domingo, 19 de enero de 2025

Capítulo 16 - Verano intensivo

 

El verano en La Casa del Pulpo resultó estresante para Renata. Los primeros días creía que iba a morir en el intento, aunque como todo, «al final se acostumbra una». Por lo menos, no llegaba hecha unos zorros y se acostaba directamente. Muy sobrada de energías tampoco, iba justita. Lo de leer ni se le pasaba por las mientes. Para eso se necesitaba concentración y a las dos páginas afloraban los bostezos y las cabezadas. Ver la tele, que es una actividad pasiva, sí. Iba zapeando porque no quería engancharse con películas y series que tendría que dejar a medias. Plataformas no tenía. Programas culturales como Pasea Madrid, las noticias del día o algún concurso del que le diese igual enterarse del desenlace. A esas horas también había un totum revolutum: programas sobre resolución de asesinatos; gente mostrando sus casas al público; operaciones quirúrgicas de reducción de estómago o de aumento de pecho; campeonatos de Póker; cazadores de tesoros (a las antigüedades les llamaban así), por diversos rincones de Estados Unidos…Al rato, las persianas de los ojos le caían sin remisión. Se solía desmaquillar, lavar los dientes y asear de manera liviana cuando entraba en casa. Así que, después de apagar la televisión, se dirigía a la cama en penumbra, caía como un fardo y no era persona hasta las doce del día siguiente.

Su cuerpo y, sobre todo, su mente, se fueron adiestrando, haciéndose fuertes, ante la nueva manera de ganarse el sustento. Ejercicios de meditación y mindfulness que encontró en un canal de YouTube pasaron a ser una actividad diaria a la que dedicaba entre veinte minutos y media hora. Le vinieron bien para abstraerse de todos los pensamientos que deambulaban por su cabeza. Aún así, llegaba agotada a casa y, hasta que pasó un mes, no fue controlando la situación y el cansancio físico fue remitiendo.

En cuanto al día a día, Renata, que siempre había sido una persona tímida, a la que le costaba romper el hielo, se hizo, poco a poco, con la clientela. Siempre dirigiéndose al público con cordialidad y, cuando cogía cierta confianza, desplegando chascarrillos y bromas bienintencionadas. La negociación, en la que logró que fuesen suyas todas las propinas de las mesas servidas por ella, que en principio tanto Vanesa, que la desinfló, como Xosé, que se mofó, por tratarse de una victoria pírrica, resultó fructífera y se tuvieron que tragar sus palabras.

Se demostró que, llevando la amabilidad por bandera y atendiéndoles con cuidado y presteza, a pesar de que muchos pagaban a través del datáfono, dejaban dinero suelto aparte y, esas monedas, eran depositadas en un bote, que se ponía boca abajo al final de la jornada y le reportaron un porcentaje considerable en el sueldo. Se les fue metiendo poco a poco en el bolsillo. A pesar de que alguna bandeja aterrizó y alguna copa, ocasionalmente se derramó, reaccionaba con diligencia y la escena volvía a sus orígenes. Limpiaba suelo, mesa y ropa, porque alguna vez también se dio esa fatalidad, y pedía disculpas encarecidas.

Llegaba a eso de las dos de mediodía, cuando todavía no se había llenado el local, pero los primeros comensales ya estaban en los postres. Se encargaba de la terraza, a no ser que estuvieran los dos espacios descompensados de clientela y entonces echaba una mano dentro. Se iba soltando con la bandeja. Lo primero que hacía era acomodar a los clientes, buscarles un sitio aparente y preguntarles por lo que iban a beber. Así, mientras les soltaba el tríptico con las comidas para que fuesen echando un vistazo, ella se dirigía a la barra con el pedido. Cuanto antes les sirviese y comenzasen a beber más consumirían al final. No era partidaria de remolonear, tardar en llevar las viandas, para que la gente ingiriese el líquido y pidiese otra consumición. Al final esa maniobra exasperaba a la clientela y creaba mala fama. Así que cogía la comanda y achuchaba en cocina para que no se durmiesen en los laureles.

Montse anduvo un poco picada durante unos días porque algunos clientes preguntaban por Renata y preferían que los atendiese ella. «Tantos años en el oficio, donde he echado los dientes y ahora escogen a una novata. Lo que me faltaba por ver». Se dio cuenta pronto de que esos berrinches no tenían lógica, porque todo el dinero iba a parar al mismo sitio. Incluso, suavizó un poco los modales, dentro de su idiosincrasia, tras comprobar que esa actitud mejoraba bastante el humor y el bolsillo de los clientes. Remedó a Renata en ese aire circunspecto, de ponerse en el lugar de los demás y aconsejarles la comida más apropiada, dependiendo de las existencias, el número de comensales o el apetito. Lo que no consiguió imitar fue la jovialidad y ese aire juvenil y desenfadado. «Milagros, Dios y los santos», decía Melquiades, entre risas, a Xosé, cuando no había moros en la costa.

Una noche, pasaron un susto de muerte. Un señor de mediana edad se atragantó. Intentó expulsar el trozo de comida, pero no fue capaz. Su rostro cambiaba a un tono cada vez más morado. Renata sabía, por las charlas que le habían dado en el hospital, que había que actuar con diligencia. En dos minutos la situación podía tornarse irreversible. Entonces, ella se dirigió a Xosé, que era alto y corpulento, para que saliese de la barra y acudiese echando leches. Le indicó como tenía que agarrar al señor para practicarle la maniobra Heimlich. En los cursos de primeros auxilios se lo enseñaron a través de vídeos y lo practicaron con un maniquí. El profesor, que en este caso era bombero, les hizo salir a la tarima, uno a uno, y les explicó como obrar, si se les diese el caso, sirviéndose del muñeco que yacía sobre la moqueta.

Xosé le abrazó desde atrás, entrelazó las manos y comenzó a darle apretones rítmicos, cada vez más secos, presionando sobre el esternón. Pasaron unos instantes fatídicos, en los que el cliente no reaccionaba, parecía había dejado de respirar, aunque Renata le tomo el pulso y todavía latía. Haciendo un esfuerzo ímprobo, le apretó sobre el pecho, aflojó un instante y volvió a presionar con ganas. El señor comenzó a toser. A continuación, escupió un trozo de comida indistinguible, a medio masticar, que cayó al suelo.  Abrió los ojos. Se le notaban vidriosos y daba el aspecto de que no sabía muy bien donde estaba. Fue volviendo en sí. A su esposa, que estaba comiendo con él, la habían sacado a la terraza y le estaban dando aire con un abanico, presa de un ataque de ansiedad. Se rehízo el afectado y, cogido del brazo de Renata, fue en busca de su mujer. Aparecieron los profesionales de emergencias en ese momento y se lo llevaron al hospital para hacerle pruebas y curarse en salud. Salió del local por su propio pie. La sensación colectiva era que todo había acabado bien.

El añusgamiento había sido ocasionado por un trozo de calamar que, como se dice coloquialmente, le había entrado por mal sitio. Siempre advertían a los comensales que cortasen la anilla en trozos pequeños, pero muchos no tenían en cuenta esta recomendación y se la metían casi entera en la boca. Para más inri, apenas la masticaban. Mas de un susto pasó Renata y sus compañeros ese verano, aunque ninguno tan serio como el de aquella noche.

La relación entre Xosé y Renata se fue limando según transcurrían los días y los meses. Se soportaban, pero escuetamente, sin coba ni halagos gratuitos. Era una relación laboral que pasó de ser fría a templada. Cuando llegó el otoño Renata cogió su semana de vacaciones, la que aprovecharía para ir a Silván. El local permanecería cerrado durante quince días. Aprovechan que la clientela disminuye un poco tras el periodo estival. Se solaparían los miembros de la familia para que el local no estuviese mucho tiempo con la persiana bajada. Una semana de descanso total, otra de zafarrancho de limpieza (cámaras, estanterías, vitrinas, cocina, cristalería, cubertería y vajilla…) y después abrirían Montse y Melquiades, que estarían diez días con Renata hasta que les relevaran Xosé y sus padres.

