miércoles, 1 de enero de 2025

Capítulo 15 - Ganadería extensiva

 

Testaruda, no, lo siguiente.

—Renata, me prometiste que después de temporada si que vendrías. Tras la jupa de verano que te has pegado ¿no me digas que no te apetece unos días en plena naturaleza?

—Qué bien lo pintas, sino fuese porque me tengo que reencontrar con mi exmarido y mis exsuegros. No es plato de gusto.

—¿No sientes curiosidad por saber como le van las cosas a Antonio?

—La misma que tiene él por saber de mi vida. En estos meses la comunicación ha sido casi inexistente y, las pocas veces que hemos contactado, fue debido a que una servidora ha iniciado la conversación. Como va a su bola y nada más que responde con vaguedades y monosílabos, no he vuelto a interesarme. Que le zurzan.

—Vamos a alquilar una casa en los aledaños del pueblo, allí nos hospedaremos, no vas a tener que convivir con Mariana ni con Pancracio.

—Pero ¿A quién quieres engañar? Silván es poco más que una aldea. En cuanto sepan que paramos por allí nos irán a buscar. Eso si no te vas de la lengua antes y nos están esperando a la llegada, que tú y Antonio, según parece, seguís manteniendo vuestra sólida amistad.

—He dicho que no vas a convivir, pero verlos, claro que los veremos. Es el principal objetivo de este viaje. Saber de él y de su nueva vida. No te lo he ocultado.

—No sé que decirte. Por una parte, me gustaría volver a esos parajes y saludar, no solo a ellos, sino a todos los paisanos que me conocen. Aunque íbamos poco, trabé amistad con algunas personas y les guardo cariño.

—Pero…

—Dije que iba a hacer borrón y cuenta nueva y este viaje va a avivar ascuas que intento olvidar, pero que permanecen latentes en mí. Me da un poco de miedo volver a caer al hoyo y tener que curar, de nuevo, heridas que tardaron en cicatrizar.

 

La perseverancia de Vanesa hace que claudique. Ella deseaba, a toda costa, compañía femenina en la expedición para poder desahogarse, intercambiar confidencias y cotorrear sin temor de ser delatada. No quiere ir únicamente con su familia, quiere alguien que le ayude también en esos trances, con críos y demás. Además, a Renata, una vez acabado el verano, que ha sido laboralmente intenso, le corresponde una semana de vacaciones y le va a salir gratis. El traslado lo hará con toda la troupe, en el vehículo de Luis y la invitarán al alojamiento. Correrán con el gasto del alquiler de la casa que, previamente, ha ajustado Antonio con los dueños. Lo que más aprensión le da es Mariana. Coincidir otra vez con su exsuegra y su lengua afilada no es plato de gusto. Si cuando eran familia le decía improperios a la cara, ahora le sacará los colores a la menor ocasión. Se convence de que es un mal necesario que habrá que soportar para disfrutar de todo lo demás y conocer de primera mano como se las apaña su ex en la nueva vida.

Habían quedado con Antonio en que iría a recibirlos a la casa de alquiler. Se la enseñaría, descargarían los bultos, colocarían la ropa, utensilios de aseo y demás bártulos y, cuando estuviesen medianamente acomodados, irían a comer con sus padres, Pancracio y Mariana, a la casa familiar. Madrugaron para poder llegar a mediodía. Durante el trayecto, Vanesa cruzó un par de wasap con Antonio para informarle de su localización. Los niños fueron dormidos un buen rato y cuando no, Renata, que iba con ellos atrás, los entretuvo para que no diesen la murga. Aunque tenía falta de costumbre, tiró de un clásico, el veo veo. Raquel era más perspicaz que Felipe. Este tenía mal perder y se ofuscaba. «Cómo es chica la das más pistas que a mí». Se cruzaba de brazos, fruncía el ceño, arrugaba los morros y durante un rato no quería jugar. Cuando estaban a pocos kilómetros de su destino, Vanesa avisó para que Antonio se acercase.

El GPS por aquellos parajes falla bastante, la cobertura es deficiente, así que se liaron un poco. Además, muchas de las casas están en caminos. Solo había un cogollo formado por la plaza y un par de calles aledañas que conformaban el casco urbano. El resto eran casas salpicadas, algunas de ellas en lomas a las que se accedía por veredas sinuosas. Después de equivocarse un par de veces y dar la vuelta hasta la carretera que atravesaba la población, por fin, divisaron a Antonio que estaba en el arcén, a la salida de una curva. Les echó el alto y les indicó, con un braceo cadencioso, que abandonaran la vía principal y aparcasen a la derecha en un falso llano.

