eran alemanas o nórdicas, no era necesario doblarlas. Sexo explícito, pero, eso sí, los títulos eran de Óscar. Supongo que no tendrían nada que ver con los originales. «Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo».

—Eres imbécil. Si las de Esteso y Pajares, de la época del destape, eran burdas en el humor y en la puesta en escena, no quiero ni pensar en las porno. Te veo muy puesto. ¿Eras asiduo a esas guarradas?

—Qué va, pero no por falta de ganas. Las de Canal Plus las daban codificadas y ni achinando los ojos pillabas una teta.  En las salas de cine me daba corte, pero no me hubiese importado. Por curiosidad.

—¿Entonces?

—Iba al Quiosco con mi amigo Emigdio, comprábamos el periódico a medias y, al final de las páginas de espectáculos y de cine, venían las salas X. Menudas risas nos echábamos con la programación. Espera, que me acuerdo de alguna otra.

—Para, degenerado, que me cabreo. Parece mentira, un señor de tu edad y las cosas que se te vienen a la cabeza.

—Mi edad es la tuya, la mejor.

—Pero a mí no me hacen gracia ni se me ocurren esas sandeces.

—¿Qué le voy a hacer? Cuando estoy contento doy rienda suelta a la imaginación y brotan recuerdos vintage.

—Pues podías renovar el repertorio y no repetirte tanto. Pero cambiando de conversación…menudo peso nos hemos quitado de encima.

—Menos mal que lo reconoces. Te avisé de que ya estamos para pocos bailes. Era una responsabilidad.

—Por una hija se hace cualquier cosa.

—Pero por un yerno cabrón, no. Es un impresentable. No le perdono el empujón que me dio en el hospital. Faltó poco para que aterrizase. Lo tenía atravesado, pero a partir de ahí, cruz y raya.  

—Estábamos todos muy nerviosos.

—Si me hubiese pillado con veinte años menos le hubiese sacudido un par de soplamocos para que aprenda a respetar. Técnicas de relajación ancestrales.

—Y eso que estás contento.

—Estoy alegre porque el atropello de Rafa acabó con bien, porque podemos volver a nuestras andanzas y porque tenemos unos nietos que son un regalo caído del cielo, pero el comecome con el yerno y sus insidias impide que me sosiegue del todo.

Bernabé y Sagrario han vuelto a su cotidianeidad. A sus conversaciones, a sus rifirrafes, a sus amistades y a sus aficiones en el centro de tercera edad. Hablan maravillas de sus nietos, aunque no los ven todo lo que quisieran. Manolo les pone cortapisas y excusas poco creíbles. Antes aprovechaban más el comodín de los abuelos, pero ahora parece que no se fiase. Y eso les tiene azorados.

Sagrario comenta que nota a Carmen tristona. Le ha preguntado, pero contesta con monosílabos y, cuando insiste, se ofusca y rehúye las explicaciones. Dice que está contenta con el trabajo, así que por ahí no van los tiros. Después del accidente de Rafa, ha habido tiranteces en el matrimonio por el acople de los niños. A ella no le puede engañar. «Tensiones y malos momentos hay en todas las parejas, es lo normal, pero las aguas volverán a su cauce», opina Bernabé.

 

Nole, nole, sile, sile, nole…¡Mamá! ¡La araña!

—¿Dónde? No será para tanto, Rafa. Espera, que voy a por el cepillo.

Los niños se echan a reír con todas sus ganas, formando algarabía, se dirigen una mirada cómplice y señalan a su madre.

—Mami —dice Mireia sin poder sujetar del todo la risa—. La Araña es Julián Álvarez, un futbolista argentino, estrella del Atleti. A Rafa le ha salido su cromo.

—La madre que os parió, que soy yo. Vaya susto que me habéis dado.

En la casa todos son del Atlético de Madrid. Manolo se ha encargado de inculcar los colores a los niños. A Carmen el fútbol ni fu ni fa, pero se ha hecho simpatizante por solidaridad.

El abuelo le compra sobres de cromos de la liga a Rafa en cuanto pasan por un quiosco. Cada vez hay menos, pero también los venden en tiendas de alimentación y bazares. A Mireia le gusta el fútbol tanto como a su hermano, pero Bernabé está empeñado en que eso no es de señoritas. La manda con la abuela y compran cromos de unicornios rosados con crines multicolores o de Barbies. Al principio se enfadaba, fruncía los labios, cruzaba los brazos y les echaba un pulso, pero ha llegado a un acuerdo con Rafa. Cuando llegan a casa comparten todos los cromos.  