       A la vuelta de Silván se encuentra con una novedad. Durante el periodo de descanso han adquirido un loro gris de cola roja. Según la informan es la especie que mejor y más rápido aprende a hablar. Melquiades, que es del Atleti, le pone de nombre «Cholo». Los clientes le suelen pinchar bastante a costa del fútbol. Se meten con él porque choca en un gallego que sea de ese equipo y no del Celta o del Deportivo de la Coruña. Melquiades les responde ofuscado que él puede ser el equipo que le dé la real gana. Además, su familia es de Orense y con los equipos gallegos de primera división ni fu ni fa. Desde que está en Madrid ha simpatizado con el Atleti. El estadio Vicente Calderón estaba relativamente cerca de Usera y muchos hinchas venían a tomarse café y copa antes del partido y unas cañas después. En aquellos años, prácticamente todos los partidos se jugaban los domingos por la tarde. Le ganaron para la causa y ahora se ha convertido en un seguidor entusiasta, un colchonero orgulloso de serlo. Hace una década que trasladaron el estadio a la otra punta de la ciudad, pero su afición sigue intacta.

       Xosé, a su manera, es un cachondo y le ha enseñado algunas palabras a Cholo. Incluso frases breves. Al principio, cuando las personas salían del local, como estaba entre la máquina de tabaco y el rincón, no se le veía bien y pensaban que era Siri u otra pendejada de la inteligencia artificial. «¿Has pagao?». Eso es lo que dice sin que se lo esperen, con tono estridente y a gran volumen, cuando van a abrir la puerta para salir a la calle. Hace gracia entre los parroquianos que ya lo conocen, a pesar de que, en las primeras ocasiones, todos salían de su ensimismamiento, fruncían el entrecejo y echaban mano inconscientemente a la cartera. Ahora se ha convertido en uno más que forma parte de la familia pulpeira, «Que sí, Cholo, que sí que he pagado. ¡Menudo vigilante os habéis echado!».

       Los meses que lleva Renata trabajando en el local han arrojado un balance positivo. La recaudación ha crecido con respecto a otros veranos. Bien es verdad que abrir las dos terrazas, la de patio y la de calle, ha aumentado exponencialmente el espacio disponible. Pero claro, si no se hubiese mantenido la calidad y se hubiese mejorado la atención, sobre todo reforzando la plantilla para dar un servicio aceptable, los clientes hubieses volado del nido. Hubo picos de trabajo de auténtica locura. Se salió del paso con solvencia y todos reconocían, unos abiertamente y otros en su interior, que los consejos de Renata habían funcionado y ella como camarera había resultado excepcional. Su soltura era impropia de una principiante.

       Le comunican que ha pasado la prueba con creces y que la van a hacer fija. En invierno, media jornada, pues cierran bastante antes y la terraza de la vía pública no se monta. Fines de semana y navidades, jornada completa. A ella le parece bien, es lo que la pueden ofrecer. Quedará con Julián, que ya es conocido en el local, para que eche un vistazo al contrato y al resto de papeles. No es que no se fíe, pero siempre le ha llevado sus cosas. Además, lleva meses sin verlo y quiere ponerle al día de lo que vio en Silván. La nueva vida de Antonio, retirado el mundanal ruido, y el recelo que le da a ella el negocio cárnico, que no termina de arrancar. No sabe a ciencia cierta si Antonio y Julián tienen comunicación frecuente, pero en la última quedada de ambos con Vanesa comprobó que se habían despegado bastante.

       Días más tarde, ya en vigor el contrato de media jornada, a Renata le parece que Xosé la mira de una manera distinta, intuye que la quiere decir algo. A ella, después de las arremetidas que le lanzó, en pleno ataque de nervios por la novedad del trabajo, le extraña. Se puso faltón y bronco, con tintes machistas en sus valoraciones, cuando más compresión necesitaba. Menos mal que Montse salió al quite.  Después de pasar tantas horas trabajando, codo con codo, la repulsión desapareció. Ha comprobado que en el fondo es noblote, aunque suspicaz e irascible cuando se tuercen las cosas. Últimamente le nota cortado, parece que le cuesta hablar distendidamente con ella. Pregunta mecánicamente por pedidos, bebidas, comandas, ingredientes y todo lo referente a la faena. Es una máquina currando. Cuando la cosa está tranquila inicia conversaciones con ella, que no tienen que ver con el trabajo.  Incluso se ha interesado por temas personales, preguntándola cómo se encuentran sus padres. Eso la tiene escamada. Está dispuesta a abrir un poco la compuerta, ofrecerle algo parecido a amistad, pero pasar de ahí no lo contempla ni de broma. Después de todas estas componendas, piensa al pronto, que pueden ser elucubraciones fruto de su imaginación.

Un sábado, cuando están recogiendo, se le acerca y la propone ir a tomar una copa a la Sala Olvido, situada en la calle del mismo nombre, un par de manzanas más arriba de La Casa del Pulpo. Los fines de semana actúan grupos de pop-rock y a él le gusta mucho ese tipo de música. Ha quedado allí con unos amigos. Renata no da crédito a lo que está oyendo. Los planes nocturnos le dan un poco de pereza y más habiendo trabajado todo el día. Habrá que permanecer a pie firme, seguro. Acepta y al momento se arrepiente. Lo ha hecho sin meditarlo, por no desairar a Xosé. Piensa que ha supuesto, para él, un esfuerzo titánico atreverse a invitarla, pero su empatía suele ser malinterpretada, sobre todo por los varones y, hasta ahora, siempre ha acabado de mala manera.

Le choca coincidir en la Sala Olvido, a la que no entra desde hace un chorro de años, con gente conocida. No tanta como Xosé, que lleva toda la vida en el barrio y debe ser cliente habitual por lo que saluda a casi todos los presentes.  Renata saluda principalmente a vecinos y a algunos dependientes de comercios de Marcelo Usera. También a los clientes de la pulpería, a los que ha ido tratando y ganándose sus simpatías.

       Enrique y Xisco son una pareja gay que Xosé le presenta. Son amigos suyos, con los que alterna habitualmente. Enrique es del barrio. Ha vivido la transformación de los modelos de negocio y la multiculturalidad. El desembarco de inmigrantes de todas las latitudes, principalmente sudamericanos y chinos. Conversan sobre ellos, hablan de la desaparición de los comercios tradicionales y de la China Town en que se ha convertido la parte sur del barrio. Xisco es valenciano. Vino a estudiar a la capital. Se hospedó en un colegio mayor en el que las novatadas le dejaron un poco tocado. Con los «maricones» se ensañaban más. Le comentan que llevan quince años de pareja, los cinco últimos casados. Viven en la calle Amor Hermoso y la invitan a que pase a tomar algo con Xosé cuando quiera. Así, les enseñarán el piso y podrán charlar más a gusto, sin ruido de fondo. Xosé les informa de que un lunes sería el mejor día, pues cierran por descanso del personal. Renata contesta con evasivas y no dice ni sí, ni no. Apura su copa precipitadamente y se despide de los tres. Está destrozada después de un sábado agotador, el día de la semana que tienen más faena.

       Se dirige a su casa con ritmo decidido, deseando llegar cuanto antes. Cuando lo hace, se tira en el sofá y respira hondo. Hace unos ejercicios de relajación para que su ritmo cardiaco y su mente vuelvan al estado de reposo. Le pasa siempre que coincide con homosexuales, cuando los ve darse la mano, acariciarse o besarse. No está orgullosa de ello. Lo achaca a la educación puritana recibida. Colegio e instituto de monjas y tener progenitores religiosos. Sin embargo, esa justificación no la exime, porque tiene amigas que han recibido la misma instrucción y no tienen esa fobia. Es más, se ha enterado de que, entre ellas, alguna es lesbiana. Tiene que hacérselo mirar porque es consciente de que no es normal. Enrique y Xisco le han parecido buenos chicos, pero ha sentido repelús. Reconoce que es una actitud irracional, pues eran agradables de trato, de grata conversación y, si no le hubiesen comentado su inclinación sexual, ella no se habría rayado y no hubiese cogido las de Villadiego.

