miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Carca o Vintage?

 

Su mirada de roedor lo descolocó. Arrugó el hocico sin disimulo. No era extrañeza o recelo lo que destilaba su rostro, era aversión.

— ¿Qué miras piba? ¿Es que tengo monos en la cara?

—No. Lo que tienes es cara de mono.

 «¡Eres una hembra de bandera!», había piropeado a Jessica, —una de sus “mejores” alumnas de spinning—. «Vivo aquí al lado, podemos subir a tomar un pelotazo y después lo que se tercie», remachó.

Encima de la bici era todo un espectáculo. Sus glúteos prietos meciéndose sobre el sillín, sus muslos poderosos ceñidos por la malla —subiendo y bajando sin tregua a cada pedalada— le producían bizqueo involuntario, magma en su interior. Se ponía verraquito ante la contemplación de ese fenómeno de la naturaleza. Sus pechos, sus pechos cántaros de miel ¡Cómo reverbereyan! Se le cruzó en la mente la canción de Carlos Mejía Godoy y Los de Palacauina. Tenía interferencias continuas. Por fortuna, muchas ocurrían sólo en su mente, pero algunas se deslizaban por sus labios hacia el exterior. Sí esto sucedía: «Houston, tenemos un problema».


         Siempre la cagaba con el lenguaje. Bien utilizando expresiones arcaicas, eslóganes de anuncios pretéritos, grupos y cantantes olvidados o, como en esta ocasión, piropos rancios y flirteos anacrónicos. Era su forma de ser. Sus amigos le habían sugerido utilizar léxico inclusivo, pero no le salía decir esas soplapolleces políticamente correctas. Así que, a pesar de las apariencias, en cuanto abría la boca se le escapaba alguna de estas machadas. Ellas notaban al instante que tras la fachada se escondía un viejuno casposo y salido. Su fama lo precedía, su leyenda negra se dilataba y cada vez le costaba más llevarse una tía a la cama.

Se habían vuelto de lo más fisnas. Soportaría estoicamente la brasa habitual, reforzada con manoteos y pamemas. Capearía el temporal procurando salir lo menos vejado posible «¿Cómo en siglo XXI puede haber todavía personas tan machistas, tan sexistas y tan retrógradas?» Le estaba bien empleado por no poner las orejas tiesas ante la epidemia de nuestro tiempo. Hoy día todas las mujeres son feministas radicales y tendría que ocurrir algo más que un milagro para que se diera un revolcón con esta engreída Barbie de extrarradio. «Que se vaya a mamarla a Parla», sentenció.     

 

         Estaba hecho un toro —de la cabeza para arriba, como decía el guasón de Melanio, su peluquero—. Conservado en formol a pesar de juntar ya un manojo de decenios. Había sacado el título de monitor de spinning, aqua running y parapente. Tierra, mar y aire. En cualquier medio puede surgir un magreo. Sumaba a lo anterior una hora diaria de pesas y medidas en el gimnasio para trabajar músculos. Carecía de cuello, en su lugar emergía un morrillo similar al de un choto charolés. Tomaba bebidas isotónicas y barritas energéticas sin medida ni control, para conseguir una tableta ronaldiana.

         — ¿Tú no te das cuenta, Manolete, de que aparte de ser zafio y rudo, te has quedado anclado en los ochenta?

         — ¿Y tan malo es eso, Jeremías?

         —Mas que malo si tu filosofía de vida —la cual, dicho sea de paso, no entiendo— consiste en zumbarte a chicas tiernas por encima de todas las cosas. Huyen de ti como de perro malo.

         —Pon un ejemplo de lo que se me acusa.

         —Te puedo poner miles. El otro día a Gabriela cuando salimos de copas, vas y la sueltas: «¿Dónde te has mercao ese niqui tronca? Mola cantidubi» o «A ver si bajan las luces y bailamos unas agarrás» Y haciéndola un giño añadiste, para acabarla de joder, «En las distancias cortas es donde un hombre se la juega». Se quedó ojiplática. Nadie habla ya de esa manera, queda arcaico y chabacano.

         —A ver ahora si tengo que hacer un máster de lenguaje edulcorado ¿No te jode?

         —Un máster no, Manolo, pero recíclate de palabra y de obra porque así no te vas a comer ni una paraguaya, como dices a menudo. ¿No te parece extemporáneo seguir con el tupecito, los andares de balancín, las camperas y la cazadora de cuero?

       

  Chupa, si no te importa. Soy un travoltón y lo seré hasta la muerte. ¿No ves cómo se cimbrean las féminas cuando el menda lerenda ambienta con su musiquita el gimnasio?

         —Resoplan y no precisamente por el ejercicio físico. ¿Y cuándo las llamas sorbiendo el aire para dentro? Allá tú con tus frikadas. A lo mejor hasta tienes suerte, porque hay una corriente que a lo carca —ropa, música y complementos— lo ha rebautizado con el nombre de vintage y disfrutan más que un guarro en un charco.

— ¿Vintage? No me caso con sucedáneos ni con advenedizos.

         —Como tú lo veas señor genuino. Aquí lo dejamos porque yo me piro vampiro.

 

Manolo rumia su soledad. Su hormigonera mental empieza a dar vueltas. Sale de su distopía. El aspecto de Robocop es sólo carcasa. Sus ligues son ficticios y sus amistades inexistentes. Jeremías si acaso, pero solo hablan de banalidades —fútbol, sexo, piques pribando cerveza, concursos de pedos—, todo superficial. Nunca se sinceraría con él. Le cuesta tanto abrirse. Cuando está en casa tiene encendida la música —Bee Gees, Boney M, Village People, Kool & The Gang, los grandes—. La pone a gran volumen mientras trasiega. Le da pánico el silencio.

 


Hoy está ilusionado. Ayer subió a devolver unas mallas a su vecina Mari Sol. Habían quedado enredadas en las cuerdas del tendedero. Se empeñó en que pasase a tomar un café y accedió, con un poco de apuro, pero esta vez no se entercó. Estuvieron charlando un rato. Se sintió muy a gusto, tanto que se le pasó una hora en un suspiro. Y para remate de fiestas le propuso salir esta noche a tomar algo y echar unos bailes en una boîte o como carajo se llamen ahora.


