miércoles, 4 de diciembre de 2024

Capítulo 14 - El nuevo trabajo

Hacía años que conocía a Montse como clienta y como vecina, pero como jefa fue toda una revelación. Su lengua afiliada no desfallecía y a Renata le hacía sentir incómoda. En más de una ocasión tuvo que pararle los pies, pero al final se dio cuenta de que más que una característica de su idiosincrasia era un método de autodefensa. Era de poco hablar en las distancias cortas y estas salidas de tono le venían pintiparadas para vencer los silencios incómodos.

Como maestra fue excepcional. Quedaban por la mañana cuando había menos jaleo para mostrarle las tareas y luego, por la tarde, una hora con el bullicio del público de fondo. Renata le hacía de sombra, iba detrás de ella observando todos sus movimientos para ver cómo manejaba el cotarro. Era una buena alumna, que se fijaba en todo y aprendía rápido. Montse pensó que habría que tener mucha paciencia con ella, pues nunca había trabajado en el ramo, pero en dos o tres días había asimilado las pautas principales. Tenía que afianzarlas, eso sí. Quedaba mucho trecho porque un restaurante de esas características requería muchas gestiones y procesos hasta que los productos se servían en la mesa a los parroquianos, aunque para eso estaban el marido, el hermano, la cuñada y el sobrino de Montse que constituían la empresa familiar. La única foránea era la nueva camarera. Montse era celosa de su trabajo, quería seriedad y compromiso. Fue consciente de que con Renata no iba a tener problemas en esos aspectos. Estaba dispuesta a aprender si le daban un poco de correa.

Cuando acabó la primera semana de instrucción, Montse estaba tan contenta con el aprendizaje que se lo dijo a Renata, incumpliendo uno de los principios básicos, no ya de la hostelería, sino de su experiencia vivida y más viniendo de ella que era la reina del comedimiento.

—Chiquilla, he de reconocer que has aprovechado bien el tiempo, te ha cundido.

—Gracias Montse, siempre he sido curiosa y he procurado en todos mis trabajos devolver la confianza que han puesto en mí. Otra cosa es que no estén a mi alcance.

—Ya veo. Bueno, pues el movimiento se demuestra andando, así que si quieres el miércoles te vienes en tu horario estipulado y no te digo el lunes porque tendremos que darte de alta con el contrato firmado y los trámites llevarán un par de días.  

—¿No es un poco precipitado?

—No te de miedo. Estaremos pendientes de ti en todo momento, pero tú tranquila, te veo capaz de hacerlo. Tengo que enseñarte algunas triquiñuelas básicas en el oficio. Lo iremos viendo sobre la marcha. Te repito que como mejor se aprende es trabajando, sino no te vas a soltar nunca. Es normal que los temores surjan, señal de que eres una persona responsable.

—¿A qué hora vengo? De todas formas, me pasaré por aquí el lunes y el martes.

—Claro. Ya lo hablaremos, pero mi idea es que entres sobre las dos de la tarde y permanezcas hasta las diez. Todavía el clima no es muy benigno para las terrazas, pero quiero ponerla en marcha la semana que viene. La gente está impaciente y muchos prefieren el aire libre, aunque tengan que estar con chambergo.

—¿Y eso que es?

—Me refiero a una cazadora u otra prenda de abrigo.

—Mejor dame otra semana de margen. No había caído en la puñetera bandeja. La tengo pánico.

—A ver Renata, eso es como todo. Al principio si no te apañas o se te resbala te pondremos en la base la goma espuma esa que han inventado.

—Eso es peor porque se quedan pegadas las copas y se vuelcan en cuanto la inclinas un poco. Es complicado. Necesito más tiempo.

—Que no. Vamos a hacer una cosa. Te llevas la bandeja a tu casa y te estás mañana, tarde y noche practicando, con las copas llenas, medias y vacías. Si las primeras tardes estás insegura, lo llevas con las manos y haces más viajes, así en el pecado llevarás la penitencia y verás que pronto te sueltas. Vamos guapa, que todos hemos aprendido y tú eres habilidosa. En cuanto venzas el miedo escénico de tener al público delante, vas a bailar, a hacer giros y volatines con ella. —se le escapó una carcajada comedida.

—Dios te oiga. Creo que no hay que mofarse de las desgracias ajenas.

—¿Qué desgracias? Anda, anda, no te pongas melodramática que los verdaderos infortunios casi siempre vienen sin avisar y tú lo sabes bien.

—Hasta mañana, Montse, intentaré hacerte caso. Hoy comienza mi cuenta atrás.

—¿No se te olvida algo?

—Sí. —Contesta con resignación—. La puñetera bandeja.

A Montse, en su fuero interno, hay una cosa que la preocupa más. Suele pasar con los empleados nuevos y es que, debido a la falta de costumbre, lo pasan mal los primeros días al tener que estar tantas horas a pie firme. Ella, sin ir más lejos, tiene unas varices bastante gruesas y eso que se operó una vez, hace años. Es una intervención sencilla en la actualidad, aunque prefiere no volver a pasarla. Quiere jubilarse en un par de años y entonces decidirá. Pedirá consejo al cirujano cardiovascular y, si le da unas pautas a seguir y no es absolutamente necesario, evitará la operación quirúrgica. Es un mal endémico de los trabajadores de hostelería y, hasta su sobrino Xosé, que no cumple todavía los cuarenta, ya las tiene incipientes.

Otra faceta que quiere potenciar Montse y no se ha atrevido a comentarlo abiertamente, porque es mejor cuando vaya surgiendo en el tajo, es introducirle ciertas picardías básicas del oficio. Renata no tiene doblez y se resistirá, pero son primordiales para sobrevivir, tener un poco de margen y llegar holgados a fin de mes. Hacer la cuenta de memoria y decirla de viva voz; no entregar tique, olvidarse de dar la vuelta dando por hecho que lo dejan para el bote (si es una cifra discreta); o no poner el suplemento de los precios en terraza.

El lunes, tal como había anunciado, Renata acude al local. Le comenta a Montse que el fin de semana lo ha pasado con el pensamiento único y haciendo prácticas de bandeja. Una se va acostumbrando, aunque, conseguir un dominio aceptable, sigue viéndolo complicado. Tienen un rifirrafe, tal como había predicho, para sus adentros, Montse:

—Por ahí no paso.

—Vente a razones, no es tan grave como te parece a la primera impresión.

—No estoy hecha para engañar a la gente, Montse. Creo que me tienes calada y eso lo sabes de sobra.

—Engañar, engañar…no es una palabra que haga justicia a ocultar cierta información.

—Efectivamente, robar sería un vocablo más fidedigno ¿no crees?

—No digas palabrotas, muchacha, déjate aconsejar por los que saben, los que llevan años al cargo del negocio. Todos los trabajos tienen ciertas normas instauradas.

—Te propongo un trato.

—Miedo me das. Todavía no te has estrenado y ya quieres llevar la voz cantante.

—Un trato es un pacto que aceptan todas las partes.

—Que sí, chica, que lo sueltes de una vez, pero soy bastante reticente a prescindir de ciertas artes que han venido funcionando desde tiempo inmemorial.