       Se acuesta al rato, aunque no es capaz de dormir. Su cabeza da vueltas como una hormigonera en la que se mezclasen arena, agua y cemento, un come come continuo le intranquiliza y se combinan en su mente escenas de distintas inquietudes. De sus padres, que cada vez están más mayores y no sabe hasta cuándo van a poder manejarse solos; de su vida laboral incierta, resuelta momentáneamente; de sus prejuicios sobre los homosexuales, que le irritan…No quiere recurrir al remanente de pastillas que heredó de Antonio. Lleva meses sin tomarse ninguna, aunque, en los tiempos posteriores a su marcha, la ayudaron a coger el sueño.

       Siente calor al pronto, pero, aparte del sudor que percibe en la frente y en las sienes, una excitación recorre su cuerpo. Retira sábana y colcha a patadas. Queda encima de la sábana bajera. Una imagen varonil toma forma en su imaginación. Flexiona las rodillas, se baja los pantalones del pijama despacio. Se despoja de ellos dejándoles caer al suelo por un lateral de la cama. Se deja puesta la pieza de la parte superior. Empieza a acariciarse por encima de las bragas, con los cuatro dedos unidos, posteriormente hace círculos concéntricos con el dedo índice. Suaves al principio, un leve roce con la yema. Siente la suave tela de algodón mojada. Se ha humedecido imperceptiblemente, sin apenas darse cuenta. Esta avergonzada porque está evocando la imagen de Xosé haciéndole el amor.

Comienza a hurgarse bajo la tela. Distingue como el vello enmarañado cede a su paso. Su fricción aumenta, su cadencia se acelera y empieza a convulsionar mientras gime de placer. Aminora el ritmo hasta parar. Nota la garganta reseca y amargor en el paladar. Se siente sucia. Nunca pensó que fuese a excitarse con ese chico. No quiere sucumbir. Lo ha pasado muy mal y está bien sola. Lo de masturbarse es una necesidad fisiológica después de tanto tiempo. Prefiere darse placer por sí misma al Satisfyer del que le habló Vanesa en una ocasión. Lo de evocar a Xosé es lo de menos. Inspirarse en cualquier individuo de buen ver le haría ponerse a cien, dado su calentón, después de tanto tiempo sin echarlo de menos. Todavía es joven. Xosé ni siquiera le ha tirado los tejos y se siente presionada. Está peor de lo que creía. Mientras todas esas autojustificaciones le sobrevuelan, le envuelve una nebulosa que se va espesando y se queda dormida.

miércoles, 1 de enero de 2025

Capítulo 15 - Ganadería extensiva

 

Testaruda, no, lo siguiente.

—Renata, me prometiste que después de temporada si que vendrías. Tras la jupa de verano que te has pegado ¿no me digas que no te apetece unos días en plena naturaleza?

—Qué bien lo pintas, sino fuese porque me tengo que reencontrar con mi exmarido y mis exsuegros. No es plato de gusto.

—¿No sientes curiosidad por saber como le van las cosas a Antonio?

—La misma que tiene él por saber de mi vida. En estos meses la comunicación ha sido casi inexistente y, las pocas veces que hemos contactado, fue debido a que una servidora ha iniciado la conversación. Como va a su bola y nada más que responde con vaguedades y monosílabos, no he vuelto a interesarme. Que le zurzan.

—Vamos a alquilar una casa en los aledaños del pueblo, allí nos hospedaremos, no vas a tener que convivir con Mariana ni con Pancracio.

—Pero ¿A quién quieres engañar? Silván es poco más que una aldea. En cuanto sepan que paramos por allí nos irán a buscar. Eso si no te vas de la lengua antes y nos están esperando a la llegada, que tú y Antonio, según parece, seguís manteniendo vuestra sólida amistad.

—He dicho que no vas a convivir, pero verlos, claro que los veremos. Es el principal objetivo de este viaje. Saber de él y de su nueva vida. No te lo he ocultado.

—No sé que decirte. Por una parte, me gustaría volver a esos parajes y saludar, no solo a ellos, sino a todos los paisanos que me conocen. Aunque íbamos poco, trabé amistad con algunas personas y les guardo cariño.

—Pero…

—Dije que iba a hacer borrón y cuenta nueva y este viaje va a avivar ascuas que intento olvidar, pero que permanecen latentes en mí. Me da un poco de miedo volver a caer al hoyo y tener que curar, de nuevo, heridas que tardaron en cicatrizar.

 

La perseverancia de Vanesa hace que claudique. Ella deseaba, a toda costa, compañía femenina en la expedición para poder desahogarse, intercambiar confidencias y cotorrear sin temor de ser delatada. No quiere ir únicamente con su familia, quiere alguien que le ayude también en esos trances, con críos y demás. Además, a Renata, una vez acabado el verano, que ha sido laboralmente intenso, le corresponde una semana de vacaciones y le va a salir gratis. El traslado lo hará con toda la troupe, en el vehículo de Luis y la invitarán al alojamiento. Correrán con el gasto del alquiler de la casa que, previamente, ha ajustado Antonio con los dueños. Lo que más aprensión le da es Mariana. Coincidir otra vez con su exsuegra y su lengua afilada no es plato de gusto. Si cuando eran familia le decía improperios a la cara, ahora le sacará los colores a la menor ocasión. Se convence de que es un mal necesario que habrá que soportar para disfrutar de todo lo demás y conocer de primera mano como se las apaña su ex en la nueva vida.

Habían quedado con Antonio en que iría a recibirlos a la casa de alquiler. Se la enseñaría, descargarían los bultos, colocarían la ropa, utensilios de aseo y demás bártulos y, cuando estuviesen medianamente acomodados, irían a comer con sus padres, Pancracio y Mariana, a la casa familiar. Madrugaron para poder llegar a mediodía. Durante el trayecto, Vanesa cruzó un par de wasap con Antonio para informarle de su localización. Los niños fueron dormidos un buen rato y cuando no, Renata, que iba con ellos atrás, los entretuvo para que no diesen la murga. Aunque tenía falta de costumbre, tiró de un clásico, el veo veo. Raquel era más perspicaz que Felipe. Este tenía mal perder y se ofuscaba. «Cómo es chica la das más pistas que a mí». Se cruzaba de brazos, fruncía el ceño, arrugaba los morros y durante un rato no quería jugar. Cuando estaban a pocos kilómetros de su destino, Vanesa avisó para que Antonio se acercase.

El GPS por aquellos parajes falla bastante, la cobertura es deficiente, así que se liaron un poco. Además, muchas de las casas están en caminos. Solo había un cogollo formado por la plaza y un par de calles aledañas que conformaban el casco urbano. El resto eran casas salpicadas, algunas de ellas en lomas a las que se accedía por veredas sinuosas. Después de equivocarse un par de veces y dar la vuelta hasta la carretera que atravesaba la población, por fin, divisaron a Antonio que estaba en el arcén, a la salida de una curva. Les echó el alto y les indicó, con un braceo cadencioso, que abandonaran la vía principal y aparcasen a la derecha en un falso llano.

Delante estaba la casa que había de ser su hogar los próximos días. Tejado de pizarra, intrínseco de la zona. Tenía un pequeño porche delantero al que se accedía subiendo tres escalones situados a la derecha, con pasamanos de madera. Una vereda también pizarrosa, que llevaba hasta la entrada de la vivienda, brillaba a pesar de que el día estaba nublado. Eso es lo que se distinguía desde el interior del vehículo. Fueron saliendo. Luis fue directamente a dar la mano a Antonio, pero este tiró de ella y se dieron el típico abrazo masculino con palmotadas recias y sonoras en las espaldas: «coño, estás hecho un chaval, se ve que la naturaleza te rejuvenece». Mientras, Vanesa y Renata liberaban, cada una a uno de los gemelos, del cinturón de seguridad. Se acercaron donde estaban los hombres que ya se habían medido las costillas y seguían preguntándose formalidades. Los niños, un poco cohibidos, miraban hacia el suelo y se intentaban proteger detrás de las piernas de las dos amigas, asomando un ojo de vez en cuando. Renata estaba un poco azorada por tener delante a su exmarido después de tanto tiempo. Antonio rompió el hielo.


