Victorino apura la gelatina que está tomando como postre en
la cena. Tiene prisa por terminar, se le ha echado la hora encima. Los viernes es
el día en que habla con sus nietos por videoconferencia. Bueno, también con su
hijo y con su nuera, pero las cosas como son, el pellizco que siente en su
interior lo achaca a llevar tanto tiempo sin poder achuchar ni besar a sus tesorillos,
como el los llama, Mónica y Víctor.
Ha de reconocer que ha sido un acierto el regalo de la Tablet
que le hizo Rosa. César llevaba tiempo proponiéndoselo, pero siempre se
sacudía. Se le antojaba complicado. Esas moderneces le producían desasosiego,
no iba a saber manejarla. Hasta que su nuera, en su cumpleaños, el verano
pasado, se presentó con el aparatejo. Se enfadó con ella, le dijo que si les sobraba
el dinero estaba bien, pero que se iba a quedar sin abrir, ya no estaba en edad
de manejar chismes, que eso era para la juventud. Ella no entró al trapo y allí
se quedó, encima del aparador.
Victorino es una persona terca, difícil de convencer, pero Rosa
en las siguientes visitas lo fue engatusando. Ella tiene otro carácter, calla y
obra. Todavía no se lo explica, pero consiguió, primero que lo sacase de la
caja «para que comprobase que no mordía», después le enseñó como se encendía y poco
a poco, con bastantes tropezones, las nociones básicas para que se comunicase
con ellos por wasap. Todo hay que decirlo, contó con el comodín de los nietos.
En su presencia siempre se ablandaba y ellos, una vez abierto el camino, aquellas
tardes en el patio, mediante risas y juegos, le terminaron de explicar lo más
elemental. Lo fueron alternando con alguna partidilla de tute para que no se le
hiciese tan tedioso. A ellos les gustaba jugar con el abuelo que les había enseñado
los secretos de dos o tres juegos de naipes. ¡Hay que ver esos micos como entienden
estos chismes! Él también se considera una persona mañosa y resuelta en otras actividades,
las que ha vivido por edad.
Cuando está metiendo los cacharros en el fregadero escucha la llamada en la Tablet. A paso vivo acude a su despachito, como le gusta llamarlo a su hijo. Cuando murió Sofía, su mujer, habilitaron una habitación de la casa, más acogedora que el salón, sobre todo en las largas noches de invierno. Allí es donde tiene todas las cosas que le sirven de entretenimiento. Ahora, en estos tiempos convulsos, se sienta a pasar muchos ratos: álbumes de mandalas, sopas de letras y sudokus junto con lápices de colores, bolígrafos y material para completarlos; el libro que está leyendo en ese momento y la Tablet. A través de ella recibe videos, mensajes y curiosidades. Se acerca y descuelga pulsando el botón verde.
Aparecen en la imagen sus dos nietos, al fondo distingue a
César y Rosa.
—Buenas noches tesorillos, ¿Qué me contáis?
—Hola, abuelo.
A partir
de ahí todo le resulta ininteligible, porque empiezan a hablar el uno encima del
otro, queriendo ser ambos los primeros que le pongan al corriente al abuelo de
sus avatares cotidianos. Interviene César.
— Chicos, si habláis a la vez el abuelo no se entera de
nada. Primero que hable Mónica y cuando acabe, Víctor.
No es fácil conseguirlo y se siguen pisando algunas veces,
pero Victorino se pone al corriente, entre otras primicias, de que a Mónica le
han dado un premio en el colegio por el trabajo que ha realizado para el día
del padre. Un dibujo colorido que muestra a la cámara con unas letras que deben
ser extranjeras porque no las entiende y, en cuanto a Víctor, parece que se ha caído
en el patio jugando al fútbol y tiene las rodillas desolladas, pero, aun así,
está contento porque ha marcado dos goles.
—Abuelo ¿Qué invento toca hoy? —le pregunta Mónica.
A Victorino,
como a casi todos los abuelos del mundo, unos con más gracia que otros, le
encanta contar historias. Tuvo una ocurrencia un día y a los nietos les ha caído
en gracia. Les dijo, para darle realce, que había creado una serie llamada los
inventos del siglo XX. Narró una anécdota sobre la primera vez que vio funcionar
una cosechadora en el campo, en su niñez, salpimentada con expresiones y diferentes
cadencias de voz, que a sus nietos les encantó. Como tiene tantos años a sus
costillas no faltan capítulos. A ellos les parece increíble que sus padres y abuelos
hayan podido vivir sin ciertos utensilios o aparatos que consideran imprescindibles
y que pensaban que siempre habían estado ahí.
