—Testaruda, no, lo siguiente.
—Renata, me prometiste que después de temporada si
que vendrías. Tras la jupa de verano que te has pegado ¿no me digas que no te
apetece unos días en plena naturaleza?
—Qué bien lo pintas, sino fuese porque me tengo que reencontrar
con mi exmarido y mis exsuegros. No es plato de gusto.
—¿No sientes curiosidad por saber como le van las
cosas a Antonio?
—La misma que tiene él por saber de mi vida. En
estos meses la comunicación ha sido casi inexistente y, las pocas veces que
hemos contactado, fue debido a que una servidora ha iniciado la conversación.
Como va a su bola y nada más que responde con vaguedades y monosílabos, no he
vuelto a interesarme. Que le zurzan.
—Vamos a alquilar una casa en los aledaños del pueblo,
allí nos hospedaremos, no vas a tener que convivir con Mariana ni con
Pancracio.
—Pero ¿A quién quieres engañar? Silván es poco más
que una aldea. En cuanto sepan que paramos por allí nos irán a buscar. Eso si
no te vas de la lengua antes y nos están esperando a la llegada, que tú y
Antonio, según parece, seguís manteniendo vuestra sólida amistad.
—He dicho que no vas a convivir, pero verlos, claro
que los veremos. Es el principal objetivo de este viaje. Saber de él y de su
nueva vida. No te lo he ocultado.
—No sé que decirte. Por una parte, me gustaría
volver a esos parajes y saludar, no solo a ellos, sino a todos los paisanos que
me conocen. Aunque íbamos poco, trabé amistad con algunas personas y les guardo
cariño.
—Pero…
—Dije que iba a hacer borrón y cuenta nueva y este
viaje va a avivar ascuas que intento olvidar, pero que permanecen latentes en
mí. Me da un poco de miedo volver a caer al hoyo y tener que curar, de nuevo, heridas
que tardaron en cicatrizar.
La
perseverancia de Vanesa hace que claudique. Ella deseaba, a toda costa, compañía
femenina en la expedición para poder
desahogarse, intercambiar confidencias y cotorrear sin temor de ser delatada. No
quiere ir únicamente con su familia, quiere alguien que le ayude también en
esos trances, con críos y demás. Además, a Renata, una vez acabado el verano,
que ha sido laboralmente intenso, le corresponde una semana de vacaciones y le
va a salir gratis. El traslado lo hará con toda la troupe, en el vehículo de
Luis y la invitarán al alojamiento. Correrán con el gasto del alquiler de la
casa que, previamente, ha ajustado Antonio con los dueños. Lo que más aprensión
le da es Mariana. Coincidir otra vez con su exsuegra y su lengua afilada no es
plato de gusto. Si cuando eran familia le decía improperios a la cara, ahora le
sacará los colores a la menor ocasión. Se convence de que es un mal necesario
que habrá que soportar para disfrutar de todo lo demás y conocer de primera
mano como se las apaña su ex en la nueva vida.
Habían quedado con Antonio en que iría a recibirlos a la casa de alquiler. Se la enseñaría, descargarían los bultos, colocarían la ropa, utensilios de aseo y demás bártulos y, cuando estuviesen medianamente acomodados, irían a comer con sus padres, Pancracio y Mariana, a la casa familiar. Madrugaron para poder llegar a mediodía. Durante el trayecto, Vanesa cruzó un par de wasap con Antonio para informarle de su localización. Los niños fueron dormidos un buen rato y cuando no, Renata, que iba con ellos atrás, los entretuvo para que no diesen la murga. Aunque tenía falta de costumbre, tiró de un clásico, el veo veo. Raquel era más perspicaz que Felipe. Este tenía mal perder y se ofuscaba. «Cómo es chica la das más pistas que a mí». Se cruzaba de brazos, fruncía el ceño, arrugaba los morros y durante un rato no quería jugar. Cuando estaban a pocos kilómetros de su destino, Vanesa avisó para que Antonio se acercase.
El GPS por aquellos parajes falla bastante,
la cobertura es deficiente, así que se liaron un poco. Además, muchas de las
casas están en caminos. Solo había un cogollo formado por la plaza y un par de
calles aledañas que conformaban el casco urbano. El resto eran casas salpicadas,
algunas de ellas en lomas a las que se accedía por veredas sinuosas. Después de
equivocarse un par de veces y dar la vuelta hasta la carretera que atravesaba
la población, por fin, divisaron a Antonio que estaba en el arcén, a la salida
de una curva. Les echó el alto y les indicó, con un braceo cadencioso, que abandonaran
la vía principal y aparcasen a la derecha en un falso llano.