Su propuesta se basa en que ella cree que a la gente si se la atiende con amabilidad y, si el género y la preparación culinaria son extraordinarios, como es el caso, no se necesitan subterfugios. La gente acudirá más, si cabe, y se irá contenta. Ella es partidaria de subir los precios, si es necesario, pero poner las tarifas a la vista y hacer unos trípticos con fotos de las raciones con lo que cuesta cada una y que los suplementos de terraza o de cualquier otra cosa estén reflejados en la contraportada. La gente no se sentirá timada y corresponderá generosamente.

—Pero bueno, tía, ¿de dónde has sacado a esta niñata? A lo mejor no aguanta ni un mes trabajando y ya está poniendo normas y, lo que es peor, tirando con pólvora ajena. Ni trípticos ni trípticas, no te jode. Te dije que cogieras a mi amigo Sergio, pero me saliste con que ya te habías comprometido. Las palabras se las lleva el viento y ahora, salvo renuncia, tenemos que cargar con está rémora.

—¿Xosé, te llamabas? ¿Sabes lo que te digo? Que con menos cariño también se apaña una. Me has puesto a escurrir. Déjame respirar. Dadme un mes y si no funciona, pues tragaré con vuestras engañifas.

—¿Pagarás tú los trípticos, embaucadora? ¿Y lo que dejemos de ganar con tu buenismo?

—Vale ya, Xosé, he hablado con tus padres y por un mes no pasa nada, que se convenza por ella misma. Tú a la barra y deja de berrear, que la vas a asustar antes de empezar.

—Líbrame del agua mansa…

—No te preocupes majo, los trípticos tampoco tienen que ser muy historiados ni siquiera plastificados. Seguro que Julián, mi abogado, conoce a alguien que los puede maquetar por poco dinero. Eso corre de mi cuenta.


—Cuesta mucho ganarlo como para andar jodiendo la pava con chorradas. Ahora va a venir esta pájara a inventar la pólvora.

—¿Qué te he dicho, Xosé? Lárgate de una vez.

Cuando el sobrino desaparece de la escena Montse le dice a Renata que ha conseguido, no sin esfuerzos, convencer a su hermano y a su cuñada para que durante un mes haga las cosas a su manera. Están cabreados, pero han accedido. No entienden como puede defenderla y asumir sus ocurrencias, así que le advierte que intente no dejarla a los pies de los caballos. «De todas formas, si no funciona volveremos a la normalidad, pero, para ti y, sobre todo, para mí habrá un antes y un después.  Van a estar echándomelo a la cara de por vida». Todavía no le entra en la cabeza como se ha dejado enredar por Renata. Sus buenas maneras y sus dulzuras de trato nunca le habían hecho mella con nadie. Su familia siempre ha destilado rudeza.

El martes, víspera de su primer día de trabajo, decide ir a contarles a sus padres su nueva ocupación. Más no puede posponerlo. Ha pensado en ocultárselo, aunque decide finalmente decírselo. Es mejor que lo sepan. Siempre que les ha hurtado información han acabado enterándose por diversas casualidades del destino y le han afeado esa falta de confianza. Y el caso es que llevan razón, pero los tiembla, sobre todo a Sabina, su madre. El futuro que esperaban de su hija era muy distinto, lleno de prosperidad y bienes terrenales. No sabe a qué achacar esas expectativas tan elevadas. Ella siempre ha sido del montón en los estudios. Sacó la carrera de derecho de forma ramplona y sin vocación. De eso se dio cuenta una vez dentro y decidió continuar para conseguir el título y engordar el currículo, aunque tuvo claro desde el segundo curso que nunca ejercería.

Su padre, bastante más condescendiente, la animó a que cambiase de carrera e incluso a que comenzase otros estudios una vez conseguida la licenciatura. Sin embargo, no se sintió con fuerzas para estudiar más ni tuvo una inclinación clara por otra rama del saber, ni siquiera por una profesión para la que se podía haber preparado en un ciclo de Formación Profesional y obtener otras salidas laborales. Además, le convalidarían varias asignaturas.

—Lo que me faltaba por ver.

—No te entiendo, mamá.

—¿Este es el portento en que se iba a convertir tu niña? Así lo anunciaba Víctor, tu papá, una y otra vez, en tu tierna infancia. Cada vez caes más bajo, hija mía —le increpó Sabina.

—Siempre has sido una clasista. Es una profesión tan honrada como cualquier otra.

—No te digo que no, pero hacer una carrera universitaria para acabar sirviendo mesas y limpiando vajillas no cabe en cabeza humana.

—No cabrá en la tuya, que eres de otros tiempos en que no estudiaba casi nadie. Hoy, das una patada a un bote y aparecen cincuenta licenciados en derecho. Muchos de ellos en el paro.

—Mejor el paro que el mandil de criada. Primero lavandera y ahora moza de mesón. Menudo porvenir.

—No me saques de mis casillas, mamá. Voy a tener un sueldo digno y no voy a ser criada de nadie. No veo ningún desdoro en probar como camarera. Si la culpa la tengo yo. Luego me dices que no te cuento nada, pero menos te voy a contar a partir de ahora. ¿Para qué? Para oír tus barbaridades.

—Haya paz —terció Víctor—. Sabina, mujer, reconoce que Renata es una buena chica, nunca ha dado problemas y se ha sacado ella solita las castañas del fuego. Ya sé que tu hubieras preferido que fuese ingeniera física-nuclear, pero hay cosas más importantes en la vida.

—Salud, dinero y amor, por este orden. De salud, regular. Es delgaducha, come menos que un jilguero, nunca ha tenido lustre. De dinero, siempre anda a la quinta pregunta y más ahora que se ha divorciado y tiene que pagar la hipoteca de segundas después de haberla amortizado. ¡Qué ignorante eres, hija! No te dejas aconsejar. Y de amor, después del disgusto que nos dio con la separación, mejor ni hablar. Las costumbres de ahora.

—¿Cómo puedes ser tan retrógrada? Me voy. Ya he oído bastante y el dinero te lo metes por donde te quepa. Procuraré ganar lo suficiente para vivir, no necesito más. Papá, no se como has aguantado a este cardo durante tantos años —se dirigió a la puerta de entrada a paso vivo.

—Espera Renata, tu madre tiene un pronto temeroso, pero luego no es nadie. Verás como hacéis las paces.

Renata no respondió. Salió del piso dando un portazo. Cuando estaba esperando la llegada del ascensor, su padre asomo tras el quicio de la puerta, miró subrepticiamente hacia el interior de la vivienda y salió al rellano con cara de circunstancias.

—Mucha suerte, hija mía, en el primer día del nuevo trabajo —se fundieron en un abrazo. A Renata se le saltaron las lágrimas. Notó, de pronto, que su padre la estaba tocando el culo, restregándole la nalga izquierda con torpeza. Se palpó instintivamente, totalmente desconcertada, hasta que notó un tacto de papel.

—¿Qué haces? ¿Esto que es?

—Una ayudita. La vas a necesitar, ma petite coquelicot —la susurró al oído.

