¡Hijos de diez mil putas! Antonio esta
asomado a la ventana, con medio cuerpo fuera, fuera de sí, gritando
barbaridades en plena madrugada. Son las siete de la mañana, todavía no ha
amanecido. Algunos vecinos corren la cortina y pegan la nariz al cristal
extrañados, quieren saber a que se deben estas voces estentóreas, pero no se
atreven a enseñar el rostro. Antonio siempre ha tenido fama de hombre tranquilo
y sosegado, de los que nunca pierden las formas.
El día comenzó como todos. Renata se
había levantado a prepararle el desayuno. Le tiene dicho que se quede en la
cama, ella que puede, pero parece que le gusta ese servilismo. Después se
vuelve a arrebujar entre las sábanas y duerme como un tronco. A Antonio le resultaría
imposible. Mientras él se mete en el baño a darse una ducha, afeitarse y asearse,
ella va hasta la cocina y exprime unas naranjas, calienta dos tostadas, las
prepara con tomate rallado y una loncha de jamón por encima. También calienta
leche y hace café.
Cuando Antonio entra a la
cocina está todo dispuesto y colocado en la mesa. Viene sin chaqueta. Se pone
una sudadera encima de la camisa y de la corbata para evitar estropicios y burlas
por parte de Renata. «Tú eres de Castilla La Mancha, pero más de “la mancha” que
de Castilla». Ha adquirido una fama que ya hace tiempo que optó por no desmontar.
La bola de nieve había crecido demasiado y no le compensa. Tampoco se solivianta,
forma parte de su cotidianeidad, si acaso se le escapa un gesto de hastío o un
suspiro, como diciendo «otra vez con la monserga de siempre, qué cansinos».
Renata trabaja en la
lavandería de un hospital, en turno de tarde. Se ven apenas un rato cuando
llega a casa por la noche, por eso prefiere iniciar la jornada así, en la cocina,
charlar un rato, comentar los formalismos típicos de cómo se ha pasado la
noche, si se ha descansado. Aparte de esto se ponen al día con pequeñas cápsulas
informativas, sobre el ambiente y las novedades laborales y, a veces, temas domésticos
o de economía familiar. Por la noche, Antonio la compensará preparando la cena.
Aunque no es un maestro de la cocina, se defiende. Suelen hacerla ligera, no
hay que atiborrarse porque después se duerme fatal. El almuerzo, la comida
fuerte del día, la hacen los dos fuera de casa: Renata en el hospital y Antonio
en el restaurante que está en los bajos del edificio de su oficina.
Cuando ha llegado al trabajo,
se ha encontrado el estor de su ventana en el suelo. Menos mal que el incidente
ha ocurrido durante la noche, sino le podía haber caído encima. Se ha
desprendido con cajetín y todo, por lo que el trastazo podría haber sido serio.
Ha llamado a mantenimiento para que arreglen el estropicio cuanto antes. A
partir de las diez el sol da de plano y no hay método alternativo de protección.
Le han dicho que se puede arreglar, no ha sufrido desperfectos graves, se puede
volver a utilizar. Allí mismo, a su lado, se ponen a dar martillazos para
enderezar el cajetín, lo que ocasiona un ruido metálico seco que le resulta
molesto.
A continuación, un operario se sube a una escalera y lo sujeta, contra el techo, para colocarlo en su lugar de origen. Otro compañero se sube en otra, con una taladradora que tiene ya la broca acoplada. Funciona con batería, no es necesario enchufarla a la pared. Cada vez existen más adelantos que nos hacen la vida más cómoda. Antonio abandona este pensamiento de golpe. La broca comienza a girar al introducirse en el falso techo y un sonido chirriante le taladra los oídos. Se los tapa y aprieta los dientes al tiempo. Vanesa, su compañera, que se sienta justo enfrente de él se ríe de su poco aguante. Le llama exagerado. En un rato todo habrá acabado. Se trata de tres agujeros y se cumplen los pronósticos de Vanesa, en diez minutos los tienen hechos, introducen los tacos pertinentes y en media hora han acabado todo el proceso y se van por donde han venido.