Delante estaba la casa que había de ser su hogar los próximos días. Tejado de pizarra, intrínseco de la zona. Tenía un pequeño porche delantero al que se accedía subiendo tres escalones situados a la derecha, con pasamanos de madera. Una vereda también pizarrosa, que llevaba hasta la entrada de la vivienda, brillaba a pesar de que el día estaba nublado. Eso es lo que se distinguía desde el interior del vehículo. Fueron saliendo. Luis fue directamente a dar la mano a Antonio, pero este tiró de ella y se dieron el típico abrazo masculino con palmotadas recias y sonoras en las espaldas: «coño, estás hecho un chaval, se ve que la naturaleza te rejuvenece». Mientras, Vanesa y Renata liberaban, cada una a uno de los gemelos, del cinturón de seguridad. Se acercaron donde estaban los hombres que ya se habían medido las costillas y seguían preguntándose formalidades. Los niños, un poco cohibidos, miraban hacia el suelo y se intentaban proteger detrás de las piernas de las dos amigas, asomando un ojo de vez en cuando. Renata estaba un poco azorada por tener delante a su exmarido después de tanto tiempo. Antonio rompió el hielo.
—Bienvenidos a Silván, mi pueblo, pequeño pero
precioso, situado en plena naturaleza como estáis comprobando. ¿El viaje bien?
—Bien. No se ha hecho muy pesado. Los niños, que son
los que más cargantes se ponen en el coche, cuando tienes que permanecer varias
horas en él, se han portado fenomenal. Mucho ha tenido que ver en ello su tía
adoptiva.
—Así que ahora eres tía, Renata. Qué callado te lo
tenías. Mujer, ¿se te ha comido la lengua el gato? —se acercó lentamente a ella
que no sabía hacia donde mirar—. Gracias por venir, me hace ilusión —se dieron dos
besos y a continuación, un abrazo. Así permanecieron hasta que Vanesa cortó la escena
con una pregunta en alta voz.
—¿Y a mí no me das las gracias después de la que he
tenido que montar?
—A ti también, mujer, pero habrá que ir por partes
¿Te da pelusilla? —se echó a reír por lo bajo —. Tiene mucho mérito que hayas traído
hasta aquí a toda tu familia y hayas convencido a Renata. Sinceramente lo veía
complicado. Te tenía otro abrazo reservado, pero has pecado de impaciente. ¿No
me presentas a los niños?
—Claro. Están acobardados, pero cuando cojan confianza
no te arriendo las ganancias. Te van a brear a preguntas y vas a sudar la gota
gorda. ¡Raquel!¡Felipe! Saludad a Antonio. Es mi amigo. Gracias a él vamos a pasar
unos días en este sitio tan bonito.
—Dice mi madre que tienes unos perros muy grandes.
¿Muerden? —preguntó Raquel.
—Qué va. Son muy noblotes. Les tengo para cuidar y
reunir al ganado. En realidad, son de mi padre, pero seguro que os deja que
vayáis al aprisco a acariciarlos y a jugar un rato con ellos. Se llaman Zipi y
Zape.
—¿Qué es eso? —dijo, Felipe.
—¿El qué?
—El «pisco» ese.
—Ah, el aprisco. Es un establo. Donde guardamos al
ganado para protegerlo de la lluvia, del frío, del calor…, en fin. También les
damos de comer y pasan la noche allí. Durante el día los soltamos por los
prados para que coman toda la hierba fresca que puedan. Los perros se mantienen
alerta y pasan todo el día con chotos, vacas y terneros.
—A mi me dan miedo las vacas ¿Son muy grandes?
—Son mansas, Raquel. Eso sí, son mas altas que tú. Te
voy a dar unos consejos y vas a ver como te haces amiga de ellas. Siempre de cara
y con la mano abierta para acariciarles el testuz que es esa planicie que tienen
debajo de los cuernos. Nunca pases por detrás porque se pueden asustar y sacudirte
con el rabo, como si fuese un látigo o, lo que es peor, soltarte una coz. Por
último, ten cuidado no te acerques demasiado y te vayan a dar un pisotón. Pesan
quinientos kilos y te pueden destrozar el pie.
—¿Puedes repetir, profe? —preguntó Felipe y todos se
echaron a reír.
—Tranquilo, mozo, no hace falta que tomes apuntes,
cuando subamos a verlas te lo iré diciendo sobre la marcha. Son cuatro cosas y
ya verás como te resulta fácil. Hasta os dejaré echarlas de comer y darles
alguna golosina directamente en la boca.
—¿Comen chuches?