Eso si, una cosa tiene clara, como pinchen reggaetón, que le perdone Mari Sol, pero saldrá de naja. Puede mudar de hábitos y flexibilizarse en muchos aspectos, pero por ahí no pasa.

jueves, 3 de julio de 2025

NGAI


La jornada había sido agotadora. Joan estaba sudando. Tenía la camisa empapada. Cinco cirugías, sin apenas pausa entre ellas. Se disponía a desenrollar la esterilla para descansar echándose en cualquier rincón. La fatiga le mantendría ajeno al rumor ambiental. Ese sonsonete repetitivo de las danzas masái se le había incrustado en el cerebro.

Está colaborando en un pequeño hospital de campaña, precario. Cuatro paredes de adobe con techumbre de cañizo. Suelo de baldosas irregulares realizadas con barro cocido. Veinte catres destartalados forman una línea que junto con armarios de madera sin desbastar, situados en las esquinas, delimitan los pasillos, trazados artificialmente por el mobiliario. Al recorrerlos, se hace necesario esquivar los goteros que agarran a la vida a los pacientes. Heridos con machetes en las intrusiones de otras tribus o con minas enterradas por militares represaliados que buscan venganza; contagiados de dengue o de paludismo; aquejados de gastroenteritis severas por consumir agua contaminada…

Situado en medio de un llano inhóspito, cuya arena se levanta cuando arrecia el viento y se hace complicado impedir que penetre en el edificio, cuyas puertas y ventanas están mal selladas. Dos grupos electrógenos potentes, alimentados con gasoil, generan energía eléctrica, tras un proceso de transformación. De su correcta marcha depende que funcionen  los aparatos que utiliza el personal sanitario para atender, operar,  aliviar mediante curas y rehabilitar a los enfiermos. Dos vehículos todoterreno con cuatro integrantes de los cascos azules de la ONU, cada uno, vigilan la zona.

Sale a asearse en una palangana en la que vierte agua de un barril de plástico. Cuando vuelve al interior sus miradas se cruzan. Joan descubre a Ngai en brazos de un adulto que debe de ser su padre. El niño tiene puesta la camiseta del Barcelona y le clava unos ojos negros profundos, melancólicos. Los dientes apretados. La cara reseca moteada de bubas. El gesto huidizo y resignado. Los pies desnudos, agrietados y polvorientos. El brazo derecho seccionado a la altura de la muñeca, dejando al aire tendones y pingajos sanguinolentos que aun se rebullen en movimientos espasmódicos. Un trapo que envuelve un objeto y rezuma sangre, destaca sobre su torso.

 

Año tras año, cuando vuelve a la misión, se enorgullece de su amigo Ngai. Fue complicado ganar su confianza. Nunca había conocido a criatura más recelosa, pero cuando, al fin, consiguió que se despojara de todas las cautelas, de las púas que llevaba incrustadas en el corazón, la vereda sinuosa e inextricable se fue ensanchando hasta tranformarse en una autopista.

Ngai se ha convertido en el mejor cirujano de Kenia. Joan está en el quirófano, ayudándolo en medio de una operación complicada. Se detiene a evocar el pasado y dirige, sin poderlo evitar, su mirada hacia la cicatriz que rodea la muñeca de Ngai. Su sonrisa le desarma y hace que se le salten las lágrimas. «Me decepciona doctor, nunca hubiese pensado que en el momento álgido de una intervención fuese incapaz de controlar las emociones. De usted aprendí que los pacientes merecen que nunca bajemos la guardia y fijemos en ellos los cinco sentidos».

jueves, 19 de junio de 2025

Jubilados disponibles (III) Mireia y Rafa

 

Vacaciones de verano con el pepino en la mano.

—Ya vuelves a las gansadas y a las ordinarieces, Bernabé. ¿Se te han pasado los runrunes?

—Había que dar un premio al que ponía los títulos al cine para adultos. También tuvo su época. La mayoría de las películas eran alemanas o nórdicas, no era necesario doblarlas. Sexo explícito, pero, eso sí, los títulos eran de Óscar. Supongo que no tendrían nada que ver con los originales. «Caray con el mayordomo, qué largo tiene el maromo».

—Eres imbécil. Si las de Esteso y Pajares, de la época del destape, eran burdas en el humor y en la puesta en escena, no quiero ni pensar en las porno. Te veo muy puesto. ¿Eras asiduo a esas guarradas?

—Qué va, pero no por falta de ganas. Las de Canal Plus las daban codificadas y ni achinando los ojos pillabas una teta.  En las salas de cine me daba corte, pero no me hubiese importado. Por curiosidad.

—¿Entonces?

—Iba al Quiosco con mi amigo Emigdio, comprábamos el periódico a medias y, al final de las páginas de espectáculos y de cine, venían las salas X. Menudas risas nos echábamos con la programación. Espera, que me acuerdo de alguna otra.

—Para, degenerado, que me cabreo. Parece mentira, un señor de tu edad y las cosas que se te vienen a la cabeza.

—Mi edad es la tuya, la mejor.

—Pero a mí no me hacen gracia ni se me ocurren esas sandeces.

—¿Qué le voy a hacer? Cuando estoy contento doy rienda suelta a la imaginación y brotan recuerdos vintage.

—Pues podías renovar el repertorio y no repetirte tanto. Pero cambiando de conversación…menudo peso nos hemos quitado de encima.

—Menos mal que lo reconoces. Te avisé de que ya estamos para pocos bailes. Era una responsabilidad.

—Por una hija se hace cualquier cosa.

—Pero por un yerno cabrón, no. Es un impresentable. No le perdono el empujón que me dio en el hospital. Faltó poco para que aterrizase. Lo tenía atravesado, pero a partir de ahí, cruz y raya.  

—Estábamos todos muy nerviosos.

—Si me hubiese pillado con veinte años menos le hubiese sacudido un par de soplamocos para que aprenda a respetar. Técnicas de relajación ancestrales.

—Y eso que estás contento.

—Estoy alegre porque el atropello de Rafa acabó con bien, porque podemos volver a nuestras andanzas y porque tenemos unos nietos que son un regalo caído del cielo, pero el comecome con el yerno y sus insidias impide que me sosiegue del todo.

Bernabé y Sagrario han vuelto a su cotidianeidad. A sus conversaciones, a sus rifirrafes, a sus amistades y a sus aficiones en el centro de tercera edad. Hablan maravillas de sus nietos, aunque no los ven todo lo que quisieran. Manolo les pone cortapisas y excusas poco creíbles. Antes aprovechaban más el comodín de los abuelos, pero ahora parece que no se fiase. Y eso les tiene azorados.

