jueves, 19 de junio de 2025

Jubilados disponibles (III) Mireia y Rafa

 

Vacaciones de verano con el pepino en la mano.

—Ya vuelves a las gansadas y a las ordinarieces, Bernabé. ¿Se te han pasado los runrunes?

—Había que dar un premio al que ponía los títulos al cine para adultos. También tuvo su época. La mayoría de las películas eran alemanas o nórdicas, no era necesario doblarlas. Sexo explícito, pero, eso sí, los títulos eran de Óscar. Supongo que no tendrían nada que ver con los originales. «Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo».

—Eres imbécil. Si las de Esteso y Pajares, de la época del destape, eran burdas en el humor y en la puesta en escena, no quiero ni pensar en las porno. Te veo muy puesto. ¿Eras asiduo a esas guarradas?

—Qué va, pero no por falta de ganas. Las de Canal Plus las daban codificadas y ni achinando los ojos pillabas una teta.  En las salas de cine me daba corte, pero no me hubiese importado. Por curiosidad.

—¿Entonces?

—Iba al Quiosco con mi amigo Emigdio, comprábamos el periódico a medias y, al final de las páginas de espectáculos y de cine, venían las salas X. Menudas risas nos echábamos con la programación. Espera, que me acuerdo de alguna otra.

—Para, degenerado, que me cabreo. Parece mentira, un señor de tu edad y las cosas que se te vienen a la cabeza.

—Mi edad es la tuya, la mejor.

—Pero a mí no me hacen gracia ni se me ocurren esas sandeces.

—¿Qué le voy a hacer? Cuando estoy contento doy rienda suelta a la imaginación y brotan recuerdos vintage.

—Pues podías renovar el repertorio y no repetirte tanto. Pero cambiando de conversación…menudo peso nos hemos quitado de encima.

—Menos mal que lo reconoces. Te avisé de que ya estamos para pocos bailes. Era una responsabilidad.

—Por una hija se hace cualquier cosa.

—Pero por un yerno cabrón, no. Es un impresentable. No le perdono el empujón que me dio en el hospital. Faltó poco para que aterrizase. Lo tenía atravesado, pero a partir de ahí, cruz y raya.  

—Estábamos todos muy nerviosos.

—Si me hubiese pillado con veinte años menos le hubiese sacudido un par de soplamocos para que aprenda a respetar. Técnicas de relajación ancestrales.

—Y eso que estás contento.

—Estoy alegre porque el atropello de Rafa acabó con bien, porque podemos volver a nuestras andanzas y porque tenemos unos nietos que son un regalo caído del cielo, pero el comecome con el yerno y sus insidias impide que me sosiegue del todo.

Bernabé y Sagrario han vuelto a su cotidianeidad. A sus conversaciones, a sus rifirrafes, a sus amistades y a sus aficiones en el centro de tercera edad. Hablan maravillas de sus nietos, aunque no los ven todo lo que quisieran. Manolo les pone cortapisas y excusas poco creíbles. Antes aprovechaban más el comodín de los abuelos, pero ahora parece que no se fiase. Y eso les tiene azorados.

Sagrario comenta que nota a Carmen tristona. Le ha preguntado, pero contesta con monosílabos y, cuando insiste, se ofusca y rehúye las explicaciones. Dice que está contenta con el trabajo, así que por ahí no van los tiros. Después del accidente de Rafa, ha habido tiranteces en el matrimonio por el acople de los niños. A ella no le puede engañar. «Tensiones y malos momentos hay en todas las parejas, es lo normal, pero las aguas volverán a su cauce», opina Bernabé.

 

Nole, nole, sile, sile, nole…¡Mamá! ¡La araña!

—¿Dónde? No será para tanto, Rafa. Espera, que voy a por el cepillo.

Los niños se echan a reír con todas sus ganas, formando algarabía, se dirigen una mirada cómplice y señalan a su madre.

—Mami —dice Mireia sin poder sujetar del todo la risa—. La Araña es Julián Álvarez, un futbolista argentino, estrella del Atleti. A Rafa le ha salido su cromo.

—La madre que os parió, que soy yo. Vaya susto que me habéis dado.

En la casa todos son del Atlético de Madrid. Manolo se ha encargado de inculcar los colores a los niños. A Carmen el fútbol ni fu ni fa, pero se ha hecho simpatizante por solidaridad.

El abuelo le compra sobres de cromos de la liga a Rafa en cuanto pasan por un quiosco. Cada vez hay menos, pero también los venden en tiendas de alimentación y bazares. A Mireia le gusta el fútbol tanto como a su hermano, pero Bernabé está empeñado en que eso no es de señoritas. La manda con la abuela y compran cromos de unicornios rosados con crines multicolores o de Barbies. Al principio se enfadaba, fruncía los labios, cruzaba los brazos y les echaba un pulso, pero ha llegado a un acuerdo con Rafa. Cuando llegan a casa comparten todos los cromos.  

Mireia se ha dado cuenta de que sus padres cada vez discuten más. Se pasan el día en silencio. Antes sonreían a menudo, los besuqueaban y les hacían caricias. También se las hacían entre ellos. Pasaban más tiempo los cuatro juntos. Parece que el cambio se ha acelerado después de que su hermano llegase del hospital. Les cuentan menos cuentos y los narran de una forma mecánica. Nada que ver a cuando les hacían interactuar, vivir la historia, adornarla con gestos o modulaciones de voz. Incluso se ponían gorros y trapos que hacían las veces de capas o mandiles. Ahora leen de corrido. Parece que están deseando terminar, apagar la luz y abandonar la habitación.

Se lo dice a Rafa. Además de ser el pequeño es más simplón y no le hace ni caso. Fingir que no se da cuenta de la situación puede ser un modo de autodefensa. Le dejan ver la tele más rato, no vienen a incordiarlo ni a apagársela. En ese aspecto su diversión ha mejorado, aunque, en el fondo, le gustaría que volviesen las historias trepidantes y que no peleasen tan a menudo.

Mireia pregunta a su madre. Ella le contesta que son cosas de mayores, aunque después medita y se lo intenta explicar de manera llana.

—A papá y a mamá nos pasa lo mismo que a vosotros. Hay cosas en las que no estamos de acuerdo, las vemos de manera diferente y queremos llevar la razón, como tú con tu hermano. ¿O no estáis siempre a la greña por los cromos o por los dibujos que queréis ver?

—¿A la greña?

—¿Y los abuelos? ¿Cuándo vais no discuten entre ellos?

—Sí, se enfadan a veces y el abuelo dice eso de: «Esta mujer, todo lo quiere gobernar». ¿Qué significa?

—Que es muy mandona y no se deja manejar. Mas o menos como tú con Rafa.

—No. Rafa me deja que diga a qué vamos a jugar. A él le da igual.

—Bueno, eso es lo que piensas tú, pero viene hasta mí buscando amparo, llorando a lágrima viva porque le has quitado un soldado o has escondido el mando.

Mireia se queda pensativa.

—Hay compañeros del cole que tienen a sus padres separados.

—Eso no es tan raro en el mundo actual.

—Yo no quiero.

—No digo que vaya a pasarnos a nosotros, pero a veces, cuando las personas se dejan de querer y no soportan convivir en la misma casa es mejor que cada uno siga su camino.

—Yo no quiero —reitera Mireia.

—Ni yo —dice Rafa, apareciendo de pronto.

Carmen no lo había visto y se queda sorprendida, sin saber que decir. Intenta desviar la conversación. Los apremia porque se ha hecho tarde y lo que toca es cenar y acostarse. Rafa le hace caso y se mete en el baño a lavarse las manos. Mireia porfía y al final acepta, no sin antes arrancarle la promesa de que esa noche en vez de cuento seguirán hablando de cosas de adultos.