—Sí, pero las chuches de los terneros son muy distintas
a las vuestras. Tienen otros gustos. Y basta de palabrería. Sacad el equipaje
que voy a enseñaros la casa y donde está el automático, la llave de paso, el
calentador y demás. Ya colocaréis vuestras pertenencias a la vuelta, que mis
padres estarán esperando con la comida preparada.
Julián, había declinado la invitación. Le apetecía
mucho ver a Antonio después de tanto tiempo. Estaba un poco tenso tras sus
encuentros y desencuentro con Vanesa y no sabía cómo iban a desarrollarse los
acontecimientos. Podían darse escenitas de mujer despechada y perdonaba el
bollo por el coscorrón. Renata le dijo que Vanesa no era así, pero él pensaba
diferente. Esa mujer era capaz de cualquier cosa. Y estando el cornudo presente
era mejor evitar el peligro. Definitivamente se quedaría en Madrid.
Se dirigen todos andando a la casa familiar de
Antonio. Afuera les están esperando Pancracio y Mariana que, en cuanto llegan,
se deshacen en halagos. Se saludan, se hacen las presentaciones de rigor y Pancracio,
en cuanto puede, se lleva a un aparte a Renata. Le da dos besos y un abrazo
pudoroso.
—¿Qué tal te va la vida princesa? Estás tan bella
como siempre.
—Y tú tan zalamero como de costumbre. Estoy más estropeada.
El tiempo y las preocupaciones han hecho mella en mí. ¿A quién quieres engañar?
—Yo te veo estupenda.
—Gracias, Pancracio. Para ti la perra chica.
—Vamos dentro —resonó la voz de Mariana—. Vosotros
dos, dejaros de cuchicheos y a poner la mesa que resulta muy feo cuando se está
en grupo ponerse a decir secretitos.
—Esta Mariana, genio y figura. Vamos a comer —dijo Pancracio. He puesto una
mesa pequeña para los niños. No cabíamos todos en la grande.
Una vez dentro, Vanesa le dijo que uniera ambas mesas para que ella estuviese al tanto de los peques y no tuviese que andar levantándose cada tres por dos. Así lo hicieron, colocándose Luis y Vanesa en un extremo, pegados a los gemelos; Antonio y Renata, en medio y, en el otro extremo Pancracio y Mariana. Las tres parejas enfrentadas. Cuatro, contando a los gemelos.
La mesa estaba preparada y en el centro había una
pieza metálica circular para apoyar la olla. Antonio la cogió de las asas y la
colocó encima del salvamantel. Mariana se dispuso a servir el primer plato, un
pote. Todavía no hacía mucho frío, pero entonaría el cuerpo. De segundo, unos
entrecots que había comprado Antonio en O Bolo, un pueblo cercano, pero ya en
la provincia de Orense. Eran tiernos, pero nada que ver a los que iba a comercializar
Antonio en breve, según informó Mariana. Esa raza no se conocía en los contornos.
A Pancracio no se le veía tan optimista, crispó el
gesto ante las palabras de su esposa. Renata quiso saber el motivo, pero
Antonio hizo el quite. Estaba un poco ofuscado porque había perdido dos
terneros y una vaca en los últimos partos. Pancracio le recriminaba que el
Aberdeen no era un semental para esas vacas ni para ese terreno. No estaba
acostumbrado a los fríos del monte, aunque le tenían en palmitas y siempre a
cubierto para que no se resfriase y procurando evitarle los pasos estrechos y
sinuosos no fuese a tronzarse alguna pata. «Es demasiado grande, las vacas pasan
unos partos terribles. Los terneros desgarran a las madres al salir y tardan
tiempo en recuperarse», mascullaba por lo bajo, Pancracio, mientras Antonio
quitaba hierro.
—Te lo advertí, hijo. Hay que escuchar a la voz de
la experiencia. He estado toda mi vida criando ganado.
—Vale, papá. A mi también me han salido los dientes
en estos montes y desde pequeño os he ayudado a criar a los terneros, a
sacarlos adelante. Debes tener un poco de correa.
—¿Y me lo dices a mí? ¿Tú que estás de los nervios,
que si por ti fuera adelantarías los periodos de gestación, que te pones hecho
una hidra al menor incidente?
—Tranquilizaos —terció Mariana. Intervención que
chocó a Renata, pues era ella la que siempre estaba pinchando a todo el mundo y
a todas horas.