Sagrario comenta que nota a Carmen tristona. Le ha preguntado, pero contesta con monosílabos y, cuando insiste, se ofusca y rehúye las explicaciones. Dice que está contenta con el trabajo, así que por ahí no van los tiros. Después del accidente de Rafa, ha habido tiranteces en el matrimonio por el acople de los niños. A ella no le puede engañar. «Tensiones y malos momentos hay en todas las parejas, es lo normal, pero las aguas volverán a su cauce», opina Bernabé.

 

Nole, nole, sile, sile, nole…¡Mamá! ¡La araña!

—¿Dónde? No será para tanto, Rafa. Espera, que voy a por el cepillo.

Los niños se echan a reír con todas sus ganas, formando algarabía, se dirigen una mirada cómplice y señalan a su madre.

—Mami —dice Mireia sin poder sujetar del todo la risa—. La Araña es Julián Álvarez, un futbolista argentino, estrella del Atleti. A Rafa le ha salido su cromo.

—La madre que os parió, que soy yo. Vaya susto que me habéis dado.

En la casa todos son del Atlético de Madrid. Manolo se ha encargado de inculcar los colores a los niños. A Carmen el fútbol ni fu ni fa, pero se ha hecho simpatizante por solidaridad.

El abuelo le compra sobres de cromos de la liga a Rafa en cuanto pasan por un quiosco. Cada vez hay menos, pero también los venden en tiendas de alimentación y bazares. A Mireia le gusta el fútbol tanto como a su hermano, pero Bernabé está empeñado en que eso no es de señoritas. La manda con la abuela y compran cromos de unicornios rosados con crines multicolores o de Barbies. Al principio se enfadaba, fruncía los labios, cruzaba los brazos y les echaba un pulso, pero ha llegado a un acuerdo con Rafa. Cuando llegan a casa comparten todos los cromos.  

Mireia se ha dado cuenta de que sus padres cada vez discuten más. Se pasan el día en silencio. Antes sonreían a menudo, los besuqueaban y les hacían caricias. También se las hacían entre ellos. Pasaban más tiempo los cuatro juntos. Parece que el cambio se ha acelerado después de que su hermano llegase del hospital. Les cuentan menos cuentos y los narran de una forma mecánica. Nada que ver a cuando les hacían interactuar, vivir la historia, adornarla con gestos o modulaciones de voz. Incluso se ponían gorros y trapos que hacían las veces de capas o mandiles. Ahora leen de corrido. Parece que están deseando terminar, apagar la luz y abandonar la habitación.

Se lo dice a Rafa. Además de ser el pequeño es más simplón y no le hace ni caso. Fingir que no se da cuenta de la situación puede ser un modo de autodefensa. Le dejan ver la tele más rato, no vienen a incordiarlo ni a apagársela. En ese aspecto su diversión ha mejorado, aunque, en el fondo, le gustaría que volviesen las historias trepidantes y que no peleasen tan a menudo.

Mireia pregunta a su madre. Ella le contesta que son cosas de mayores, aunque después medita y se lo intenta explicar de manera llana.

—A papá y a mamá nos pasa lo mismo que a vosotros. Hay cosas en las que no estamos de acuerdo, las vemos de manera diferente y queremos llevar la razón, como tú con tu hermano. ¿O no estáis siempre a la greña por los cromos o por los dibujos que queréis ver?

—¿A la greña?

—¿Y los abuelos? ¿Cuándo vais no discuten entre ellos?

—Sí, se enfadan a veces y el abuelo dice eso de: «Esta mujer, todo lo quiere gobernar». ¿Qué significa?

—Que es muy mandona y no se deja manejar. Mas o menos como tú con Rafa.

—No. Rafa me deja que diga a qué vamos a jugar. A él le da igual.

—Bueno, eso es lo que piensas tú, pero viene hasta mí buscando amparo, llorando a lágrima viva porque le has quitado un soldado o has escondido el mando.

Mireia se queda pensativa.

—Hay compañeros del cole que tienen a sus padres separados.

—Eso no es tan raro en el mundo actual.

—Yo no quiero.

—No digo que vaya a pasarnos a nosotros, pero a veces, cuando las personas se dejan de querer y no soportan convivir en la misma casa es mejor que cada uno siga su camino.

—Yo no quiero —reitera Mireia.

—Ni yo —dice Rafa, apareciendo de pronto.

Carmen no lo había visto y se queda sorprendida, sin saber que decir. Intenta desviar la conversación. Los apremia porque se ha hecho tarde y lo que toca es cenar y acostarse. Rafa le hace caso y se mete en el baño a lavarse las manos. Mireia porfía y al final acepta, no sin antes arrancarle la promesa de que esa noche en vez de cuento seguirán hablando de cosas de adultos.

—Vale —concede Carmen—. Por algo tú eres la mayor.

En ese momento se oye girar el cerrojo FAC de la puerta. Carmen siente alivio. Estaba un poco apurada por los derroteros que había tomado la conversación. Cenarán los cuatro juntos y Manolo se encargará después de Rafa. Sienten los pasos cada vez más cercanos y, cuando asoma por la puerta del salón, Carmen ve que trae un ramo de tulipanes, su flor predilecta. Se acerca y le da un beso mientras revuelve el pelo de Mireia que está observando la escena con los ojos muy abiertos.

—Toma, mujer. Ponlos en agua. Parece que te hubiese dado un aire.

—¿Qué se celebra?

—Qué tengo una compañera y una familia estupenda, aunque a veces me comporte como un niño enrabietado.

—Vaya cambio de rumbo —replica Carmen, perpleja.

—¿Eso que significa, mami?  —interroga Mireia.

—Te lo explico después de la cena. En eso habíamos quedado.

—Vale, entonces papá que acueste hoy a Rafa.

—¿Y el cuento? —dice Rafa, que acaba de volver, con las mangas remangadas hasta el codo.

—Tu padre.

Jopeta. Me gusta más como los cuentas tú.

—Calla, bandido —dice Manolo—. Hoy te voy a leer El traje nuevo del emperador y acabaré con un desfile de moda por tu habitación, con un modelo igual al que se pone el emperador en esa historia.

—¿En serio? —Rafa ríe—. Me gustará ver eso.

 

Cenan. Deja cada uno su plato y su vaso en el fregadero. La cocina se queda sin apañar porque se ha hecho tarde y quieren acostar a los niños cuanto antes. Después de asearse y lavarse los dientes se va cada oveja con su pareja como estaba pactado.


Mireia está excitada, quiere que su madre le aclare algunas dudas. «Entre chicas nos entendemos mejor», le ha dicho Carmen. De fondo se oye, amortiguada, la voz engolada de su padre y los chillidos y las risas de Rafa.

—¿Ya no quieres a papá?