—Vale —concede Carmen—. Por algo tú eres la mayor.

En ese momento se oye girar el cerrojo FAC de la puerta. Carmen siente alivio. Estaba un poco apurada por los derroteros que había tomado la conversación. Cenarán los cuatro juntos y Manolo se encargará después de Rafa. Sienten los pasos cada vez más cercanos y, cuando asoma por la puerta del salón, Carmen ve que trae un ramo de tulipanes, su flor predilecta. Se acerca y le da un beso mientras revuelve el pelo de Mireia que está observando la escena con los ojos muy abiertos.

—Toma, mujer. Ponlos en agua. Parece que te hubiese dado un aire.

—¿Qué se celebra?

—Qué tengo una compañera y una familia estupenda, aunque a veces me comporte como un niño enrabietado.

—Vaya cambio de rumbo —replica Carmen, perpleja.

—¿Eso que significa, mami?  —interroga Mireia.

—Te lo explico después de la cena. En eso habíamos quedado.

—Vale, entonces papá que acueste hoy a Rafa.

—¿Y el cuento? —dice Rafa, que acaba de volver, con las mangas remangadas hasta el codo.

—Tu padre.

Jopeta. Me gusta más como los cuentas tú.

—Calla, bandido —dice Manolo—. Hoy te voy a leer El traje nuevo del emperador y acabaré con un desfile de moda por tu habitación, con un modelo igual al que se pone el emperador en esa historia.

—¿En serio? —Rafa ríe—. Me gustará ver eso.

 

Cenan. Deja cada uno su plato y su vaso en el fregadero. La cocina se queda sin apañar porque se ha hecho tarde y quieren acostar a los niños cuanto antes. Después de asearse y lavarse los dientes se va cada oveja con su pareja como estaba pactado.


Mireia está excitada, quiere que su madre le aclare algunas dudas. «Entre chicas nos entendemos mejor», le ha dicho Carmen. De fondo se oye, amortiguada, la voz engolada de su padre y los chillidos y las risas de Rafa.

—¿Ya no quieres a papá?

—Tengo mis dudas. Creo que no se ha portado bien ni conmigo ni con los abuelos y eso me afecta. No es que no lo quiera, pero no como antes.

—¿Y qué es eso del cambio de rumbo?

—De repente me ha hablado en un tono más dulce y me ha regalado flores, pero yo desconfío, no se si realmente lo siente o es para engatusarme.

—Otra palabra que no entiendo —Mireia pone morros y se cruza de brazos.

—Engañarme, eso significa, para que nos entendamos. No te enfades, está bien aprender palabras nuevas.

—Yo creo que te quiere pedir perdón.

—Y yo.

—¿Y lo vas a perdonar?

—Necesito más para perdonar después de la temporada que lleva ninguneándome. ¡No me mires así, por favor! Mañana seguimos y te aclaro la nueva palabra. Ahora te tienes que dormir que es muy tarde.

—Vale, pero ¿lo vas a perdonar?

—No lo sé todavía. Poco a poco.

—Pues vaya.

—Ya te contaré, aunque creo que, como eres tan lista, lo vas a ir notando por ti misma.

 

El hogar queda en silencio cuando consiguen dormirlos. Mireia tarda un poco más en caer. Está nerviosa, con miedos y no quiere que su madre se aparte de su lado. Al fin le vence el sueño. Manolo la está esperando en el salón, contemplando los tulipanes que Carmen ha colocado en un jarrón, en el centro de la mesa.

—¿Todavía no te has acostado?

—No. Te estaba esperando.

—Raro. raro. ¿No estás cansado?

—Sí, pero quiero hablar contigo antes de irme a la cama. No podemos seguir así. Tengo una congoja que me corroe y tengo que sacarla fuera. Te sigo queriendo, Carmen.

—Mucho te quiero perrito, pero pan poquito.

—No empieces con los chascarrillos de tu padre, sabes que me desesperan. Quiero pedirte perdón.

—Esto sí que es una novedad. Reconozco que me sorprendes, pero comprenderás que desconfíe. Un bandazo así después de las formas que has empleado y de las barbaridades que has echado por la boca...

—El incidente de Rafa sacó lo peor de mí. Estaba nervioso, crispado y dije cosas que no sentía.

—Antes de lo de Rafa ya estabas sembrado y con mis padres, sobre todo con Bernabé, te has pasado tres pueblos. Querías que renunciase a mi trabajo y que me limitase a ser ama de casa. Te mofabas de mis proyectos, de mis compañeras, de mi jefa…

—Me rayé, como dicen los jóvenes, pero sabes que no soy así.

—Hablabas con una petulancia y un sarcasmo intolerables. Machismo sin tapujos, ¿Continúo?

—Que bien quedan ahí los tulipanes ¿Te gustan?

—Sabes que sí —aflojó un poco y esbozó una escueta sonrisa—. Pero no.

—¿Sí o no?

—Los tulipanes sí, lo que no me gusta es me lleves a tu terreno con esa excusa.

—Estoy dispuesto a todo por seguir contigo.

—No seas tan categórico que estropeas lo poco logrado. Resulta poco creíble.

—Dame una oportunidad. Probemos durante un tiempo.

—¿Todavía no hemos roto y pides una oportunidad?

—No hemos roto de palabra, pero en los últimos meses hemos estado representando una obra de teatro para los niños y los abuelos. ¿O no lo ves así?

Carmen no dice nada. Se vuelve de nuevo hacia los tulipanes y rememora la conversación que tuvo con su amiga Lucía en el Café del Nuncio. Se sinceraron y hablaron de sus respectivas vidas y circunstancias después de largo tiempo sin tener contacto. A Lucía le iba bien actualmente en su matrimonio, pero había pasado baches pronunciados. En la tesitura en la que se veía Carmen había estado ella en más de una ocasión. Le sugirió que aguantase el tipo durante un tiempo, pero que se mantuviese vigilante. Y si Manolo persistía con las descalificaciones y los paternalismos y no se enmendaba, le mandase a hacer puñetas. Siempre había sido un poco desabrido, pero parecía que había cruzado varias líneas rojas de golpe. Quedaron en verse de nuevo para continuar el seguimiento. Carmen agradeció los consejos.

Está hecha un lío. Por un lado, acumula rencor porque fue menospreciada. Su orgullo fue socavado sin contemplaciones. Por otro, piensa que desmontar el hogar que han creado sin darle una segunda oportunidad puede ser contraproducente. No quiere precipitarse y arrepentirse después. Sería más traumático para ella, pero también para el resto. Le dice a Manolo que lo meditará y le comunicará su decisión en unos días, que necesita un poco de tiempo.

Van al dormitorio, se ponen los pijamas sin hablarse, aunque se dirigen miradas suspicaces. Se acuestan boca arriba. Apagan la luz. Carmen nota un roce en la mano.

—¿Qué haces?

—Perdona. ¿Ni siquiera me dejas cogerte de la mano?

—No hay nada que perdonar. Es que no me lo esperaba.

—¿Vía libre? —pregunta Manolo, sorprendido.

—Tampoco te vengas arriba. De momento, manitas, como en el Parque del Oeste ¿Te acuerdas?

—Como olvidarlo. Pues ahora estoy igual, encogido como un gazapo. Expectante ante tus reacciones. A oscuras es más complicado. Entonces tus miradas fueron esclarecedoras y me atreví a darte un beso prolongado.

—Perdona que te diga, pero tampoco vimos nada porque cerramos los ojos y nos dejamos llevar.