—Bienvenidos a Silván, mi pueblo, pequeño pero precioso, situado en plena naturaleza como estáis comprobando. ¿El viaje bien?

—Bien. No se ha hecho muy pesado. Los niños, que son los que más cargantes se ponen en el coche, cuando tienes que permanecer varias horas en él, se han portado fenomenal. Mucho ha tenido que ver en ello su tía adoptiva.

—Así que ahora eres tía, Renata. Qué callado te lo tenías. Mujer, ¿se te ha comido la lengua el gato? —se acercó lentamente a ella que no sabía hacia donde mirar—. Gracias por venir, me hace ilusión —se dieron dos besos y a continuación, un abrazo. Así permanecieron hasta que Vanesa cortó la escena con una pregunta en alta voz.

—¿Y a mí no me das las gracias después de la que he tenido que montar?

—A ti también, mujer, pero habrá que ir por partes ¿Te da pelusilla? —se echó a reír por lo bajo —. Tiene mucho mérito que hayas traído hasta aquí a toda tu familia y hayas convencido a Renata. Sinceramente lo veía complicado. Te tenía otro abrazo reservado, pero has pecado de impaciente. ¿No me presentas a los niños?

—Claro. Están acobardados, pero cuando cojan confianza no te arriendo las ganancias. Te van a brear a preguntas y vas a sudar la gota gorda. ¡Raquel!¡Felipe! Saludad a Antonio. Es mi amigo. Gracias a él vamos a pasar unos días en este sitio tan bonito.

—Dice mi madre que tienes unos perros muy grandes. ¿Muerden? —preguntó Raquel.

—Qué va. Son muy noblotes. Les tengo para cuidar y reunir al ganado. En realidad, son de mi padre, pero seguro que os deja que vayáis al aprisco a acariciarlos y a jugar un rato con ellos. Se llaman Zipi y Zape.

—¿Qué es eso? —dijo, Felipe.

—¿El qué?

—El «pisco» ese.

—Ah, el aprisco. Es un establo. Donde guardamos al ganado para protegerlo de la lluvia, del frío, del calor…, en fin. También les damos de comer y pasan la noche allí. Durante el día los soltamos por los prados para que coman toda la hierba fresca que puedan. Los perros se mantienen alerta y pasan todo el día con chotos, vacas y terneros.

—A mi me dan miedo las vacas ¿Son muy grandes?

—Son mansas, Raquel. Eso sí, son mas altas que tú. Te voy a dar unos consejos y vas a ver como te haces amiga de ellas. Siempre de cara y con la mano abierta para acariciarles el testuz que es esa planicie que tienen debajo de los cuernos. Nunca pases por detrás porque se pueden asustar y sacudirte con el rabo, como si fuese un látigo o, lo que es peor, soltarte una coz. Por último, ten cuidado no te acerques demasiado y te vayan a dar un pisotón. Pesan quinientos kilos y te pueden destrozar el pie.

—¿Puedes repetir, profe? —preguntó Felipe y todos se echaron a reír.

—Tranquilo, mozo, no hace falta que tomes apuntes, cuando subamos a verlas te lo iré diciendo sobre la marcha. Son cuatro cosas y ya verás como te resulta fácil. Hasta os dejaré echarlas de comer y darles alguna golosina directamente en la boca.

—¿Comen chuches?

—Sí, pero las chuches de los terneros son muy distintas a las vuestras. Tienen otros gustos. Y basta de palabrería. Sacad el equipaje que voy a enseñaros la casa y donde está el automático, la llave de paso, el calentador y demás. Ya colocaréis vuestras pertenencias a la vuelta, que mis padres estarán esperando con la comida preparada.

Julián, había declinado la invitación. Le apetecía mucho ver a Antonio después de tanto tiempo. Estaba un poco tenso tras sus encuentros y desencuentro con Vanesa y no sabía cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Podían darse escenitas de mujer despechada y perdonaba el bollo por el coscorrón. Renata le dijo que Vanesa no era así, pero él pensaba diferente. Esa mujer era capaz de cualquier cosa. Y estando el cornudo presente era mejor evitar el peligro. Definitivamente se quedaría en Madrid.

Se dirigen todos andando a la casa familiar de Antonio. Afuera les están esperando Pancracio y Mariana que, en cuanto llegan, se deshacen en halagos. Se saludan, se hacen las presentaciones de rigor y Pancracio, en cuanto puede, se lleva a un aparte a Renata. Le da dos besos y un abrazo pudoroso.

—¿Qué tal te va la vida princesa? Estás tan bella como siempre.

—Y tú tan zalamero como de costumbre. Estoy más estropeada. El tiempo y las preocupaciones han hecho mella en mí. ¿A quién quieres engañar?

—Yo te veo estupenda.

—Gracias, Pancracio. Para ti la perra chica.

—Vamos dentro —resonó la voz de Mariana—. Vosotros dos, dejaros de cuchicheos y a poner la mesa que resulta muy feo cuando se está en grupo ponerse a decir secretitos.

—Esta Mariana, genio y figura.  Vamos a comer —dijo Pancracio. He puesto una mesa pequeña para los niños. No cabíamos todos en la grande.


Una vez dentro, Vanesa le dijo que uniera ambas mesas para que ella estuviese al tanto de los peques y no tuviese que andar levantándose cada tres por dos. Así lo hicieron, colocándose Luis y Vanesa en un extremo, pegados a los gemelos; Antonio y Renata, en medio y, en el otro extremo Pancracio y Mariana. Las tres parejas enfrentadas. Cuatro, contando a los gemelos.

La mesa estaba preparada y en el centro había una pieza metálica circular para apoyar la olla. Antonio la cogió de las asas y la colocó encima del salvamantel. Mariana se dispuso a servir el primer plato, un pote. Todavía no hacía mucho frío, pero entonaría el cuerpo. De segundo, unos entrecots que había comprado Antonio en O Bolo, un pueblo cercano, pero ya en la provincia de Orense. Eran tiernos, pero nada que ver a los que iba a comercializar Antonio en breve, según informó Mariana. Esa raza no se conocía en los contornos.

A Pancracio no se le veía tan optimista, crispó el gesto ante las palabras de su esposa. Renata quiso saber el motivo, pero Antonio hizo el quite. Estaba un poco ofuscado porque había perdido dos terneros y una vaca en los últimos partos. Pancracio le recriminaba que el Aberdeen no era un semental para esas vacas ni para ese terreno. No estaba acostumbrado a los fríos del monte, aunque le tenían en palmitas y siempre a cubierto para que no se resfriase y procurando evitarle los pasos estrechos y sinuosos no fuese a tronzarse alguna pata. «Es demasiado grande, las vacas pasan unos partos terribles. Los terneros desgarran a las madres al salir y tardan tiempo en recuperarse», mascullaba por lo bajo, Pancracio, mientras Antonio quitaba hierro.

—Te lo advertí, hijo. Hay que escuchar a la voz de la experiencia. He estado toda mi vida criando ganado.

—Vale, papá. A mi también me han salido los dientes en estos montes y desde pequeño os he ayudado a criar a los terneros, a sacarlos adelante. Debes tener un poco de correa.

—¿Y me lo dices a mí? ¿Tú que estás de los nervios, que si por ti fuera adelantarías los periodos de gestación, que te pones hecho una hidra al menor incidente?

—Tranquilizaos —terció Mariana. Intervención que chocó a Renata, pues era ella la que siempre estaba pinchando a todo el mundo y a todas horas.