—Tengo mis dudas. Creo que no se ha portado bien ni conmigo ni con los abuelos y eso me afecta. No es que no lo quiera, pero no como antes.

—¿Y qué es eso del cambio de rumbo?

—De repente me ha hablado en un tono más dulce y me ha regalado flores, pero yo desconfío, no se si realmente lo siente o es para engatusarme.

—Otra palabra que no entiendo —Mireia pone morros y se cruza de brazos.

—Engañarme, eso significa, para que nos entendamos. No te enfades, está bien aprender palabras nuevas.

—Yo creo que te quiere pedir perdón.

—Y yo.

—¿Y lo vas a perdonar?

—Necesito más para perdonar después de la temporada que lleva ninguneándome. ¡No me mires así, por favor! Mañana seguimos y te aclaro la nueva palabra. Ahora te tienes que dormir que es muy tarde.

—Vale, pero ¿lo vas a perdonar?

—No lo sé todavía. Poco a poco.

—Pues vaya.

—Ya te contaré, aunque creo que, como eres tan lista, lo vas a ir notando por ti misma.

 

El hogar queda en silencio cuando consiguen dormirlos. Mireia tarda un poco más en caer. Está nerviosa, con miedos y no quiere que su madre se aparte de su lado. Al fin le vence el sueño. Manolo la está esperando en el salón, contemplando los tulipanes que Carmen ha colocado en un jarrón, en el centro de la mesa.

—¿Todavía no te has acostado?

—No. Te estaba esperando.

—Raro. raro. ¿No estás cansado?

—Sí, pero quiero hablar contigo antes de irme a la cama. No podemos seguir así. Tengo una congoja que me corroe y tengo que sacarla fuera. Te sigo queriendo, Carmen.

—Mucho te quiero perrito, pero pan poquito.

—No empieces con los chascarrillos de tu padre, sabes que me desesperan. Quiero pedirte perdón.

—Esto sí que es una novedad. Reconozco que me sorprendes, pero comprenderás que desconfíe. Un bandazo así después de las formas que has empleado y de las barbaridades que has echado por la boca...

—El incidente de Rafa sacó lo peor de mí. Estaba nervioso, crispado y dije cosas que no sentía.

—Antes de lo de Rafa ya estabas sembrado y con mis padres, sobre todo con Bernabé, te has pasado tres pueblos. Querías que renunciase a mi trabajo y que me limitase a ser ama de casa. Te mofabas de mis proyectos, de mis compañeras, de mi jefa…

—Me rayé, como dicen los jóvenes, pero sabes que no soy así.

—Hablabas con una petulancia y un sarcasmo intolerables. Machismo sin tapujos, ¿Continúo?

—Que bien quedan ahí los tulipanes ¿Te gustan?

—Sabes que sí —aflojó un poco y esbozó una escueta sonrisa—. Pero no.

—¿Sí o no?

—Los tulipanes sí, lo que no me gusta es me lleves a tu terreno con esa excusa.

—Estoy dispuesto a todo por seguir contigo.

—No seas tan categórico que estropeas lo poco logrado. Resulta poco creíble.

—Dame una oportunidad. Probemos durante un tiempo.

—¿Todavía no hemos roto y pides una oportunidad?

—No hemos roto de palabra, pero en los últimos meses hemos estado representando una obra de teatro para los niños y los abuelos. ¿O no lo ves así?

Carmen no dice nada. Se vuelve de nuevo hacia los tulipanes y rememora la conversación que tuvo con su amiga Lucía en el Café del Nuncio. Se sinceraron y hablaron de sus respectivas vidas y circunstancias después de largo tiempo sin tener contacto. A Lucía le iba bien actualmente en su matrimonio, pero había pasado baches pronunciados. En la tesitura en la que se veía Carmen había estado ella en más de una ocasión. Le sugirió que aguantase el tipo durante un tiempo, pero que se mantuviese vigilante. Y si Manolo persistía con las descalificaciones y los paternalismos y no se enmendaba, le mandase a hacer puñetas. Siempre había sido un poco desabrido, pero parecía que había cruzado varias líneas rojas de golpe. Quedaron en verse de nuevo para continuar el seguimiento. Carmen agradeció los consejos.

Está hecha un lío. Por un lado, acumula rencor porque fue menospreciada. Su orgullo fue socavado sin contemplaciones. Por otro, piensa que desmontar el hogar que han creado sin darle una segunda oportunidad puede ser contraproducente. No quiere precipitarse y arrepentirse después. Sería más traumático para ella, pero también para el resto. Le dice a Manolo que lo meditará y le comunicará su decisión en unos días, que necesita un poco de tiempo.

Van al dormitorio, se ponen los pijamas sin hablarse, aunque se dirigen miradas suspicaces. Se acuestan boca arriba. Apagan la luz. Carmen nota un roce en la mano.

—¿Qué haces?

—Perdona. ¿Ni siquiera me dejas cogerte de la mano?

—No hay nada que perdonar. Es que no me lo esperaba.

—¿Vía libre? —pregunta Manolo, sorprendido.

—Tampoco te vengas arriba. De momento, manitas, como en el Parque del Oeste ¿Te acuerdas?

—Como olvidarlo. Pues ahora estoy igual, encogido como un gazapo. Expectante ante tus reacciones. A oscuras es más complicado. Entonces tus miradas fueron esclarecedoras y me atreví a darte un beso prolongado.

—Perdona que te diga, pero tampoco vimos nada porque cerramos los ojos y nos dejamos llevar.

Manolo se relaja ante esa añoranza de sus primeros flirteos rememorada por Carmen. Además, interpreta en sus palabras una ternura y un deseo latente. Comenzaron a besarse y a acariciarse. Se fueron caldeando en pocos minutos. En un momento dado, Manolo tiró de la sábana, hizo un ovillo con ella y la lanzó hacia un rincón. Bajaron ambos de la cama, cada uno por su lado y empezaron a desnudarse con premura. Debido a los nervios, Manolo, al despojarse del pantalón, intentó sacar un pie por la pernera, se trastabilló y se dio un piñazo contra el suelo. Maldijo su suerte porque tenía interiorizado que siempre daba la nota en los momentos culminantes y lo echaba todo a perder. Carmen estalló en una carcajada franca que hacía tiempo que no soltaba, lo que contribuyó a que Manolo se destensase y se metiese en la cama donde ella le estaba esperando. Hicieron el amor. Cautelosos, recelosos, en principio. Después se desinhibieron y gozaron como hacía mucho tiempo.

—Papá, no le hagas daño.