—Las puertas que se abren solas.
—¿Las puertas que se abren solas? —Preguntan
los dos a la vez.
—Si, tesorillos. Cuando vais a la biblioteca o a los
centros comerciales, hay unas puertas de entrada correderas, que se abren
cuando os acercáis, sin necesidad de que las toquéis.
—
¿Cuándo
eras pequeño no existían?
—No. Yo era más que mozo cuando las vi por primera vez.
Recuerda
en ese momento una tontería, como se amoscó con lo de los dinosaurios. Resulta
que sus nietos todo acontecimiento en tiempo pasado, por lejano que sea, cuando
no son capaces de datarlo lo ventilan con una frase socorrida: «cuando el
abuelo Victorino era pequeño». Pero aquella vez ya no lo pudo dejar pasar
porque entró en el salón y en ese momento Mónica le estaba preguntando a Víctor:
«entonces, ¿los dinosaurios dejaron de existir hace muchos años?» y este, sin
despeinarse la contestó que «cuando el abuelo Victorino era pequeño». Saltó como
un resorte: «de eso nada monada». Tuvo que dejar las cosas claras, ya va
juntando años, pero no los quiere todos para él.
—Empiezo. Como ya sabéis yo conducía
un camión e iba a repartir productos a las tiendas de la comarca. Entonces
tenía un ayudante que se llamaba Sixto. Abrieron un supermercado en San Martín,
el primero de la zona. Su dueño era cliente mío, había tenido siempre una
tienda de ultramarinos, le iba bien y quiso ampliar el negocio.
—Abuelo ¿Qué es una tienda de ultramarinos?
—preguntó Víctor.
—Una tienda en la que se vende todo tipo
de productos comestibles en pequeñas cantidades. Así eran casi todas. Pues
bien, ese cliente me llamó y me dijo que iba a abrir un supermercado en las
afueras del pueblo y que le llevara productos para el nuevo establecimiento. Fui
donde me había dicho y aparqué en la parte de atrás, siguiendo unas flechas que
indicaban la zona de carga y descarga. No se veía a nadie y le dije a Sixto que
diese la vuelta, entrase por la puerta principal y le dijese al encargado que
ya estábamos allí. A los dos minutos volvió dando grandes voces: «Victorino,
ven, corre». Me asusté, abrí la puerta del camión, de un brinco me planté en el
suelo y le seguí. Cuando estábamos a dos metros de la entrada puso la mano como
los indios cuando saludan, para indicarme que me detuviese. «Mira esto,
Victorino». Avanzó dos pasos al tiempo que exclamaba en alta voz: «¡Ábrete sésamo!».
Siguió andando hacia la puerta y, cuál no sería mi sorpresa, cuando veo abrirse
las dos hojas a su paso. Ya dentro, se da la vuelta mirando hacia mí y dice: ¡Ciérrate
sésamo!» Se pone a andar para atrás, hacia el interior de la tienda y la puerta
se cierra sin que nadie intervenga. Con los ojos en blanco me acerqué y, ¡oh,
milagro!, la puerta se abrió ante mi presencia y, aunque os resulte extraño,
permanecimos entrando y saliendo durante un cuarto de hora totalmente fascinados
con el invento e incluso intentando averiguar si tenía truco, no nos lo
terminábamos de creer. A Sixto, bastante más expresivo que yo, le dio por troncharse
de risa, echaba lagrimones y no dejaba de repetir la frase del cuento de Alí
Babá y los cuarenta ladrones.
—¡Qué guay!, cuantas cosas no existían
cuando tú eras pequeño.
—No os lo podéis imaginar y hemos
sobrevivido sin ellas. Dan para muchos capítulos —se ríe Victorino.
—Papá, en la tele han dicho que van a
empezar a vacunar al personal y los internos de las residencias, después a
enfermeros y resto de profesionales que están en primera línea de pandemia. ¿Os
han dicho algo en el Centro de Salud?— comenta César.
—Qué va. Pregunté anteayer y me comentaron
que no sabían nada. Lo único que me confirmaron es que lo harían por franjas de
edad. De más viejos a más jóvenes.
—Joder, pues no veas como se están
atrasando, desde enero anunciándolo a bombo y platillo.
—Más lo siento yo, que hasta que no
esté vacunado no podremos juntarnos de una vez. Podríais hacer una escapadita.
—Papá, sé que otros lo hacen, pero aparte
de que está prohibido no queremos liarla a última hora. Nos toca esperar un
rato más. Te prometo que si se alarga el asunto iré algún día a verte, pero yo
solo y con todas las cautelas.