Mireia se ha dado cuenta de que sus padres cada vez discuten más. Se pasan el día en silencio. Antes sonreían a menudo, los besuqueaban y les hacían caricias. También se las hacían entre ellos. Pasaban más tiempo los cuatro juntos. Parece que el cambio se ha acelerado después de que su hermano llegase del hospital. Les cuentan menos cuentos y los narran de una forma mecánica. Nada que ver a cuando les hacían interactuar, vivir la historia, adornarla con gestos o modulaciones de voz. Incluso se ponían gorros y trapos que hacían las veces de capas o mandiles. Ahora leen de corrido. Parece que están deseando terminar, apagar la luz y abandonar la habitación.

Se lo dice a Rafa. Además de ser el pequeño es más simplón y no le hace ni caso. Fingir que no se da cuenta de la situación puede ser un modo de autodefensa. Le dejan ver la tele más rato, no vienen a incordiarlo ni a apagársela. En ese aspecto su diversión ha mejorado, aunque, en el fondo, le gustaría que volviesen las historias trepidantes y que no peleasen tan a menudo.

Mireia pregunta a su madre. Ella le contesta que son cosas de mayores, aunque después medita y se lo intenta explicar de manera llana.

—A papá y a mamá nos pasa lo mismo que a vosotros. Hay cosas en las que no estamos de acuerdo, las vemos de manera diferente y queremos llevar la razón, como tú con tu hermano. ¿O no estáis siempre a la greña por los cromos o por los dibujos que queréis ver?

—¿A la greña?

—¿Y los abuelos? ¿Cuándo vais no discuten entre ellos?

—Sí, se enfadan a veces y el abuelo dice eso de: «Esta mujer, todo lo quiere gobernar». ¿Qué significa?

—Que es muy mandona y no se deja manejar. Mas o menos como tú con Rafa.

—No. Rafa me deja que diga a qué vamos a jugar. A él le da igual.

—Bueno, eso es lo que piensas tú, pero viene hasta mí buscando amparo, llorando a lágrima viva porque le has quitado un soldado o has escondido el mando.

Mireia se queda pensativa.

—Hay compañeros del cole que tienen a sus padres separados.

—Eso no es tan raro en el mundo actual.

—Yo no quiero.

—No digo que vaya a pasarnos a nosotros, pero a veces, cuando las personas se dejan de querer y no soportan convivir en la misma casa es mejor que cada uno siga su camino.

—Yo no quiero —reitera Mireia.

—Ni yo —dice Rafa, apareciendo de pronto.

Carmen no lo había visto y se queda sorprendida, sin saber que decir. Intenta desviar la conversación. Los apremia porque se ha hecho tarde y lo que toca es cenar y acostarse. Rafa le hace caso y se mete en el baño a lavarse las manos. Mireia porfía y al final acepta, no sin antes arrancarle la promesa de que esa noche en vez de cuento seguirán hablando de cosas de adultos.

—Vale —concede Carmen—. Por algo tú eres la mayor.

En ese momento se oye girar el cerrojo FAC de la puerta. Carmen siente alivio. Estaba un poco apurada por los derroteros que había tomado la conversación. Cenarán los cuatro juntos y Manolo se encargará después de Rafa. Sienten los pasos cada vez más cercanos y, cuando asoma por la puerta del salón, Carmen ve que trae un ramo de tulipanes, su flor predilecta. Se acerca y le da un beso mientras revuelve el pelo de Mireia que está observando la escena con los ojos muy abiertos.

—Toma, mujer. Ponlos en agua. Parece que te hubiese dado un aire.

—¿Qué se celebra?

—Qué tengo una compañera y una familia estupenda, aunque a veces me comporte como un niño enrabietado.

—Vaya cambio de rumbo —replica Carmen, perpleja.

—¿Eso que significa, mami?  —interroga Mireia.

—Te lo explico después de la cena. En eso habíamos quedado.

—Vale, entonces papá que acueste hoy a Rafa.

—¿Y el cuento? —dice Rafa, que acaba de volver, con las mangas remangadas hasta el codo.

—Tu padre.

Jopeta. Me gusta más como los cuentas tú.