Rafa estaba lloriqueando en el quicio de la puerta.

—No me ha hecho daño, cariño. Todo lo contrario. Vuelve a la cama. Mañana te explicamos lo que ha ocurrido esta noche.

—¿De verdad?

—De verdad de la buena.

—Vale, pero no hagáis otra vez esos ruidos que me habéis despertado.

Sienten como arrastra los pies y se va alejando. Permanecen unos instantes en silencio, después se empiezan a reír comedidamente y a cuchichear: «¡Qué papelón!», dice Carmen al oído de su marido. Se abrazan y duermen en esa posición. Están rendidos.

 A Carmen le despierta un grito reiterado en la quietud de la noche.

—¡Me aburro!... ¡Me aburro!

—Manolo —zarandea a su marido, que duerme plácidamente.

Dos pellizcos retorcidos a la altura de la tetilla hacen que masculle, aunque todavía no está en este mundo.

—¿Qué… pasa?

—Rafa se ha desvelado. Hoy te toca a ti, ¿Recuerdas?

—¡Joooder!

Se incorpora y acude medio zombi en busca de su hijo. Se despabila de repente porque este le ha puesto una trampa en la entrada del tipi que le hace caer a la larga en el interior. Rafa salta encima de él, hincándole las rodillas en los riñones, con el machete apretado entre los dientes. Es un pielroja, dispuesto a cortarle la cabellera al hombre blanco.


jueves, 5 de junio de 2025

Jubilados disponibles (II) «Carmen»

 

Manolo y Bernabé se están mirando sin verse, sentados, uno enfrente del otro, en la sala de espera. Sagrario empapa el pañuelo y pide a su marido el suyo para seguir enjugando lágrimas. No han logrado hacerse al papel, a los Kleenex. Se está sonando las narices en este momento. Carmen, con gesto mecánico, observa la pantalla del móvil. Se acumulan los wasaps, pero no tiene ánimo para contestarlos. Tampoco las llamadas, de momento. Ha silenciado el teléfono. No saben nada todavía. No son conscientes de lo agobiantes que llegan a ser sus muestras de interés en estos momentos.

¡Familiares de Rafael Navarro! ¡Acudan a admisión!

Los cuatro cuerpos abotargados, adquieren rigidez. Se incorporan. Bernabé hace un conato de acudir a la llamada, pero Manolo le pasa por delante y lo aparta bruscamente con el brazo.

            —Abuelo, ¿dónde va? Espere aquí. Vamos los padres. Carmen, apúrate.

—Sigan la línea amarilla y entren en la primera consulta que se encuentren a la derecha, nada más doblar la esquina. La número 4.

La puerta está abierta. Hay dos sanitarios dentro. Uno sentado detrás de la mesa, que debe de ser el doctor, no levanta la vista. Está revisando unos papeles. El que está de pie los saluda con media sonrisa y los invita a sentarse. Los rodea y se sitúa frente a ellos. Se sienta junto a su colega y les hace un gesto, con la palma de la mano, intentándoles transmitir tranquilidad. Toca a su compañero en el hombro. Este voltea los informes, posa la mano derecha sobre ellos, los mira a los ojos y comienza a hablar.

—Buenas noches. Somos el doctor Sugrañes, neurólogo —señala a su compañero— y Lupiáñez, traumatólogo. Jefes del equipo que está atendiendo a su hijo. Antes de ir a los detalles, les doy el diagnóstico. Pueden estar razonablemente tranquilos. Las próximas cuarenta y ocho horas son cruciales, pero pensamos que Rafael tiene muchas posibilidades de recuperación.

Los informan de que ha sufrido un traumatismo craneoencefálico severo y se le ha formado un coágulo en el cerebro, muy localizado. El derrame está descartado después de la exploración y de las pruebas complementarias, que han consistido en una ecografía y una resonancia magnética. En esas edades lo más habitual es que se reabsorba en un tiempo razonable. Les hablan de un mes, dos a lo sumo y de que no le dejará secuelas.

Suspiran aliviados.

—¿Cuándo nos lo podremos llevar a casa? —Pregunta Manolo.

—No lo sabemos, pero lo importante es asegurarnos de que todo está bien y de que no va a haber recaída antes de que abandone el hospital.

Les explican que va a permanecer ingresado varios días en observación, para comprobar la evolución. Le administrarán analgésicos y antiinflamatorios por vía intravenosa. En una semana, dos a más tardar, si todo sigue el curso previsto, se le dará el alta y continuará la recuperación en su domicilio.

Carmen no comprende la pregunta de su marido. Se debe, sin duda, a las horas de angustia que han soportado. Qué más da si le dan el alta unos días antes o unos días después. La noticia de que su hijo va a salvar la vida y de que no arrastrará secuelas ha supuesto una liberación. La descripción del estado en que había quedado Rafa por algunas de las madres que estaban presentes durante el accidente, con las que han podido hablar, no les hacían presagiar nada bueno. El mutismo y el abatimiento de sus padres le habían puesto el alma en un hilo.

Mireia está en casa de una amiga. Su padre es el que salió corriendo en el parque y no pudo llegar a tiempo. Se le nota afectada. A pesar de su corta edad, de que están alternando juegos todo el rato y de que su amiga es bastante activa y dicharachera, Mireia está preocupada por Rafa. Están juntos casi todo el día y nota su ausencia. Le viene la imagen de la caída, los chillidos de los adultos, el revuelto, el ir y venir de los vecinos, la aparición de la ambulancia a gran velocidad con la sirena encendida y… rompe a llorar.

Manolo, veladamente, echa la culpa de lo sucedido a sus suegros. No han estado pendientes. No lo dice, pero ciertas insinuaciones cabrean a Carmen. Quiere aclararlo, pero él no suelta prenda.

—¿Quieres decir que han sido ellos lo culpables de lo que le ha pasado a Rafa?

—Yo no he dicho eso, pero después de este susto convendrás conmigo en que no pueden seguir haciéndose cargo de los niños.

—Ha sido un accidente. Podía haber pasado cuando estábamos nosotros a su cuidado.

—Ni te quito la razón ni te la doy.

—No sé por qué te pones tan enigmático. Dime lo que piensas y punto, aunque lo he deducido estos días.

   Ahora resulta que tienes poderes.

— El poder de la observación. Tu actitud, tu desdén cuando hablas de mis padres. No les has ido a reconfortar en ningún momento. Ni una palabra de aliento.

— Me resultan violentas las muestras de afecto. A los chicos nos cuestan más. Ya sabes.

