El verano en La Casa del Pulpo resultó
estresante para Renata. Los primeros días creía que iba a morir en el intento,
aunque como todo, «al final se acostumbra una». Por lo menos, no llegaba hecha
unos zorros y se acostaba directamente. Muy sobrada de energías tampoco, iba justita.
Lo de leer ni se le pasaba por las mientes. Para eso se necesitaba
concentración y a las dos páginas afloraban los bostezos y las cabezadas. Ver
la tele, que es una actividad pasiva, sí. Iba zapeando porque no quería engancharse
con películas y series que tendría que dejar a medias. Plataformas no tenía. Programas
culturales como Pasea Madrid, las noticias del día o algún concurso del
que le diese igual enterarse del desenlace. A esas horas también había un totum
revolutum: programas sobre resolución de asesinatos; gente mostrando sus casas
al público; operaciones quirúrgicas de reducción de estómago o de aumento de
pecho; campeonatos de Póker; cazadores de tesoros (a las antigüedades les
llamaban así), por diversos rincones de Estados Unidos…Al rato, las persianas
de los ojos le caían sin remisión. Se solía desmaquillar, lavar los dientes y
asear de manera liviana cuando entraba en casa. Así que, después de apagar la
televisión, se dirigía a la cama en penumbra, caía como un fardo y no era
persona hasta las doce del día siguiente.
Su cuerpo y, sobre todo, su mente, se fueron adiestrando,
haciéndose fuertes, ante la nueva manera de ganarse el sustento. Ejercicios de
meditación y mindfulness que encontró en un canal de YouTube pasaron a
ser una actividad diaria a la que dedicaba entre veinte minutos y media hora. Le
vinieron bien para abstraerse de todos los pensamientos que deambulaban por su
cabeza. Aún así, llegaba agotada a casa y, hasta que pasó un mes, no fue
controlando la situación y el cansancio físico fue remitiendo.
En cuanto al día a día, Renata, que siempre había
sido una persona tímida, a la que le costaba romper el hielo, se hizo, poco a
poco, con la clientela. Siempre dirigiéndose al público con cordialidad y,
cuando cogía cierta confianza, desplegando chascarrillos y bromas bienintencionadas.
La negociación, en la que logró que fuesen suyas todas las propinas de las mesas
servidas por ella, que en principio tanto Vanesa, que la desinfló, como Xosé,
que se mofó, por tratarse de una victoria pírrica, resultó fructífera y se
tuvieron que tragar sus palabras.
Se demostró que, llevando la amabilidad por bandera
y atendiéndoles con cuidado y presteza, a pesar de que muchos pagaban a través
del datáfono, dejaban dinero suelto aparte y, esas monedas, eran depositadas en
un bote, que se ponía boca abajo al final de la jornada y le reportaron un porcentaje
considerable en el sueldo. Se les fue metiendo poco a poco en el bolsillo. A
pesar de que alguna bandeja aterrizó y alguna copa, ocasionalmente se derramó,
reaccionaba con diligencia y la escena volvía a sus orígenes. Limpiaba suelo,
mesa y ropa, porque alguna vez también se dio esa fatalidad, y pedía disculpas
encarecidas.
Llegaba a eso de las dos de mediodía, cuando todavía
no se había llenado el local, pero los primeros comensales ya estaban en los postres.
Se encargaba de la terraza, a no ser que estuvieran los dos espacios
descompensados de clientela y entonces echaba una mano dentro. Se iba soltando
con la bandeja. Lo primero que hacía era acomodar a los clientes, buscarles un
sitio aparente y preguntarles por lo que iban a beber. Así, mientras les
soltaba el tríptico con las comidas para que fuesen echando un vistazo, ella se
dirigía a la barra con el pedido. Cuanto antes les sirviese y comenzasen a beber
más consumirían al final. No era partidaria de remolonear, tardar en llevar las
viandas, para que la gente ingiriese el líquido y pidiese otra consumición. Al
final esa maniobra exasperaba a la clientela y creaba mala fama. Así que cogía
la comanda y achuchaba en cocina para que no se durmiesen en los laureles.
Montse anduvo un poco picada durante unos días
porque algunos clientes preguntaban por Renata y preferían que los atendiese
ella. «Tantos años en el oficio, donde he echado los dientes y ahora escogen a
una novata. Lo que me faltaba por ver». Se dio cuenta pronto de que esos berrinches
no tenían lógica, porque todo el dinero iba a parar al mismo sitio. Incluso,
suavizó un poco los modales, dentro de su idiosincrasia, tras comprobar que esa
actitud mejoraba bastante el humor y el bolsillo de los clientes. Remedó a Renata en ese aire circunspecto, de ponerse en el lugar de los demás y aconsejarles
la comida más apropiada, dependiendo de las existencias, el número de
comensales o el apetito. Lo que no consiguió imitar fue la jovialidad y ese
aire juvenil y desenfadado. «Milagros, Dios y los santos», decía Melquiades,
entre risas, a Xosé, cuando no había moros en la costa.