Hacia mucho que Víctor no empleaba esa expresión cariñosa que remarcaba la complicidad entre padre e hija. Se trataba del estribillo de una canción francesa que aprendió en las clases extraescolares cuando tenía poco más de diez años, que estudiaron y cantaron los dos juntos y que seguían utilizando en ocasiones especiales. Lo que le había metido en el bolsillo del vaquero era un sobre con mil euros. La cantidad no la quiso comprobar hasta que no llegó a casa. No era cuestión de sacar los billetes en la calle. Se puso digna en un principio, simulando que lo quería rechazar «de ninguna manera», pero sabía que su progenitor iba a insistir y la verdad es que la iba a venir de perlas, pues sus fondos se encontraban cada vez más mermados.

Se hizo relativamente bien con las pautas y con su carácter jovial, totalmente opuesto a Montse, se fue ganando a los clientes. El resto de la familia también es seca, aunque la gente acude por la calidad de las viandas y porque después de tantos años en el barrio les han cogido cariño, han ido al colegio con los hijos y forman parte del paisaje urbano. Es un restaurante que tiene bastante fama en la ciudad y también presumen de ello los vecinos. Los clientes se reparten entre los de todos los días, que viven en la zona y los que han sabido de la casa de comidas tradicional por las redes, que vienen una vez a probar, que repiten y se convierten en habituales.

Renata observa como entran por la puerta sus vecinos de arriba, Charo y Gonzalo, un matrimonio, próximo a la jubilación, que tiene dos hijos que volaron hace unos años del nido e intentan apurar sus últimos años laborales para disfrutar de la vida, cosa que ya hacen, pero en pequeñas dosis.

—¡Renata! ¿Trabajas aquí? No sabíamos nada —exclamó Charo.

—Ni yo casi que tampoco —sonrió Renata y les dijo en voz baja—. Es mi primer día, os pido una paciencia infinita.

—Claro que sí, vecina —comentó Gonzalo—. Cuenta con ello. Todos hemos aprendido y hemos tenido un estreno. Nos lo podías haber dicho.

—Últimamente nos vemos poco, ni si quiera nos hemos cruzado en el portal y la verdad, después de la ruptura con Antonio, no salgo apenas ni tengo ganas casi de nada.

—Para eso estamos los vecinos. Si necesitas algo no hace falta que te lo diga, subes sin cita ni gaitas. Incluso si te apetece hablar y desahogarte. Lo tengo hablado con Gonzalo.

—Gracias a los dos. Lo tendré en cuenta.

Mientras hablaban, Renata les indicó una mesa al fondo del local, aparente para una pareja. Era cuadrada y estaba encajada en el rincón. Era discreta y el bullicio llegaba algo atenuado.

—¿Qué vais a beber?

—Pues una botellita de ribeiro de la casa y tráenos también otra de agua para ir alternando que el vino fresquito entra sin sentir y se sube a la cabeza en un periquete.

Les trajo dos taziñas, dos vasos, las dos botellas y una ración de pan de hogaza.

—¿Y para comer? —Renata se dispuso a apuntar en la libreta.

—Los clásicos no pueden faltar —dijo Charo—. Dos emparedados de lacón con queso de tetilla fundido y una ración de pulpo. Aparte de esto no sé por dónde tirar.

—¿Me dejáis que os aconseje? —preguntó Renata.


—Claro. ¿Qué nos propones? Los champiñones y la oreja a la plancha no suelen decepcionar —comentó Gonzalo.

—Aquí está todo bueno, ya lo sabéis. Lo digo como clienta, pero hoy han entrado unas navajas fresquísimas, de tamaño ideal, ni grandes ni pequeñas. A la plancha, con ajo picado y un chorrito de limón quitan el sentido.

—¿Y qué precio tienen? Veo que siguen con la política de no poner ni un cartel, ni una oferta, ni un precio por escrito.

—Eso va a cambiar. Ya he encargado unas cuartillas con los precios de las raciones para entregároslas en cuanto os sentéis. No creo que tarden mucho en prepararlas e imprimirlas. De momento os digo que las navajas cuestan veinte euros, pero merecen la pena. No es lógico venir a un mesón gallego a pedir unas bravas y unos champiñones, aunque las preparen bien. Al menos es lo que yo opino.

—Te voy a hacer caso. Tráenos esas navajas y unos pimientos de Padrón.

—Ya verás. Luego me decís.

Llevó la comanda a la cocina, todo bien apuntado para asegurar, aunque se acordaba. Eran sólo dos comensales. El resto de la noche transcurrió con normalidad, con un poco de tensión propia del primer día. El salón estaba lleno y Montse atendió a la mayor parte. La echó una mano y resolvió todas las dudas e incidencias que le fueron surgiendo.

Se fue destensando y, primero con los vecinos y después con el resto de  clientes fue desplegando sus dotes de simpatía y buen humor. Haciendo bromas y obsequiándoles con una sonrisa permanente. Unas habilidades tan ocultas que hasta a ella misma la sorprendieron y no digo nada a Montse, Xosé y el resto de los regentes del negocio. Una buena adquisición, pensaron. Había cometido fallos, pero «¡qué carallo!», para ser su estreno pasó con nota.

Xosé era el único que rezongaba y replicaba cuando ensalzaban sus potencialidades. No estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y cada vez que Renata se acercaba por la barra a pedirles bebidas, vasos o cualquier otra cosa le dirigía una mirada aviesa.

A la hora de cobrar hizo la suma con la calculadora del móvil. A Montse no le hacía falta, pero Renata llevaba mucho tiempo sin sumar ni restar de memoria. Además, se podía confundir y con el aparatejo no había fallos. En su bloc, iba apuntando a la derecha de cada ración el precio y abajo la suma final. Arrancaba la hoja y se la daba a los clientes mientras decía el total en voz alta. Hasta ese día no se habían dado cuentas en papel y eso a Xosé le amoscaba «la gente nos lo va a exigir y eso se va a notar. No de golpe, pero seguro que poco a poco el negocio lo va a acusar. Si no al tiempo. Esta muchacha no tiene ni idea de cómo se lleva un local como este». Sus padres le miraban escépticos y Montse sacaba la cara por ella, aunque su marido, cuando los otros no le oían le decía que no se implicase tanto con la nueva, que si las cosas iban mal dadas se lo iban a restregar por la jeta.

A Charo y a Gonzalo les salió la cuenta por cincuenta y siete euros. Le pagaron sesenta y le dijeron que se quedase con la vuelta. Se metió dentro de la barra y grito «¡bote!». Estaba contenta con su primera propina, además según el contrato iban a ser para ella. Xosé le bajó la euforia con una lacónica frase: «Te vas a hartar de hacer horas y no te van a dar un puto euro para el bote. Estos son tus vecinos y han querido hacerte la gracia, pero en este barrio la gente es más agarrada que un chotis» y le soltó una carcajada ostentosa en la cara.

—Xosé, ¿tú eres siempre así de borde o entrenas para fastidiarme a mí sola como deporte?

—Que te den.

—Que te den a ti, amargao.

—No te consiento…

—Venga ya, sosegaos, pareja —intentó apaciguar en tono quedo, Melquiades, el marido de Montse—. Con las horas que tenéis que estar juntos, trabajando codo con codo, no os podéis calentar a las primeras de cambio.

Esta apreciación les hizo separarse y volver cada uno a sus quehaceres, aunque cada vez que tenían que interactuar para pedirse algo, situación de lo más frecuente, se sostenían la mirada.