—No empieces con los tópicos porque me mosquean esas generalizaciones de brocha gorda. Ni chicos ni chicas. Estás resentido y me parece injusto.

—Sabía que, tarde o temprano, ibas a montar la escenita. He sido amable con ellos.

—Algún formalismo cuando te has visto obligado para salir del paso, sin ninguna convicción. Eso se nota a la legua. No quiero ni pensar si a Rafa le hubiese pasado algo grave.

   Carmen, vamos a dejarlo. Tengo una reunión y ya voy tarde.

   Casualmente…

   Vale ya de suposiciones. Esta noche continuamos si es lo que quieres.

 

Carmen solicita una semana de permiso en el trabajo cuando le dan el alta en el hospital. En lo que sí que está de acuerdo con Manolo es en que hay que liberar a sus padres de la tarea de cuidar de Rafa y Mireia. Están mayores y los reflejos les fallan. Fue imbécil por ceder a la postura egoísta de su marido y ahora le pesa, porque después del episodio del parque van a pensar que se lo echan en cara. Manolo se empeñó y ahora parece como si hubiese sido al revés. Es muy hábil y ladino.

Bernabé y Sagrario van recuperándose, poco a poco, y alejando ese sentimiento de culpa que les ha tenido bastantes días acogotados, sin ganas de nada.  Carmen se lo ha explicado de la mejor manera que ha sido capaz. Para ellos ha supuesto un alivio. Los refuerza con besos y abrazos, pero sin pasarse. Nunca ha sido muy expansiva en los cariños y ellos lo percibirían como una indulgencia tras un grave error. Los niños son más espontáneos y naturales. Quieren a sus abuelos, se lo pasan bien cuando están con ellos. Son curiosos, les preguntan por qués a todas horas y aprenden mucho de su experiencia vital. Un rato con Rafa y Mireia jugando al cinquillo o a las damas les levanta el ánimo. Es un remedio mucho más agradable e inocuo que un ansiolítico. 

 Cuando pasa la semana, Carmen le dice a Manolo que Rafa todavía no está para volver al cole, que ahora le toca a él.

—¿Qué?

—Que pidas una semana de permiso para cuidar a Rafa y llevar al colegio a Mireia. Puede estar sola media hora que es lo que tardas.

—Eso es un apaño. Hay que pensar a largo plazo. Una vez descartados tus padres lo mejor es que pidas la cuenta.

—¿Perdona?

Al ver la rojez que había adquirido en pocos segundos el rostro de Carmen, Manolo intenta rectificar sobre la marcha.

—A lo mejor sería suficiente con que vuelvas a la media jornada.

—No. Otra vez no. Ya me he sacrificado bastante por esta familia.

—Con mi sueldo nos podremos apañar y con el tuyo no. Realismo mágico.

—Realismo puñetas. Has podido ascender en la empresa porque has tenido continuidad y yo me he propuesto tenerla. Mis compañeras y mi jefa están contentas con mi labor, me están proponiendo proyectos ilusionantes y no voy a volver a la media jornada. Es más, voy a trabajar más horas, aunque sea en casa.

—¿Y qué hacemos con los niños?

—Propón tú algo como novedad. Bueno, siendo honestos, ya planteaste lo de mis padres y no ha salido bien. Así que se me ocurre…¡Una reducción de jornada para el caballero!

—Si me la conceden, cosa que dudo, sería mi tumba laboral.

Carmen es ilustradora. Después de su última reincorporación han formado un equipo potente. La jefa no oculta su satisfacción con las ideas que propone y desarrolla, así como la profesionalidad que está demostrando. Aprovechó el cuidado de los niños para hacer un curso on line, de ilustración e impresión digital. Los últimos avances en software y herramientas de última generación en su ámbito. Bastante caro, pero le ha venido fenomenal para reciclarse e intentar ponerse al nivel de sus compañeros tras la ausencia. Los clientes están satisfechos y los encargos aumentan de forma considerable. Es un mundo en constante evolución. Le resulta edificante y, con respecto a la nómina, también lo está notando. No es un dinero para complementar el sueldo de Manolo. Si sigue así pueden llegar a igualarse en el salario en un tiempo prudencial. Ahora está haciendo formación, vía web, a cargo de la empresa. No está dispuesta a perder todo eso.

—¿Y trabajar desde casa? Esa jefa tan comprensiva y empoderada, que está tan contenta con tu «labor» no creo que se fuera a negar.

—¿A qué viene ese retintín? No, Manolo. Algún día suelto, si pasase algo imprevisto, puedo faltar o teletrabajar, pero está gestionando un equipo, necesitamos mantener un feedback constante, con ella y entre nosotras…

—Eso de usar anglicismos para darse importancia está de capa caída.

—…debates, contrastes, tormentas de ideas, que son mucho más intensas cuando   se trabaja codo con codo.

—Eso pinta muy bien, Carmen, pero te repito que no puedo reducir el horario a la mitad. Media hora, una a lo sumo.

Tienen una agarrada. Carmen nota en Manolo unos tintes machistas que hasta ahora no le habían parecido tan ostensibles. Al final llegan a un acuerdo. Se sacrificarán todos, infantes y adultos. Apuntan a los niños a «los primeros del cole», para desayunar y hacer alguna actividad antes de comenzar el horario lectivo. Los llevará Manolo todas las mañanas. Carmen se encargará de recogerlos por las tardes, tras «el ratito más», una actividad extraescolar de hora y media. Los apuntan a inglés y música.  El viernes los recogen en horario habitual, a las cuatro. Ese día Carmen tiene jornada continua.

 

Los abuelos van de visita de vez en cuando. Manolo y Bernabé siempre han mantenido las distancias, pero se respetaban e incluso hacían alguna bromilla sobre la cuestión.  Desde el incidente, Manolo no los mira con buenos ojos, no relaja su rictus serio y ellos se sienten cohibidos. Carmen ha tenido que esforzarse para convencerlo y dejar a los niños a dormir algún viernes o sábado con sus padres, como hacían antes si habían quedado para ir al teatro o a cenar fuera.

Los padres de Manolo viven en el pueblo y van algún fin de semana a verlos, pero no muy a menudo. A él tampoco le gusta el ambiente pueblerino, está desconectado de todas sus amistades y las preguntas «perniciosas» de los vecinos le exasperan. Considera que el mundo rural no les puede aportar nada a los niños. Únicamente ideas y costumbres obsoletas.