—Calla, bandido —dice Manolo—. Hoy te voy a leer El traje nuevo del emperador y acabaré con un desfile de moda por tu habitación, con un modelo igual al que se pone el emperador en esa historia.

—¿En serio? —Rafa ríe—. Me gustará ver eso.

 

Cenan. Deja cada uno su plato y su vaso en el fregadero. La cocina se queda sin apañar porque se ha hecho tarde y quieren acostar a los niños cuanto antes. Después de asearse y lavarse los dientes se va cada oveja con su pareja como estaba pactado.


Mireia está excitada, quiere que su madre le aclare algunas dudas. «Entre chicas nos entendemos mejor», le ha dicho Carmen. De fondo se oye, amortiguada, la voz engolada de su padre y los chillidos y las risas de Rafa.

—¿Ya no quieres a papá?

—Tengo mis dudas. Creo que no se ha portado bien ni conmigo ni con los abuelos y eso me afecta. No es que no lo quiera, pero no como antes.

—¿Y qué es eso del cambio de rumbo?

—De repente me ha hablado en un tono más dulce y me ha regalado flores, pero yo desconfío, no se si realmente lo siente o es para engatusarme.

—Otra palabra que no entiendo —Mireia pone morros y se cruza de brazos.

—Engañarme, eso significa, para que nos entendamos. No te enfades, está bien aprender palabras nuevas.

—Yo creo que te quiere pedir perdón.

—Y yo.

—¿Y lo vas a perdonar?

—Necesito más para perdonar después de la temporada que lleva ninguneándome. ¡No me mires así, por favor! Mañana seguimos y te aclaro la nueva palabra. Ahora te tienes que dormir que es muy tarde.

—Vale, pero ¿lo vas a perdonar?

—No lo sé todavía. Poco a poco.

—Pues vaya.

—Ya te contaré, aunque creo que, como eres tan lista, lo vas a ir notando por ti misma.

 

El hogar queda en silencio cuando consiguen dormirlos. Mireia tarda un poco más en caer. Está nerviosa, con miedos y no quiere que su madre se aparte de su lado. Al fin le vence el sueño. Manolo la está esperando en el salón, contemplando los tulipanes que Carmen ha colocado en un jarrón, en el centro de la mesa.

—¿Todavía no te has acostado?

—No. Te estaba esperando.

—Raro. raro. ¿No estás cansado?

—Sí, pero quiero hablar contigo antes de irme a la cama. No podemos seguir así. Tengo una congoja que me corroe y tengo que sacarla fuera. Te sigo queriendo, Carmen.

—Mucho te quiero perrito, pero pan poquito.

—No empieces con los chascarrillos de tu padre, sabes que me desesperan. Quiero pedirte perdón.

—Esto sí que es una novedad. Reconozco que me sorprendes, pero comprenderás que desconfíe. Un bandazo así después de las formas que has empleado y de las barbaridades que has echado por la boca...

—El incidente de Rafa sacó lo peor de mí. Estaba nervioso, crispado y dije cosas que no sentía.

—Antes de lo de Rafa ya estabas sembrado y con mis padres, sobre todo con Bernabé, te has pasado tres pueblos. Querías que renunciase a mi trabajo y que me limitase a ser ama de casa. Te mofabas de mis proyectos, de mis compañeras, de mi jefa…

—Me rayé, como dicen los jóvenes, pero sabes que no soy así.

—Hablabas con una petulancia y un sarcasmo intolerables. Machismo sin tapujos, ¿Continúo?

—Que bien quedan ahí los tulipanes ¿Te gustan?

—Sabes que sí —aflojó un poco y esbozó una escueta sonrisa—. Pero no.

—¿Sí o no?

—Los tulipanes sí, lo que no me gusta es me lleves a tu terreno con esa excusa.

—Estoy dispuesto a todo por seguir contigo.

—No seas tan categórico que estropeas lo poco logrado. Resulta poco creíble.

—Dame una oportunidad. Probemos durante un tiempo.

—¿Todavía no hemos roto y pides una oportunidad?

—No hemos roto de palabra, pero en los últimos meses hemos estado representando una obra de teatro para los niños y los abuelos. ¿O no lo ves así?