Manolo se relaja ante esa añoranza de sus primeros flirteos rememorada por Carmen. Además, interpreta en sus palabras una ternura y un deseo latente. Comenzaron a besarse y a acariciarse. Se fueron caldeando en pocos minutos. En un momento dado, Manolo tiró de la sábana, hizo un ovillo con ella y la lanzó hacia un rincón. Bajaron ambos de la cama, cada uno por su lado y empezaron a desnudarse con premura. Debido a los nervios, Manolo, al despojarse del pantalón, intentó sacar un pie por la pernera, se trastabilló y se dio un piñazo contra el suelo. Maldijo su suerte porque tenía interiorizado que siempre daba la nota en los momentos culminantes y lo echaba todo a perder. Carmen estalló en una carcajada franca que hacía tiempo que no soltaba, lo que contribuyó a que Manolo se destensase y se metiese en la cama donde ella le estaba esperando. Hicieron el amor. Cautelosos, recelosos, en principio. Después se desinhibieron y gozaron como hacía mucho tiempo.

—Papá, no le hagas daño.

Rafa estaba lloriqueando en el quicio de la puerta.

—No me ha hecho daño, cariño. Todo lo contrario. Vuelve a la cama. Mañana te explicamos lo que ha ocurrido esta noche.

—¿De verdad?

—De verdad de la buena.

—Vale, pero no hagáis otra vez esos ruidos que me habéis despertado.

Sienten como arrastra los pies y se va alejando. Permanecen unos instantes en silencio, después se empiezan a reír comedidamente y a cuchichear: «¡Qué papelón!», dice Carmen al oído de su marido. Se abrazan y duermen en esa posición. Están rendidos.

 A Carmen le despierta un grito reiterado en la quietud de la noche.

—¡Me aburro!... ¡Me aburro!

—Manolo —zarandea a su marido, que duerme plácidamente.

Dos pellizcos retorcidos a la altura de la tetilla hacen que masculle, aunque todavía no está en este mundo.

—¿Qué… pasa?

—Rafa se ha desvelado. Hoy te toca a ti, ¿Recuerdas?

—¡Joooder!

Se incorpora y acude medio zombi en busca de su hijo. Se despabila de repente porque este le ha puesto una trampa en la entrada del tipi que le hace caer a la larga en el interior. Rafa salta encima de él, hincándole las rodillas en los riñones, con el machete apretado entre los dientes. Es un pielroja, dispuesto a cortarle la cabellera al hombre blanco.


jueves, 5 de junio de 2025

Jubilados disponibles (II) «Carmen»

 

Manolo y Bernabé se están mirando sin verse, sentados, uno enfrente del otro, en la sala de espera. Sagrario empapa el pañuelo y pide a su marido el suyo para seguir enjugando lágrimas. No han logrado hacerse al papel, a los Kleenex. Se está sonando las narices en este momento. Carmen, con gesto mecánico, observa la pantalla del móvil. Se acumulan los wasaps, pero no tiene ánimo para contestarlos. Tampoco las llamadas, de momento. Ha silenciado el teléfono. No saben nada todavía. No son conscientes de lo agobiantes que llegan a ser sus muestras de interés en estos momentos.

¡Familiares de Rafael Navarro! ¡Acudan a admisión!

Los cuatro cuerpos abotargados, adquieren rigidez. Se incorporan. Bernabé hace un conato de acudir a la llamada, pero Manolo le pasa por delante y lo aparta bruscamente con el brazo.

            —Abuelo, ¿dónde va? Espere aquí. Vamos los padres. Carmen, apúrate.

—Sigan la línea amarilla y entren en la primera consulta que se encuentren a la derecha, nada más doblar la esquina. La número 4.

La puerta está abierta. Hay dos sanitarios dentro. Uno sentado detrás de la mesa, que debe de ser el doctor, no levanta la vista. Está revisando unos papeles. El que está de pie los saluda con media sonrisa y los invita a sentarse. Los rodea y se sitúa frente a ellos. Se sienta junto a su colega y les hace un gesto, con la palma de la mano, intentándoles transmitir tranquilidad. Toca a su compañero en el hombro. Este voltea los informes, posa la mano derecha sobre ellos, los mira a los ojos y comienza a hablar.

—Buenas noches. Somos el doctor Sugrañes, neurólogo —señala a su compañero— y Lupiáñez, traumatólogo. Jefes del equipo que está atendiendo a su hijo. Antes de ir a los detalles, les doy el diagnóstico. Pueden estar razonablemente tranquilos. Las próximas cuarenta y ocho horas son cruciales, pero pensamos que Rafael tiene muchas posibilidades de recuperación.

Los informan de que ha sufrido un traumatismo craneoencefálico severo y se le ha formado un coágulo en el cerebro, muy localizado. El derrame está descartado después de la exploración y de las pruebas complementarias, que han consistido en una ecografía y una resonancia magnética. En esas edades lo más habitual es que se reabsorba en un tiempo razonable. Les hablan de un mes, dos a lo sumo y de que no le dejará secuelas.

Suspiran aliviados.

—¿Cuándo nos lo podremos llevar a casa? —Pregunta Manolo.

—No lo sabemos, pero lo importante es asegurarnos de que todo está bien y de que no va a haber recaída antes de que abandone el hospital.

Les explican que va a permanecer ingresado varios días en observación, para comprobar la evolución. Le administrarán analgésicos y antiinflamatorios por vía intravenosa. En una semana, dos a más tardar, si todo sigue el curso previsto, se le dará el alta y continuará la recuperación en su domicilio.

Carmen no comprende la pregunta de su marido. Se debe, sin duda, a las horas de angustia que han soportado. Qué más da si le dan el alta unos días antes o unos días después. La noticia de que su hijo va a salvar la vida y de que no arrastrará secuelas ha supuesto una liberación. La descripción del estado en que había quedado Rafa por algunas de las madres que estaban presentes durante el accidente, con las que han podido hablar, no les hacían presagiar nada bueno. El mutismo y el abatimiento de sus padres le habían puesto el alma en un hilo.

Mireia está en casa de una amiga. Su padre es el que salió corriendo en el parque y no pudo llegar a tiempo. Se le nota afectada. A pesar de su corta edad, de que están alternando juegos todo el rato y de que su amiga es bastante activa y dicharachera, Mireia está preocupada por Rafa. Están juntos casi todo el día y nota su ausencia. Le viene la imagen de la caída, los chillidos de los adultos, el revuelto, el ir y venir de los vecinos, la aparición de la ambulancia a gran velocidad con la sirena encendida y… rompe a llorar.

Manolo, veladamente, echa la culpa de lo sucedido a sus suegros. No han estado pendientes. No lo dice, pero ciertas insinuaciones cabrean a Carmen. Quiere aclararlo, pero él no suelta prenda.

—¿Quieres decir que han sido ellos lo culpables de lo que le ha pasado a Rafa?

—Yo no he dicho eso, pero después de este susto convendrás conmigo en que no pueden seguir haciéndose cargo de los niños.

—Ha sido un accidente. Podía haber pasado cuando estábamos nosotros a su cuidado.

—Ni te quito la razón ni te la doy.

—No sé por qué te pones tan enigmático. Dime lo que piensas y punto, aunque lo he deducido estos días.

   Ahora resulta que tienes poderes.

— El poder de la observación. Tu actitud, tu desdén cuando hablas de mis padres. No les has ido a reconfortar en ningún momento. Ni una palabra de aliento.

— Me resultan violentas las muestras de afecto. A los chicos nos cuestan más. Ya sabes.

—No empieces con los tópicos porque me mosquean esas generalizaciones de brocha gorda. Ni chicos ni chicas. Estás resentido y me parece injusto.