Cada vez están más tirantes por distintos asuntos y el diferente enfoque que pretende darles cada uno. Carmen precisa desahogarse con alguien, contarle sus miedos y sus dudas. Su madre no le sirve en esos menesteres porque en cuanto le diga que tienen problemas de pareja, se va a poner a hacer pucheros y a decirle que separarse es lo último, que ahora no aguantan desavenencias y, a continuación, le soltará todo el catecismo. ¡Qué pereza!

Necesita alguien más accesible, de su generación y que le dé la confianza suficiente. Se le ocurre quedar con Lucía, otrora su mejor amiga, pero el nacimiento de los críos y los vaivenes de la vida les han ido separando. No es que hayan discutido, se han ido alejando sin apenas percibirlo y espaciando cada vez más sus encuentros. Quedar en pareja fue un error, aunque era lo más lógico una vez consolidadas sus relaciones. En política y en fútbol los maridos están en las antípodas y les tocaba mediar para que cesasen las descalificaciones y la bronca no pasase a mayores. Cómo si no hubiese más cosas en la vida. Son primarios. Su experiencia con varones lo ha corroborado en un alto porcentaje. Ha caído en el tópico, lo que más detesta. Respira hondo.


 
Duda si llamarla o ponerle un wasap. Mejor lo primero, es más inmediato, aunque haya quedado anticuado. Está angustiada y cree que oír su voz será como un bálsamo.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Jubilados disponibles

 

¡No te quites el anillo que te vas a constipar!

—Pues no le veo la gracia.

—Ponte en situación, mujer. Era la época del destape. Nadiuska está en la cama desnuda, Fernando Esteso entra en la habitación y, como no se lo espera, los ojos le hacen chiribitas, se frota las manos y suelta la frase de marras.

—Me lo has contado cien veces. Y después ella le dice «spasiva», a lo que Esteso responde: «¡Pues si llegas a ser activa!». Es un humor burdo, carca y ha envejecido fatal.

—Oye, que ahora los progres a lo carca han pasado a llamarlo vintage y con esa denominación pasa el tamiz de lo políticamente correcto.

—No digas chorradas. Esas pelis no pasan ningún tamiz por muy holgados que tenga los agujeros. Te repito, no me hacían ninguna gracia entonces, así que menos ahora. Me sorprende que a ti sí, aunque siempre hayas sido más simple que un puzle de dos piezas.

—¿No puedes rebatir sin faltar? Cada uno tiene sus gustos.

—Pero hay gustos absurdos.

—Serán mejor esas películas tediosas, con subtítulos, que me hacías ver en los Renoir, de autor. De vividor, más bien. Planas, lentas, en las que nunca pasa nada. Me tragué dos, pero rápido me sacudí las moscas. Te dejé sola con tu gurú, Angélica. Te engatusa de tal manera que todo lo que te sugiere pasas a adorarlo con fervor, aunque sea un esperpento.

—Tengamos la fiesta en paz. Vamos a cambiar de tema que este me enciende y no quiero empezar mal la mañana. Baja a por el pan y vamos a desayunar.

—Sí, que hoy podemos hacerlo a una hora decente.

—No empieces.

—¿Este asunto tampoco lo quieres tocar? No es tan banal, es más peliagudo.

Sagrario se irrita y se impacienta.

—¿Bajas de una puñetera vez o bajo yo?

—Vale, vale. Ya voy. 

Bernabé y Sagrario son una pareja de jubilados que tienen que madrugar tanto como cuando acudían al trabajo, porque se han comprometido a echar una mano a su hija Carmen en el cuidado de los nietos. Se lo pidió por favor. A Bernabé no le hizo ninguna gracia, pero, ante la explosión de júbilo de su mujer, no se atrevió a exteriorizarlo en ese momento. Una pequeña disensión, sí, aunque fue aplacada sin ambages. 

—Bueno, lo tendremos que hablar a solas ¿No te parece, Sagrario? Tenemos nuestros compromisos…

—Tonterías.

 —…Nuestras amistades en el Centro de la tercera edad. Actividades que nos sirven para no anquilosarnos.

— Qué mejor actividad que cuidar de tu familia.

—Si fuesen días puntuales, no digo que no.

— Para eso estamos. Parece mentira, Bernabé.

—Bueno, Papá, no había caído. Podemos buscar, a ver si encontramos a alguna niñera que los lleve al cole por la mañana y se esté, a la salida, un rato con ellos en el parque, les dé la merienda y espere hasta que lleguemos de nuestros trabajos.

—Serían los primeros abuelos que no estuviesen deseando disfrutar de sus nietos. Si a todos les encantan —opinó, Manolo, el yerno—. Además, los martes estoy en casa, teletrabajo. Ese día libráis. Y los fines de semana, claro está.

Bernabé no contestó, en espera de matizarlo con Sagrario cuando llegasen a casa, pero no mostró ningún entusiasmo. Carmen se dio cuenta de que los habían puesto en un compromiso, que no tenían derecho a pedírselo. Manolo la había convencido. Llegaban justos a fin de mes y se ahorrarían un dinero curioso, aparte de que los abuelos estarían deseando. Se dio cuenta tarde de que esta última afirmación era gratuita.

Rafa, de cinco años y Mireia, de seis, están para comérselos. El pequeño estaba terminando el ciclo infantil, Carmen había empezado a trabajar a jornada completa y les pidieron que les ayudasen.

Cuando llegaron a casa Bernabé soltó su perorata. Había estado aguantando el tirón en casa de su hija y durante el trayecto en el coche, tampoco quiso alterarse, porque en su persona se cumplía el tópico de que los hombres no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo. No quería discutir ni alterarse mientras conducía. Se lo guardó para la intimidad del hogar.

—Joder, Sagrario. Nosotros ya hemos criado a nuestra hija y ahora nos tocaba disfrutar de la jubilación. Lo tenemos hablado.

—¿Y estar con tus nietos no es un disfrute? Son tan ricos… y casi no los vemos.

—Pues te vas a hartar como no llames ahora mismo para aclarar este entuerto en el que me has metido sin comerlo ni beberlo.

—¿Lo dices en serio? Berna, no tienes corazón. Me decepcionas.

—No empieces con tus pamemas. Sabes que todas las mañanas voy a jugar a la petanca. Hemos formado un grupo majo y lo pasamos bien charlando de nuestras cosas. Y lo peor es que tampoco podré ir a jugar la partida después de comer ¿Por qué tengo que renunciar a mis aficiones? Quiero una vida tranquila, me lo he ganado. Además, no estamos para pelear con críos. Lo de los nietos es un compromiso.