Pancracio le sigue recriminando. Por lo visto los
terneros durante el alumbramiento, tragaron líquido amniótico. Él no tiene
fuerzas ya para tirar. Les atan una cuerda de las patas en cuanto asoman al
exterior. Tendría que quedarse en casa y contratar a personal joven. Por
ahorrar no lo hizo. Al final tuvo que llamar al veterinario y eso supuso un gasto
extra. Le salió más caro el collar que el perro. A pesar del intento de
apaciguamiento constante por parte de Mariana, tienen bronca padre e hijo. Situación
desagradable para los invitados. Al final se dan cuenta, recapacitan y pasan a
una fase de silencio tenso, cesa la beligerancia. Antonio zanja la conversación
dirigiéndose a todos y les dice que son gajes del oficio, que confía en que esa
racha pasará y remontará el vuelo.
Luis se interesa entonces por el negocio. Le
pregunta que cuando tiene previsto comercializar la carne de sus primeros
terneros. Antonio se turba, no sabe fecha exacta. Le contesta que en breve. En
este tiempo ha montado una pequeña oficina en un trastero que había en la planta
baja. Lo ha vaciado y ha llevado todo su contenido a la vaquería. Allí hay
espacio de sobra. Se ha dado de alta en varias redes sociales: Instagram, Facebook,
TikTok…había cerrado el trato con un matadero de Ponferrada y el reparto con SEUR
Frío. Los primeros pedidos ya han llegado, aunque aún no puede servirlos,
calcula que en un mes podrá sacrificar a los primeros terneros. Los ha dejado
en lista de espera como potenciales clientes. Les llamará para ver si siguen
interesados cuando tenga la carne despiezada y lista para servir. Y si no son
ellos, en este mediano tiempo se interesarán otros. La publicidad está
funcionando.
—Lo importante es arrancar, Antonio y veo que estás
en la recta final —le animó Vanesa.
—Eso es lo que yo creo. No se ganó Zamora en una
hora, pero Pancracio no me perdona una. Siempre se cometen fallos al principio,
papá. Verás como todo va a ir bien.
—Dios te oiga.
—Me gusta verte tan ilusionado, Antonio. A pesar de
los traspiés que has tenido, noto el mismo brillo en los ojos que cuando me
contaste tu proyecto en las eras de Robrellano. Te deseo la mejor de las suertes.
—Gracias, Renata. Sé que lo dices de corazón —Alargó
el brazo y puso la mano encima de la de ella, mientras los dos sonreían.
Carraspeó entonces Mariana y rompiendo un poco el
candor de la escena, se incorporó al tiempo que decía: «Bueno, vamos a levantar
el campamento. Después fregaré. ¿No queríais ver a los perros, chotos y demás
bichos que nos salgan de camino?».
—¿Hay lobos?
—Si, guapa —contestó Antonio —. Aunque no los veremos,
si acaso oiremos sus aullidos por la noche. Zipi y Zape tienen puesta una
carlanca, que es como se llaman los collares de pinchos, porque ellos sí que coinciden
con los lobos a veces y tienen que ahuyentarlos.
—¿En serio?
—Totalmente en serio, Felipe. Estamos entre montañas
y aquí hay lobos, zorros y otras muchas alimañas.
—¿Alimañas?
—Animales peligrosos para el ganado y para los humanos.
Y vamos a dejarlo aquí que la curiosidad en un niño es loable, pero este es el
cuento de nunca acabar. Vamos a coger ruta y seguiremos hablando por el camino
que si no se nos va a echar la noche encima.
Fueron hasta el aprisco. En el establo estaba el semental y los terneros pequeños. Estos hicieron las delicias de los niños. Antonio y Pancracio subieron hasta un monte cercano desde allí. A base de voces y silbidos llamaron a los perros y al rato bajó todo el ganado hasta la edificación donde estaban las cuadras. Bajaban a un ritmo constante, casi en fila, flanqueadas por Zipi y Zape. Cuando estuvieron dentro y mientras les echaban de comer, el resto del grupo observaba todo el proceso. Como ataban a un pesebre a cada animal, la sal que tenían dentro y como iban deshaciendo las alpacas de paja y las esparcían con los bieldos. Los chotos de menor edad todavía no estaban destetados y mamaban de las madres. Antes de que estas comiesen lo hacían sus hijos. Se seguía la ley de la naturaleza.
Un día se fueron todos a comer a el Barco de
Valdeorras, un pueblo de Orense, el de más población de la zona. Vanesa y Renata
tenían hablado invitar a sus anfitriones a comer. No podían estar toda la
semana pegando la gorra sin tener un detalle con les habían acogido de buen
grado. Comieron estupendamente en un figón que les había recomendado Antonio
con apariencia modesta, pero que les sorprendió gratamente. Fueron después a
una bodega, pues esta zona es vinícola, tiene denominación de origen Valdeorras,
con las variedades llamadas Godello para el vino blanco y Mencía para el tinto.