Vanesa es muy maja y buena compañera, le ayuda en todo lo que le solicita. Son ocho personas en el módulo, pero ha congeniado fenomenalmente con ella. Además, al llevar casi cinco años juntos, también hablan a menudo de la vida extralaboral, se desahogan y se piden consejo. Salen a desayunar juntos a eso de las diez y media. Lo hacen en el bar de la esquina, que se llama Bar baridad. Les hace gracia el nombre. Muchas veces lo han comentado con Sigfrido, el dueño.
—Tuviste una idea brillante,
un juego de palabras ingenioso, pero, por otra parte, con el nombre que te
pusieron al nacer, se lucieron tus padres. Es un nombre de otra época —le comenta
Antonio.
—El de mi abuelo —replica Sigfrido—,
siguiendo la tradición familiar y la costumbre del momento. Podían haberse acogido a otra usanza que era
la del santoral del día y hubiese salido mejor librado. Me hubiese llamado
Salvador. Lo he visto en el calendario. Nací el 18 de marzo.
—Ahora se pueden cambiar los
nombres, creo que no es complicado —dice Vanesa.
—Paso. A estas alturas de la
película estoy más que acostumbrado. A la gente le extraña, pero a mí no me
incomoda lo más mínimo.
—¡Otra vez no! —vocea
desalentado Antonio —¿hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que cese
ese ruido infernal? No puedo ni seguir la conversación.
Antonio se refiere a la estridencia que se produce cuando el camarero tiene que calentar la leche o el agua. Coloca la jarra en el extremo derecho de la cafetera, por donde emerge un tubo curvo de acero inoxidable, con pitorro en la punta, que expulsa el vapor de agua que va templando los líquidos. Le parece increíble que en pleno siglo XXI, época de grandes avances e hitos en todos los campos, en la que la inteligencia artificial pide paso sin demora, no se haya inventado un proceso silencioso para este fin. Ahora el que le llama exagerado es Sigfrido. «Pues si que me has salido tú delicado».
Suben a la oficina para
continuar la jornada hasta la hora de comer. Tienen que cuadrar balances y cotejar
los datos de unos albaranes que han llegado. Trabajan en una multinacional que
se dedica a la fabricación y distribución de todo tipo de pinturas y cuentan
entre sus mejores clientes con sociedades de la importancia de Leroy & Merlín
y Obramart. Sirven también al pequeño comercio. La empresa marcha bien,
demasiado bien, pero contratar refuerzos no entra en los planes de los
directivos. Desde hace unos meses se
tienen que quedar una hora después de acabar su horario y eso no figura en
ningún lado. Aun así, no se queja, el sueldo que cobra es aceptable para los
tiempos que corren. La mañana les está cundiendo, pero vuelve a interrumpirse el
ritmo porque algo le corta el rollo. Antonio observa frente a la ventana a un
operario encaramado en el plátano de sombra que está frente a ella y blandiendo
una motosierra está cortando ramas sin parar, como si no hubiera un mañana.
Abre la ventana y se dirige haciendo aspavientos al trabajador, parece ser, por
lo que pone en la camiseta, que de la división de Parques y Jardines del
ayuntamiento. Por fin, el trepador, repara en su presencia y para el motor de
la motosierra.
—Hombre de Dios, ¿no ve que
así no podemos concentrarnos en el trabajo?, aparte de que podar los árboles en
primavera es una aberración.
—No estoy podando, estoy saneando,
caballero. Precisamente, hemos venido porque algún vecino ha puesto una reclamación
ante la Junta Municipal ya que el árbol está torcido y tiene algunas ramas que,
si se levanta viento, podrían caer sobre la calzada, lesionar a transeúntes o dañar
a vehículos.
—Pues vaya puñeta. ¿Y va a tardar
mucho en acabar, si puede saberse? Porque estamos a tope y con el ruido no nos
cunde.