—Sabía que, tarde o temprano, ibas a montar la escenita. He sido amable con ellos.

—Algún formalismo cuando te has visto obligado para salir del paso, sin ninguna convicción. Eso se nota a la legua. No quiero ni pensar si a Rafa le hubiese pasado algo grave.

   Carmen, vamos a dejarlo. Tengo una reunión y ya voy tarde.

   Casualmente…

   Vale ya de suposiciones. Esta noche continuamos si es lo que quieres.

 

Carmen solicita una semana de permiso en el trabajo cuando le dan el alta en el hospital. En lo que sí que está de acuerdo con Manolo es en que hay que liberar a sus padres de la tarea de cuidar de Rafa y Mireia. Están mayores y los reflejos les fallan. Fue imbécil por ceder a la postura egoísta de su marido y ahora le pesa, porque después del episodio del parque van a pensar que se lo echan en cara. Manolo se empeñó y ahora parece como si hubiese sido al revés. Es muy hábil y ladino.

Bernabé y Sagrario van recuperándose, poco a poco, y alejando ese sentimiento de culpa que les ha tenido bastantes días acogotados, sin ganas de nada.  Carmen se lo ha explicado de la mejor manera que ha sido capaz. Para ellos ha supuesto un alivio. Los refuerza con besos y abrazos, pero sin pasarse. Nunca ha sido muy expansiva en los cariños y ellos lo percibirían como una indulgencia tras un grave error. Los niños son más espontáneos y naturales. Quieren a sus abuelos, se lo pasan bien cuando están con ellos. Son curiosos, les preguntan por qués a todas horas y aprenden mucho de su experiencia vital. Un rato con Rafa y Mireia jugando al cinquillo o a las damas les levanta el ánimo. Es un remedio mucho más agradable e inocuo que un ansiolítico. 

 Cuando pasa la semana, Carmen le dice a Manolo que Rafa todavía no está para volver al cole, que ahora le toca a él.

—¿Qué?

—Que pidas una semana de permiso para cuidar a Rafa y llevar al colegio a Mireia. Puede estar sola media hora que es lo que tardas.

—Eso es un apaño. Hay que pensar a largo plazo. Una vez descartados tus padres lo mejor es que pidas la cuenta.

—¿Perdona?

Al ver la rojez que había adquirido en pocos segundos el rostro de Carmen, Manolo intenta rectificar sobre la marcha.

—A lo mejor sería suficiente con que vuelvas a la media jornada.

—No. Otra vez no. Ya me he sacrificado bastante por esta familia.

—Con mi sueldo nos podremos apañar y con el tuyo no. Realismo mágico.

—Realismo puñetas. Has podido ascender en la empresa porque has tenido continuidad y yo me he propuesto tenerla. Mis compañeras y mi jefa están contentas con mi labor, me están proponiendo proyectos ilusionantes y no voy a volver a la media jornada. Es más, voy a trabajar más horas, aunque sea en casa.

—¿Y qué hacemos con los niños?

—Propón tú algo como novedad. Bueno, siendo honestos, ya planteaste lo de mis padres y no ha salido bien. Así que se me ocurre…¡Una reducción de jornada para el caballero!

—Si me la conceden, cosa que dudo, sería mi tumba laboral.

Carmen es ilustradora. Después de su última reincorporación han formado un equipo potente. La jefa no oculta su satisfacción con las ideas que propone y desarrolla, así como la profesionalidad que está demostrando. Aprovechó el cuidado de los niños para hacer un curso on line, de ilustración e impresión digital. Los últimos avances en software y herramientas de última generación en su ámbito. Bastante caro, pero le ha venido fenomenal para reciclarse e intentar ponerse al nivel de sus compañeros tras la ausencia. Los clientes están satisfechos y los encargos aumentan de forma considerable. Es un mundo en constante evolución. Le resulta edificante y, con respecto a la nómina, también lo está notando. No es un dinero para complementar el sueldo de Manolo. Si sigue así pueden llegar a igualarse en el salario en un tiempo prudencial. Ahora está haciendo formación, vía web, a cargo de la empresa. No está dispuesta a perder todo eso.

—¿Y trabajar desde casa? Esa jefa tan comprensiva y empoderada, que está tan contenta con tu «labor» no creo que se fuera a negar.

—¿A qué viene ese retintín? No, Manolo. Algún día suelto, si pasase algo imprevisto, puedo faltar o teletrabajar, pero está gestionando un equipo, necesitamos mantener un feedback constante, con ella y entre nosotras…

—Eso de usar anglicismos para darse importancia está de capa caída.

—…debates, contrastes, tormentas de ideas, que son mucho más intensas cuando   se trabaja codo con codo.

—Eso pinta muy bien, Carmen, pero te repito que no puedo reducir el horario a la mitad. Media hora, una a lo sumo.

Tienen una agarrada. Carmen nota en Manolo unos tintes machistas que hasta ahora no le habían parecido tan ostensibles. Al final llegan a un acuerdo. Se sacrificarán todos, infantes y adultos. Apuntan a los niños a «los primeros del cole», para desayunar y hacer alguna actividad antes de comenzar el horario lectivo. Los llevará Manolo todas las mañanas. Carmen se encargará de recogerlos por las tardes, tras «el ratito más», una actividad extraescolar de hora y media. Los apuntan a inglés y música.  El viernes los recogen en horario habitual, a las cuatro. Ese día Carmen tiene jornada continua.

 

Los abuelos van de visita de vez en cuando. Manolo y Bernabé siempre han mantenido las distancias, pero se respetaban e incluso hacían alguna bromilla sobre la cuestión.  Desde el incidente, Manolo no los mira con buenos ojos, no relaja su rictus serio y ellos se sienten cohibidos. Carmen ha tenido que esforzarse para convencerlo y dejar a los niños a dormir algún viernes o sábado con sus padres, como hacían antes si habían quedado para ir al teatro o a cenar fuera.

Los padres de Manolo viven en el pueblo y van algún fin de semana a verlos, pero no muy a menudo. A él tampoco le gusta el ambiente pueblerino, está desconectado de todas sus amistades y las preguntas «perniciosas» de los vecinos le exasperan. Considera que el mundo rural no les puede aportar nada a los niños. Únicamente ideas y costumbres obsoletas.

Cada vez están más tirantes por distintos asuntos y el diferente enfoque que pretende darles cada uno. Carmen precisa desahogarse con alguien, contarle sus miedos y sus dudas. Su madre no le sirve en esos menesteres porque en cuanto le diga que tienen problemas de pareja, se va a poner a hacer pucheros y a decirle que separarse es lo último, que ahora no aguantan desavenencias y, a continuación, le soltará todo el catecismo. ¡Qué pereza!

Necesita alguien más accesible, de su generación y que le dé la confianza suficiente. Se le ocurre quedar con Lucía, otrora su mejor amiga, pero el nacimiento de los críos y los vaivenes de la vida les han ido separando. No es que hayan discutido, se han ido alejando sin apenas percibirlo y espaciando cada vez más sus encuentros. Quedar en pareja fue un error, aunque era lo más lógico una vez consolidadas sus relaciones. En política y en fútbol los maridos están en las antípodas y les tocaba mediar para que cesasen las descalificaciones y la bronca no pasase a mayores. Cómo si no hubiese más cosas en la vida. Son primarios. Su experiencia con varones lo ha corroborado en un alto porcentaje. Ha caído en el tópico, lo que más detesta. Respira hondo.


 
Duda si llamarla o ponerle un wasap. Mejor lo primero, es más inmediato, aunque haya quedado anticuado. Está angustiada y cree que oír su voz será como un bálsamo.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Jubilados disponibles

 

¡No te quites el anillo que te vas a constipar!