—Siempre te pones en lo peor. ¿Y la compensación de ayudar a tu hija? De sacarle de un apuro. ¿Y de ver crecer a Rafa y Mireia?, de disfrutar de sus gracias, de su inocencia y enseñarles cosas de la vida ¿No te reconforta?

—Eso ya lo hacemos, en mayor o menor medida, sin necesidad de atarnos a jornada completa. Lo que me extraña es tu docilidad y que no hayas dicho nada de tu grupo de teatro, del que hablas maravillas. Nunca puedes faltar. Te preparas un montón, llegas antes de la hora. ¿Qué le vas a decir a la directora? Angélica va a alucinar. Es la primera vez que abandonarías un proyecto o propuesta que haya salido de su mente. La sigues como un corderito.

—Lo va a comprender perfectamente.

—La última obra que montasteis, Menopaúsicas Anónimas, estuvo genial, me reí un montón, bordaste tu papel.

— Entonces para ti, la familia ¿carece de importancia?

—¡Por mi familia mato! Me recuerdas a la película del Padrino, Sagrario. Cuantas veces has nombrado a la familia en el día de hoy. Los quiero mucho, a Carmen y a mis nietos. Al chichibaile de mi yerno, bastante menos. Sé de sobra que ha sido el que ha parido la ocurrencia. Mi Carmen nos respeta.

—Hagámoslo por ella.

—Tu verás, Sagrario. Eso implicaría renunciar a los viajes del IMSERSO y alterar, todavía más, nuestra vida cotidiana. Pero, como siempre, te saldrás con la tuya. No seas boba. En este caso, no lo celebres como un triunfo. Manolo te la ha metido doblá.

—¿Cómo puedes ser tan basto?

—Sabes a lo que me refiero, pero te viene bien desviar la atención. Una vez dado el sí, recular es jodido.  A la vuelta de dos semanitas me cuentas, cariño.

A partir de ahí comenzaron los madrugones «¿Cómo iban a levantar a los niños tan temprano?». Hija y yerno, seguían estirando la goma. Era mejor que los abuelos fuesen a casa de sus nietos. Carmen y Manolo saldrían con destino a sus respectivos trabajos y Bernabé y Sagrario esperarían a una hora prudencial para despertarles y que les diese tiempo a vestirse y a desayunar. Después de repeinarlos y regarlos con agua de colonia, llegarían justo a la hora de entrada del colegio, a las nueve de la mañana.

—A Manolo voy a soltarle cuatro cosas cuando me lo eche a la cara. Es un fresco.

—¿Qué dices? Yo estoy orgullosa y feliz de atender a mis nietos. Lo paso bien contándoles cuentos y sucedidos. Eres un cascarrabias.

—Lo pintas muy bien, pero cuando cogen una rabieta, dos veces diarias de media, me mandas a mí a apagar el fuego. Tú, poli bueno. Ahora, ese rácano de yerno que nos ha tocado en suerte, quiere que vayamos a por los niños también a mediodía y que les hagamos la comida. Eso que se ahorra. Por ahí no paso. Vamos a hacer más viajes que el baúl de la Piquer.

—Es por su bien, Berna. Comen más tranquilos en su casa y reposan la comida. Ya tendrán tiempo de jugar y brincar en el parque cuando salgan de la escuela.

—Claro, muy comprensiva te veo. También tenemos que aguantar un rato los tostones de los padres, «¿Apiretal o Dalsy?, esa es la cuestión». Hasta que aparece tu hija porque al otro le vemos poco.

—Llega tarde. Por su cargo tiene reuniones y compromisos todo el día.

—Si a ti, te parece que esto es vida, perfecto, aunque a las nueve de la noche das unos cabezazos en el sofá y unos bostezos a los que me he ido acostumbrando, pero esos rugidos no son de este mundo.

—Vale ya, Berna, no me pinches más, que siempre acabas enfadándome.

—Porque las verdades escuecen.

—A ti si que te va a escocer el culo como me quite la zapatilla.

—En otro tiempo, pero ahora mientras doblas la bisagra, ya estoy en el Retiro. Perdóname la broma, Sagrario. Es que me jode la obligación que nos hemos echado encima. No te das cuenta de que es una responsabilidad enorme. En fin, no quiero ser el malo de la película.

Una tarde que los nietos están en el parque jugando con sus compañeros se escapa un balón y Rafa sale corriendo detrás de él. Bernabé se da cuenta de que va rodando directamente hacia la calle que bordea la zona de juegos, que es bastante transitada. Lo llama a gritos para que se detenga, pero el niño sigue ciego tras la pelota.  El abuelo intenta correr, pero solo consigue andar deprisa, como los atletas de marcha atlética, el cuerpo hace tiempo que no es capaz de iniciar un trote. Sigue su marcha, lo más rápido que puede. Al mismo tiempo rodea la boca con las manos, haciendo embudo y vocea, para advertir a su nieto del peligro. Del grupo de madres brota un murmullo, se han dado cuenta de la situación de riesgo que se está produciendo. Un padre abandona el corro a galope tendido, avanza a todo lo que le dan las piernas, va ganando velocidad, esquivando los setos y bancos que se interponen en su trayecto, pero no llega a tiempo.

Rafa sigue sin perder de vista a la pelota y no se percata de que se acerca un automóvil por la izquierda. Es eléctrico, no hace apenas ruido. Era la última posibilidad de que el niño reaccionase. El balón se cuela en los bajos, debajo del morro y el niño se topa con el neumático derecho, sale volando y cae, de cabeza, sobre la acera opuesta.  Los abuelos ven la escena completa, no hay árbol o mobiliario urbano que estorbe la visión en la trayectoria que han seguido el balón y el niño. Los transeúntes que pasan por allí, en ese momento, rodean al crío. Mientras, una de las madres ha llamado al 112 y una ambulancia del SAMUR aparece a los diez minutos. A Bernabé y a Sagrario se les hacen eternos, aunque ella, está tan tocada, que no comprende lo que ha pasado. Ve la realidad en penumbra, difuminada, aunque nota un vacío en el vientre que le da mal fario.

Bernabé pregunta al chófer de la ambulancia. Este le comenta que, al conductor del coche, presa de un ataque de ansiedad, se lo han llevado los policías municipales a una calle contigua mientras llega un psicólogo. «En cuanto al chico no le puedo informar, pues lo único que sé es que está dentro. Lo están explorando». En ese momento se oye un murmullo en el walkie que tiene sujeto al cinturón. «Perdone, me dicen que salimos para el 12 de Octubre. Vayan ustedes para allá. Entren por la puerta de Urgencias y digan que son familiares del chico».

 

Continuará …/…