Delante estaba la casa que había de ser su hogar los próximos días. Tejado de pizarra, intrínseco de la zona. Tenía un pequeño porche delantero al que se accedía subiendo tres escalones situados a la derecha, con pasamanos de madera. Una vereda también pizarrosa, que llevaba hasta la entrada de la vivienda, brillaba a pesar de que el día estaba nublado. Eso es lo que se distinguía desde el interior del vehículo. Fueron saliendo. Luis fue directamente a dar la mano a Antonio, pero este tiró de ella y se dieron el típico abrazo masculino con palmotadas recias y sonoras en las espaldas: «coño, estás hecho un chaval, se ve que la naturaleza te rejuvenece». Mientras, Vanesa y Renata liberaban, cada una a uno de los gemelos, del cinturón de seguridad. Se acercaron donde estaban los hombres que ya se habían medido las costillas y seguían preguntándose formalidades. Los niños, un poco cohibidos, miraban hacia el suelo y se intentaban proteger detrás de las piernas de las dos amigas, asomando un ojo de vez en cuando. Renata estaba un poco azorada por tener delante a su exmarido después de tanto tiempo. Antonio rompió el hielo.


—Bienvenidos a Silván, mi pueblo, pequeño pero precioso, situado en plena naturaleza como estáis comprobando. ¿El viaje bien?

—Bien. No se ha hecho muy pesado. Los niños, que son los que más cargantes se ponen en el coche, cuando tienes que permanecer varias horas en él, se han portado fenomenal. Mucho ha tenido que ver en ello su tía adoptiva.

—Así que ahora eres tía, Renata. Qué callado te lo tenías. Mujer, ¿se te ha comido la lengua el gato? —se acercó lentamente a ella que no sabía hacia donde mirar—. Gracias por venir, me hace ilusión —se dieron dos besos y a continuación, un abrazo. Así permanecieron hasta que Vanesa cortó la escena con una pregunta en alta voz.

—¿Y a mí no me das las gracias después de la que he tenido que montar?

—A ti también, mujer, pero habrá que ir por partes ¿Te da pelusilla? —se echó a reír por lo bajo —. Tiene mucho mérito que hayas traído hasta aquí a toda tu familia y hayas convencido a Renata. Sinceramente lo veía complicado. Te tenía otro abrazo reservado, pero has pecado de impaciente. ¿No me presentas a los niños?

—Claro. Están acobardados, pero cuando cojan confianza no te arriendo las ganancias. Te van a brear a preguntas y vas a sudar la gota gorda. ¡Raquel!¡Felipe! Saludad a Antonio. Es mi amigo. Gracias a él vamos a pasar unos días en este sitio tan bonito.

—Dice mi madre que tienes unos perros muy grandes. ¿Muerden? —preguntó Raquel.

—Qué va. Son muy noblotes. Les tengo para cuidar y reunir al ganado. En realidad, son de mi padre, pero seguro que os deja que vayáis al aprisco a acariciarlos y a jugar un rato con ellos. Se llaman Zipi y Zape.

—¿Qué es eso? —dijo, Felipe.

—¿El qué?

—El «pisco» ese.

—Ah, el aprisco. Es un establo. Donde guardamos al ganado para protegerlo de la lluvia, del frío, del calor…, en fin. También les damos de comer y pasan la noche allí. Durante el día los soltamos por los prados para que coman toda la hierba fresca que puedan. Los perros se mantienen alerta y pasan todo el día con chotos, vacas y terneros.

—A mi me dan miedo las vacas ¿Son muy grandes?

—Son mansas, Raquel. Eso sí, son mas altas que tú. Te voy a dar unos consejos y vas a ver como te haces amiga de ellas. Siempre de cara y con la mano abierta para acariciarles el testuz que es esa planicie que tienen debajo de los cuernos. Nunca pases por detrás porque se pueden asustar y sacudirte con el rabo, como si fuese un látigo o, lo que es peor, soltarte una coz. Por último, ten cuidado no te acerques demasiado y te vayan a dar un pisotón. Pesan quinientos kilos y te pueden destrozar el pie.

—¿Puedes repetir, profe? —preguntó Felipe y todos se echaron a reír.

—Tranquilo, mozo, no hace falta que tomes apuntes, cuando subamos a verlas te lo iré diciendo sobre la marcha. Son cuatro cosas y ya verás como te resulta fácil. Hasta os dejaré echarlas de comer y darles alguna golosina directamente en la boca.

—¿Comen chuches?