—Pues no le veo la gracia.

—Ponte en situación, mujer. Era la época del destape. Nadiuska está en la cama desnuda, Fernando Esteso entra en la habitación y, como no se lo espera, los ojos le hacen chiribitas, se frota las manos y suelta la frase de marras.

—Me lo has contado cien veces. Y después ella le dice «spasiva», a lo que Esteso responde: «¡Pues si llegas a ser activa!». Es un humor burdo, carca y ha envejecido fatal.

—Oye, que ahora los progres a lo carca han pasado a llamarlo vintage y con esa denominación pasa el tamiz de lo políticamente correcto.

—No digas chorradas. Esas pelis no pasan ningún tamiz por muy holgados que tenga los agujeros. Te repito, no me hacían ninguna gracia entonces, así que menos ahora. Me sorprende que a ti sí, aunque siempre hayas sido más simple que un puzle de dos piezas.

—¿No puedes rebatir sin faltar? Cada uno tiene sus gustos.

—Pero hay gustos absurdos.

—Serán mejor esas películas tediosas, con subtítulos, que me hacías ver en los Renoir, de autor. De vividor, más bien. Planas, lentas, en las que nunca pasa nada. Me tragué dos, pero rápido me sacudí las moscas. Te dejé sola con tu gurú, Angélica. Te engatusa de tal manera que todo lo que te sugiere pasas a adorarlo con fervor, aunque sea un esperpento.

—Tengamos la fiesta en paz. Vamos a cambiar de tema que este me enciende y no quiero empezar mal la mañana. Baja a por el pan y vamos a desayunar.

—Sí, que hoy podemos hacerlo a una hora decente.

—No empieces.

—¿Este asunto tampoco lo quieres tocar? No es tan banal, es más peliagudo.

Sagrario se irrita y se impacienta.

—¿Bajas de una puñetera vez o bajo yo?

—Vale, vale. Ya voy. 

Bernabé y Sagrario son una pareja de jubilados que tienen que madrugar tanto como cuando acudían al trabajo, porque se han comprometido a echar una mano a su hija Carmen en el cuidado de los nietos. Se lo pidió por favor. A Bernabé no le hizo ninguna gracia, pero, ante la explosión de júbilo de su mujer, no se atrevió a exteriorizarlo en ese momento. Una pequeña disensión, sí, aunque fue aplacada sin ambages. 

—Bueno, lo tendremos que hablar a solas ¿No te parece, Sagrario? Tenemos nuestros compromisos…

—Tonterías.

 —…Nuestras amistades en el Centro de la tercera edad. Actividades que nos sirven para no anquilosarnos.

— Qué mejor actividad que cuidar de tu familia.

—Si fuesen días puntuales, no digo que no.

— Para eso estamos. Parece mentira, Bernabé.

—Bueno, Papá, no había caído. Podemos buscar, a ver si encontramos a alguna niñera que los lleve al cole por la mañana y se esté, a la salida, un rato con ellos en el parque, les dé la merienda y espere hasta que lleguemos de nuestros trabajos.

—Serían los primeros abuelos que no estuviesen deseando disfrutar de sus nietos. Si a todos les encantan —opinó, Manolo, el yerno—. Además, los martes estoy en casa, teletrabajo. Ese día libráis. Y los fines de semana, claro está.

Bernabé no contestó, en espera de matizarlo con Sagrario cuando llegasen a casa, pero no mostró ningún entusiasmo. Carmen se dio cuenta de que los habían puesto en un compromiso, que no tenían derecho a pedírselo. Manolo la había convencido. Llegaban justos a fin de mes y se ahorrarían un dinero curioso, aparte de que los abuelos estarían deseando. Se dio cuenta tarde de que esta última afirmación era gratuita.

Rafa, de cinco años y Mireia, de seis, están para comérselos. El pequeño estaba terminando el ciclo infantil, Carmen había empezado a trabajar a jornada completa y les pidieron que les ayudasen.

Cuando llegaron a casa Bernabé soltó su perorata. Había estado aguantando el tirón en casa de su hija y durante el trayecto en el coche, tampoco quiso alterarse, porque en su persona se cumplía el tópico de que los hombres no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo. No quería discutir ni alterarse mientras conducía. Se lo guardó para la intimidad del hogar.

—Joder, Sagrario. Nosotros ya hemos criado a nuestra hija y ahora nos tocaba disfrutar de la jubilación. Lo tenemos hablado.

—¿Y estar con tus nietos no es un disfrute? Son tan ricos… y casi no los vemos.

—Pues te vas a hartar como no llames ahora mismo para aclarar este entuerto en el que me has metido sin comerlo ni beberlo.

—¿Lo dices en serio? Berna, no tienes corazón. Me decepcionas.

—No empieces con tus pamemas. Sabes que todas las mañanas voy a jugar a la petanca. Hemos formado un grupo majo y lo pasamos bien charlando de nuestras cosas. Y lo peor es que tampoco podré ir a jugar la partida después de comer ¿Por qué tengo que renunciar a mis aficiones? Quiero una vida tranquila, me lo he ganado. Además, no estamos para pelear con críos. Lo de los nietos es un compromiso.

—Siempre te pones en lo peor. ¿Y la compensación de ayudar a tu hija? De sacarle de un apuro. ¿Y de ver crecer a Rafa y Mireia?, de disfrutar de sus gracias, de su inocencia y enseñarles cosas de la vida ¿No te reconforta?

—Eso ya lo hacemos, en mayor o menor medida, sin necesidad de atarnos a jornada completa. Lo que me extraña es tu docilidad y que no hayas dicho nada de tu grupo de teatro, del que hablas maravillas. Nunca puedes faltar. Te preparas un montón, llegas antes de la hora. ¿Qué le vas a decir a la directora? Angélica va a alucinar. Es la primera vez que abandonarías un proyecto o propuesta que haya salido de su mente. La sigues como un corderito.

—Lo va a comprender perfectamente.

—La última obra que montasteis, Menopaúsicas Anónimas, estuvo genial, me reí un montón, bordaste tu papel.

— Entonces para ti, la familia ¿carece de importancia?

—¡Por mi familia mato! Me recuerdas a la película del Padrino, Sagrario. Cuantas veces has nombrado a la familia en el día de hoy. Los quiero mucho, a Carmen y a mis nietos. Al chichibaile de mi yerno, bastante menos. Sé de sobra que ha sido el que ha parido la ocurrencia. Mi Carmen nos respeta.

—Hagámoslo por ella.

—Tu verás, Sagrario. Eso implicaría renunciar a los viajes del IMSERSO y alterar, todavía más, nuestra vida cotidiana. Pero, como siempre, te saldrás con la tuya. No seas boba. En este caso, no lo celebres como un triunfo. Manolo te la ha metido doblá.

—¿Cómo puedes ser tan basto?

—Sabes a lo que me refiero, pero te viene bien desviar la atención. Una vez dado el sí, recular es jodido.  A la vuelta de dos semanitas me cuentas, cariño.

A partir de ahí comenzaron los madrugones «¿Cómo iban a levantar a los niños tan temprano?». Hija y yerno, seguían estirando la goma. Era mejor que los abuelos fuesen a casa de sus nietos. Carmen y Manolo saldrían con destino a sus respectivos trabajos y Bernabé y Sagrario esperarían a una hora prudencial para despertarles y que les diese tiempo a vestirse y a desayunar. Después de repeinarlos y regarlos con agua de colonia, llegarían justo a la hora de entrada del colegio, a las nueve de la mañana.

