Hacía años que conocía a Montse como clienta y como
vecina, pero como jefa fue toda una revelación. Su lengua afiliada no
desfallecía y a Renata le hacía sentir incómoda. En más de una ocasión tuvo que
pararle los pies, pero al final se dio cuenta de que más que una característica
de su idiosincrasia era un método de autodefensa. Era de poco hablar en las
distancias cortas y estas salidas de tono le venían pintiparadas para vencer los
silencios incómodos.
Como maestra fue excepcional. Quedaban por la mañana
cuando había menos jaleo para mostrarle las tareas y luego, por la tarde, una
hora con el bullicio del público de fondo. Renata le hacía de sombra, iba detrás
de ella observando todos sus movimientos para ver cómo manejaba el cotarro. Era
una buena alumna, que se fijaba en todo y aprendía rápido. Montse pensó que
habría que tener mucha paciencia con ella, pues nunca había trabajado en el
ramo, pero en dos o tres días había asimilado las pautas principales. Tenía que
afianzarlas, eso sí. Quedaba mucho trecho porque un restaurante de esas características
requería muchas gestiones y procesos hasta que los productos se servían en la
mesa a los parroquianos, aunque para eso estaban el marido, el hermano, la
cuñada y el sobrino de Montse que constituían la empresa familiar. La única
foránea era la nueva camarera. Montse era celosa de su trabajo, quería seriedad
y compromiso. Fue consciente de que con Renata no iba a tener problemas en esos
aspectos. Estaba dispuesta a aprender si le daban un poco de correa.
Cuando acabó la primera semana de instrucción, Montse
estaba tan contenta con el aprendizaje que se lo dijo a Renata, incumpliendo
uno de los principios básicos, no ya de la hostelería, sino de su experiencia vivida
y más viniendo de ella que era la reina del comedimiento.
—Chiquilla, he de reconocer que has aprovechado bien
el tiempo, te ha cundido.
—Gracias Montse, siempre he sido curiosa y he
procurado en todos mis trabajos devolver la confianza que han puesto en mí. Otra
cosa es que no estén a mi alcance.
—Ya veo. Bueno, pues el movimiento se demuestra
andando, así que si quieres el miércoles te vienes en tu horario estipulado y
no te digo el lunes porque tendremos que darte de alta con el contrato firmado
y los trámites llevarán un par de días.
—¿No es un poco precipitado?
—No te de miedo. Estaremos pendientes de ti en todo
momento, pero tú tranquila, te veo capaz de hacerlo. Tengo que enseñarte algunas
triquiñuelas básicas en el oficio. Lo iremos viendo sobre la marcha. Te repito
que como mejor se aprende es trabajando, sino no te vas a soltar nunca. Es
normal que los temores surjan, señal de que eres una persona responsable.
—¿A qué hora vengo? De todas formas, me pasaré por aquí
el lunes y el martes.
—Claro. Ya lo hablaremos, pero mi idea es que entres
sobre las dos de la tarde y permanezcas hasta las diez. Todavía el clima no es muy
benigno para las terrazas, pero quiero ponerla en marcha la semana que viene.
La gente está impaciente y muchos prefieren el aire libre, aunque tengan que
estar con chambergo.
—¿Y eso que es?
—Me refiero a una cazadora u otra prenda de abrigo.
—Mejor dame otra semana de margen. No había caído en
la puñetera bandeja. La tengo pánico.
—A ver Renata, eso es como todo. Al principio si no
te apañas o se te resbala te pondremos en la base la goma espuma esa que han
inventado.
—Eso es peor porque se quedan pegadas las copas y se
vuelcan en cuanto la inclinas un poco. Es complicado. Necesito más tiempo.