Una noche, pasaron un susto de muerte. Un señor de
mediana edad se atragantó. Intentó expulsar el trozo de comida, pero no fue
capaz. Su rostro cambiaba a un tono cada vez más morado. Renata sabía, por las charlas
que le habían dado en el hospital, que había que actuar con diligencia. En dos
minutos la situación podía tornarse irreversible. Entonces, ella se dirigió a
Xosé, que era alto y corpulento, para que saliese de la barra y acudiese echando
leches. Le indicó como tenía que agarrar al señor para practicarle la maniobra Heimlich.
En los cursos de primeros auxilios se lo enseñaron a través de vídeos y lo practicaron
con un maniquí. El profesor, que en este caso era bombero, les hizo salir a la
tarima, uno a uno, y les explicó como obrar, si se les diese el caso, sirviéndose
del muñeco que yacía sobre la moqueta.
Xosé
le abrazó desde atrás, entrelazó las manos y comenzó a darle apretones rítmicos,
cada vez más secos, presionando sobre el esternón. Pasaron unos instantes fatídicos,
en los que el cliente no reaccionaba, parecía había dejado de respirar, aunque
Renata le tomo el pulso y todavía latía. Haciendo un esfuerzo ímprobo, le apretó
sobre el pecho, aflojó un instante y volvió a presionar con ganas. El señor comenzó
a toser. A continuación, escupió un trozo de comida indistinguible, a medio
masticar, que cayó al suelo. Abrió los
ojos. Se le notaban vidriosos y daba el aspecto de que no sabía muy bien donde
estaba. Fue volviendo en sí. A su esposa, que estaba comiendo con él, la habían
sacado a la terraza y le estaban dando aire con un abanico, presa de un ataque
de ansiedad. Se rehízo el afectado y, cogido del brazo de Renata, fue en busca
de su mujer. Aparecieron los profesionales de emergencias en ese momento y se
lo llevaron al hospital para hacerle pruebas y curarse en salud. Salió del
local por su propio pie. La sensación colectiva era que todo había acabado bien.
El
añusgamiento había sido ocasionado por un trozo de calamar que, como se dice coloquialmente,
le había entrado por mal sitio. Siempre advertían a los comensales que cortasen
la anilla en trozos pequeños, pero muchos no tenían en cuenta esta recomendación
y se la metían casi entera en la boca. Para más inri, apenas la masticaban. Mas
de un susto pasó Renata y sus compañeros ese verano, aunque ninguno tan serio
como el de aquella noche.
La
relación entre Xosé y Renata se fue limando según transcurrían los días y los
meses. Se soportaban, pero escuetamente, sin coba ni halagos gratuitos. Era una
relación laboral que pasó de ser fría a templada. Cuando llegó el otoño Renata
cogió su semana de vacaciones, la que aprovecharía para ir a Silván. El local
permanecería cerrado durante quince días. Aprovechan que la clientela disminuye
un poco tras el periodo estival. Se solaparían los miembros de la familia para
que el local no estuviese mucho tiempo con la persiana bajada. Una semana de
descanso total, otra de zafarrancho de limpieza (cámaras, estanterías,
vitrinas, cocina, cristalería, cubertería y vajilla…) y después abrirían Montse
y Melquiades, que estarían diez días con Renata hasta que les relevaran Xosé y
sus padres.
A la vuelta de
Silván se encuentra con una novedad. Durante el periodo de descanso han adquirido
un loro gris de cola roja. Según la informan es la especie que mejor y más
rápido aprende a hablar. Melquiades, que es del Atleti, le pone de nombre «Cholo».
Los clientes le suelen pinchar bastante a costa del fútbol. Se meten con él
porque choca en un gallego que sea de ese equipo y no del Celta o del Deportivo
de la Coruña. Melquiades les responde ofuscado que él puede ser el equipo que
le dé la real gana. Además, su familia es de Orense y con los equipos gallegos de
primera división ni fu ni fa. Desde que está en Madrid ha simpatizado con el
Atleti. El estadio Vicente Calderón estaba relativamente cerca de Usera y
muchos hinchas venían a tomarse café y copa antes del partido y unas cañas
después. En aquellos años, prácticamente todos los partidos se jugaban los
domingos por la tarde. Le ganaron para la causa y ahora se ha convertido en un
seguidor entusiasta, un colchonero orgulloso de serlo. Hace una década que
trasladaron el estadio a la otra punta de la ciudad, pero su afición sigue intacta.
Xosé, a su manera,
es un cachondo y le ha enseñado algunas palabras a Cholo. Incluso frases breves.
