—Vacaciones de verano con
el pepino en la mano.
—Ya vuelves a las gansadas y
a las ordinarieces, Bernabé. ¿Se te han pasado los runrunes?
—Había que dar un premio al
que ponía los títulos al cine para adultos. También tuvo su época. La mayoría de
las películas eran alemanas o nórdicas, no era necesario doblarlas. Sexo
explícito, pero, eso sí, los títulos eran de Óscar. Supongo que no tendrían
nada que ver con los originales. «Caray con el mayordomo, qué largo tiene el
maromo».
—Eres imbécil. Si las de
Esteso y Pajares, de la época del destape, eran burdas en el humor y en la
puesta en escena, no quiero ni pensar en las porno. Te veo muy puesto. ¿Eras
asiduo a esas guarradas?
—Qué va, pero no por falta
de ganas. Las de Canal Plus las daban codificadas y ni achinando los ojos pillabas
una teta. En las salas de cine me daba
corte, pero no me hubiese importado. Por curiosidad.
—¿Entonces?
—Iba al Quiosco con mi amigo
Emigdio, comprábamos el periódico a medias y, al final de las páginas de
espectáculos y de cine, venían las salas X. Menudas risas nos echábamos con la
programación. Espera, que me acuerdo de alguna otra.
—Para, degenerado, que me
cabreo. Parece mentira, un señor de tu edad y las cosas que se te vienen a la
cabeza.
—Mi edad es la tuya, la
mejor.
—Pero a mí no me hacen
gracia ni se me ocurren esas sandeces.
—¿Qué le voy a hacer? Cuando
estoy contento doy rienda suelta a la imaginación y brotan recuerdos vintage.
—Pues podías renovar el
repertorio y no repetirte tanto. Pero cambiando de conversación…menudo peso nos
hemos quitado de encima.
—Menos mal que lo reconoces.
Te avisé de que ya estamos para pocos bailes. Era una responsabilidad.
—Por una hija se hace
cualquier cosa.
—Pero por un yerno cabrón,
no. Es un impresentable. No le perdono el empujón que me dio en el hospital.
Faltó poco para que aterrizase. Lo tenía atravesado, pero a partir de ahí, cruz
y raya.
—Estábamos todos muy
nerviosos.
—Si me hubiese pillado con
veinte años menos le hubiese sacudido un par de soplamocos para que aprenda a
respetar. Técnicas de relajación ancestrales.
—Y eso que estás contento.
—Estoy alegre porque el atropello
de Rafa acabó con bien, porque podemos volver a nuestras andanzas y porque
tenemos unos nietos que son un regalo caído del cielo, pero el comecome con el yerno
y sus insidias impide que me sosiegue del todo.
Bernabé y Sagrario han
vuelto a su cotidianeidad. A sus conversaciones, a sus rifirrafes, a sus
amistades y a sus aficiones en el centro de tercera edad. Hablan maravillas de
sus nietos, aunque no los ven todo lo que quisieran. Manolo les pone cortapisas
y excusas poco creíbles. Antes aprovechaban más el comodín de los abuelos, pero
ahora parece que no se fiase. Y eso les tiene azorados.
Sagrario comenta que nota a
Carmen tristona. Le ha preguntado, pero contesta con monosílabos y, cuando
insiste, se ofusca y rehúye las explicaciones. Dice que está contenta con el
trabajo, así que por ahí no van los tiros. Después del accidente de Rafa, ha
habido tiranteces en el matrimonio por el acople de los niños. A ella no le
puede engañar. «Tensiones y malos momentos hay en todas las parejas, es lo
normal, pero las aguas volverán a su cauce», opina Bernabé.
—Nole, nole, sile, sile, nole…¡Mamá! ¡La araña!
—¿Dónde? No será para tanto,
Rafa. Espera, que voy a por el cepillo.
Los niños se echan a reír
con todas sus ganas, formando algarabía, se dirigen una mirada cómplice y
señalan a su madre.
—Mami —dice Mireia sin poder
sujetar del todo la risa—. La Araña es Julián Álvarez, un futbolista argentino,
estrella del Atleti. A Rafa le ha salido su cromo.
—La madre que os parió, que
soy yo. Vaya susto que me habéis dado.
En la casa todos son del Atlético
de Madrid. Manolo se ha encargado de inculcar los colores a los niños. A Carmen
el fútbol ni fu ni fa, pero se ha hecho simpatizante por solidaridad.