—Que no. Vamos a hacer una cosa. Te llevas la bandeja a tu casa y te estás mañana, tarde y noche practicando, con las copas llenas, medias y vacías. Si las primeras tardes estás insegura, lo llevas con las manos y haces más viajes, así en el pecado llevarás la penitencia y verás que pronto te sueltas. Vamos guapa, que todos hemos aprendido y tú eres habilidosa. En cuanto venzas el miedo escénico de tener al público delante, vas a bailar, a hacer giros y volatines con ella. —se le escapó una carcajada comedida.
—Dios te oiga. Creo que no hay que mofarse de las
desgracias ajenas.
—¿Qué desgracias? Anda, anda, no te pongas melodramática
que los verdaderos infortunios casi siempre vienen sin avisar y tú lo sabes
bien.
—Hasta mañana, Montse, intentaré hacerte caso. Hoy
comienza mi cuenta atrás.
—¿No se te olvida algo?
—Sí. —Contesta con resignación—. La puñetera
bandeja.
A Montse, en su fuero interno, hay una cosa que la
preocupa más. Suele pasar con los empleados nuevos y es que, debido a la falta
de costumbre, lo pasan mal los primeros días al tener que estar tantas horas a
pie firme. Ella, sin ir más lejos, tiene unas varices bastante gruesas y eso
que se operó una vez, hace años. Es una intervención sencilla en la actualidad,
aunque prefiere no volver a pasarla. Quiere jubilarse en un par de años y
entonces decidirá. Pedirá consejo al cirujano cardiovascular y, si le da unas
pautas a seguir y no es absolutamente necesario, evitará la operación quirúrgica.
Es un mal endémico de los trabajadores de hostelería y, hasta su sobrino Xosé,
que no cumple todavía los cuarenta, ya las tiene incipientes.
Otra faceta que quiere potenciar Montse y no se ha
atrevido a comentarlo abiertamente, porque es mejor cuando vaya surgiendo en el
tajo, es introducirle ciertas picardías básicas del oficio. Renata no tiene
doblez y se resistirá, pero son primordiales para sobrevivir, tener un poco de
margen y llegar holgados a fin de mes. Hacer la cuenta de memoria y decirla de viva
voz; no entregar tique, olvidarse de dar la vuelta dando por hecho que lo dejan
para el bote (si es una cifra discreta); o no poner el suplemento de los
precios en terraza.
El lunes, tal como había anunciado, Renata acude al
local. Le comenta a Montse que el fin de semana lo ha pasado con el pensamiento
único y haciendo prácticas de bandeja. Una se va acostumbrando, aunque, conseguir
un dominio aceptable, sigue viéndolo complicado. Tienen un rifirrafe, tal como
había predicho, para sus adentros, Montse:
—Por ahí no paso.
—Vente a razones, no es tan grave como te parece a
la primera impresión.
—No estoy hecha para engañar a la gente, Montse.
Creo que me tienes calada y eso lo sabes de sobra.
—Engañar, engañar…no es una palabra que haga justicia
a ocultar cierta información.
—Efectivamente, robar sería un vocablo más fidedigno
¿no crees?
—No digas palabrotas, muchacha, déjate aconsejar por
los que saben, los que llevan años al cargo del negocio. Todos los trabajos
tienen ciertas normas instauradas.
—Te propongo un trato.
—Miedo me das. Todavía no te has estrenado y ya
quieres llevar la voz cantante.
—Un trato es un pacto que aceptan todas las partes.
—Que sí, chica, que lo sueltes de una vez, pero soy
bastante reticente a prescindir de ciertas artes que han venido funcionando
desde tiempo inmemorial.
Su propuesta se basa en que ella cree que a la gente
si se la atiende con amabilidad y, si el género y la preparación culinaria son
extraordinarios, como es el caso, no se necesitan subterfugios. La gente
acudirá más, si cabe, y se irá contenta. Ella es partidaria de subir los precios,
si es necesario, pero poner las tarifas a la vista y hacer unos trípticos con
fotos de las raciones con lo que cuesta cada una y que los suplementos de
terraza o de cualquier otra cosa estén reflejados en la contraportada. La gente
no se sentirá timada y corresponderá generosamente.