—A Manolo voy a soltarle cuatro cosas cuando me lo eche a la cara. Es un fresco.

—¿Qué dices? Yo estoy orgullosa y feliz de atender a mis nietos. Lo paso bien contándoles cuentos y sucedidos. Eres un cascarrabias.

—Lo pintas muy bien, pero cuando cogen una rabieta, dos veces diarias de media, me mandas a mí a apagar el fuego. Tú, poli bueno. Ahora, ese rácano de yerno que nos ha tocado en suerte, quiere que vayamos a por los niños también a mediodía y que les hagamos la comida. Eso que se ahorra. Por ahí no paso. Vamos a hacer más viajes que el baúl de la Piquer.

—Es por su bien, Berna. Comen más tranquilos en su casa y reposan la comida. Ya tendrán tiempo de jugar y brincar en el parque cuando salgan de la escuela.

—Claro, muy comprensiva te veo. También tenemos que aguantar un rato los tostones de los padres, «¿Apiretal o Dalsy?, esa es la cuestión». Hasta que aparece tu hija porque al otro le vemos poco.

—Llega tarde. Por su cargo tiene reuniones y compromisos todo el día.

—Si a ti, te parece que esto es vida, perfecto, aunque a las nueve de la noche das unos cabezazos en el sofá y unos bostezos a los que me he ido acostumbrando, pero esos rugidos no son de este mundo.

—Vale ya, Berna, no me pinches más, que siempre acabas enfadándome.

—Porque las verdades escuecen.

—A ti si que te va a escocer el culo como me quite la zapatilla.

—En otro tiempo, pero ahora mientras doblas la bisagra, ya estoy en el Retiro. Perdóname la broma, Sagrario. Es que me jode la obligación que nos hemos echado encima. No te das cuenta de que es una responsabilidad enorme. En fin, no quiero ser el malo de la película.

Una tarde que los nietos están en el parque jugando con sus compañeros se escapa un balón y Rafa sale corriendo detrás de él. Bernabé se da cuenta de que va rodando directamente hacia la calle que bordea la zona de juegos, que es bastante transitada. Lo llama a gritos para que se detenga, pero el niño sigue ciego tras la pelota.  El abuelo intenta correr, pero solo consigue andar deprisa, como los atletas de marcha atlética, el cuerpo hace tiempo que no es capaz de iniciar un trote. Sigue su marcha, lo más rápido que puede. Al mismo tiempo rodea la boca con las manos, haciendo embudo y vocea, para advertir a su nieto del peligro. Del grupo de madres brota un murmullo, se han dado cuenta de la situación de riesgo que se está produciendo. Un padre abandona el corro a galope tendido, avanza a todo lo que le dan las piernas, va ganando velocidad, esquivando los setos y bancos que se interponen en su trayecto, pero no llega a tiempo.

Rafa sigue sin perder de vista a la pelota y no se percata de que se acerca un automóvil por la izquierda. Es eléctrico, no hace apenas ruido. Era la última posibilidad de que el niño reaccionase. El balón se cuela en los bajos, debajo del morro y el niño se topa con el neumático derecho, sale volando y cae, de cabeza, sobre la acera opuesta.  Los abuelos ven la escena completa, no hay árbol o mobiliario urbano que estorbe la visión en la trayectoria que han seguido el balón y el niño. Los transeúntes que pasan por allí, en ese momento, rodean al crío. Mientras, una de las madres ha llamado al 112 y una ambulancia del SAMUR aparece a los diez minutos. A Bernabé y a Sagrario se les hacen eternos, aunque ella, está tan tocada, que no comprende lo que ha pasado. Ve la realidad en penumbra, difuminada, aunque nota un vacío en el vientre que le da mal fario.

Bernabé pregunta al chófer de la ambulancia. Este le comenta que, al conductor del coche, presa de un ataque de ansiedad, se lo han llevado los policías municipales a una calle contigua mientras llega un psicólogo. «En cuanto al chico no le puedo informar, pues lo único que sé es que está dentro. Lo están explorando». En ese momento se oye un murmullo en el walkie que tiene sujeto al cinturón. «Perdone, me dicen que salimos para el 12 de Octubre. Vayan ustedes para allá. Entren por la puerta de Urgencias y digan que son familiares del chico».

 

Continuará …/…

domingo, 19 de enero de 2025

Capítulo 16 - Verano intensivo

 

El verano en La Casa del Pulpo resultó estresante para Renata. Los primeros días creía que iba a morir en el intento, aunque como todo, «al final se acostumbra una». Por lo menos, no llegaba hecha unos zorros y se acostaba directamente. Muy sobrada de energías tampoco, iba justita. Lo de leer ni se le pasaba por las mientes. Para eso se necesitaba concentración y a las dos páginas afloraban los bostezos y las cabezadas. Ver la tele, que es una actividad pasiva, sí. Iba zapeando porque no quería engancharse con películas y series que tendría que dejar a medias. Plataformas no tenía. Programas culturales como Pasea Madrid, las noticias del día o algún concurso del que le diese igual enterarse del desenlace. A esas horas también había un totum revolutum: programas sobre resolución de asesinatos; gente mostrando sus casas al público; operaciones quirúrgicas de reducción de estómago o de aumento de pecho; campeonatos de Póker; cazadores de tesoros (a las antigüedades les llamaban así), por diversos rincones de Estados Unidos…Al rato, las persianas de los ojos le caían sin remisión. Se solía desmaquillar, lavar los dientes y asear de manera liviana cuando entraba en casa. Así que, después de apagar la televisión, se dirigía a la cama en penumbra, caía como un fardo y no era persona hasta las doce del día siguiente.

Su cuerpo y, sobre todo, su mente, se fueron adiestrando, haciéndose fuertes, ante la nueva manera de ganarse el sustento. Ejercicios de meditación y mindfulness que encontró en un canal de YouTube pasaron a ser una actividad diaria a la que dedicaba entre veinte minutos y media hora. Le vinieron bien para abstraerse de todos los pensamientos que deambulaban por su cabeza. Aún así, llegaba agotada a casa y, hasta que pasó un mes, no fue controlando la situación y el cansancio físico fue remitiendo.

En cuanto al día a día, Renata, que siempre había sido una persona tímida, a la que le costaba romper el hielo, se hizo, poco a poco, con la clientela. Siempre dirigiéndose al público con cordialidad y, cuando cogía cierta confianza, desplegando chascarrillos y bromas bienintencionadas. La negociación, en la que logró que fuesen suyas todas las propinas de las mesas servidas por ella, que en principio tanto Vanesa, que la desinfló, como Xosé, que se mofó, por tratarse de una victoria pírrica, resultó fructífera y se tuvieron que tragar sus palabras.

Se demostró que, llevando la amabilidad por bandera y atendiéndoles con cuidado y presteza, a pesar de que muchos pagaban a través del datáfono, dejaban dinero suelto aparte y, esas monedas, eran depositadas en un bote, que se ponía boca abajo al final de la jornada y le reportaron un porcentaje considerable en el sueldo. Se les fue metiendo poco a poco en el bolsillo. A pesar de que alguna bandeja aterrizó y alguna copa, ocasionalmente se derramó, reaccionaba con diligencia y la escena volvía a sus orígenes. Limpiaba suelo, mesa y ropa, porque alguna vez también se dio esa fatalidad, y pedía disculpas encarecidas.