Victorino
tiene setenta y cinco años y está hasta las narices de la mascarilla. Si se lo
hubiesen dicho hace un año se lo hubiese tomado a chufla, pero después de
perder a Sofía en los primeros zarpazos del virus está dispuesto a hacer caso a
todas las recomendaciones de las autoridades. Ha desarrollado una especie de
psicosis, aunque no entienda por qué su familia no le puede visitar si están a
poco más de una hora y a los vecinos del pueblo de al lado sí. El suyo
pertenece a otra comunidad autónoma, Castilla La Mancha y eso lo complica todo,
como si los microbios entendiesen de fronteras físicas.
La muerte de Sofía le dejó tocado. Allí, los dos prácticamente
solos, sin poderla despedir como Dios manda, después de toda una vida juntos,
con las fatigas, sinsabores y, por qué no decirlo, también los logros conseguidos.
Comienza a evocar tiempos pasados. Cuando compró el primer camión no pudo pagar
las últimas letras y se lo embargaron ¡Qué sofoco! Gracias a su amigo Patricio,
que se portó fenomenal. Le prestó el dinero y pudieron seguir adelante y
afianzar el negocio. O el día que le
pararon los guardias en Escalonilla y le pusieron una multa por llevar las
ruedas lisas. Entonces no se pasaban todavía las ITV. Se había dado cuenta,
pero andaban justitos para llegar a fin de mes, quiso apurar y al final le salió
más caro el collar que el galgo. En otra ocasión recuerda que subió la
temperatura del motor y tuvo que parar para evitar un calentón, pero estaba en
medio de un páramo, no había teléfonos móviles. Comprobó que el radiador no
tenía agua apenas, debía haber una fuga, así que como no tenía medio de
conseguirla, abrió una garrafa de media arroba de las que llevaba en la caja
del camión y echó más de la mitad. Ello le permitió llegar hasta un taller en el
siguiente pueblo. Había que buscárselas, la gente era mañosa y, a falta de
dinero y herramientas, recurría al ingenio.
Cuando pagaron el camión y zanjaron la deuda, cambió la
decoración. Tenían muchos pedidos y eso les permitió vivir un poco desahogados e
incluso pudieron pagar los estudios universitarios, la estancia y manutención en
un colegio mayor, a su hijo en Madrid. Gracias a eso y a que hincó los codos no
fue dinero perdido, se colocó poco después en una gran empresa. Fue ascendiendo
y gana sus buenas perras.
Se conocían desde niños, el pueblo no es muy grande, pero
se fijó en ella como mujer en una verbena de las fiestas. Tenía dieciocho añitos
y estaba guapísima con un vestido de flores entallado que le había confeccionado
su madre. El acercamiento fue curioso, pero típico en la época «¿Quieres bailar
conmigo la próxima pieza?», le preguntó. «Sí, pero si es un pasodoble tengo que
bailar con mi padre». ¡Hostias! el tío Mauricio estaba a dos pasos de él. Si le
hubiera visto no se hubiera atrevido a decirle nada. Tenía fama de bruto y si
alguien molestaba a la niña de sus ojos supuso que era capaz de cualquier
barbaridad. Pero todo resultó bien. Sonó una rumba y Mauricio les dejó bailar
sin intervenir. Ya no dejaron de hacerlo en toda la velada. Después le explicó
que su padre era un mal bailarín, pero que en las fiestas le gustaba echarse algún
pasodoble con su hija, pues era uno de los pocos bailes en los que se defendía.
El siguiente viernes, a petición de sus nietos que nunca se olvidaban, tocó el invento del mando a distancia.
—Habíamos ido a Madrid a cargar mercancía en el camión. Sixto
me dijo que muy cerca de allí vivía su hermana, que si no me importaba que nos
acercásemos a saludarla y así lo hicimos. Aparqué el camión y subimos al piso. Estuvo
muy amable y nos sacó algo de picar. Cuando
estábamos los tres sentados en el sofá dando cuenta del aperitivo, oí que
alguien hablaba cerca de nosotros y me sobresalté porque no había nadie más en
la habitación. De repente, me di cuenta de que se iluminaba la pantalla de la
televisión y que la voz que había oído era la del locutor. Me puse en pie de un salto. «¿Qué pasa aquí?».
Di dos vueltas al aparato mirando los botones con curiosidad. Le dije a Hortensia
que tenían que llamar al técnico, que me había llevado un susto morrocotudo.