—Pero bueno, tía, ¿de dónde has sacado a esta
niñata? A lo mejor no aguanta ni un mes trabajando y ya está poniendo normas y,
lo que es peor, tirando con pólvora ajena. Ni trípticos ni trípticas, no
te jode. Te dije que cogieras a mi amigo Sergio, pero me saliste con que ya te habías
comprometido. Las palabras se las lleva el viento y ahora, salvo renuncia,
tenemos que cargar con está rémora.
—¿Xosé, te llamabas? ¿Sabes lo que te digo? Que con
menos cariño también se apaña una. Me has puesto a escurrir. Déjame respirar. Dadme
un mes y si no funciona, pues tragaré con vuestras engañifas.
—¿Pagarás tú los trípticos, embaucadora? ¿Y lo que
dejemos de ganar con tu buenismo?
—Vale ya, Xosé, he hablado con tus padres y por un
mes no pasa nada, que se convenza por ella misma. Tú a la barra y deja de
berrear, que la vas a asustar antes de empezar.
—Líbrame del agua mansa…
—No te preocupes majo, los trípticos tampoco tienen que ser muy historiados ni siquiera plastificados. Seguro que Julián, mi abogado, conoce a alguien que los puede maquetar por poco dinero. Eso corre de mi cuenta.
—Cuesta mucho ganarlo como para andar jodiendo la
pava con chorradas. Ahora va a venir esta pájara a inventar la pólvora.
—¿Qué te he dicho, Xosé? Lárgate de una vez.
Cuando el sobrino desaparece de la escena Montse le
dice a Renata que ha conseguido, no sin esfuerzos, convencer a su hermano y a
su cuñada para que durante un mes haga las cosas a su manera. Están cabreados,
pero han accedido. No entienden como puede defenderla y asumir sus ocurrencias,
así que le advierte que intente no dejarla a los pies de los caballos. «De
todas formas, si no funciona volveremos a la normalidad, pero, para ti y, sobre
todo, para mí habrá un antes y un después. Van a estar echándomelo a la cara de por vida».
Todavía no le entra en la cabeza como se ha dejado enredar por Renata. Sus
buenas maneras y sus dulzuras de trato nunca le habían hecho mella con nadie.
Su familia siempre ha destilado rudeza.
El martes, víspera de su primer día de trabajo, decide
ir a contarles a sus padres su nueva ocupación. Más no puede posponerlo. Ha
pensado en ocultárselo, aunque decide finalmente decírselo. Es mejor que lo
sepan. Siempre que les ha hurtado información han acabado enterándose por
diversas casualidades del destino y le han afeado esa falta de confianza. Y el
caso es que llevan razón, pero los tiembla, sobre todo a Sabina, su madre. El
futuro que esperaban de su hija era muy distinto, lleno de prosperidad y bienes
terrenales. No sabe a qué achacar esas expectativas tan elevadas. Ella siempre
ha sido del montón en los estudios. Sacó la carrera de derecho de forma
ramplona y sin vocación. De eso se dio cuenta una vez dentro y decidió continuar
para conseguir el título y engordar el currículo, aunque tuvo claro desde el
segundo curso que nunca ejercería.
Su padre, bastante más condescendiente, la animó a
que cambiase de carrera e incluso a que comenzase otros estudios una vez conseguida
la licenciatura. Sin embargo, no se sintió con fuerzas para estudiar más ni
tuvo una inclinación clara por otra rama del saber, ni siquiera por una profesión
para la que se podía haber preparado en un ciclo de Formación Profesional y obtener
otras salidas laborales. Además, le convalidarían varias asignaturas.
—Lo que me faltaba por ver.
—No te entiendo, mamá.