Al principio, cuando las personas salían del local, como estaba entre la
máquina de tabaco y el rincón, no se le veía bien y pensaban que era Siri u
otra pendejada de la inteligencia artificial. «¿Has pagao?». Eso es lo
que dice sin que se lo esperen, con tono estridente y a gran volumen, cuando
van a abrir la puerta para salir a la calle. Hace gracia entre los parroquianos
que ya lo conocen, a pesar de que, en las primeras ocasiones, todos salían de
su ensimismamiento, fruncían el entrecejo y echaban mano inconscientemente a la
cartera. Ahora se ha convertido en uno más que forma parte de la familia pulpeira,
«Que sí, Cholo, que sí que he pagado. ¡Menudo vigilante os habéis echado!».
Los meses que
lleva Renata trabajando en el local han arrojado un balance positivo. La
recaudación ha crecido con respecto a otros veranos. Bien es verdad que abrir las
dos terrazas, la de patio y la de calle, ha aumentado exponencialmente el espacio
disponible. Pero claro, si no se hubiese mantenido la calidad y se hubiese
mejorado la atención, sobre todo reforzando la plantilla para dar un servicio aceptable,
los clientes hubieses volado del nido. Hubo picos de trabajo de auténtica
locura. Se salió del paso con solvencia y todos reconocían, unos abiertamente y
otros en su interior, que los consejos de Renata habían funcionado y ella como
camarera había resultado excepcional. Su soltura era impropia de una principiante.
Le comunican que
ha pasado la prueba con creces y que la van a hacer fija. En invierno, media
jornada, pues cierran bastante antes y la terraza de la vía pública no se
monta. Fines de semana y navidades, jornada completa. A ella le parece bien, es
lo que la pueden ofrecer. Quedará con Julián, que ya es conocido en el local,
para que eche un vistazo al contrato y al resto de papeles. No es que no se
fíe, pero siempre le ha llevado sus cosas. Además, lleva meses sin verlo y quiere
ponerle al día de lo que vio en Silván. La nueva vida de Antonio, retirado el
mundanal ruido, y el recelo que le da a ella el negocio cárnico, que no termina
de arrancar. No sabe a ciencia cierta si Antonio y Julián tienen comunicación
frecuente, pero en la última quedada de ambos con Vanesa comprobó que se habían
despegado bastante.
Días más tarde,
ya en vigor el contrato de media jornada, a Renata le parece que Xosé la mira
de una manera distinta, intuye que la quiere decir algo. A ella, después de las
arremetidas que le lanzó, en pleno ataque de nervios por la novedad del
trabajo, le extraña. Se puso faltón y bronco, con tintes machistas en sus valoraciones,
cuando más compresión necesitaba. Menos mal que Montse salió al quite. Después de pasar tantas horas trabajando, codo
con codo, la repulsión desapareció. Ha comprobado que en el fondo es noblote,
aunque suspicaz e irascible cuando se tuercen las cosas. Últimamente le nota
cortado, parece que le cuesta hablar distendidamente con ella. Pregunta mecánicamente
por pedidos, bebidas, comandas, ingredientes y todo lo referente a la faena. Es
una máquina currando. Cuando la cosa está tranquila inicia conversaciones con
ella, que no tienen que ver con el trabajo. Incluso se ha interesado por temas personales,
preguntándola cómo se encuentran sus padres. Eso la tiene escamada. Está dispuesta
a abrir un poco la compuerta, ofrecerle algo parecido a amistad, pero pasar de
ahí no lo contempla ni de broma. Después de todas estas componendas, piensa al
pronto, que pueden ser elucubraciones fruto de su imaginación.
Un sábado, cuando están recogiendo, se le acerca y la
propone ir a tomar una copa a la Sala Olvido, situada en la calle del mismo
nombre, un par de manzanas más arriba de La Casa del Pulpo. Los fines de semana
actúan grupos de pop-rock y a él le gusta mucho ese tipo de música. Ha quedado allí
con unos amigos. Renata no da crédito a lo que está oyendo. Los planes
nocturnos le dan un poco de pereza y más habiendo trabajado todo el día. Habrá
que permanecer a pie firme, seguro. Acepta y al momento se arrepiente. Lo ha
hecho sin meditarlo, por no desairar a Xosé. Piensa que ha supuesto, para él,
un esfuerzo titánico atreverse a invitarla, pero su empatía suele ser
malinterpretada, sobre todo por los varones y, hasta ahora, siempre ha acabado
de mala manera.
Le choca coincidir en la Sala Olvido, a la que no entra
desde hace un chorro de años, con gente conocida. No tanta como Xosé, que lleva
toda la vida en el barrio y debe ser cliente habitual por lo que saluda a casi
todos los presentes. Renata saluda principalmente
a vecinos y a algunos dependientes de comercios de Marcelo Usera. También a los
clientes de la pulpería, a los que ha ido tratando y ganándose sus simpatías.