Cuando acabó la jornada, no sentía las piernas, se caía de sueño, pero estaba satisfecha por cómo había ido todo. Tenía que pulirse, pero principio requieren las cosas. Se quitó el mandil y se lo llevó para lavarlo. Le dieron dos y ella se tenia que encargar de presentarse al tajo en perfecto estado de revista. Se despidió de los compañeros y se marchó para casa, que estaba a menos de cinco minutos. Pasó de largo por el salón, fue directa al baño. Ella no era de mucho pintarse, pero al estar de cara al público se había acicalado más de la cuenta. Se quitó el maquillaje medio zombi y se dirigió a la alcoba. Se sentó sobre la cama. Se le cerraban los ojos. Fue capaz de desvestirse y ponerse el pijama. Se dejó caer sobre el colchón, se arropó mientras el sopor le invadía y se quedó dormida como un cesto.

…/…Continuará


viernes, 8 de noviembre de 2024

Capítulo 13 - Las cosas claras

 

—Sabía lo que iba a pasar.

—Y yo también, después de la otra noche. Quería la confirmación y he de decir que me subes al séptimo cielo. Aunque, permíteme decírtelo, te he notado a veces un poco disperso.  Me ha costado ponerte a tono. ¿Preocupaciones del trabajo? Déjate llevar y disfruta del momento.

—Si disfruto Vanesa ¿Cómo no, ante tu fogosidad? Esto equivale a doble sesión de gimnasio. Menudo fondo tienes —rió con algo de impostura —. Pero no, lo que has percibido no eran preocupaciones del trabajo, era intranquilidad por lo que te tengo que comentar.

—Cariño ¿Qué te pasa? A mi me puedes contar lo que quieras. Te ayudaré y te aliviaré si está en mi mano —Y lanzó una mirada, en ese momento, hacia el pene de Julián, que yacía flácido y encogido entre sus piernas. Sonrió, pero no arrancó a reír, que era su intención, porque comprobó, por el semblante serio, que él no había cogido su gracia o, simplemente, no se la vio.

Julián la recibió en su casa, le abrió la puerta, Tenía puesta una camiseta y un pantalón de chándal, también unas zapatillas que le recordaban a las que usaba su padre, de paño, a cuadros y con suela de goma. Pensaba que ya no se fabricaban, pero ahora vuelve a cobrar fuerza lo antiguo rebautizado con el nombre de vintage.  

Ella estaba eufórica, pero se contuvo porque notó que Julián mantenía las distancias y mostraba una sonrisa forzada. Le apetecía comerle entero, tumbarlo con un «aquí te pillo, aquí te mato», como la otra vez. Pero Julián llevaba otro ritmo más pausado. Tendría que obrar con tiento para intentar que se desinhibiese poco a poco. Le ofreció café y ella aceptó. No era café precisamente lo que le apetecía, aunque su ingesta la serviría para ganar tiempo y tantearle.

—Espérame aquí. Voy a encender la cafetera y traigo, mientras se hace, las tazas y demás.

—¿Qué dices? Voy contigo a la cocina y me dices donde tienes cada cosa. Las traeré yo. No voy a quedarme aquí, como un pasmarote, mientras lo preparas. He venido para verte.

—Tampoco iba a tardar tanto, se hace en un plis plas, pero como quieras.

            La cocina era alargada, no excesivamente grande y, en los sitios de paso, cuando se tenían que cruzar, Vanesa aprovechaba para pegarse a Julián sin recato. Estuvo tentada de echarle la mano al paquete, tanta era su necesidad, pero se contuvo. No le percibía receptivo y eso podía estropear el encuentro. Tenía que avanzar paulatinamente y no sabía si iba a ser capaz.

            Se sentaron en el sofá, en el mismo sofá en el que empezó todo, la noche de marras. A Julián se le notaba dubitativo. Movía la cucharilla lentamente haciendo círculos y con la mirada dispersa, a pesar de que ella lo buscaba. Tras unos formalismos sobre la temperatura de la leche o la cantidad de azucarillos que echarían para endulzar el café, Vanesa decidió pasar a la acción. No de la manera burda de la primera vez. Le puso la mano sobre la rodilla. Julián dio un ligero respingo y se mantuvo en silencio, un poco tenso. Ella siguió deslizando la mano hacia arriba, sin apretar, suave, sintiendo la dureza del cuádriceps bajo la tela, hasta que llegó a las inmediaciones de la ingle.

            —¿Qué haces?

            —Acariciarte. ¡Qué pregunta!

            —Vanesa, de eso quería hablar cont…—No acabó la frase porque ella, con una rapidez inusitada, posó sus labios sobre los de Julián, hizo ventosa y comenzó a introducir la lengua y a moverla como un áspid.

            —Joder, tía, así no puedo hilar una frase. Déjame respirar. Me estoy agobiando. —Se despegó unos centímetros, tras un esfuerzo ímprobo y jadeó hastiado.

            —Luego hablaremos largo y tendido. Me explicas lo que creas conveniente. Ahora vamos a la cama.

            —Porque tú lo digas. No me obligues a echarte de mi casa.

            Julianín, hay cosas que no se pueden ocultar. Te apetece tanto como a mí. Se marca tu morcillona. Ha crecido como si la hubiesen inflado con una bomba de aire y debe estar más dura que el pedernal —puso la mano encima del bulto y comenzó a friccionar arriba y abajo aumentando la cadencia.

            A Julián se le nubló la vista y emitió unos suspiros que iban aumentando de volumen al tiempo que se le agitaba la respiración: «Dios, Dios, Diooos».

—Qué místico te pones —dijo ella con retranca.

De repente, Julián, abrió los ojos de par en par y se puso en pie de un brinco. Vanesa, que estaba sentada en el sofá, le observó entre extrañada y un poco temerosa por si se acababa la fiesta. Él, le cogió de ambas manos, tiró con fuerza hacia sí y la puso de pie.

            —Eres testaruda. Muy terca. Me has puesto a cien y te voy a dar tu merecido.

La rodeó, se puso detrás, la abrazó con fuerza por la cintura, se apretó contra las nalgas y le susurró al oído «llévame donde tú sabes. Te seguiré como un corderito». Se encaminaron hacia la habitación enlazados. Por el camino se iban metiendo mano, sobando y buscándose las zonas erógenas por debajo de las prendas.

Encima del catre yacían, exhaustos tras la batalla, después de acariciarse, frotarse, entrelazarse, dar tumbos y hacer giros inverosímiles; de suspirar, gemir y gritar. Tras esa epopeya, vinieron los jadeos y el intento de que la respiración volviese al estado de reposo.

Julián fue al baño a beber un poco de agua, pues tenía el paladar reseco, la legua rasposa, como una trilla y no era capaz de articular palabra. Ahora suponía que, por fin, Vanesa, una vez calmadas sus ansias de follar, le permitiría explicarse y dejar las cosas diáfanas, para que no hubiese lugar a equívocos.

            —Es la última vez, Vanesa.

            —¿A qué te refieres?

            —No te hagas de nuevas. No quiero que estos encuentros se repitan.

            —¿Encuentros? Bonito eufemismo después de echar un par de polvos. Parecía que te gustaba revolcarte conmigo. ¿Era fingido?