El abuelo le compra sobres
de cromos de la liga a Rafa en cuanto pasan por un quiosco. Cada vez hay menos,
pero también los venden en tiendas de alimentación y bazares. A Mireia
le gusta el fútbol tanto como a su hermano, pero Bernabé está empeñado en que
eso no es de señoritas. La manda con la abuela y compran cromos de unicornios
rosados con crines multicolores o de Barbies. Al principio se enfadaba, fruncía
los labios, cruzaba los brazos y les echaba un pulso, pero ha llegado a un
acuerdo con Rafa. Cuando llegan a casa comparten todos los cromos.
Mireia se ha dado cuenta de
que sus padres cada vez discuten más. Se pasan el día en silencio. Antes sonreían
a menudo, los besuqueaban y les hacían caricias. También se las hacían entre
ellos. Pasaban más tiempo los cuatro juntos. Parece que el cambio se ha acelerado
después de que su hermano llegase del hospital. Les cuentan menos cuentos y los
narran de una forma mecánica. Nada que ver a cuando les hacían interactuar,
vivir la historia, adornarla con gestos o modulaciones de voz. Incluso se
ponían gorros y trapos que hacían las veces de capas o mandiles. Ahora leen de
corrido. Parece que están deseando terminar, apagar la luz y abandonar la
habitación.
Se lo dice a Rafa. Además de
ser el pequeño es más simplón y no le hace ni caso. Fingir que no se da cuenta
de la situación puede ser un modo de autodefensa. Le dejan ver la tele más
rato, no vienen a incordiarlo ni a apagársela. En ese aspecto su diversión ha
mejorado, aunque, en el fondo, le gustaría que volviesen las historias
trepidantes y que no peleasen tan a menudo.
Mireia pregunta a su madre. Ella
le contesta que son cosas de mayores, aunque después medita y se lo intenta
explicar de manera llana.
—A papá y a mamá nos pasa lo
mismo que a vosotros. Hay cosas en las que no estamos de acuerdo, las vemos de
manera diferente y queremos llevar la razón, como tú con tu hermano. ¿O no
estáis siempre a la greña por los cromos o por los dibujos que queréis ver?
—¿A la greña?
—¿Y los abuelos? ¿Cuándo
vais no discuten entre ellos?
—Sí, se enfadan a veces y el
abuelo dice eso de: «Esta mujer, todo lo quiere gobernar». ¿Qué significa?
—Que es muy mandona y no se
deja manejar. Mas o menos como tú con Rafa.
—No. Rafa me deja que diga a
qué vamos a jugar. A él le da igual.
—Bueno, eso es lo que
piensas tú, pero viene hasta mí buscando amparo, llorando a lágrima viva porque
le has quitado un soldado o has escondido el mando.
Mireia se queda pensativa.
—Hay compañeros del cole que
tienen a sus padres separados.
—Eso no es tan raro en el
mundo actual.
—Yo no quiero.
—No digo que vaya a pasarnos
a nosotros, pero a veces, cuando las personas se dejan de querer y no soportan
convivir en la misma casa es mejor que cada uno siga su camino.
—Yo no quiero —reitera
Mireia.
—Ni yo —dice Rafa,
apareciendo de pronto.
Carmen no lo había visto y
se queda sorprendida, sin saber que decir. Intenta desviar la conversación. Los
apremia porque se ha hecho tarde y lo que toca es cenar y acostarse. Rafa le hace
caso y se mete en el baño a lavarse las manos. Mireia porfía y al final acepta,
no sin antes arrancarle la promesa de que esa noche en vez de cuento seguirán
hablando de cosas de adultos.
—Vale —concede Carmen—. Por
algo tú eres la mayor.
En ese momento se oye girar el cerrojo FAC de la puerta. Carmen siente alivio. Estaba un poco apurada por los derroteros que había tomado la conversación. Cenarán los cuatro juntos y Manolo se encargará después de Rafa. Sienten los pasos cada vez más cercanos y, cuando asoma por la puerta del salón, Carmen ve que trae un ramo de tulipanes, su flor predilecta. Se acerca y le da un beso mientras revuelve el pelo de Mireia que está observando la escena con los ojos muy abiertos.
—Toma, mujer. Ponlos en
agua. Parece que te hubiese dado un aire.
—¿Qué se celebra?
—Qué tengo una compañera y
una familia estupenda, aunque a veces me comporte como un niño enrabietado.
—Vaya cambio de rumbo
—replica Carmen, perpleja.
—¿Eso que significa,
mami? —interroga Mireia.
—Te lo explico después de la
cena. En eso habíamos quedado.
—Vale, entonces papá que
acueste hoy a Rafa.
—¿Y el cuento? —dice Rafa,
que acaba de volver, con las mangas remangadas hasta el codo.