—Sí, pero las chuches de los terneros son muy distintas a las vuestras. Tienen otros gustos. Y basta de palabrería. Sacad el equipaje que voy a enseñaros la casa y donde está el automático, la llave de paso, el calentador y demás. Ya colocaréis vuestras pertenencias a la vuelta, que mis padres estarán esperando con la comida preparada.

Julián, había declinado la invitación. Le apetecía mucho ver a Antonio después de tanto tiempo. Estaba un poco tenso tras sus encuentros y desencuentro con Vanesa y no sabía cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Podían darse escenitas de mujer despechada y perdonaba el bollo por el coscorrón. Renata le dijo que Vanesa no era así, pero él pensaba diferente. Esa mujer era capaz de cualquier cosa. Y estando el cornudo presente era mejor evitar el peligro. Definitivamente se quedaría en Madrid.

Se dirigen todos andando a la casa familiar de Antonio. Afuera les están esperando Pancracio y Mariana que, en cuanto llegan, se deshacen en halagos. Se saludan, se hacen las presentaciones de rigor y Pancracio, en cuanto puede, se lleva a un aparte a Renata. Le da dos besos y un abrazo pudoroso.

—¿Qué tal te va la vida princesa? Estás tan bella como siempre.

—Y tú tan zalamero como de costumbre. Estoy más estropeada. El tiempo y las preocupaciones han hecho mella en mí. ¿A quién quieres engañar?

—Yo te veo estupenda.

—Gracias, Pancracio. Para ti la perra chica.

—Vamos dentro —resonó la voz de Mariana—. Vosotros dos, dejaros de cuchicheos y a poner la mesa que resulta muy feo cuando se está en grupo ponerse a decir secretitos.

—Esta Mariana, genio y figura.  Vamos a comer —dijo Pancracio. He puesto una mesa pequeña para los niños. No cabíamos todos en la grande.


Una vez dentro, Vanesa le dijo que uniera ambas mesas para que ella estuviese al tanto de los peques y no tuviese que andar levantándose cada tres por dos. Así lo hicieron, colocándose Luis y Vanesa en un extremo, pegados a los gemelos; Antonio y Renata, en medio y, en el otro extremo Pancracio y Mariana. Las tres parejas enfrentadas. Cuatro, contando a los gemelos.

La mesa estaba preparada y en el centro había una pieza metálica circular para apoyar la olla. Antonio la cogió de las asas y la colocó encima del salvamantel. Mariana se dispuso a servir el primer plato, un pote. Todavía no hacía mucho frío, pero entonaría el cuerpo. De segundo, unos entrecots que había comprado Antonio en O Bolo, un pueblo cercano, pero ya en la provincia de Orense. Eran tiernos, pero nada que ver a los que iba a comercializar Antonio en breve, según informó Mariana. Esa raza no se conocía en los contornos.

A Pancracio no se le veía tan optimista, crispó el gesto ante las palabras de su esposa. Renata quiso saber el motivo, pero Antonio hizo el quite. Estaba un poco ofuscado porque había perdido dos terneros y una vaca en los últimos partos. Pancracio le recriminaba que el Aberdeen no era un semental para esas vacas ni para ese terreno. No estaba acostumbrado a los fríos del monte, aunque le tenían en palmitas y siempre a cubierto para que no se resfriase y procurando evitarle los pasos estrechos y sinuosos no fuese a tronzarse alguna pata. «Es demasiado grande, las vacas pasan unos partos terribles. Los terneros desgarran a las madres al salir y tardan tiempo en recuperarse», mascullaba por lo bajo, Pancracio, mientras Antonio quitaba hierro.

—Te lo advertí, hijo. Hay que escuchar a la voz de la experiencia. He estado toda mi vida criando ganado.

—Vale, papá. A mi también me han salido los dientes en estos montes y desde pequeño os he ayudado a criar a los terneros, a sacarlos adelante. Debes tener un poco de correa.

—¿Y me lo dices a mí? ¿Tú que estás de los nervios, que si por ti fuera adelantarías los periodos de gestación, que te pones hecho una hidra al menor incidente?

—Tranquilizaos —terció Mariana. Intervención que chocó a Renata, pues era ella la que siempre estaba pinchando a todo el mundo y a todas horas.

Pancracio le sigue recriminando. Por lo visto los terneros durante el alumbramiento, tragaron líquido amniótico. Él no tiene fuerzas ya para tirar. Les atan una cuerda de las patas en cuanto asoman al exterior. Tendría que quedarse en casa y contratar a personal joven. Por ahorrar no lo hizo. Al final tuvo que llamar al veterinario y eso supuso un gasto extra. Le salió más caro el collar que el perro. A pesar del intento de apaciguamiento constante por parte de Mariana, tienen bronca padre e hijo. Situación desagradable para los invitados. Al final se dan cuenta, recapacitan y pasan a una fase de silencio tenso, cesa la beligerancia. Antonio zanja la conversación dirigiéndose a todos y les dice que son gajes del oficio, que confía en que esa racha pasará y remontará el vuelo.