            —Sabes que no, que me encanta. Me dejas agotado, eres fogosa y maravillosa, pero nunca me ha gustado liarme con mujeres casadas.   

            —Por eso no te preocupes. Luis está en la inopia y aunque se enterase no creo que formase ningún espectáculo. Para él, mejor. No voy a molestarle, ni a forzarle más. Siempre tengo que perseguirle, nunca le apetece y cuando, al fin, claudica es como el champán, que en cuanto meneas un poco la botella, sale la espuma sin remisión y antes de empezar la fiesta se acaba la pólvora. Cae como un leño, duerme como un bendito. Me quedo mirando al techo impotente y no me queda otra que recurrir al Satisfyer que me regaló Antonio.

            —Pero Antonio y tú…

            —¿Qué va? Era y es un buen amigo, pero nunca quiso traspasar la barrera. Estaba enamorado de Renata y tenía más que suficiente con ella. Así me lo dijo. Se sentía halagado por mi interés. Unas navidades, que me había puesto más cariñosa de lo habitual, se presentó con el regalo, para que me quedase claro. Con lo cortado que parecía tuvo confianza para eso. Pero no, el Satisfyer no es comparable a un hombre de carne y hueso. Lo uso cuando no me queda otra, siento humedades, la libido disparada y tengo que desahogarme de alguna manera, porque si no voy a reventar.

            —Me dejas estupefacto. ¿Por qué no os separáis?

            —Lo he barajado, no creas, pero, con la noticia que has disparado de sopetón, me has dejado chafada. Además, no todo en la vida de pareja es el sexo. Hay muchos detalles que hacen que el proyecto de vida en común merezca la pena. Además, Luis es muy niñero. No quisiera separarle de sus hijos ahora que aún no han cumplido los cinco años. Por otro lado, que todo hay que decirlo, los dos sueldos juntos menguan la hipoteca a buen ritmo. Se iría todo al traste.

            —Eres calculadora. Me sorprende que seas tan materialista.

            —El matrimonio es un contrato, pero no seas injusto conmigo, me gustaría que permanezcamos unidos, por lo menos hasta que los chicos alcancen la pubertad. Te repito que Luis es un buen tipo y, aunque en la cama se un estafermo, me llena en otras facetas de la vida. Se hace cargo de los niños tanto o más que yo. Y los cuatro formamos un buen equipo.

            —Pues más a mi favor. Estos encuentros, bueno, estos revolcones, que a ti que te gusta hablar en plata, me dan mucha vida. Eres ardiente y me vuelves loco. No sólo es el sexo, me encuentro a gusto charlando contigo. Pero soy un espíritu libre y las mujeres casadas o emparejadas siempre suelen traerme disgustos. El buey suelto, bien se lame. Aparte de que me da una pereza enorme lo de los críos a estas alturas.

            —¿Qué críos? No saques las cosas de quicio. Podemos quedar sin más, como hasta ahora, si es verdad que te gusta estar conmigo, las charlas, las confidencias y los revolcones. Incluso lo puedo hablar con Luis, seguro que, si se lo vendo convenientemente, transigiría.

            —Quita, quita. Pues sólo faltaba. A los cornudos les carga el diablo por muy pastueños que parezcan. He dicho que no quiero volver a quedar contigo. Entiéndeme, para tomar algo, con Renata como hasta ahora, no me importaría. Lo pasamos bien, nos reímos mucho, pero hacer el amor contigo, recibirte en mi casa a solas, nunca más.

            —Pues tú te lo pierdes, Julián. Si reconoces que te gusta que follemos, no te entiendo.

            —Hazte cargo. Con una mujer comprometida, perdono el bollo por el coscorrón.

            —Tu mismo. Pero antes de largarme, permíteme hacerte las dos últimas puntualizaciones. Lo de hacer el amor es una cursilada de las tuyas y el papel de los cornudos ha variado mucho en los últimos tiempos. Te sorprendería saber que hay cornudos consentidos hasta debajo de las piedras.

            Renata estaba enfadada. En su soledad, rumiaba su pérdida de confianza con Vanesa, su volubilidad. A lo mejor era mas clásica de lo que creía, pero le parecía fatal el doble juego de su, hasta ahora, amiga. No era sólo porque estuviese casada, era porque para ella la confianza debe ser mutua, la fidelidad, un pilar infranqueable. Si no, se separa una y ya está. Al rato pensaba otra cosa. No sabía porque se hacía mala sangre, ya que a ella nadie le había dado vela en ese entierro. Si le pedía consejo, como hizo en la charla del Bar Baridad, se lo daría en dirección univoca. Su postura era diáfana, pero de ahí no podía pasar.

            Imperceptiblemente, espació sus citas con Vanesa y sus mensajes de Wasap. Ella, fiel a su tradición, nunca era la primera en iniciar una conversación. Y eso también cargaba a Renata. Se moría de ganas de saber las novedades en la relación surgida tras la velada en La Casa del Pulpo, pero supo contenerse. Se había producido una pérdida de confianza palpable entre ambas, sino ya estarían llamándose o citándose para cotorrear sobre los derroteros que habían tomado Julián y Vanesa, después de la noche loquísima. Salseo, lo llaman ahora.

            Surgió la oportunidad y no la desaprovechó. Le da pudor reconocerlo. Queda con Julián para enseñarle el contrato de camarera que la ha presentado Montse, para que él de su visto bueno. A ella le ha parecido bien, pero hay ciertos detalles en los que se pierde. Los vecinos de la Casa del Pulpo no la van a engañar, sería lo último. Hablan un buen rato sobre las condiciones, las cláusulas y la letra pequeña. Queda en llevárselo a casa, leerlo con más calma y cotejar las dudas que le surjan con la legislación vigente y los manuales de derecho laboral. Tiene una librería que ocupa toda una pared del salón, un mueble que va del techo al suelo, con estanterías, baldas y sujetalibros funcionales.

La verdad es que hasta hace un lustro la usaba bastante, pero ahora la legislación está viva, cambiando constantemente y tiene la gran ventaja de navegar por internet y consultar las páginas web de librerías jurídicas de prestigio, la gran mayoría de los libros que tiene de derecho han quedado obsoletos. Es un gran lector, casi la mitad de la librería la ocupan algunos ensayos y bastantes novelas. Estas últimas de todo género y condición, la mayoría intemporales. Algunas no han envejecido bien, aunque eso a él le da igual, huye del presentismo y tiene altura de miras. Las relee, a veces se sonríe y otras se dice que todo fluye y todo cambia. La visión del mundo de nuestros padres y abuelos no tiene absolutamente nada que ver con la nuestra y la de nuestros vástagos.

Le pregunta, a pesar de su discreción, por su affaire con Vanesa. Tiene la suficiente confianza y amistad de años con Julián para hacerlo. Se sincera con Renata. Le reconoce que es fogosa en la cama y que lo pasa fetén con ella. No sólo en cuanto al sexo. Es una tía chisposa, pero no quiere seguir teniendo esos escarceos. Le da miedo encoñarse. Prefiere no enrollarse con mujeres casadas, suelen traer complicaciones. Él es libre. Tampoco querría que abandonase a Luis y viniese a vivir con él. No quiere atarse, críos y demás le dan mucha pereza.  Tampoco es que Vanesa lo hubiere planteado, desea jugar con dos barajas. Le pide a Renata que medie para seguir manteniendo únicamente la amistad, porque sabe que es complicado cuando una persona sale herida de una relación.