—Tranquilo, en media hora habré terminado.
¡Media hora! Medita impaciente,
mientras cierra la ventana y dedica una falsa sonrisa al trabajador arboricida.
Vanesa sonríe frente a la pantalla del ordenador, parece que no le afecta
tanto. Al rato finaliza el ruido y Antonio retoma la rutina. Cuando dan las dos
se marchan a la cafetería de los bajos a comer. Aunque Sigfrido les cae bien y
les trata fenomenal, no tiene menú, solo bocadillos y raciones, aparte de que
los vales de comedor de la empresa los tienen que gastar allí preferentemente.
Saludan a los parroquianos, clientes habituales y viejos conocidos la mayoría,
con el manido «que aproveche», mientras se dirigen a su mesa reservada, la de
todos los días. Hoy la conversación deriva, no sabe Antonio por qué llegan
hasta ahí, a su situación familiar. Niños sí, niños no.
—¿Qué pasa, Antonio, por lo
que veo al final no os decidís? Cada vez, según vais cumpliendo años, os va a
dar más pereza, te lo digo yo, pero si quieres mi consejo no os vais a
arrepentir. A mí me cambió la vida. Criar a los hijos tiene inconvenientes, pero
es reconfortante, es mucho más amplia la lista de compensaciones.
—Gracias por la información,
aunque no te la puedo comprar.
—No te entiendo.
—Me violenta un poco este
tema de tertulia. Contigo es raro que algún tema me tense. Me parece que ese
tren ya ha pasado para nosotros, Vanesa.
—¿Qué dices?, ahora hay
muchos padres con cuarenta años.
—Y con cincuenta, pero lo
nuestro es distinto. No llegan por el método natural y nos hemos resignado. Si
te soy sincero me daría un poco de yuyu si viniese una criatura. No se si
estaría a la altura.
—Seguro que sí, eso lo pensamos
todos, pero después no queda otra, tiras hacia delante y aprendes sobre la
marcha, a pesar de haberte leído tochos enteros, tutoriales y consejos de pseudo
expertos. No me habías comentado nada, por cierto.
—Tienes razón. Contigo me
confieso de casi todo, a pesar de mi hermetismo.
—Hay otras salidas, no desesperéis.
—Te refieres a la adopción.
No gracias. Ya lo tenemos hablado. Estamos bien así.
—¿Puedo saber por qué ese
descarte tan categórico?
—Sí, pero tendrá que ser
otro día. Tenemos que subir, se ha hecho tarde.
—Por cinco minutos más no se
va a hundir la empresa.
—Es la hora y prefiero que
subamos, ya te dicho que no me apetece hablar de ello. En otra ocasión te doy
los detalles. Perdona.
A las seis sale del trabajo,
coge el autobús y se baja a dos manzanas de casa. Cinco minutos andando es lo
que suele emplear, más los veinte aproximados en el medio de transporte. No le
pilla mal desde su domicilio. En una ciudad como Madrid el tiempo empleado para
llegar a su puesto de trabajo se puede considerar breve.
En cuanto se apea del autobús, todo su cuerpo comienza a vibrar, de la cabeza a los pies. Hay una obra del Canal de Isabel II, delimitada con vallas metálicas y están rompiendo las aceras con martillos neumáticos. Los operarios tienen unos cascos de diadema puestos, pero a él se le mete el sonido hasta el tuétano. Sale escopetado de allí para alejarse cuanto antes.
Entra en casa, Renata no ha
ido a trabajar hoy. Libraba. Está en medio
del pasillo secándose el pelo. «¡Renata, joder! ¿Se puede saber qué haces?».
Ella sigue, no le hace ningún caso, pero es porque no le oye. Se acerca a ella
y le da unos toques en el hombro.
—¡Ay, qué susto! No te he oído
llegar —apaga el secador.