Pancracio le sigue recriminando. Por lo visto los terneros durante el alumbramiento, tragaron líquido amniótico. Él no tiene fuerzas ya para tirar. Les atan una cuerda de las patas en cuanto asoman al exterior. Tendría que quedarse en casa y contratar a personal joven. Por ahorrar no lo hizo. Al final tuvo que llamar al veterinario y eso supuso un gasto extra. Le salió más caro el collar que el perro. A pesar del intento de apaciguamiento constante por parte de Mariana, tienen bronca padre e hijo. Situación desagradable para los invitados. Al final se dan cuenta, recapacitan y pasan a una fase de silencio tenso, cesa la beligerancia. Antonio zanja la conversación dirigiéndose a todos y les dice que son gajes del oficio, que confía en que esa racha pasará y remontará el vuelo.

Luis se interesa entonces por el negocio. Le pregunta que cuando tiene previsto comercializar la carne de sus primeros terneros. Antonio se turba, no sabe fecha exacta. Le contesta que en breve. En este tiempo ha montado una pequeña oficina en un trastero que había en la planta baja. Lo ha vaciado y ha llevado todo su contenido a la vaquería. Allí hay espacio de sobra. Se ha dado de alta en varias redes sociales: Instagram, Facebook, TikTok…había cerrado el trato con un matadero de Ponferrada y el reparto con SEUR Frío. Los primeros pedidos ya han llegado, aunque aún no puede servirlos, calcula que en un mes podrá sacrificar a los primeros terneros. Los ha dejado en lista de espera como potenciales clientes. Les llamará para ver si siguen interesados cuando tenga la carne despiezada y lista para servir. Y si no son ellos, en este mediano tiempo se interesarán otros. La publicidad está funcionando.

—Lo importante es arrancar, Antonio y veo que estás en la recta final —le animó Vanesa.

—Eso es lo que yo creo. No se ganó Zamora en una hora, pero Pancracio no me perdona una. Siempre se cometen fallos al principio, papá. Verás como todo va a ir bien.

—Dios te oiga.

—Me gusta verte tan ilusionado, Antonio. A pesar de los traspiés que has tenido, noto el mismo brillo en los ojos que cuando me contaste tu proyecto en las eras de Robrellano. Te deseo la mejor de las suertes.

—Gracias, Renata. Sé que lo dices de corazón —Alargó el brazo y puso la mano encima de la de ella, mientras los dos sonreían.

Carraspeó entonces Mariana y rompiendo un poco el candor de la escena, se incorporó al tiempo que decía: «Bueno, vamos a levantar el campamento. Después fregaré. ¿No queríais ver a los perros, chotos y demás bichos que nos salgan de camino?».

—¿Hay lobos?

—Si, guapa —contestó Antonio —. Aunque no los veremos, si acaso oiremos sus aullidos por la noche. Zipi y Zape tienen puesta una carlanca, que es como se llaman los collares de pinchos, porque ellos sí que coinciden con los lobos a veces y tienen que ahuyentarlos.

—¿En serio?

—Totalmente en serio, Felipe. Estamos entre montañas y aquí hay lobos, zorros y otras muchas alimañas.

—¿Alimañas?

—Animales peligrosos para el ganado y para los humanos. Y vamos a dejarlo aquí que la curiosidad en un niño es loable, pero este es el cuento de nunca acabar. Vamos a coger ruta y seguiremos hablando por el camino que si no se nos va a echar la noche encima.

Fueron hasta el aprisco. En el establo estaba el semental y los terneros pequeños. Estos hicieron las delicias de los niños. Antonio y Pancracio subieron hasta un monte cercano desde allí. A base de voces y silbidos llamaron a los perros y al rato bajó todo el ganado hasta la edificación donde estaban las cuadras. Bajaban a un ritmo constante, casi en fila, flanqueadas por Zipi y Zape. Cuando estuvieron dentro y mientras les echaban de comer, el resto del grupo observaba todo el proceso. Como ataban a un pesebre a cada animal, la sal que tenían dentro y como iban deshaciendo las alpacas de paja y las esparcían con los bieldos. Los chotos de menor edad todavía no estaban destetados y mamaban de las madres. Antes de que estas comiesen lo hacían sus hijos. Se seguía la ley de la naturaleza.

Un día se fueron todos a comer a el Barco de Valdeorras, un pueblo de Orense, el de más población de la zona. Vanesa y Renata tenían hablado invitar a sus anfitriones a comer. No podían estar toda la semana pegando la gorra sin tener un detalle con les habían acogido de buen grado. Comieron estupendamente en un figón que les había recomendado Antonio con apariencia modesta, pero que les sorprendió gratamente. Fueron después a una bodega, pues esta zona es vinícola, tiene denominación de origen Valdeorras, con las variedades llamadas Godello para el vino blanco y Mencía para el tinto. Allí hicieron acopio de unas cajas, pues se quedaron prendados de la calidad del vino con el que habían acompañado el almuerzo. El mismo mesonero les indicó el lugar de dónde se lo servían.

La semana pasó volando y resultó entretenida para todos. Los niños viendo animales de todo tipo, interactuando con ellos, descubriendo insectos, plantas, flores y escondrijos insospechados. En definitiva, satisfaciendo curiosidades que en la ciudad no sospechaban que existiesen. Los mayores dando grandes paseos en plena naturaleza, charlando de todo un poco, adquiriendo conocimientos sobre ganadería extensiva y aprendiendo las costumbres de los lugareños, los cuales estaban encantados de tener un grupo de turistas tan numeroso.

En una de estas conversaciones, surgidas durante estas jornadas, Antonio se sinceró con Renata. Había una cosa que le había desconcertado y se la hizo saber cuándo estuvieron a solas.

—Renata, uno de los pretextos que me pusiste para no venirte a vivir a Silván fue que estabas muy contenta e ilusionada con tu trabajo. Ahora me entero de que, a las primeras de cambio, renunciaste a él.

—El nuevo trabajo está muy cerca de casa, ya lo sabes, La Casa del Pulpo. Por cierto, que Montse te echa de menos a ti y a tu guitarra. ¿Por qué no nos das alguna serenata alguna noche de estas? Seguro que a los críos y a los padres les encanta.

—Eso está hecho, pero no me has contestado, te has escurrido hábilmente. No me creo que fuese por la cercanía. Es más, Julián me dijo que renunciaste antes de tener una nueva ocupación buscada.

—¿Y no te comentó nada más? ¿No te dijo que hubo un compañero que se propasó conmigo, que casi me viola y que me hacía la vida imposible todos los días? Porque si no te lo dijo, se quedó a medias el cabrón. Cada jornada de trabajo se convirtió en un infierno. Y que conste que no tengo quejas de Julián. Se ha portado fenomenal y me ha ayudado en todo, incluso presionando a la empresa para mejorar mi finiquito. Efectivamente, el trabajo me satisfacía, pero no podía seguir así. Todos creyeron o encubrieron al infame.

—Lo siento de veras. Pues no me lo contó. Cuando le llame me va a oír. A lo mejor le resultaba violento trasladarme información tan delicada sin contar contigo, no quiso pecar de cotilla, pero claro a mí me chocó cantidad. Ahora he atado todos los cabos. ¿Estás bien?

—Ahora bastante mejor, pero he pasado una época jodidísima. Dame un abrazo, por favor. En cuanto volvamos con el resto ya no habrá tiempo casi de despedidas. Estarán dejando todo recogido y preparando la marcha.

Antonio la abraza fuerte y le dice que tienen que hablar más o por lo menos comunicarse, que reconoce que él es el culpable, que ha sido injusto, pero que quiere mantener el contacto con ella. Renata le contesta que la parece bien.

Pasan la última noche con todo preparado para emprender viaje en cuanto amanezca. Antonio va a despedirlos. Pancracio y Mariana, no. Lo hicieron durante la cena. Mientras Luis y Renata meten el equipaje y, colocan encima del alzador y abrochan los cinturones a los gemelos, Vanesa coge del brazo a Antonio y se aleja un poco.

—Te lo dije la última vez que nos vimos en los madriles y me reafirmo.