Carmen no dice nada. Se vuelve de nuevo hacia los tulipanes y rememora la conversación que tuvo con su amiga Lucía en el Café del Nuncio. Se sinceraron y hablaron de sus respectivas vidas y circunstancias después de largo tiempo sin tener contacto. A Lucía le iba bien actualmente en su matrimonio, pero había pasado baches pronunciados. En la tesitura en la que se veía Carmen había estado ella en más de una ocasión. Le sugirió que aguantase el tipo durante un tiempo, pero que se mantuviese vigilante. Y si Manolo persistía con las descalificaciones y los paternalismos y no se enmendaba, le mandase a hacer puñetas. Siempre había sido un poco desabrido, pero parecía que había cruzado varias líneas rojas de golpe. Quedaron en verse de nuevo para continuar el seguimiento. Carmen agradeció los consejos.

Está hecha un lío. Por un lado, acumula rencor porque fue menospreciada. Su orgullo fue socavado sin contemplaciones. Por otro, piensa que desmontar el hogar que han creado sin darle una segunda oportunidad puede ser contraproducente. No quiere precipitarse y arrepentirse después. Sería más traumático para ella, pero también para el resto. Le dice a Manolo que lo meditará y le comunicará su decisión en unos días, que necesita un poco de tiempo.

Van al dormitorio, se ponen los pijamas sin hablarse, aunque se dirigen miradas suspicaces. Se acuestan boca arriba. Apagan la luz. Carmen nota un roce en la mano.

—¿Qué haces?

—Perdona. ¿Ni siquiera me dejas cogerte de la mano?

—No hay nada que perdonar. Es que no me lo esperaba.

—¿Vía libre? —pregunta Manolo, sorprendido.

—Tampoco te vengas arriba. De momento, manitas, como en el Parque del Oeste ¿Te acuerdas?

—Como olvidarlo. Pues ahora estoy igual, encogido como un gazapo. Expectante ante tus reacciones. A oscuras es más complicado. Entonces tus miradas fueron esclarecedoras y me atreví a darte un beso prolongado.

—Perdona que te diga, pero tampoco vimos nada porque cerramos los ojos y nos dejamos llevar.

Manolo se relaja ante esa añoranza de sus primeros flirteos rememorada por Carmen. Además, interpreta en sus palabras una ternura y un deseo latente. Comenzaron a besarse y a acariciarse. Se fueron caldeando en pocos minutos. En un momento dado, Manolo tiró de la sábana, hizo un ovillo con ella y la lanzó hacia un rincón. Bajaron ambos de la cama, cada uno por su lado y empezaron a desnudarse con premura. Debido a los nervios, Manolo, al despojarse del pantalón, intentó sacar un pie por la pernera, se trastabilló y se dio un piñazo contra el suelo. Maldijo su suerte porque tenía interiorizado que siempre daba la nota en los momentos culminantes y lo echaba todo a perder. Carmen estalló en una carcajada franca que hacía tiempo que no soltaba, lo que contribuyó a que Manolo se destensase y se metiese en la cama donde ella le estaba esperando. Hicieron el amor. Cautelosos, recelosos, en principio. Después se desinhibieron y gozaron como hacía mucho tiempo.

—Papá, no le hagas daño.

Rafa estaba lloriqueando en el quicio de la puerta.

—No me ha hecho daño, cariño. Todo lo contrario. Vuelve a la cama. Mañana te explicamos lo que ha ocurrido esta noche.

—¿De verdad?

—De verdad de la buena.

—Vale, pero no hagáis otra vez esos ruidos que me habéis despertado.

Sienten como arrastra los pies y se va alejando. Permanecen unos instantes en silencio, después se empiezan a reír comedidamente y a cuchichear: «¡Qué papelón!», dice Carmen al oído de su marido. Se abrazan y duermen en esa posición. Están rendidos.

 A Carmen le despierta un grito reiterado en la quietud de la noche.

—¡Me aburro!... ¡Me aburro!

—Manolo —zarandea a su marido, que duerme plácidamente.

Dos pellizcos retorcidos a la altura de la tetilla hacen que masculle, aunque todavía no está en este mundo.

—¿Qué… pasa?

—Rafa se ha desvelado. Hoy te toca a ti, ¿Recuerdas?

—¡Joooder!

Se incorpora y acude medio zombi en busca de su hijo. Se despabila de repente porque este le ha puesto una trampa en la entrada del tipi que le hace caer a la larga en el interior. Rafa salta encima de él, hincándole las rodillas en los riñones, con el machete apretado entre los dientes. Es un pielroja, dispuesto a cortarle la cabellera al hombre blanco.