—¿Este es el portento en que se iba a convertir tu
niña? Así lo anunciaba Víctor, tu papá, una y otra vez, en tu tierna infancia. Cada
vez caes más bajo, hija mía —le increpó Sabina.
—Siempre has sido una clasista. Es una profesión tan
honrada como cualquier otra.
—No te digo que no, pero hacer una carrera
universitaria para acabar sirviendo mesas y limpiando vajillas no cabe en cabeza
humana.
—No cabrá en la tuya, que eres de otros tiempos en
que no estudiaba casi nadie. Hoy, das una patada a un bote y aparecen cincuenta
licenciados en derecho. Muchos de ellos en el paro.
—Mejor el paro que el mandil de criada. Primero lavandera
y ahora moza de mesón. Menudo porvenir.
—No me saques de mis casillas, mamá. Voy a tener un
sueldo digno y no voy a ser criada de nadie. No veo ningún desdoro en probar
como camarera. Si la culpa la tengo yo. Luego me dices que no te cuento nada, pero
menos te voy a contar a partir de ahora. ¿Para qué? Para oír tus barbaridades.
—Haya paz —terció Víctor—. Sabina, mujer, reconoce
que Renata es una buena chica, nunca ha dado problemas y se ha sacado ella solita
las castañas del fuego. Ya sé que tu hubieras preferido que fuese ingeniera física-nuclear,
pero hay cosas más importantes en la vida.
—Salud, dinero y amor, por este orden. De salud, regular. Es delgaducha, come menos que un jilguero, nunca ha tenido lustre. De dinero, siempre anda a la quinta pregunta y más ahora que se ha divorciado y tiene que pagar la hipoteca de segundas después de haberla amortizado. ¡Qué ignorante eres, hija! No te dejas aconsejar. Y de amor, después del disgusto que nos dio con la separación, mejor ni hablar. Las costumbres de ahora.
—¿Cómo puedes ser tan retrógrada? Me voy. Ya he oído
bastante y el dinero te lo metes por donde te quepa. Procuraré ganar lo
suficiente para vivir, no necesito más. Papá, no se como has aguantado a este
cardo durante tantos años —se dirigió a la puerta de entrada a paso vivo.
—Espera Renata, tu madre tiene un pronto temeroso,
pero luego no es nadie. Verás como hacéis las paces.
Renata no respondió. Salió del piso dando un
portazo. Cuando estaba esperando la llegada del ascensor, su padre asomo tras
el quicio de la puerta, miró subrepticiamente hacia el interior de la vivienda
y salió al rellano con cara de circunstancias.
—Mucha suerte, hija mía, en el primer día del nuevo
trabajo —se fundieron en un abrazo. A Renata se le saltaron las lágrimas. Notó,
de pronto, que su padre la estaba tocando el culo, restregándole la nalga izquierda
con torpeza. Se palpó instintivamente, totalmente desconcertada, hasta que notó
un tacto de papel.
—¿Qué haces? ¿Esto que es?
—Una ayudita. La vas a necesitar, ma petite
coquelicot —la susurró al oído.
Hacia mucho que Víctor no empleaba esa expresión
cariñosa que remarcaba la complicidad entre padre e hija. Se trataba del
estribillo de una canción francesa que aprendió en las clases extraescolares
cuando tenía poco más de diez años, que estudiaron y cantaron los dos juntos y
que seguían utilizando en ocasiones especiales. Lo que le había metido en el
bolsillo del vaquero era un sobre con mil euros. La cantidad no la quiso
comprobar hasta que no llegó a casa. No era cuestión de sacar los billetes en
la calle. Se puso digna en un principio, simulando que lo quería rechazar «de
ninguna manera», pero sabía que su progenitor iba a insistir y la verdad es que
la iba a venir de perlas, pues sus fondos se encontraban cada vez más mermados.