—Tu padre.
—Jopeta. Me gusta más
como los cuentas tú.
—Calla, bandido —dice
Manolo—. Hoy te voy a leer El traje nuevo del emperador y acabaré con un
desfile de moda por tu habitación, con un modelo igual al que se pone el emperador
en esa historia.
—¿En serio? —Rafa ríe—. Me
gustará ver eso.
Cenan. Deja cada uno su plato y su vaso en el fregadero. La cocina se queda sin apañar porque se ha hecho tarde y quieren acostar a los niños cuanto antes. Después de asearse y lavarse los dientes se va cada oveja con su pareja como estaba pactado.
Mireia está excitada, quiere
que su madre le aclare algunas dudas. «Entre chicas nos entendemos mejor», le
ha dicho Carmen. De fondo se oye, amortiguada, la voz engolada de su padre y
los chillidos y las risas de Rafa.
—¿Ya no quieres a papá?
—Tengo mis dudas. Creo que
no se ha portado bien ni conmigo ni con los abuelos y eso me afecta. No es que
no lo quiera, pero no como antes.
—¿Y qué es eso del cambio de
rumbo?
—De repente me ha hablado en
un tono más dulce y me ha regalado flores, pero yo desconfío, no se si
realmente lo siente o es para engatusarme.
—Otra palabra que no
entiendo —Mireia pone morros y se cruza de brazos.
—Engañarme, eso significa,
para que nos entendamos. No te enfades, está bien aprender palabras nuevas.
—Yo creo que te quiere pedir
perdón.
—Y yo.
—¿Y lo vas a perdonar?
—Necesito más para perdonar
después de la temporada que lleva ninguneándome. ¡No me mires así, por favor!
Mañana seguimos y te aclaro la nueva palabra. Ahora te tienes que dormir que es
muy tarde.
—Vale, pero ¿lo vas a
perdonar?
—No lo sé todavía. Poco a
poco.
—Pues vaya.
—Ya te contaré, aunque creo
que, como eres tan lista, lo vas a ir notando por ti misma.
El hogar queda en silencio
cuando consiguen dormirlos. Mireia tarda un poco más en caer. Está nerviosa,
con miedos y no quiere que su madre se aparte de su lado. Al fin le vence el
sueño. Manolo la está esperando en el salón, contemplando los tulipanes que
Carmen ha colocado en un jarrón, en el centro de la mesa.
—¿Todavía no te has
acostado?
—No. Te estaba esperando.
—Raro. raro. ¿No estás
cansado?
—Sí, pero quiero hablar
contigo antes de irme a la cama. No podemos seguir así. Tengo una congoja que
me corroe y tengo que sacarla fuera. Te sigo queriendo, Carmen.
—Mucho te quiero perrito,
pero pan poquito.
—No empieces con los
chascarrillos de tu padre, sabes que me desesperan. Quiero pedirte perdón.
—Esto sí que es una novedad.
Reconozco que me sorprendes, pero comprenderás que desconfíe. Un bandazo así
después de las formas que has empleado y de las barbaridades que has echado por
la boca...
—El incidente de Rafa sacó
lo peor de mí. Estaba nervioso, crispado y dije cosas que no sentía.
—Antes de lo de Rafa ya
estabas sembrado y con mis padres, sobre todo con Bernabé, te has pasado tres
pueblos. Querías que renunciase a mi trabajo y que me limitase a ser ama de
casa. Te mofabas de mis proyectos, de mis compañeras, de mi jefa…
—Me rayé, como dicen los
jóvenes, pero sabes que no soy así.
—Hablabas con una petulancia
y un sarcasmo intolerables. Machismo sin tapujos, ¿Continúo?
—Que bien quedan ahí los
tulipanes ¿Te gustan?
—Sabes que sí —aflojó un
poco y esbozó una escueta sonrisa—. Pero no.
—¿Sí o no?
—Los tulipanes sí, lo que no
me gusta es me lleves a tu terreno con esa excusa.
—Estoy dispuesto a todo por
seguir contigo.
—No seas tan categórico que
estropeas lo poco logrado. Resulta poco creíble.
—Dame una oportunidad.
Probemos durante un tiempo.
—¿Todavía no hemos roto y
pides una oportunidad?
—No hemos roto de palabra,
pero en los últimos meses hemos estado representando una obra de teatro para
los niños y los abuelos. ¿O no lo ves así?