Llegaba a eso de las dos de mediodía, cuando todavía no se había llenado el local, pero los primeros comensales ya estaban en los postres. Se encargaba de la terraza, a no ser que estuvieran los dos espacios descompensados de clientela y entonces echaba una mano dentro. Se iba soltando con la bandeja. Lo primero que hacía era acomodar a los clientes, buscarles un sitio aparente y preguntarles por lo que iban a beber. Así, mientras les soltaba el tríptico con las comidas para que fuesen echando un vistazo, ella se dirigía a la barra con el pedido. Cuanto antes les sirviese y comenzasen a beber más consumirían al final. No era partidaria de remolonear, tardar en llevar las viandas, para que la gente ingiriese el líquido y pidiese otra consumición. Al final esa maniobra exasperaba a la clientela y creaba mala fama. Así que cogía la comanda y achuchaba en cocina para que no se durmiesen en los laureles.

Montse anduvo un poco picada durante unos días porque algunos clientes preguntaban por Renata y preferían que los atendiese ella. «Tantos años en el oficio, donde he echado los dientes y ahora escogen a una novata. Lo que me faltaba por ver». Se dio cuenta pronto de que esos berrinches no tenían lógica, porque todo el dinero iba a parar al mismo sitio. Incluso, suavizó un poco los modales, dentro de su idiosincrasia, tras comprobar que esa actitud mejoraba bastante el humor y el bolsillo de los clientes. Remedó a Renata en ese aire circunspecto, de ponerse en el lugar de los demás y aconsejarles la comida más apropiada, dependiendo de las existencias, el número de comensales o el apetito. Lo que no consiguió imitar fue la jovialidad y ese aire juvenil y desenfadado. «Milagros, Dios y los santos», decía Melquiades, entre risas, a Xosé, cuando no había moros en la costa.

Una noche, pasaron un susto de muerte. Un señor de mediana edad se atragantó. Intentó expulsar el trozo de comida, pero no fue capaz. Su rostro cambiaba a un tono cada vez más morado. Renata sabía, por las charlas que le habían dado en el hospital, que había que actuar con diligencia. En dos minutos la situación podía tornarse irreversible. Entonces, ella se dirigió a Xosé, que era alto y corpulento, para que saliese de la barra y acudiese echando leches. Le indicó como tenía que agarrar al señor para practicarle la maniobra Heimlich. En los cursos de primeros auxilios se lo enseñaron a través de vídeos y lo practicaron con un maniquí. El profesor, que en este caso era bombero, les hizo salir a la tarima, uno a uno, y les explicó como obrar, si se les diese el caso, sirviéndose del muñeco que yacía sobre la moqueta.

Xosé le abrazó desde atrás, entrelazó las manos y comenzó a darle apretones rítmicos, cada vez más secos, presionando sobre el esternón. Pasaron unos instantes fatídicos, en los que el cliente no reaccionaba, parecía había dejado de respirar, aunque Renata le tomo el pulso y todavía latía. Haciendo un esfuerzo ímprobo, le apretó sobre el pecho, aflojó un instante y volvió a presionar con ganas. El señor comenzó a toser. A continuación, escupió un trozo de comida indistinguible, a medio masticar, que cayó al suelo.  Abrió los ojos. Se le notaban vidriosos y daba el aspecto de que no sabía muy bien donde estaba. Fue volviendo en sí. A su esposa, que estaba comiendo con él, la habían sacado a la terraza y le estaban dando aire con un abanico, presa de un ataque de ansiedad. Se rehízo el afectado y, cogido del brazo de Renata, fue en busca de su mujer. Aparecieron los profesionales de emergencias en ese momento y se lo llevaron al hospital para hacerle pruebas y curarse en salud. Salió del local por su propio pie. La sensación colectiva era que todo había acabado bien.

El añusgamiento había sido ocasionado por un trozo de calamar que, como se dice coloquialmente, le había entrado por mal sitio. Siempre advertían a los comensales que cortasen la anilla en trozos pequeños, pero muchos no tenían en cuenta esta recomendación y se la metían casi entera en la boca. Para más inri, apenas la masticaban. Mas de un susto pasó Renata y sus compañeros ese verano, aunque ninguno tan serio como el de aquella noche.

La relación entre Xosé y Renata se fue limando según transcurrían los días y los meses. Se soportaban, pero escuetamente, sin coba ni halagos gratuitos. Era una relación laboral que pasó de ser fría a templada. Cuando llegó el otoño Renata cogió su semana de vacaciones, la que aprovecharía para ir a Silván. El local permanecería cerrado durante quince días. Aprovechan que la clientela disminuye un poco tras el periodo estival. Se solaparían los miembros de la familia para que el local no estuviese mucho tiempo con la persiana bajada. Una semana de descanso total, otra de zafarrancho de limpieza (cámaras, estanterías, vitrinas, cocina, cristalería, cubertería y vajilla…) y después abrirían Montse y Melquiades, que estarían diez días con Renata hasta que les relevaran Xosé y sus padres.

       A la vuelta de Silván se encuentra con una novedad. Durante el periodo de descanso han adquirido un loro gris de cola roja. Según la informan es la especie que mejor y más rápido aprende a hablar. Melquiades, que es del Atleti, le pone de nombre «Cholo». Los clientes le suelen pinchar bastante a costa del fútbol. Se meten con él porque choca en un gallego que sea de ese equipo y no del Celta o del Deportivo de la Coruña. Melquiades les responde ofuscado que él puede ser el equipo que le dé la real gana. Además, su familia es de Orense y con los equipos gallegos de primera división ni fu ni fa. Desde que está en Madrid ha simpatizado con el Atleti. El estadio Vicente Calderón estaba relativamente cerca de Usera y muchos hinchas venían a tomarse café y copa antes del partido y unas cañas después. En aquellos años, prácticamente todos los partidos se jugaban los domingos por la tarde. Le ganaron para la causa y ahora se ha convertido en un seguidor entusiasta, un colchonero orgulloso de serlo. Hace una década que trasladaron el estadio a la otra punta de la ciudad, pero su afición sigue intacta.

       Xosé, a su manera, es un cachondo y le ha enseñado algunas palabras a Cholo. Incluso frases breves. Al principio, cuando las personas salían del local, como estaba entre la máquina de tabaco y el rincón, no se le veía bien y pensaban que era Siri u otra pendejada de la inteligencia artificial. «¿Has pagao?». Eso es lo que dice sin que se lo esperen, con tono estridente y a gran volumen, cuando van a abrir la puerta para salir a la calle. Hace gracia entre los parroquianos que ya lo conocen, a pesar de que, en las primeras ocasiones, todos salían de su ensimismamiento, fruncían el entrecejo y echaban mano inconscientemente a la cartera. Ahora se ha convertido en uno más que forma parte de la familia pulpeira, «Que sí, Cholo, que sí que he pagado. ¡Menudo vigilante os habéis echado!».

       Los meses que lleva Renata trabajando en el local han arrojado un balance positivo. La recaudación ha crecido con respecto a otros veranos. Bien es verdad que abrir las dos terrazas, la de patio y la de calle, ha aumentado exponencialmente el espacio disponible. Pero claro, si no se hubiese mantenido la calidad y se hubiese mejorado la atención, sobre todo reforzando la plantilla para dar un servicio aceptable, los clientes hubieses volado del nido. Hubo picos de trabajo de auténtica locura. Se salió del paso con solvencia y todos reconocían, unos abiertamente y otros en su interior, que los consejos de Renata habían funcionado y ella como camarera había resultado excepcional. Su soltura era impropia de una principiante.