Renata se calla. Prefiere no revelarle a Julián que en los últimos días no ha mantenido una sola conversación con Vanesa. No sabría decir porque le priva de esa información, no hay ningún motivo de peso, ¿o quizá sí? La verdadera razón es que no quiere que piense que se han peleado por sus huesos, que los celos hayan aflorado. Un poco de resquemor sí que tiene. Se siente como el perro del hortelano, que ni come ni deja, pero se autoconvence al mismo tiempo de que el mosqueo que le sale de dentro es porque Renata no está obrando bien. Prefiere pensar eso a que todavía quedan brasas de la relación que mantuvo hace tantísimos años con Julián.

 

Vanesa y Renata vuelven a retomar el contacto, que no la amistad, unos días después. El afecto tardará más tiempo en volver, sobre todo porque Renata considera que ha pasado lo de siempre, pero no solo con Vanesa, con mucha más gente. Llaman o intentan recuperar los encuentros y las confidencias cuando se les ha acabado la chuche, la golosina que habían encontrado en otro lado y que les hizo despegarse y desentenderse. Si ella no llama o wasapea puede esperar sentada. La gente es muy interesada. Vanesa, cuando volvió a la rutina laboral y familiar no tenía a nadie con quien desahogarse, contarle sus cuitas. Entonces acudió al encuentro de Renata. Esta no quiere hacer sangre y decide escucharla y quedar con ella porque siempre recuerda que se portó fenomenal y fue su tabla de salvamento cuando estaba a punto de ahogarse.

Encuentra a Vanesa bastante plof después de que Julián le dejase las cosas claras. Está hecha un lío tras probar el sexo con mayúsculas después de mucho tiempo. Casi no recordaba que el cuerpo podía sentir tanto placer. De momento, decide seguir con la vida familiar, a pesar de que la conyugal es fría. Los dos sueldos que juntan a final de mes y la corta edad de los niños son los motivos egoístas que inciden en que no quiera dar el paso sin que tener otra opción a mano. Renata la mira perpleja ante esas afirmaciones, que le suelta de buenas a primeras. Otra cosa no, pero de falta de sinceridad no se le puede acusar. Demasiada franqueza para su gusto. No le agrada ni mucho ni poco su actitud taimada. La quiere decir que le parece deleznable su comportamiento y su materialismo, pero, después de un conato de bronca, prefiere no cargar las tintas. Ya tendrá tiempo de cantarle las cuarenta. Hoy es el primer día de confidencias después de semanas.

            —¿Tengo yo la culpa de ponerme así de borrica? Es algo fisiológico.

          

  —Tienes que hablar con tu marido, Vanesa. Sabes que no apruebo tus devaneos. Pero si te abalanzas sobre cualquier varón que se cruce en tu camino te lo tendrás que hacer mirar.

            —Tampoco es así. Pero cuando uno me gusta es superior a mis fuerzas, me resulta difícil sujetarme. En fin, ahora pasaré una temporada sumida en el fango. Después de la espantada de Julián lo estoy pasando fatal. Sin ganas de nada. Gracias por atender mi llamada. He sido muy egoísta.

            —No te preocupes.

De la gente de la lavandería y sus novedades se entera a través de Paulina. Quedan todos los meses y mantienen conversaciones vía wasap una vez a la semana si no surgen noticias relevantes que no puedan aguardar dentro de su boca. Al principio, como salió tan asqueada, no quiere que le cuente nada del trabajo, pero se dio cuenta de que era inevitable. Además, le apetecía. No es que fuese una cotilla consumada, pero es normal la curiosidad hacia las personas que han sido amigas tuyas y con las que has convivido muchas horas durante años.

 

Le comenta que no es ella sola la que la añora. Según han pasado las semanas los compañeros se ha dado cuenta, no todos, pero sí la mayoría, de que su pasividad fue deplorable. El otro día, Natalia le preguntó que si sabía algo de ella, que si había encontrado trabajo. Tiene remordimientos de conciencia. Le cuenta que Adrián ha crecido a pasos agigantados, pero es un chantajista. Natalia y su ex están siempre a la gresca por culpa del crío. Discutiendo quien le consiente más, quien le regala más. Y en los estudios, que acaba de empezar la ESO, le han quedado varias asignaturas. Todo el día está enganchado al móvil y a los videojuegos. Ella lo intenta castigar, pero su padre no lo ve tan grave, por lo que están frecuentemente a la greña, echándose cosas en cara.

 

En cuanto a Sabas, siguió como si nada hubiese pasado, tirando tejos a todo lo que se meneaba, con sus pendencias y bravatas de vez en cuando. La gente y los mismos compañeros de sindicato se están hartando de su comportamiento. Es cuestión de tiempo que empiecen a darle de lado. Con respecto a sabas quiere darle una primicia.

 

—Te la puedes ahorrar, sabes que no me gusta ni que lo mientes.

 

—Lleva unos días que se presenta achispado y ni Benigno puede con él. Creo que va a acabar mal.

—¿Y que crees? ¿Qué me da alguna pena lo que me dices? Me largué por su acoso y sus infamias, temía hasta por mi vida. ¿Tu sabes la mirada que me lanzó? Ni una broca penetra con esa fuerza.

—Hoy, bajo los efectos del alcohol, me ha llamado y en un aparte me ha confesado que le pesa el comportamiento que tuvo contigo. Creo que es sincero. Dicen que los borrachos y los niños nunca mienten.

—Se cocía antes y parece que ahora ha aumentado la cadencia. No comprendo cómo me dejé engatusar viéndolo en perspectiva. Por mucha mano que tenga no se como no lo echan de una vez.

—Puede que lo hayan hecho ya. A la salida me he cruzado con él en el pasillo e iba diciendo fuera de sí: «todas putas, todas putas, ¡Todas las mujeres son unas putas y unas chivatas!». Daba miedo. Iba derecho al despacho de Pablo. Ha debido convocarle. Con las ganas que le tiene, esas bestialidades han cavado su tumba, seguro.


—Qué personaje —remachó Renata, con más tristeza que asco.

martes, 8 de octubre de 2024

Capítulo 12 - De aquellos polvos...

 

—¡Qué fuerte tía! Todavía no me lo creo.

—Pero, ¿cómo surgió la cosa? ¿Te sugirió algo Julián?

—Pues es que no me acuerdo bien. Yo le dije dónde vivía, a la salida del mesón, recuerdo que todavía estabas tú. Luego fuimos para el metro y cuando llego el convoy al andén nos metimos en un vagón. Estaba un poco alegre después de la ingesta de albariño y tenía ganas de marcha, pero como eres una corta rollos me había resignado a irme para casa.

—Corta rollos no, Vanesa. Era tarde y cada vez dabas más miedo. En el servicio dijiste unas burradas que me sacaron los colores. Además, tenía toda la pinta de que ibas a perder el control si seguías bebiendo y tendríamos que sacarte a la calle como un saco de patatas, pedir un taxi y acompañarte hasta tu piso.