Carmen no dice nada. Se
vuelve de nuevo hacia los tulipanes y rememora la conversación que tuvo con su
amiga Lucía en el Café del Nuncio. Se sinceraron y hablaron de sus respectivas
vidas y circunstancias después de largo tiempo sin tener contacto. A Lucía le
iba bien actualmente en su matrimonio, pero había pasado baches pronunciados.
En la tesitura en la que se veía Carmen había estado ella en más de una
ocasión. Le sugirió que aguantase el tipo durante un tiempo, pero que se
mantuviese vigilante. Y si Manolo persistía con las descalificaciones y los
paternalismos y no se enmendaba, le mandase a hacer puñetas. Siempre había sido
un poco desabrido, pero parecía que había cruzado varias líneas rojas de golpe.
Quedaron en verse de nuevo para continuar el seguimiento. Carmen agradeció los
consejos.
Está hecha un lío. Por un
lado, acumula rencor porque fue menospreciada. Su orgullo fue socavado sin
contemplaciones. Por otro, piensa que desmontar el hogar que han creado sin
darle una segunda oportunidad puede ser contraproducente. No quiere
precipitarse y arrepentirse después. Sería más traumático para ella, pero
también para el resto. Le dice a Manolo que lo meditará y le comunicará su
decisión en unos días, que necesita un poco de tiempo.
Van al dormitorio, se ponen
los pijamas sin hablarse, aunque se dirigen miradas suspicaces. Se acuestan
boca arriba. Apagan la luz. Carmen nota un roce en la mano.
—¿Qué haces?
—Perdona. ¿Ni siquiera me
dejas cogerte de la mano?
—No hay nada que perdonar.
Es que no me lo esperaba.
—¿Vía libre? —pregunta
Manolo, sorprendido.
—Tampoco te vengas arriba.
De momento, manitas, como en el Parque del Oeste ¿Te acuerdas?
—Como olvidarlo. Pues ahora
estoy igual, encogido como un gazapo. Expectante ante tus reacciones. A oscuras
es más complicado. Entonces tus miradas fueron esclarecedoras y me atreví a
darte un beso prolongado.
—Perdona que te diga, pero
tampoco vimos nada porque cerramos los ojos y nos dejamos llevar.
Manolo se relaja ante esa añoranza de sus primeros flirteos rememorada por Carmen. Además, interpreta en sus palabras una ternura y un deseo latente. Comenzaron a besarse y a acariciarse. Se fueron caldeando en pocos minutos. En un momento dado, Manolo tiró de la sábana, hizo un ovillo con ella y la lanzó hacia un rincón. Bajaron ambos de la cama, cada uno por su lado y empezaron a desnudarse con premura. Debido a los nervios, Manolo, al despojarse del pantalón, intentó sacar un pie por la pernera, se trastabilló y se dio un piñazo contra el suelo. Maldijo su suerte porque tenía interiorizado que siempre daba la nota en los momentos culminantes y lo echaba todo a perder. Carmen estalló en una carcajada franca que hacía tiempo que no soltaba, lo que contribuyó a que Manolo se destensase y se metiese en la cama donde ella le estaba esperando. Hicieron el amor. Cautelosos, recelosos, en principio. Después se desinhibieron y gozaron como hacía mucho tiempo.
—Papá, no le hagas daño.
Rafa estaba lloriqueando en
el quicio de la puerta.
—No me ha hecho daño,
cariño. Todo lo contrario. Vuelve a la cama. Mañana te explicamos lo que ha
ocurrido esta noche.
—¿De verdad?
—De verdad de la buena.
—Vale, pero no hagáis otra
vez esos ruidos que me habéis despertado.
Sienten como arrastra los
pies y se va alejando. Permanecen unos instantes en silencio, después se
empiezan a reír comedidamente y a cuchichear: «¡Qué papelón!», dice Carmen al
oído de su marido. Se abrazan y duermen en esa posición. Están rendidos.
A Carmen le despierta un grito reiterado en la
quietud de la noche.
—¡Me aburro!... ¡Me aburro!
—Manolo —zarandea a su
marido, que duerme plácidamente.
Dos pellizcos retorcidos a
la altura de la tetilla hacen que masculle, aunque todavía no está en este
mundo.
—¿Qué… pasa?
—Rafa se ha desvelado. Hoy
te toca a ti, ¿Recuerdas?
—¡Joooder!
Se incorpora y acude medio zombi en busca de su hijo. Se despabila de repente porque este le ha puesto una trampa en la entrada del tipi que le hace caer a la larga en el interior. Rafa salta encima de él, hincándole las rodillas en los riñones, con el machete apretado entre los dientes. Es un pielroja, dispuesto a cortarle la cabellera al hombre blanco.