Allí hicieron acopio de unas cajas, pues se quedaron prendados de la calidad del
vino con el que habían acompañado el almuerzo. El mismo mesonero les indicó el
lugar de dónde se lo servían.
La semana pasó volando y resultó entretenida para
todos. Los niños viendo animales de todo tipo, interactuando con ellos,
descubriendo insectos, plantas, flores y escondrijos insospechados. En
definitiva, satisfaciendo curiosidades que en la ciudad no sospechaban que existiesen.
Los mayores dando grandes paseos en plena naturaleza, charlando de todo un poco,
adquiriendo conocimientos sobre ganadería extensiva y aprendiendo las
costumbres de los lugareños, los cuales estaban encantados de tener un grupo de
turistas tan numeroso.
En una de estas conversaciones, surgidas durante
estas jornadas, Antonio se sinceró con Renata. Había una cosa que le había
desconcertado y se la hizo saber cuándo estuvieron a solas.
—Renata, uno de los pretextos que me pusiste para no
venirte a vivir a Silván fue que estabas muy contenta e ilusionada con tu
trabajo. Ahora me entero de que, a las primeras de cambio, renunciaste a él.
—El nuevo trabajo está muy cerca de casa, ya lo sabes,
La Casa del Pulpo. Por cierto, que Montse te echa de menos a ti y a tu guitarra.
¿Por qué no nos das alguna serenata alguna noche de estas? Seguro que a los
críos y a los padres les encanta.
—Eso está hecho, pero no me has contestado, te has
escurrido hábilmente. No me creo que fuese por la cercanía. Es más, Julián me
dijo que renunciaste antes de tener una nueva ocupación buscada.
—¿Y no te comentó nada más? ¿No te dijo que hubo un
compañero que se propasó conmigo, que casi me viola y que me hacía la vida imposible
todos los días? Porque si no te lo dijo, se quedó a medias el cabrón. Cada jornada
de trabajo se convirtió en un infierno. Y que conste que no tengo quejas de
Julián. Se ha portado fenomenal y me ha ayudado en todo, incluso presionando a
la empresa para mejorar mi finiquito. Efectivamente, el trabajo me satisfacía, pero
no podía seguir así. Todos creyeron o encubrieron al infame.
—Lo siento de veras. Pues no me lo contó. Cuando le
llame me va a oír. A lo mejor le resultaba violento trasladarme información tan
delicada sin contar contigo, no quiso pecar de cotilla, pero claro a mí me
chocó cantidad. Ahora he atado todos los cabos. ¿Estás bien?
—Ahora bastante mejor, pero he pasado una época
jodidísima. Dame un abrazo, por favor. En cuanto volvamos con el resto ya no
habrá tiempo casi de despedidas. Estarán dejando todo recogido y preparando la marcha.
Antonio la abraza fuerte y le dice que tienen que
hablar más o por lo menos comunicarse, que reconoce que él es el culpable, que
ha sido injusto, pero que quiere mantener el contacto con ella. Renata le
contesta que la parece bien.
Pasan la última noche con todo preparado para emprender viaje en cuanto amanezca. Antonio va a despedirlos. Pancracio y Mariana, no. Lo hicieron durante la cena. Mientras Luis y Renata meten el equipaje y, colocan encima del alzador y abrochan los cinturones a los gemelos, Vanesa coge del brazo a Antonio y se aleja un poco.
—Te lo dije la última vez que nos vimos en los madriles
y me reafirmo.
—¿El qué?
—Que estás como un queso, cabronazo y que es un
desperdicio que vagues por los montes y por estas aldeas. Aquí no hay mujeres
de tus años. ¿Qué vas a hacer cuando
necesites un desahogo?
—¿Sigues igual de salida? Vanesa, tú tranquila.
Piensa en ti. Yo me las apañaré. No todo en la vida es el sexo.
—Si tú lo dices…todo no, pero una parte importante sí.
Lo paso mal cuando se me despierta el instinto.
—Bueno, tú por lo menos tienes a Luis.
—¿Luis? Prefiero no seguir hablando del tema. Dame un
beso y que tengas mucha suerte en el negocio. Veo que lo tienes todo bajo
control y las subvenciones fluyen, pero a ver si arrancas porque si no, a pesar
de las ayudas, te van a comer los bancos.
—No hace falta que me lo digas. Da recuerdos a los
compañeros y diles que les echo mucho de menos, aunque es mentira gorda y lo
sabes. A la única que añoro es a ti, a esos desayunos y a esas charletas en el Bar
Baridad. ¡Anda, coño! Y a Sigfrido también. Salúdale de mi parte.
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