—¿El qué?

—Que estás como un queso, cabronazo y que es un desperdicio que vagues por los montes y por estas aldeas. Aquí no hay mujeres de tus años.  ¿Qué vas a hacer cuando necesites un desahogo?

—¿Sigues igual de salida? Vanesa, tú tranquila. Piensa en ti. Yo me las apañaré. No todo en la vida es el sexo.

—Si tú lo dices…todo no, pero una parte importante sí. Lo paso mal cuando se me despierta el instinto.

—Bueno, tú por lo menos tienes a Luis.

—¿Luis? Prefiero no seguir hablando del tema. Dame un beso y que tengas mucha suerte en el negocio. Veo que lo tienes todo bajo control y las subvenciones fluyen, pero a ver si arrancas porque si no, a pesar de las ayudas, te van a comer los bancos.

—No hace falta que me lo digas. Da recuerdos a los compañeros y diles que les echo mucho de menos, aunque es mentira gorda y lo sabes. A la única que añoro es a ti, a esos desayunos y a esas charletas en el Bar Baridad. ¡Anda, coño! Y a Sigfrido también.  Salúdale de mi parte.

Se acercan al vehículo, Vanesa se sube y se despiden todos. Los niños están alicaídos. Ha sido una semana trepidante, llena de aventuras. Van a echar de menos, más que a los humanos, a los animales.  Renata esta triste, tiene un nudo en la garganta y a duras penas puede contener las lágrimas.
  

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Capítulo 14 - El nuevo trabajo

Hacía años que conocía a Montse como clienta y como vecina, pero como jefa fue toda una revelación. Su lengua afiliada no desfallecía y a Renata le hacía sentir incómoda. En más de una ocasión tuvo que pararle los pies, pero al final se dio cuenta de que más que una característica de su idiosincrasia era un método de autodefensa. Era de poco hablar en las distancias cortas y estas salidas de tono le venían pintiparadas para vencer los silencios incómodos.

Como maestra fue excepcional. Quedaban por la mañana cuando había menos jaleo para mostrarle las tareas y luego, por la tarde, una hora con el bullicio del público de fondo. Renata le hacía de sombra, iba detrás de ella observando todos sus movimientos para ver cómo manejaba el cotarro. Era una buena alumna, que se fijaba en todo y aprendía rápido. Montse pensó que habría que tener mucha paciencia con ella, pues nunca había trabajado en el ramo, pero en dos o tres días había asimilado las pautas principales. Tenía que afianzarlas, eso sí. Quedaba mucho trecho porque un restaurante de esas características requería muchas gestiones y procesos hasta que los productos se servían en la mesa a los parroquianos, aunque para eso estaban el marido, el hermano, la cuñada y el sobrino de Montse que constituían la empresa familiar. La única foránea era la nueva camarera. Montse era celosa de su trabajo, quería seriedad y compromiso. Fue consciente de que con Renata no iba a tener problemas en esos aspectos. Estaba dispuesta a aprender si le daban un poco de correa.

Cuando acabó la primera semana de instrucción, Montse estaba tan contenta con el aprendizaje que se lo dijo a Renata, incumpliendo uno de los principios básicos, no ya de la hostelería, sino de su experiencia vivida y más viniendo de ella que era la reina del comedimiento.

—Chiquilla, he de reconocer que has aprovechado bien el tiempo, te ha cundido.

—Gracias Montse, siempre he sido curiosa y he procurado en todos mis trabajos devolver la confianza que han puesto en mí. Otra cosa es que no estén a mi alcance.

—Ya veo. Bueno, pues el movimiento se demuestra andando, así que si quieres el miércoles te vienes en tu horario estipulado y no te digo el lunes porque tendremos que darte de alta con el contrato firmado y los trámites llevarán un par de días.  

—¿No es un poco precipitado?

—No te de miedo. Estaremos pendientes de ti en todo momento, pero tú tranquila, te veo capaz de hacerlo. Tengo que enseñarte algunas triquiñuelas básicas en el oficio. Lo iremos viendo sobre la marcha. Te repito que como mejor se aprende es trabajando, sino no te vas a soltar nunca. Es normal que los temores surjan, señal de que eres una persona responsable.

—¿A qué hora vengo? De todas formas, me pasaré por aquí el lunes y el martes.

—Claro. Ya lo hablaremos, pero mi idea es que entres sobre las dos de la tarde y permanezcas hasta las diez. Todavía el clima no es muy benigno para las terrazas, pero quiero ponerla en marcha la semana que viene. La gente está impaciente y muchos prefieren el aire libre, aunque tengan que estar con chambergo.

—¿Y eso que es?

—Me refiero a una cazadora u otra prenda de abrigo.

—Mejor dame otra semana de margen. No había caído en la puñetera bandeja. La tengo pánico.

—A ver Renata, eso es como todo. Al principio si no te apañas o se te resbala te pondremos en la base la goma espuma esa que han inventado.

—Eso es peor porque se quedan pegadas las copas y se vuelcan en cuanto la inclinas un poco. Es complicado. Necesito más tiempo.

—Que no. Vamos a hacer una cosa. Te llevas la bandeja a tu casa y te estás mañana, tarde y noche practicando, con las copas llenas, medias y vacías. Si las primeras tardes estás insegura, lo llevas con las manos y haces más viajes, así en el pecado llevarás la penitencia y verás que pronto te sueltas. Vamos guapa, que todos hemos aprendido y tú eres habilidosa. En cuanto venzas el miedo escénico de tener al público delante, vas a bailar, a hacer giros y volatines con ella. —se le escapó una carcajada comedida.

—Dios te oiga. Creo que no hay que mofarse de las desgracias ajenas.

—¿Qué desgracias? Anda, anda, no te pongas melodramática que los verdaderos infortunios casi siempre vienen sin avisar y tú lo sabes bien.

—Hasta mañana, Montse, intentaré hacerte caso. Hoy comienza mi cuenta atrás.

—¿No se te olvida algo?

—Sí. —Contesta con resignación—. La puñetera bandeja.

A Montse, en su fuero interno, hay una cosa que la preocupa más. Suele pasar con los empleados nuevos y es que, debido a la falta de costumbre, lo pasan mal los primeros días al tener que estar tantas horas a pie firme. Ella, sin ir más lejos, tiene unas varices bastante gruesas y eso que se operó una vez, hace años. Es una intervención sencilla en la actualidad, aunque prefiere no volver a pasarla. Quiere jubilarse en un par de años y entonces decidirá. Pedirá consejo al cirujano cardiovascular y, si le da unas pautas a seguir y no es absolutamente necesario, evitará la operación quirúrgica. Es un mal endémico de los trabajadores de hostelería y, hasta su sobrino Xosé, que no cumple todavía los cuarenta, ya las tiene incipientes.

Otra faceta que quiere potenciar Montse y no se ha atrevido a comentarlo abiertamente, porque es mejor cuando vaya surgiendo en el tajo, es introducirle ciertas picardías básicas del oficio. Renata no tiene doblez y se resistirá, pero son primordiales para sobrevivir, tener un poco de margen y llegar holgados a fin de mes. Hacer la cuenta de memoria y decirla de viva voz; no entregar tique, olvidarse de dar la vuelta dando por hecho que lo dejan para el bote (si es una cifra discreta); o no poner el suplemento de los precios en terraza.

El lunes, tal como había anunciado, Renata acude al local. Le comenta a Montse que el fin de semana lo ha pasado con el pensamiento único y haciendo prácticas de bandeja. Una se va acostumbrando, aunque, conseguir un dominio aceptable, sigue viéndolo complicado. Tienen un rifirrafe, tal como había predicho, para sus adentros, Montse:

—Por ahí no paso.

—Vente a razones, no es tan grave como te parece a la primera impresión.

—No estoy hecha para engañar a la gente, Montse. Creo que me tienes calada y eso lo sabes de sobra.

—Engañar, engañar…no es una palabra que haga justicia a ocultar cierta información.