       Le comunican que ha pasado la prueba con creces y que la van a hacer fija. En invierno, media jornada, pues cierran bastante antes y la terraza de la vía pública no se monta. Fines de semana y navidades, jornada completa. A ella le parece bien, es lo que la pueden ofrecer. Quedará con Julián, que ya es conocido en el local, para que eche un vistazo al contrato y al resto de papeles. No es que no se fíe, pero siempre le ha llevado sus cosas. Además, lleva meses sin verlo y quiere ponerle al día de lo que vio en Silván. La nueva vida de Antonio, retirado el mundanal ruido, y el recelo que le da a ella el negocio cárnico, que no termina de arrancar. No sabe a ciencia cierta si Antonio y Julián tienen comunicación frecuente, pero en la última quedada de ambos con Vanesa comprobó que se habían despegado bastante.

       Días más tarde, ya en vigor el contrato de media jornada, a Renata le parece que Xosé la mira de una manera distinta, intuye que la quiere decir algo. A ella, después de las arremetidas que le lanzó, en pleno ataque de nervios por la novedad del trabajo, le extraña. Se puso faltón y bronco, con tintes machistas en sus valoraciones, cuando más compresión necesitaba. Menos mal que Montse salió al quite.  Después de pasar tantas horas trabajando, codo con codo, la repulsión desapareció. Ha comprobado que en el fondo es noblote, aunque suspicaz e irascible cuando se tuercen las cosas. Últimamente le nota cortado, parece que le cuesta hablar distendidamente con ella. Pregunta mecánicamente por pedidos, bebidas, comandas, ingredientes y todo lo referente a la faena. Es una máquina currando. Cuando la cosa está tranquila inicia conversaciones con ella, que no tienen que ver con el trabajo.  Incluso se ha interesado por temas personales, preguntándola cómo se encuentran sus padres. Eso la tiene escamada. Está dispuesta a abrir un poco la compuerta, ofrecerle algo parecido a amistad, pero pasar de ahí no lo contempla ni de broma. Después de todas estas componendas, piensa al pronto, que pueden ser elucubraciones fruto de su imaginación.

Un sábado, cuando están recogiendo, se le acerca y la propone ir a tomar una copa a la Sala Olvido, situada en la calle del mismo nombre, un par de manzanas más arriba de La Casa del Pulpo. Los fines de semana actúan grupos de pop-rock y a él le gusta mucho ese tipo de música. Ha quedado allí con unos amigos. Renata no da crédito a lo que está oyendo. Los planes nocturnos le dan un poco de pereza y más habiendo trabajado todo el día. Habrá que permanecer a pie firme, seguro. Acepta y al momento se arrepiente. Lo ha hecho sin meditarlo, por no desairar a Xosé. Piensa que ha supuesto, para él, un esfuerzo titánico atreverse a invitarla, pero su empatía suele ser malinterpretada, sobre todo por los varones y, hasta ahora, siempre ha acabado de mala manera.

Le choca coincidir en la Sala Olvido, a la que no entra desde hace un chorro de años, con gente conocida. No tanta como Xosé, que lleva toda la vida en el barrio y debe ser cliente habitual por lo que saluda a casi todos los presentes.  Renata saluda principalmente a vecinos y a algunos dependientes de comercios de Marcelo Usera. También a los clientes de la pulpería, a los que ha ido tratando y ganándose sus simpatías.

       Enrique y Xisco son una pareja gay que Xosé le presenta. Son amigos suyos, con los que alterna habitualmente. Enrique es del barrio. Ha vivido la transformación de los modelos de negocio y la multiculturalidad. El desembarco de inmigrantes de todas las latitudes, principalmente sudamericanos y chinos. Conversan sobre ellos, hablan de la desaparición de los comercios tradicionales y de la China Town en que se ha convertido la parte sur del barrio. Xisco es valenciano. Vino a estudiar a la capital. Se hospedó en un colegio mayor en el que las novatadas le dejaron un poco tocado. Con los «maricones» se ensañaban más. Le comentan que llevan quince años de pareja, los cinco últimos casados. Viven en la calle Amor Hermoso y la invitan a que pase a tomar algo con Xosé cuando quiera. Así, les enseñarán el piso y podrán charlar más a gusto, sin ruido de fondo. Xosé les informa de que un lunes sería el mejor día, pues cierran por descanso del personal. Renata contesta con evasivas y no dice ni sí, ni no. Apura su copa precipitadamente y se despide de los tres. Está destrozada después de un sábado agotador, el día de la semana que tienen más faena.

       Se dirige a su casa con ritmo decidido, deseando llegar cuanto antes. Cuando lo hace, se tira en el sofá y respira hondo. Hace unos ejercicios de relajación para que su ritmo cardiaco y su mente vuelvan al estado de reposo. Le pasa siempre que coincide con homosexuales, cuando los ve darse la mano, acariciarse o besarse. No está orgullosa de ello. Lo achaca a la educación puritana recibida. Colegio e instituto de monjas y tener progenitores religiosos. Sin embargo, esa justificación no la exime, porque tiene amigas que han recibido la misma instrucción y no tienen esa fobia. Es más, se ha enterado de que, entre ellas, alguna es lesbiana. Tiene que hacérselo mirar porque es consciente de que no es normal. Enrique y Xisco le han parecido buenos chicos, pero ha sentido repelús. Reconoce que es una actitud irracional, pues eran agradables de trato, de grata conversación y, si no le hubiesen comentado su inclinación sexual, ella no se habría rayado y no hubiese cogido las de Villadiego.

       Se acuesta al rato, aunque no es capaz de dormir. Su cabeza da vueltas como una hormigonera en la que se mezclasen arena, agua y cemento, un come come continuo le intranquiliza y se combinan en su mente escenas de distintas inquietudes. De sus padres, que cada vez están más mayores y no sabe hasta cuándo van a poder manejarse solos; de su vida laboral incierta, resuelta momentáneamente; de sus prejuicios sobre los homosexuales, que le irritan…No quiere recurrir al remanente de pastillas que heredó de Antonio. Lleva meses sin tomarse ninguna, aunque, en los tiempos posteriores a su marcha, la ayudaron a coger el sueño.

       Siente calor al pronto, pero, aparte del sudor que percibe en la frente y en las sienes, una excitación recorre su cuerpo. Retira sábana y colcha a patadas. Queda encima de la sábana bajera. Una imagen varonil toma forma en su imaginación. Flexiona las rodillas, se baja los pantalones del pijama despacio. Se despoja de ellos dejándoles caer al suelo por un lateral de la cama. Se deja puesta la pieza de la parte superior. Empieza a acariciarse por encima de las bragas, con los cuatro dedos unidos, posteriormente hace círculos concéntricos con el dedo índice. Suaves al principio, un leve roce con la yema. Siente la suave tela de algodón mojada. Se ha humedecido imperceptiblemente, sin apenas darse cuenta. Esta avergonzada porque está evocando la imagen de Xosé haciéndole el amor.

Comienza a hurgarse bajo la tela. Distingue como el vello enmarañado cede a su paso. Su fricción aumenta, su cadencia se acelera y empieza a convulsionar mientras gime de placer. Aminora el ritmo hasta parar. Nota la garganta reseca y amargor en el paladar. Se siente sucia. Nunca pensó que fuese a excitarse con ese chico. No quiere sucumbir. Lo ha pasado muy mal y está bien sola. Lo de masturbarse es una necesidad fisiológica después de tanto tiempo. Prefiere darse placer por sí misma al Satisfyer del que le habló Vanesa en una ocasión. Lo de evocar a Xosé es lo de menos. Inspirarse en cualquier individuo de buen ver le haría ponerse a cien, dado su calentón, después de tanto tiempo sin echarlo de menos. Todavía es joven. Xosé ni siquiera le ha tirado los tejos y se siente presionada. Está peor de lo que creía. Mientras todas esas autojustificaciones le sobrevuelan, le envuelve una nebulosa que se va espesando y se queda dormida.