Debía tener algún cable o contacto interno y se había encendido sola. Ella no
podía aguantarse la risa. Me dijo que la había encendido con el mando a distancia.
Le gustaba ver las noticias del telediario y esperaba que no nos importara.
Ante mi sorpresa, me mostró un objeto que sujetaba en la mano. Me explicó que con
él se podía apagar y encender la tele e incluso cambiar de canal. Totalmente
novedoso para mí. ¡Pasmao, me quedé!
—¿Y cómo encendíais la tele hasta entonces?
—Pues levantándote y apretando el botón. Algunos avispados utilizaban
el palo de la escoba para llegar desde el sofá, pero eran los menos. Entonces
nada más había dos canales.
—Vaya rollo.
—Papá, he hablado con mi amiga Mamen y va a ir un par de
días por semana a dar una vuelta a la casa y a prepararte comidas para congelarlas
y que vayas tirando de ellas. Se que no te gusta, pero creo que es un dinero
bien empleado. No vas a estar siempre de latas y con los comistrajos que te
haces.
—Qué bonito. ¡Cómo tiráis con pólvora ajena! Me apaño
perfectamente. Desde que murió tu madre me he puesto las pilas. Bien es verdad
que las labores del hogar no me gustan ni mucho ni poco, pero tampoco hay que
limpiar sobre limpio. Además ¿no decís que cuanta menos gente entre en casa
mejor?
—No seas tozudo, ya está apalabrado. Ella tendrá todo el
cuidado del mundo, no se quitará la mascarilla mientras esté en casa. Lo sabe
bien y es bastante profesional, ¿no ves que acude a unos cuantos domicilios?
—César, antes de que se me olvide. Siguen sin aclararme lo
de las vacunas, cada vez que pregunto me miran de arriba abajo como si fuera un
agonías. La única novedad es que han empezado a vacunar a los mayores de noventa.
—Qué bien, seguro que te toca pronto porque no serán
muchos.
—Esos no, pero los mayores de ochenta se cuentan por
manojos, ¿no ves que en este pueblo nada más que quedamos viejos?
Victorino sale únicamente tres veces por semana para ir a
echar de comer a dos perros que tiene en una parcela en las afueras del pueblo.
En el hogar del pensionista prohibieron jugar a las cartas desde que se decretó
el estado de alarma, ese era uno de sus grandes divertimentos. Acudía a echar
la partida todas las tardes, pero para ir solo a tomar café no le compensa, lo
hace en casa y evita riesgos. Otra cosa que le entretenía bastante era el baile
de los sábados. Apartaban el mobiliario contra las paredes y los de la
directiva se encargaban de poner música. También lo suspendieron, además de que
sin Sofía no tendría ánimos para salir de juerga. La comida se la encarga su
hijo en las tiendas del pueblo. Después lo paga por internet y se lo llevan a
domicilio. Ni para eso es necesario echarse a la calle. Lo que si ha retomado es
la costumbre de salir todas las mañanas a andar, pero se va por caminos donde
sabe que no se va a encontrar con nadie, para enredarse lo menos posible.
El siguiente viernes toca el microondas. Mónica y Víctor se
quedan muy sorprendidos porque de la cocina, es el único aparato que manejan,
siempre bajo la supervisión de sus padres.
—Ocurrió en una tienda del Sotillo. Llegué con un pedido y
pregunté por el dueño. Su mujer estaba despachando y me dijo que pasase a la
trastienda que estaba allí, tomando el desayuno. Acudí con el albarán para
cotejarlo con él. Había unas galletas María encima de la mesa camilla. Me dijo
que aguardase un momento, se puso en pie y encima del frigorífico tenía una especie
de caja metálica blanca, más ancha que alta, que no había visto antes. La parte
frontal era la puerta, de cristal transparente, con un asa de aluminio embutido
en ella. La abrió y sacó un tazón de leche humeante. Le pregunté por el artilugio
y me dijo que se trataba de un microondas, que con él se podían calentar los
alimentos en el mismo cuenco que luego te los tomabas sin necesidad de pasar
por sartén o cacerola. Todo eran ventajas. Ensuciabas menos cacharros y
calentabas la cantidad justa que ibas a comer. «¿Y por donde se prende la
lumbre?», pregunté yo intrigado. «No hace falta lumbre, se calienta con ondas por
lo visto, de ahí el nombre». Me dejó muerto.
El viernes siguiente no se conecta a la videoconferencia.