Enrique y Xisco
son una pareja gay que Xosé le presenta. Son amigos suyos, con los que alterna habitualmente.
Enrique es del barrio. Ha vivido la transformación de los modelos de negocio y la
multiculturalidad. El desembarco de inmigrantes de todas las latitudes, principalmente
sudamericanos y chinos. Conversan sobre ellos, hablan de la desaparición de los
comercios tradicionales y de la China Town en que se ha convertido la parte sur
del barrio. Xisco es valenciano. Vino a estudiar a la capital. Se hospedó en un
colegio mayor en el que las novatadas le dejaron un poco tocado. Con los «maricones»
se ensañaban más. Le comentan que llevan quince años de pareja, los cinco
últimos casados. Viven en la calle Amor Hermoso y la invitan a que pase a tomar
algo con Xosé cuando quiera. Así, les enseñarán el piso y podrán charlar más a
gusto, sin ruido de fondo. Xosé les informa de que un lunes sería el mejor día,
pues cierran por descanso del personal. Renata contesta con evasivas y no dice
ni sí, ni no. Apura su copa precipitadamente y se despide de los tres. Está destrozada
después de un sábado agotador, el día de la semana que tienen más faena.
Se dirige a su
casa con ritmo decidido, deseando llegar cuanto antes. Cuando lo hace, se tira
en el sofá y respira hondo. Hace unos ejercicios de relajación para que su
ritmo cardiaco y su mente vuelvan al estado de reposo. Le pasa siempre que
coincide con homosexuales, cuando los ve darse la mano, acariciarse o besarse. No
está orgullosa de ello. Lo achaca a la educación puritana recibida. Colegio e
instituto de monjas y tener progenitores religiosos. Sin embargo, esa justificación
no la exime, porque tiene amigas que han recibido la misma instrucción y no
tienen esa fobia. Es más, se ha enterado de que, entre ellas, alguna es lesbiana.
Tiene que hacérselo mirar porque es consciente de que no es normal. Enrique y
Xisco le han parecido buenos chicos, pero ha sentido repelús. Reconoce que es
una actitud irracional, pues eran agradables de trato, de grata conversación y,
si no le hubiesen comentado su inclinación sexual, ella no se habría rayado y
no hubiese cogido las de Villadiego.
Se acuesta al rato,
aunque no es capaz de dormir. Su cabeza da vueltas como una hormigonera en la
que se mezclasen arena, agua y cemento, un come come continuo le intranquiliza
y se combinan en su mente escenas de distintas inquietudes. De sus padres, que
cada vez están más mayores y no sabe hasta cuándo van a poder manejarse solos;
de su vida laboral incierta, resuelta momentáneamente; de sus prejuicios sobre
los homosexuales, que le irritan…No quiere recurrir al remanente de pastillas
que heredó de Antonio. Lleva meses sin tomarse ninguna, aunque, en los tiempos
posteriores a su marcha, la ayudaron a coger el sueño.
Siente calor al
pronto, pero, aparte del sudor que percibe en la frente y en las sienes, una
excitación recorre su cuerpo. Retira sábana y colcha a patadas. Queda encima de
la sábana bajera. Una imagen varonil toma forma en su imaginación. Flexiona las
rodillas, se baja los pantalones del pijama despacio. Se despoja de ellos
dejándoles caer al suelo por un lateral de la cama. Se deja puesta la pieza de
la parte superior. Empieza a acariciarse por encima de las bragas, con los
cuatro dedos unidos, posteriormente hace círculos concéntricos con el dedo
índice. Suaves al principio, un leve roce con la yema. Siente la suave tela de
algodón mojada. Se ha humedecido imperceptiblemente, sin apenas darse cuenta.
Esta avergonzada porque está evocando la imagen de Xosé haciéndole el amor.
Comienza a hurgarse bajo la tela. Distingue como el vello enmarañado
cede a su paso. Su fricción aumenta, su cadencia se acelera y empieza a
convulsionar mientras gime de placer. Aminora el ritmo hasta parar. Nota la garganta
reseca y amargor en el paladar. Se siente sucia. Nunca pensó que fuese a
excitarse con ese chico. No quiere sucumbir. Lo ha pasado muy mal y está bien
sola. Lo de masturbarse es una necesidad fisiológica después de tanto tiempo. Prefiere
darse placer por sí misma al Satisfyer del que le habló Vanesa en una
ocasión. Lo de evocar a Xosé es lo de menos. Inspirarse en cualquier individuo de
buen ver le haría ponerse a cien, dado su calentón, después de tanto tiempo sin
echarlo de menos. Todavía es joven. Xosé ni siquiera le ha tirado los tejos y se
siente presionada. Está peor de lo que creía. Mientras todas esas autojustificaciones
le sobrevuelan, le envuelve una nebulosa que se va espesando y se queda
dormida.