—Pues al final te tengo que estar agradecida porque no veas el fin de fiesta que tuvimos.  Estaba tan caliente que en cuanto me chistó no me pude sujetar —soltó una carcajada y Sigfrido se acercó receloso.

—Buenas tardes, damas, veo que tenéis una charla muy animada. Lástima que tenga el local prácticamente lleno, sino me uniría. Por eso no os había visto hasta ahora, pero esa risa me es familiar.

—Tráenos dos Coca colas, la mía con un hielo sólo, por favor —dijo Renata, que estaba impaciente por enterarse de toda la película.

—A me gusta fría de la nevera, sin hielos, que luego os volvéis locos echando cubitos y las enaguazáis. Bebes más agua que refresco.

—Pero bueno chicas, con menos cariño también se apaña uno ¿es que no me vais a dar dos besos? Si no lo veo no lo creo.

—Hombre —terció Vanesa—. Dos y hasta tres. Pensábamos que no te podías entretener. Algunos clientes te empiezan a hacer señas.

—Antes es Dios que todos los santos —dijo Sigfrido, mientras guiñaba un ojo—. Saldrá Javiera de la barra un momento a atenderlos. Es lo que hace cuando hay apreturas.

—¡Madre mía! —Exclamó Renata. Disculpa que me tome tantas confianzas. ¿En este local hacéis casting de nombres para seleccionar al personal? porque vaya rarezas.

—Es pura casualidad, pero si estos te parecen raros ahora he contratado a un haitiano que está desde la apertura hasta las cinco de la tarde, que se llama Constante.

—Venga ya, eso es mote y se lo habrás puesto tú.

—Qué no, que es nombre. He visto su documentación. No hace honor a él porque es más bien gandul, aunque le voy cogiendo cariño. Pero no me cambiéis el tercio, que tengo faena y no me voy a ir sin mis besos, par de siesas. A las Coca colas invito yo.

—Si es así, te como a besos, Sigfridín, guapetón.

—Ay Vanesa, como me estresas. Si no fuera por tu estado civil te iba a dar tu merecido, por zalamera.

—Ya está bien, que estoy seca y además estas conversaciones me hacen sentir incómoda.

—Si es broma, mujer, pues por poca cosa te violentas en los tiempos que corren. Me faltan tus besos. Hasta que no me los des no pienso ir a por las consumiciones.

Renata le da un par de besos y las dos le observan alejarse hacia la barra. Entonces prosigue la conversación interrumpida. Vanesa le explica como transcurrió la velada. Dentro del vagón del metro, de los ojos de Julián saltaban chispas o eso le pareció a ella. De repente, se puso galante, le comentó que eran muchas estaciones hasta el Pinar de Chamartín y que en su casa había una habitación de sobra, que no tenía necesidad de ir hasta tan lejos, además la notaba un poco achispada y algún aprovechado la podía levantar el bolso o, lo que es peor, la falda.

—¿Así te lo soltó?

—Parecido. No recuerdo exactamente las palabras que empleó. El caso es que me propuso que durmiese en su casa y yo acepté sin poner excusas baratas. Te recuerdo que el alcohol suelta la lengua, pero también desinhibe bastante y no necesito mucho para desmelenarme.

—¡Qué descarada! Y ya en su casa ¿Qué pasó?

—Nada grave. En cuanto cerró la puerta a mis espaldas le hice la trece catorce.

—¿Y eso que es?

—Una jugarreta ¿tú, Renata, de dónde sales?

Y comenzó la descripción de los hechos, brevemente interrumpida por Javiera que vino a traerles las bebidas. Sigfrido se había quedado en la barra cambiando el barril de cerveza, pues se había terminado.

Prosiguió Vanesa la perorata. Cuando Julián pasó por delante de ella dando explicaciones y señalaba hacia donde se encontraba la habitación libre, le puso la zancadilla, lo que le hizo trastabillarse y caer de bruces encima del sofá. Se dio la vuelta con cara de asombro y su sorpresa aumentó cuando ella se dejó caer encima de él y empezó a morrearle con avidez. Se resistió unos instantes, pero pronto se relajó y se dejó a hacer, mudó su pasividad y pasó a la acción. Su respiración era agitada. Comenzaron a friccionar las lenguas. Ella tenía las bragas como un campo de arroz tras notar el bulto recio que se apretaba contra ellas y que aumentaba de tamaño en segundos. Entonces se levantó, le quitó el cinturón y le pegó dos hebillazos en el pecho, a lo vivo. No sabía porque leches había hecho esa barbaridad, debía ser por la influencia de Cincuenta sombras de Grey, que había leído hacía poco.  

Julián, que tenía los ojos entrecerrados y se estaba mordiendo el labio inferior de gustirrinín, comenzó a gruñir como un cochino y, ante la perspectiva de que se acabase la fiesta, decidió bajarle la cremallera de la bragueta y hacerle una felación. Eso le fue calmando, aunque tardó un rato de pasar de los gañidos a los suspiros y, por último, a los gemidos de placer. Le podía parecer burdo, pero ella necesitaba sexo y después de encerrarse con Julián en su casa, de atreverse a dar ese paso y de la calentura que arrastraba desde que se tomó las dos primeras copas de vino, supuso una huida hacia delante. Nunca había hecho eso a las primeras de cambio, pero consiguió apaciguarle y comprobó que las ganas de sexo eran recíprocas. Ella estaba salida, pero él no le iba a la zaga.

A continuación, tras recuperar el aliento, se incorporó, le lanzó una mirada libidinosa y la indicó que lo siguiera. Según avanzaba, se iba quitando prendas y las tiraba contra el techo, mientras se reía. Ella le siguió el rollo e hizo lo mismo. Iban cayendo a sus pies, las dejaban atrás, en el suelo, como el rastro de migas de pan de Pulgarcito. Por fin, llegó hasta una puerta, que abrió de par en par, y la invitó a franquearla. Como había supuesto, era su alcoba. Ella deshizo la cama con cuidado, pero él hizo una bola con la colcha y la sábana y la arrojó a un rincón. Después se lanzó en plancha sobre el lecho y se puso boca arriba. Estaban totalmente desnudos. Moviendo ostensiblemente las palmas de las manos hacia sí, le pidió que lo acompañase. En esta ocasión fue Julián el que tomó la iniciativa. Ella, no pudo evitar desviar la mirada hacia el pene, enhiesto como una estaca.

—Bueno, no sigas dando detalles que ya me hago yo a la idea.

—Qué noche, Renata, que mal rato le hicimos pasar a esa cama. No sé cómo tengo cuerpo. Imagínate, irme a trabajar directamente por la mañana. Estoy hecha unos zorros. Y ahora a volver a casa, a la cruda realidad.

Renata no estaba enfadada, pero si un poco picada. No tenía derecho, aunque ese sentimiento era el que le afloraba. Julián siempre había sido un buen amigo y fue ella la que le dejó, poco después de la adolescencia, pero Vanesa era una desahogada. Tenía una familia y estaba casada.

—¿Se lo vas a decir a Luis?

—De momento, no. Te dije que tenía un poco de prisa. Por cierto, aunque no tienes comunicación con mi marido, que sepas que para él he pasado la noche en tu piso. La versión, que es perfectamente creíble, es que se alargó la cena y no estaba en las mejores condiciones de volver a casa. ¿Te quedas?