César lo intenta por segunda vez y nada. Los nietos quieren hablar con su
abuelo y que les cuente su capítulo de inventos maravillosos. «Nos dijo que tocaba
el teléfono móvil». César les dice que va a esperar un rato antes de intentarlo
de nuevo, puede que esté en el servicio o haya bajado al patio a hacer alguna tarea.
A la media hora le llama, pero directamente al teléfono de casa. Contesta a
través del supletorio, le dice que le perdonen, pero que se había metido en la
cama porque no se encontraba bien. A ver si descansa, no tiene ganas de videos.
Eso le asustó porque lo de ver a los nietos y hablar con ellos era especial
para él. Le explica que lleva dos días raro. Primero dejó de oler las cosas, después
vinieron los carraspeos, luego le empezó a salir agüilla de las narices y cree
que tiene algo de fiebre. El lunes irá al médico, hasta entonces no hay
consultorio.
—Papá ¿Cómo que el lunes? Esos síntomas son compatibles con
el COVID, lo habrás oído mil veces en la televisión. Voy a llamar a mi amigo
Luis y le voy a decir que te acerque a Toledo, a urgencias. Yo me voy para allá
desde aquí.
—Tampoco hay que tomárselo tan a la tremenda, hijo. Qué
necesidad de andar incordiando a la gente a estas horas, que estarán haciendo
sus cosas o tranquilamente en su casa. Total, dos días más o dos días menos
tampoco creo que sean tantos.
—Victorino, qué manía tenéis los de vuestra generación de
no molestar, aunque sea necesario —le llamaba por su nombre cuando se enfadaba
con él—. En dos días te puedes ir para el otro barrio, parece mentira después
de lo que pasó con mamá que todavía andes con dudas y con remilgos. Para eso
están las amistades.
—Cómo te pones, hijo. Pues nada, llama a Luis o al Sunsum
corda si lo crees necesario.
Llega a urgencias y pregunta por su padre en el mostrador.
Le dicen que está ingresado, que tiene que esperar, por las circunstancias de
la pandemia no se permiten acompañantes. Se dirige a la sala de espera. En ese
momento le suena el móvil. Es Luis. Descuelga.
—Te estoy viendo, César. Levanta la vista, no, a la
izquierda, más, ahora —se acercan, se abrazan, sin acordarse de protocolos pandémicos
y le pregunta con la mirada—. Hemos llegado hace una media hora. Acaba de irse
el doctor que me ha informado de la primera impresión, antes de diagnósticos
definitivos. Parece que tiene ambos pulmones afectados, no saben si poco o
mucho. De momento le van a intubar y le van a poner un respirador para
ayudarle. Eso es lo que me han dicho. Lo siento, pero no queda otra que
esperar.
—Es COVID, ¿verdad?
—Casi con toda seguridad.
—¿Dónde lo habrá pillado? Con lo meticuloso que se había
vuelto y las precauciones que tomaba, no me lo explico. Gracias por todo, Luis.
Vete ya para el pueblo, bastante has hecho.
—Estaría yo loco. Me quedo contigo. En compañía se te hará más
llevadera la espera.
Hasta las
dos de la madrugada no les vuelven a informar. Sale el doctor y les dice que la
cosa es grave, tiene los dos pulmones infectados, le funcionan al cincuenta por
ciento, le han puesto antibiótico y un tratamiento de choque. Depende de cómo responda
el paciente en las próximas cuarenta y ocho horas.
—Mi padre llevaba por lo menos diez
años sin fumar.
—Bueno, el tabaco no ayuda
precisamente en estas situaciones, pero a veces hemos visto cuadros similares
de gente que no ha fumado en la vida, por eso ni se lo he preguntado, le he
dicho cual es la situación clínica que presenta Victorino en estos momentos.
Confiemos en que la evolución sea favorable.
Pero no lo fue, permaneció unos días
agonizando, le administraron paliativos a continuación y el viernes siguiente a
su ingreso, por la noche, a la hora aproximada en que la familia se comunicaba por
videoconferencia, les informaron de que Victorino había fallecido.
El martes, César se dispone a marchar
para su casa en Madrid. Ha permanecido todo el fin de semana en el pueblo. Tanatorio,
funeral, entierro y el lunes arreglando papeles. Lo más urgente. Todavía quedan
muchos por remover. Nada más meterse en el coche le suena el móvil. Es un
número desconocido, de esos larguísimos.
—¿Es usted Victorino Membiela Núñez? No,
es mi padre— No se acostumbraba todavía a hablar de él en pasado.
—Le llamamos de la Consejería de sanidad. Queríamos que
tomase nota de la cita para que acuda a vacunarse del COVID en su centro de
salud.
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