—Efectivamente, robar sería un vocablo más fidedigno ¿no crees?

—No digas palabrotas, muchacha, déjate aconsejar por los que saben, los que llevan años al cargo del negocio. Todos los trabajos tienen ciertas normas instauradas.

—Te propongo un trato.

—Miedo me das. Todavía no te has estrenado y ya quieres llevar la voz cantante.

—Un trato es un pacto que aceptan todas las partes.

—Que sí, chica, que lo sueltes de una vez, pero soy bastante reticente a prescindir de ciertas artes que han venido funcionando desde tiempo inmemorial.

Su propuesta se basa en que ella cree que a la gente si se la atiende con amabilidad y, si el género y la preparación culinaria son extraordinarios, como es el caso, no se necesitan subterfugios. La gente acudirá más, si cabe, y se irá contenta. Ella es partidaria de subir los precios, si es necesario, pero poner las tarifas a la vista y hacer unos trípticos con fotos de las raciones con lo que cuesta cada una y que los suplementos de terraza o de cualquier otra cosa estén reflejados en la contraportada. La gente no se sentirá timada y corresponderá generosamente.

—Pero bueno, tía, ¿de dónde has sacado a esta niñata? A lo mejor no aguanta ni un mes trabajando y ya está poniendo normas y, lo que es peor, tirando con pólvora ajena. Ni trípticos ni trípticas, no te jode. Te dije que cogieras a mi amigo Sergio, pero me saliste con que ya te habías comprometido. Las palabras se las lleva el viento y ahora, salvo renuncia, tenemos que cargar con está rémora.

—¿Xosé, te llamabas? ¿Sabes lo que te digo? Que con menos cariño también se apaña una. Me has puesto a escurrir. Déjame respirar. Dadme un mes y si no funciona, pues tragaré con vuestras engañifas.

—¿Pagarás tú los trípticos, embaucadora? ¿Y lo que dejemos de ganar con tu buenismo?

—Vale ya, Xosé, he hablado con tus padres y por un mes no pasa nada, que se convenza por ella misma. Tú a la barra y deja de berrear, que la vas a asustar antes de empezar.

—Líbrame del agua mansa…

—No te preocupes majo, los trípticos tampoco tienen que ser muy historiados ni siquiera plastificados. Seguro que Julián, mi abogado, conoce a alguien que los puede maquetar por poco dinero. Eso corre de mi cuenta.


—Cuesta mucho ganarlo como para andar jodiendo la pava con chorradas. Ahora va a venir esta pájara a inventar la pólvora.

—¿Qué te he dicho, Xosé? Lárgate de una vez.

Cuando el sobrino desaparece de la escena Montse le dice a Renata que ha conseguido, no sin esfuerzos, convencer a su hermano y a su cuñada para que durante un mes haga las cosas a su manera. Están cabreados, pero han accedido. No entienden como puede defenderla y asumir sus ocurrencias, así que le advierte que intente no dejarla a los pies de los caballos. «De todas formas, si no funciona volveremos a la normalidad, pero, para ti y, sobre todo, para mí habrá un antes y un después.  Van a estar echándomelo a la cara de por vida». Todavía no le entra en la cabeza como se ha dejado enredar por Renata. Sus buenas maneras y sus dulzuras de trato nunca le habían hecho mella con nadie. Su familia siempre ha destilado rudeza.

El martes, víspera de su primer día de trabajo, decide ir a contarles a sus padres su nueva ocupación. Más no puede posponerlo. Ha pensado en ocultárselo, aunque decide finalmente decírselo. Es mejor que lo sepan. Siempre que les ha hurtado información han acabado enterándose por diversas casualidades del destino y le han afeado esa falta de confianza. Y el caso es que llevan razón, pero los tiembla, sobre todo a Sabina, su madre. El futuro que esperaban de su hija era muy distinto, lleno de prosperidad y bienes terrenales. No sabe a qué achacar esas expectativas tan elevadas. Ella siempre ha sido del montón en los estudios. Sacó la carrera de derecho de forma ramplona y sin vocación. De eso se dio cuenta una vez dentro y decidió continuar para conseguir el título y engordar el currículo, aunque tuvo claro desde el segundo curso que nunca ejercería.

Su padre, bastante más condescendiente, la animó a que cambiase de carrera e incluso a que comenzase otros estudios una vez conseguida la licenciatura. Sin embargo, no se sintió con fuerzas para estudiar más ni tuvo una inclinación clara por otra rama del saber, ni siquiera por una profesión para la que se podía haber preparado en un ciclo de Formación Profesional y obtener otras salidas laborales. Además, le convalidarían varias asignaturas.

—Lo que me faltaba por ver.

—No te entiendo, mamá.

—¿Este es el portento en que se iba a convertir tu niña? Así lo anunciaba Víctor, tu papá, una y otra vez, en tu tierna infancia. Cada vez caes más bajo, hija mía —le increpó Sabina.

—Siempre has sido una clasista. Es una profesión tan honrada como cualquier otra.

—No te digo que no, pero hacer una carrera universitaria para acabar sirviendo mesas y limpiando vajillas no cabe en cabeza humana.

—No cabrá en la tuya, que eres de otros tiempos en que no estudiaba casi nadie. Hoy, das una patada a un bote y aparecen cincuenta licenciados en derecho. Muchos de ellos en el paro.

—Mejor el paro que el mandil de criada. Primero lavandera y ahora moza de mesón. Menudo porvenir.

—No me saques de mis casillas, mamá. Voy a tener un sueldo digno y no voy a ser criada de nadie. No veo ningún desdoro en probar como camarera. Si la culpa la tengo yo. Luego me dices que no te cuento nada, pero menos te voy a contar a partir de ahora. ¿Para qué? Para oír tus barbaridades.

—Haya paz —terció Víctor—. Sabina, mujer, reconoce que Renata es una buena chica, nunca ha dado problemas y se ha sacado ella solita las castañas del fuego. Ya sé que tu hubieras preferido que fuese ingeniera física-nuclear, pero hay cosas más importantes en la vida.

—Salud, dinero y amor, por este orden. De salud, regular. Es delgaducha, come menos que un jilguero, nunca ha tenido lustre. De dinero, siempre anda a la quinta pregunta y más ahora que se ha divorciado y tiene que pagar la hipoteca de segundas después de haberla amortizado. ¡Qué ignorante eres, hija! No te dejas aconsejar. Y de amor, después del disgusto que nos dio con la separación, mejor ni hablar. Las costumbres de ahora.

—¿Cómo puedes ser tan retrógrada? Me voy. Ya he oído bastante y el dinero te lo metes por donde te quepa. Procuraré ganar lo suficiente para vivir, no necesito más. Papá, no se como has aguantado a este cardo durante tantos años —se dirigió a la puerta de entrada a paso vivo.

—Espera Renata, tu madre tiene un pronto temeroso, pero luego no es nadie. Verás como hacéis las paces.

Renata no respondió. Salió del piso dando un portazo. Cuando estaba esperando la llegada del ascensor, su padre asomo tras el quicio de la puerta, miró subrepticiamente hacia el interior de la vivienda y salió al rellano con cara de circunstancias.

—Mucha suerte, hija mía, en el primer día del nuevo trabajo —se fundieron en un abrazo. A Renata se le saltaron las lágrimas. Notó, de pronto, que su padre la estaba tocando el culo, restregándole la nalga izquierda con torpeza. Se palpó instintivamente, totalmente desconcertada, hasta que notó un tacto de papel.

—¿Qué haces? ¿Esto que es?

—Una ayudita. La vas a necesitar, ma petite coquelicot —la susurró al oído.

Hacia mucho que Víctor no empleaba esa expresión cariñosa que remarcaba la complicidad entre padre e hija. Se trataba del estribillo de una canción francesa que aprendió en las clases extraescolares cuando tenía poco más de diez años, que estudiaron y cantaron los dos juntos y que seguían utilizando en ocasiones especiales. Lo que le había metido en el bolsillo del vaquero era un sobre con mil euros. La cantidad no la quiso comprobar hasta que no llegó a casa. No era cuestión de sacar los billetes en la calle. Se puso digna en un principio, simulando que lo quería rechazar «de ninguna manera», pero sabía que su progenitor iba a insistir y la verdad es que la iba a venir de perlas, pues sus fondos se encontraban cada vez más mermados.