—¿Qué dices? ¿Aquí sola? Aprovecho y voy a visitar a mis padres que siempre lo agradecen, sobre todo él. Hace tiempo que no voy. Mi madre nada más que para chismorreos y para preguntarme por novios con retintín. Ella no pierde la esperanza de que Antonio yo volvamos a arreglarnos. Aunque sólo sea por eso, Sabina se alegra de verme, pero tardamos y menos en lanzarnos dardos y a mi padre, como siempre, le toca templar gaitas.

Vanesa llamó por la noche a Renata. Era bastante tarde. Acababa de llegar a casa después de la visita a sus padres, Víctor y Sabina. Cuando vio su nombre en la pantalla del móvil estuvo por no cogérselo. «Esta tía querrá seguir regodeándose en su aventura o, lo que es peor, contarme algún drama familiar ocurrido en su vuelta al hogar». Después de varios tonos de llamada descolgó.

—No tengo perdón, Renata. Se me olvidó que para ti también era un día importante. ¡Qué cabeza! ¿Qué pasó en tu cita con Montse? ¿Habéis llegado a un acuerdo?

—La verdad es que tenía ganas de salseo, de que me contases tu aventura con Julián, así que no te fustigues. Montse y yo hemos hablado largo y tendido. A esas horas hay pocos parroquianos. Creo que seré capaz. Me ha dado unas pautas. Lo que más me va a costar es mantener el equilibrio con la bandeja. Las comandas es cosa de apuntar e ir mejorando mi memoria a base de técnicas y práctica.  En cuanto al sueldo, si paso el periodo de prueba será similar al que tenía en la lavandería del hospital. Eso sí, tendré que echar alguna hora más. Mi horario será por la tarde hasta la hora de cierre, que suele ser a las doce, pero los fines de semana se alarga.

—El horario queda un poco en el aire y lo de estar de pie tantas horas no sé que tal lo vas a llevar. Supongo que te acostumbrarás, como todo.

—Tú lo has dicho. Me haré a ello y lo de tener la casa al lado del trabajo es un chollo en una ciudad como Madrid. En cuando al horario, en las terrazas veraniegas suele prolongarse. Para ellos también es novedad así que lo iremos viendo. Le he comentado que las propinas suelen ser para los camareros y ella, sin mostrar atisbo de racanería, me ha respondido que en mi turno serían para mí. No niego que me ha sorprendido esa generosidad, sin siquiera regatear algo o repartirlo con ella que también va a estar en las mesas de dentro.

—Criatura, a veces tu ingenuidad exaspera. Ella se ha apuntado un tanto con esa concesión y en realidad, a estas alturas, las propinas han disminuido exponencialmente. Casi todo el mundo paga con tarjeta o con el móvil.

—Bueno, bueno, veremos. A mí si me atienden bien y quedo satisfecha, después de pedir el datáfono dejo unas monedas.

—Pero sois los menos, la mayoría no caemos, nos hacemos los olvidadizos con el achaque de que se paga justo y no hay vueltas en esta modalidad de pago. En fin, ya me irás contando si ese punto de la negociación mereció la pena.

La relación entre ambas se resintió. Renata se consideraba una persona cabal y la actitud de Vanesa la había descuadrado bastante. Antes de ese episodio se daban novedades casi todos los días a través de wasap. Se espaciaron esas comunicaciones y pasaron de ser diarias a un par de veces a la semana. También es verdad, consideraba Renata, que le estaba pasando con Vanesa como con otras amistades anteriores. Vanesa interactuaba, contestaba a sus wasaps, pero si ella no era la primera que rompía el hielo no recibía mensajes. Le parecía además que estos cada más eran más cortos, como de obligado cumplimiento, en los que decía vaguedades y no se metía en honduras.

Se fue ablandando poco a poco, recapacitó y fue consciente que su amistad había resultado fundamental en los tiempos convulsos con Sabas y el resto de los compañeros de trabajo. Quedó de nuevo con ella y fue muy sincera. La actitud de Vanesa, su volubilidad la parecía fatal y le afeaba su conducta. Aunque a ella, parecía no afectarle, era fachada como comprobó tiempo después.

—Vanesa, creo que tendrías que hablar seriamente con Luis y plantearles las cosas como son.

—Renata, todavía no sé como son exactamente. Después de aquella noche no he vuelto a verme con Julián, aunque no será por falta de ganas, pero las pocas veces que he tenido un hueco libre en el que poder escaquearme de las cargas familiares a él no le venía bien. Y no creo que me esté dando largas porque te juro que quedó satisfecho, exhausto sería mejor la palabra.

—Bueno, bueno, no me gusta nada la gente que se alaba a sí misma. Además, no es eso lo que te estoy planteando. ¿Vas a seguir con Luis o vas a dejarle y vas a probar suerte con Julián?

—Lo dices como si fuesen opciones excluyentes.

—¿Cómo puedes ser tan fresca? ¿Tienes la conciencia tranquila?

—Absolutamente. Estoy falta de sexo y Julián me lo puede proporcionar, pero no quiero renunciar a la vida familiar, al menos hasta que los gemelos se hagan mayores o, por lo menos, pasen la edad del pavo. Una separación podía afectarles psicológicamente y es ahora cuando se están formando tanto en estudios como en valores.

—¿Hablas de valores? ¿Pues no serás los que estás demostrando con este doble juego? Si ya no le quieres lo suyo es decírselo y separar vuestros caminos.

—No todo es tan diáfano. Tú así lo hiciste, pero no tenías hijos.

—Ni cuernos que yo sepa. El motivo de nuestra ruptura fue otro, nos seguíamos queriendo, pero Antonio me propuso un cambio de vida radical, un chantaje encubierto que, después de sopesar, no pude aceptar.

—Que tampoco soy tan taimada y astuta como haces ver. Ni tan calculadora. Además de momento Julián y yo hemos follado una noche loca y no voy a tirar todo por la borda por ese calentón. Iré viendo.

—Tu misma, pero que sepas que no me gusta ni mucho ni poco el que no quieras aclarar las cosas.

—Para aclararlas me tienes que ayudar a discernir algunas dudas. Quiero saberlo todo de Julián y tú me lo vas a contar, te lo pido por favor y por la amistad que nos une.—. Puso las palmas de las manos encontradas en actitud de ruego y una media sonrisa acompañando al ademán.

Renata le aclaró que sabía poco de su vida sentimental. Había tenido varias parejas desde que lo dejaron ellos, había tantos años, pero ninguna estable. No le duraban mucho las relaciones. De todas formas, tampoco estaba al corriente de los detalles de su vida sentimental o amorosa. Su relación de amistad no se resintió después de que ella le dejase y de ahí que fuese Julián, después de tanto tiempo, el que continuase llevándole sus papeles y gestiones y contestando a cualquier duda laboral o tributaria que le surgiese.

Vanesa decide quedar con Julián para aclarar su situación, lo que tiene pensado él con respecto a su relación. Si la conversación sigue los derroteros que ella tiene pensados acabará en revolcón y después de abierto el melón, que siempre es lo que cuesta más, cree que a Julián le gustará reencontrarse, de vez en cuando, tanto o más que a ella. Se relame sólo de pensarlo.


Continuará …/…