Luis se interesa entonces por el negocio. Le pregunta que cuando tiene previsto comercializar la carne de sus primeros terneros. Antonio se turba, no sabe fecha exacta. Le contesta que en breve. En este tiempo ha montado una pequeña oficina en un trastero que había en la planta baja. Lo ha vaciado y ha llevado todo su contenido a la vaquería. Allí hay espacio de sobra. Se ha dado de alta en varias redes sociales: Instagram, Facebook, TikTok…había cerrado el trato con un matadero de Ponferrada y el reparto con SEUR Frío. Los primeros pedidos ya han llegado, aunque aún no puede servirlos, calcula que en un mes podrá sacrificar a los primeros terneros. Los ha dejado en lista de espera como potenciales clientes. Les llamará para ver si siguen interesados cuando tenga la carne despiezada y lista para servir. Y si no son ellos, en este mediano tiempo se interesarán otros. La publicidad está funcionando.

—Lo importante es arrancar, Antonio y veo que estás en la recta final —le animó Vanesa.

—Eso es lo que yo creo. No se ganó Zamora en una hora, pero Pancracio no me perdona una. Siempre se cometen fallos al principio, papá. Verás como todo va a ir bien.

—Dios te oiga.

—Me gusta verte tan ilusionado, Antonio. A pesar de los traspiés que has tenido, noto el mismo brillo en los ojos que cuando me contaste tu proyecto en las eras de Robrellano. Te deseo la mejor de las suertes.

—Gracias, Renata. Sé que lo dices de corazón —Alargó el brazo y puso la mano encima de la de ella, mientras los dos sonreían.

Carraspeó entonces Mariana y rompiendo un poco el candor de la escena, se incorporó al tiempo que decía: «Bueno, vamos a levantar el campamento. Después fregaré. ¿No queríais ver a los perros, chotos y demás bichos que nos salgan de camino?».

—¿Hay lobos?

—Si, guapa —contestó Antonio —. Aunque no los veremos, si acaso oiremos sus aullidos por la noche. Zipi y Zape tienen puesta una carlanca, que es como se llaman los collares de pinchos, porque ellos sí que coinciden con los lobos a veces y tienen que ahuyentarlos.

—¿En serio?

—Totalmente en serio, Felipe. Estamos entre montañas y aquí hay lobos, zorros y otras muchas alimañas.

—¿Alimañas?

—Animales peligrosos para el ganado y para los humanos. Y vamos a dejarlo aquí que la curiosidad en un niño es loable, pero este es el cuento de nunca acabar. Vamos a coger ruta y seguiremos hablando por el camino que si no se nos va a echar la noche encima.

Fueron hasta el aprisco. En el establo estaba el semental y los terneros pequeños. Estos hicieron las delicias de los niños. Antonio y Pancracio subieron hasta un monte cercano desde allí. A base de voces y silbidos llamaron a los perros y al rato bajó todo el ganado hasta la edificación donde estaban las cuadras. Bajaban a un ritmo constante, casi en fila, flanqueadas por Zipi y Zape. Cuando estuvieron dentro y mientras les echaban de comer, el resto del grupo observaba todo el proceso. Como ataban a un pesebre a cada animal, la sal que tenían dentro y como iban deshaciendo las alpacas de paja y las esparcían con los bieldos. Los chotos de menor edad todavía no estaban destetados y mamaban de las madres. Antes de que estas comiesen lo hacían sus hijos. Se seguía la ley de la naturaleza.

Un día se fueron todos a comer a el Barco de Valdeorras, un pueblo de Orense, el de más población de la zona. Vanesa y Renata tenían hablado invitar a sus anfitriones a comer. No podían estar toda la semana pegando la gorra sin tener un detalle con les habían acogido de buen grado. Comieron estupendamente en un figón que les había recomendado Antonio con apariencia modesta, pero que les sorprendió gratamente. Fueron después a una bodega, pues esta zona es vinícola, tiene denominación de origen Valdeorras, con las variedades llamadas Godello para el vino blanco y Mencía para el tinto. Allí hicieron acopio de unas cajas, pues se quedaron prendados de la calidad del vino con el que habían acompañado el almuerzo. El mismo mesonero les indicó el lugar de dónde se lo servían.