Se hizo relativamente bien con las pautas y con su carácter
jovial, totalmente opuesto a Montse, se fue ganando a los clientes. El resto de
la familia también es seca, aunque la gente acude por la calidad de las viandas
y porque después de tantos años en el barrio les han cogido cariño, han ido al colegio
con los hijos y forman parte del paisaje urbano. Es un restaurante que tiene
bastante fama en la ciudad y también presumen de ello los vecinos. Los clientes
se reparten entre los de todos los días, que viven en la zona y los que han
sabido de la casa de comidas tradicional por las redes, que vienen una vez a
probar, que repiten y se convierten en habituales.
Renata observa como entran por la puerta sus vecinos
de arriba, Charo y Gonzalo, un matrimonio, próximo a la jubilación, que tiene dos
hijos que volaron hace unos años del nido e intentan apurar sus últimos años laborales
para disfrutar de la vida, cosa que ya hacen, pero en pequeñas dosis.
—¡Renata! ¿Trabajas aquí? No sabíamos nada —exclamó
Charo.
—Ni yo casi que tampoco —sonrió Renata y les dijo en
voz baja—. Es mi primer día, os pido una paciencia infinita.
—Claro que sí, vecina —comentó Gonzalo—. Cuenta con
ello. Todos hemos aprendido y hemos tenido un estreno. Nos lo podías haber
dicho.
—Últimamente nos vemos poco, ni si quiera nos hemos
cruzado en el portal y la verdad, después de la ruptura con Antonio, no salgo
apenas ni tengo ganas casi de nada.
—Para eso estamos los vecinos. Si necesitas algo no
hace falta que te lo diga, subes sin cita ni gaitas. Incluso si te apetece
hablar y desahogarte. Lo tengo hablado con Gonzalo.
—Gracias a los dos. Lo tendré en cuenta.
Mientras hablaban, Renata les indicó una mesa al fondo
del local, aparente para una pareja. Era cuadrada y estaba encajada en el
rincón. Era discreta y el bullicio llegaba algo atenuado.
—¿Qué vais a beber?
—Pues una botellita de ribeiro de la casa y tráenos
también otra de agua para ir alternando que el vino fresquito entra sin sentir
y se sube a la cabeza en un periquete.
Les trajo dos taziñas, dos vasos, las dos botellas y
una ración de pan de hogaza.
—¿Y para comer? —Renata se dispuso a apuntar en la
libreta.
—Los clásicos no pueden faltar —dijo Charo—. Dos
emparedados de lacón con queso de tetilla fundido y una ración de pulpo. Aparte
de esto no sé por dónde tirar.
—¿Me dejáis que os aconseje? —preguntó Renata.
—Claro. ¿Qué nos propones? Los champiñones y la
oreja a la plancha no suelen decepcionar —comentó Gonzalo.
—Aquí está todo bueno, ya lo sabéis. Lo digo como
clienta, pero hoy han entrado unas navajas fresquísimas, de tamaño ideal, ni
grandes ni pequeñas. A la plancha, con ajo picado y un chorrito de limón quitan
el sentido.
—¿Y qué precio tienen? Veo que siguen con la
política de no poner ni un cartel, ni una oferta, ni un precio por escrito.
—Eso va a cambiar. Ya he encargado unas cuartillas
con los precios de las raciones para entregároslas en cuanto os sentéis. No
creo que tarden mucho en prepararlas e imprimirlas. De momento os digo que las
navajas cuestan veinte euros, pero merecen la pena. No es lógico venir a un mesón
gallego a pedir unas bravas y unos champiñones, aunque las preparen bien. Al
menos es lo que yo opino.
—Te voy a hacer caso. Tráenos esas navajas y unos
pimientos de Padrón.
—Ya verás. Luego me decís.
Llevó la comanda a la cocina, todo bien apuntado para
asegurar, aunque se acordaba. Eran sólo dos comensales. El resto de la noche
transcurrió con normalidad, con un poco de tensión propia del primer día. El
salón estaba lleno y Montse atendió a la mayor parte. La echó una mano y resolvió
todas las dudas e incidencias que le fueron surgiendo.