Se hizo relativamente bien con las pautas y con su carácter jovial, totalmente opuesto a Montse, se fue ganando a los clientes. El resto de la familia también es seca, aunque la gente acude por la calidad de las viandas y porque después de tantos años en el barrio les han cogido cariño, han ido al colegio con los hijos y forman parte del paisaje urbano. Es un restaurante que tiene bastante fama en la ciudad y también presumen de ello los vecinos. Los clientes se reparten entre los de todos los días, que viven en la zona y los que han sabido de la casa de comidas tradicional por las redes, que vienen una vez a probar, que repiten y se convierten en habituales.

Renata observa como entran por la puerta sus vecinos de arriba, Charo y Gonzalo, un matrimonio, próximo a la jubilación, que tiene dos hijos que volaron hace unos años del nido e intentan apurar sus últimos años laborales para disfrutar de la vida, cosa que ya hacen, pero en pequeñas dosis.

—¡Renata! ¿Trabajas aquí? No sabíamos nada —exclamó Charo.

—Ni yo casi que tampoco —sonrió Renata y les dijo en voz baja—. Es mi primer día, os pido una paciencia infinita.

—Claro que sí, vecina —comentó Gonzalo—. Cuenta con ello. Todos hemos aprendido y hemos tenido un estreno. Nos lo podías haber dicho.

—Últimamente nos vemos poco, ni si quiera nos hemos cruzado en el portal y la verdad, después de la ruptura con Antonio, no salgo apenas ni tengo ganas casi de nada.

—Para eso estamos los vecinos. Si necesitas algo no hace falta que te lo diga, subes sin cita ni gaitas. Incluso si te apetece hablar y desahogarte. Lo tengo hablado con Gonzalo.

—Gracias a los dos. Lo tendré en cuenta.

Mientras hablaban, Renata les indicó una mesa al fondo del local, aparente para una pareja. Era cuadrada y estaba encajada en el rincón. Era discreta y el bullicio llegaba algo atenuado.

—¿Qué vais a beber?

—Pues una botellita de ribeiro de la casa y tráenos también otra de agua para ir alternando que el vino fresquito entra sin sentir y se sube a la cabeza en un periquete.

Les trajo dos taziñas, dos vasos, las dos botellas y una ración de pan de hogaza.

—¿Y para comer? —Renata se dispuso a apuntar en la libreta.

—Los clásicos no pueden faltar —dijo Charo—. Dos emparedados de lacón con queso de tetilla fundido y una ración de pulpo. Aparte de esto no sé por dónde tirar.

—¿Me dejáis que os aconseje? —preguntó Renata.


—Claro. ¿Qué nos propones? Los champiñones y la oreja a la plancha no suelen decepcionar —comentó Gonzalo.

—Aquí está todo bueno, ya lo sabéis. Lo digo como clienta, pero hoy han entrado unas navajas fresquísimas, de tamaño ideal, ni grandes ni pequeñas. A la plancha, con ajo picado y un chorrito de limón quitan el sentido.

—¿Y qué precio tienen? Veo que siguen con la política de no poner ni un cartel, ni una oferta, ni un precio por escrito.

—Eso va a cambiar. Ya he encargado unas cuartillas con los precios de las raciones para entregároslas en cuanto os sentéis. No creo que tarden mucho en prepararlas e imprimirlas. De momento os digo que las navajas cuestan veinte euros, pero merecen la pena. No es lógico venir a un mesón gallego a pedir unas bravas y unos champiñones, aunque las preparen bien. Al menos es lo que yo opino.

—Te voy a hacer caso. Tráenos esas navajas y unos pimientos de Padrón.

—Ya verás. Luego me decís.

Llevó la comanda a la cocina, todo bien apuntado para asegurar, aunque se acordaba. Eran sólo dos comensales. El resto de la noche transcurrió con normalidad, con un poco de tensión propia del primer día. El salón estaba lleno y Montse atendió a la mayor parte. La echó una mano y resolvió todas las dudas e incidencias que le fueron surgiendo.

Se fue destensando y, primero con los vecinos y después con el resto de  clientes fue desplegando sus dotes de simpatía y buen humor. Haciendo bromas y obsequiándoles con una sonrisa permanente. Unas habilidades tan ocultas que hasta a ella misma la sorprendieron y no digo nada a Montse, Xosé y el resto de los regentes del negocio. Una buena adquisición, pensaron. Había cometido fallos, pero «¡qué carallo!», para ser su estreno pasó con nota.

Xosé era el único que rezongaba y replicaba cuando ensalzaban sus potencialidades. No estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y cada vez que Renata se acercaba por la barra a pedirles bebidas, vasos o cualquier otra cosa le dirigía una mirada aviesa.

A la hora de cobrar hizo la suma con la calculadora del móvil. A Montse no le hacía falta, pero Renata llevaba mucho tiempo sin sumar ni restar de memoria. Además, se podía confundir y con el aparatejo no había fallos. En su bloc, iba apuntando a la derecha de cada ración el precio y abajo la suma final. Arrancaba la hoja y se la daba a los clientes mientras decía el total en voz alta. Hasta ese día no se habían dado cuentas en papel y eso a Xosé le amoscaba «la gente nos lo va a exigir y eso se va a notar. No de golpe, pero seguro que poco a poco el negocio lo va a acusar. Si no al tiempo. Esta muchacha no tiene ni idea de cómo se lleva un local como este». Sus padres le miraban escépticos y Montse sacaba la cara por ella, aunque su marido, cuando los otros no le oían le decía que no se implicase tanto con la nueva, que si las cosas iban mal dadas se lo iban a restregar por la jeta.

A Charo y a Gonzalo les salió la cuenta por cincuenta y siete euros. Le pagaron sesenta y le dijeron que se quedase con la vuelta. Se metió dentro de la barra y grito «¡bote!». Estaba contenta con su primera propina, además según el contrato iban a ser para ella. Xosé le bajó la euforia con una lacónica frase: «Te vas a hartar de hacer horas y no te van a dar un puto euro para el bote. Estos son tus vecinos y han querido hacerte la gracia, pero en este barrio la gente es más agarrada que un chotis» y le soltó una carcajada ostentosa en la cara.

—Xosé, ¿tú eres siempre así de borde o entrenas para fastidiarme a mí sola como deporte?

—Que te den.

—Que te den a ti, amargao.

—No te consiento…

—Venga ya, sosegaos, pareja —intentó apaciguar en tono quedo, Melquiades, el marido de Montse—. Con las horas que tenéis que estar juntos, trabajando codo con codo, no os podéis calentar a las primeras de cambio.

Esta apreciación les hizo separarse y volver cada uno a sus quehaceres, aunque cada vez que tenían que interactuar para pedirse algo, situación de lo más frecuente, se sostenían la mirada.

Cuando acabó la jornada, no sentía las piernas, se caía de sueño, pero estaba satisfecha por cómo había ido todo. Tenía que pulirse, pero principio requieren las cosas. Se quitó el mandil y se lo llevó para lavarlo. Le dieron dos y ella se tenia que encargar de presentarse al tajo en perfecto estado de revista. Se despidió de los compañeros y se marchó para casa, que estaba a menos de cinco minutos. Pasó de largo por el salón, fue directa al baño. Ella no era de mucho pintarse, pero al estar de cara al público se había acicalado más de la cuenta. Se quitó el maquillaje medio zombi y se dirigió a la alcoba. Se sentó sobre la cama. Se le cerraban los ojos. Fue capaz de desvestirse y ponerse el pijama. Se dejó caer sobre el colchón, se arropó mientras el sopor le invadía y se quedó dormida como un cesto.

…/…Continuará