La semana pasó volando y resultó entretenida para todos. Los niños viendo animales de todo tipo, interactuando con ellos, descubriendo insectos, plantas, flores y escondrijos insospechados. En definitiva, satisfaciendo curiosidades que en la ciudad no sospechaban que existiesen. Los mayores dando grandes paseos en plena naturaleza, charlando de todo un poco, adquiriendo conocimientos sobre ganadería extensiva y aprendiendo las costumbres de los lugareños, los cuales estaban encantados de tener un grupo de turistas tan numeroso.

En una de estas conversaciones, surgidas durante estas jornadas, Antonio se sinceró con Renata. Había una cosa que le había desconcertado y se la hizo saber cuándo estuvieron a solas.

—Renata, uno de los pretextos que me pusiste para no venirte a vivir a Silván fue que estabas muy contenta e ilusionada con tu trabajo. Ahora me entero de que, a las primeras de cambio, renunciaste a él.

—El nuevo trabajo está muy cerca de casa, ya lo sabes, La Casa del Pulpo. Por cierto, que Montse te echa de menos a ti y a tu guitarra. ¿Por qué no nos das alguna serenata alguna noche de estas? Seguro que a los críos y a los padres les encanta.

—Eso está hecho, pero no me has contestado, te has escurrido hábilmente. No me creo que fuese por la cercanía. Es más, Julián me dijo que renunciaste antes de tener una nueva ocupación buscada.

—¿Y no te comentó nada más? ¿No te dijo que hubo un compañero que se propasó conmigo, que casi me viola y que me hacía la vida imposible todos los días? Porque si no te lo dijo, se quedó a medias el cabrón. Cada jornada de trabajo se convirtió en un infierno. Y que conste que no tengo quejas de Julián. Se ha portado fenomenal y me ha ayudado en todo, incluso presionando a la empresa para mejorar mi finiquito. Efectivamente, el trabajo me satisfacía, pero no podía seguir así. Todos creyeron o encubrieron al infame.

—Lo siento de veras. Pues no me lo contó. Cuando le llame me va a oír. A lo mejor le resultaba violento trasladarme información tan delicada sin contar contigo, no quiso pecar de cotilla, pero claro a mí me chocó cantidad. Ahora he atado todos los cabos. ¿Estás bien?

—Ahora bastante mejor, pero he pasado una época jodidísima. Dame un abrazo, por favor. En cuanto volvamos con el resto ya no habrá tiempo casi de despedidas. Estarán dejando todo recogido y preparando la marcha.

Antonio la abraza fuerte y le dice que tienen que hablar más o por lo menos comunicarse, que reconoce que él es el culpable, que ha sido injusto, pero que quiere mantener el contacto con ella. Renata le contesta que la parece bien.

Pasan la última noche con todo preparado para emprender viaje en cuanto amanezca. Antonio va a despedirlos. Pancracio y Mariana, no. Lo hicieron durante la cena. Mientras Luis y Renata meten el equipaje y, colocan encima del alzador y abrochan los cinturones a los gemelos, Vanesa coge del brazo a Antonio y se aleja un poco.

—Te lo dije la última vez que nos vimos en los madriles y me reafirmo.

—¿El qué?

—Que estás como un queso, cabronazo y que es un desperdicio que vagues por los montes y por estas aldeas. Aquí no hay mujeres de tus años.  ¿Qué vas a hacer cuando necesites un desahogo?

—¿Sigues igual de salida? Vanesa, tú tranquila. Piensa en ti. Yo me las apañaré. No todo en la vida es el sexo.

—Si tú lo dices…todo no, pero una parte importante sí. Lo paso mal cuando se me despierta el instinto.

—Bueno, tú por lo menos tienes a Luis.

—¿Luis? Prefiero no seguir hablando del tema. Dame un beso y que tengas mucha suerte en el negocio. Veo que lo tienes todo bajo control y las subvenciones fluyen, pero a ver si arrancas porque si no, a pesar de las ayudas, te van a comer los bancos.

—No hace falta que me lo digas. Da recuerdos a los compañeros y diles que les echo mucho de menos, aunque es mentira gorda y lo sabes. A la única que añoro es a ti, a esos desayunos y a esas charletas en el Bar Baridad. ¡Anda, coño! Y a Sigfrido también.  Salúdale de mi parte.

Se acercan al vehículo, Vanesa se sube y se despiden todos. Los niños están alicaídos. Ha sido una semana trepidante, llena de aventuras. Van a echar de menos, más que a los humanos, a los animales.  Renata esta triste, tiene un nudo en la garganta y a duras penas puede contener las lágrimas.
  

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