Se fue destensando y, primero con los vecinos y
después con el resto de clientes fue
desplegando sus dotes de simpatía y buen humor. Haciendo bromas y obsequiándoles
con una sonrisa permanente. Unas habilidades tan ocultas que hasta a ella misma
la sorprendieron y no digo nada a Montse, Xosé y el resto de los regentes del
negocio. Una buena adquisición, pensaron. Había cometido fallos, pero «¡qué carallo!»,
para ser su estreno pasó con nota.
Xosé era el único que rezongaba y replicaba cuando
ensalzaban sus potencialidades. No estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y
cada vez que Renata se acercaba por la barra a pedirles bebidas, vasos o
cualquier otra cosa le dirigía una mirada aviesa.
A la hora de cobrar hizo la suma con la calculadora
del móvil. A Montse no le hacía falta, pero Renata llevaba mucho tiempo sin sumar
ni restar de memoria. Además, se podía confundir y con el aparatejo no había
fallos. En su bloc, iba apuntando a la derecha de cada ración el precio y abajo
la suma final. Arrancaba la hoja y se la daba a los clientes mientras decía el
total en voz alta. Hasta ese día no se habían dado cuentas en papel y eso a
Xosé le amoscaba «la gente nos lo va a exigir y eso se va a notar. No de golpe,
pero seguro que poco a poco el negocio lo va a acusar. Si no al tiempo. Esta
muchacha no tiene ni idea de cómo se lleva un local como este». Sus padres le
miraban escépticos y Montse sacaba la cara por ella, aunque su marido, cuando
los otros no le oían le decía que no se implicase tanto con la nueva, que si
las cosas iban mal dadas se lo iban a restregar por la jeta.
A Charo y a Gonzalo les salió la cuenta por
cincuenta y siete euros. Le pagaron sesenta y le dijeron que se quedase con la
vuelta. Se metió dentro de la barra y grito «¡bote!». Estaba contenta con su
primera propina, además según el contrato iban a ser para ella. Xosé le bajó la
euforia con una lacónica frase: «Te vas a hartar de hacer horas y no te van a
dar un puto euro para el bote. Estos son tus vecinos y han querido hacerte la
gracia, pero en este barrio la gente es más agarrada que un chotis» y le soltó
una carcajada ostentosa en la cara.
—Xosé, ¿tú eres siempre así de borde o entrenas para
fastidiarme a mí sola como deporte?
—Que te den.
—Que te den a ti, amargao.
—No te consiento…
—Venga ya, sosegaos, pareja —intentó apaciguar en tono
quedo, Melquiades, el marido de Montse—. Con las horas que tenéis que estar
juntos, trabajando codo con codo, no os podéis calentar a las primeras de
cambio.
Esta apreciación les hizo separarse y volver cada
uno a sus quehaceres, aunque cada vez que tenían que interactuar para pedirse
algo, situación de lo más frecuente, se sostenían la mirada.
Cuando acabó la jornada, no sentía las piernas, se caía de sueño, pero estaba satisfecha por cómo había ido todo. Tenía que pulirse, pero principio requieren las cosas. Se quitó el mandil y se lo llevó para lavarlo. Le dieron dos y ella se tenia que encargar de presentarse al tajo en perfecto estado de revista. Se despidió de los compañeros y se marchó para casa, que estaba a menos de cinco minutos. Pasó de largo por el salón, fue directa al baño. Ella no era de mucho pintarse, pero al estar de cara al público se había acicalado más de la cuenta. Se quitó el maquillaje medio zombi y se dirigió a la alcoba. Se sentó sobre la cama. Se le cerraban los ojos. Fue capaz de desvestirse y ponerse el pijama. Se dejó caer sobre el colchón, se arropó mientras el sopor le invadía y se quedó dormida como un cesto.
…/…Continuará