—No me extraña, con la
escandalera que estás formando ¿Qué haces en el pasillo? ¿Por qué no te metes
en el baño? Ese ruido me saca de mis casillas.
—Perdona cariño. Es que hacía
mucho calor dentro por el vapor del agua caliente y el aire que expulsa el
calefactor. Lo he apagado, he abierto la puerta para que se ventile y he salido
porque estaba empezando a sudar. No te esperaba todavía.
—Cada día salgo más tarde y ¿no me esperabas tan pronto?
—Perdona Antonio. Como a
estas horas suelo estar trabajando no me aclaro bien de tu hora de regreso. De
todas formas, me pareces un poco tiquismiquis. No es para tanto.
—Si supieses el día que
llevo. Parece que la UNESCO lo hubiese declarado el día mundial de las
cacofonías. Bueno, preparo la cena mientras terminas de acicalarte.
—Es un poco pronto. Podemos
ver un capítulo de una serie que me ha dicho mi amiga Carolina que está
fenomenal. Es una distopía: «Los robots están entre nosotros» creo que
se titula. Después cenamos y vemos el segundo capítulo antes de acostarnos, incluso
el tercero si nos engancha.
—Muchos capítulos son esos.
Ya sabes que a mis las series no me suelen hacer gracia y las de extraterrestres
o robots que nos invaden me acojonan un poco. Prefiero las películas que se acaban
y no tengo que estar con el come come esperando la continuación. En fin, vemos uno
y decido. Si no me engancha, me iré a leer al cuarto hasta que me entre el
sueño.
Todavía no hace ese calor
tórrido de pleno verano, temporada en la que es inevitable enchufar el aire acondicionado,
por lo que hay gente que duerme con las ventanas abiertas y otra con ellas
cerradas. Renata y Antonio son de los primeros. A eso de las tres de la
madrugada comienza la sinfonía que producen los camiones de la basura al vaciar
los contenedores y aplastar su contenido entre chasquidos. Antonio resopla de
impotencia. Cuando parece que ha vuelto a coger el sueño se despierta de golpe.
Mira a través de la ventana. Un camión con una pluma adosada ha levantado el
contenedor del vidrio y una vez encima de la caja, mediante una palanca, han abierto
el fondo y han comenzado a caer botellas y tarros a plomo produciendo un
estrépito que se debe oír en todo el barrio. Aprieta los dientes y vuelve al
catre. Esta vez le cuesta un triunfo caer rendido. Si lo hubiera sabido se hubiese
tomado media pastilla de Diazepan o, visto lo visto, una entera, así
descansaría e iría fresco mañana al trabajo, pero va a llegar hecho unos zorros
con total seguridad.
Y a eso de las siete ponen la guinda en el pastel. Unos operarios, blandiendo sopladoras, hacen volar hacia la calzada las hojas caídas de los árboles, papeles y materiales livianos que se encuentran en la acera para que un vehículo conducido por un compañero, que tiene adosados unos peines giratorios, los engulla. El sonido de las sopladoras es desesperante. A base de aceleraciones con breves pausas de ralentí pone a Antonio los pelos como escarpias. Está fuera de sí, con una rabia acumulada que se ha convertido en inabarcable, los ojos como platos y la mente dándole vueltas.
Se levanta de un brinco, va
al cuarto de la plancha y coge la aspiradora. La enchufa, gira el botón de las
revoluciones hasta mil ochocientas, que es el tope. Libera tres metros de cable
y sale corriendo hacia el dormitorio. Roza con el hombro contra el quicio de la
puerta al pasar. Se desequilibra un poco, pero no se detiene. Una vez allí,
enciende el aparato apretando el interruptor, lo saca al exterior a través de
la ventana, echa medio cuerpo fuera, clavando la barriga en los rieles de las
correderas mientras que, echando espumarajos por la boca y con ojos vesánicos, lanza
grandes gritos, dirigiéndose a los operarios de las sopladoras que lo observan
atónitos: «¡Hijos de diez mil putas! ¿A que jode?»
Continuará.../...