lunes, 22 de marzo de 2021

ASTRAZENECA

 

Victorino apura la gelatina que está tomando como postre en la cena. Tiene prisa por terminar, se le ha echado la hora encima. Los viernes es el día en que habla con sus nietos por videoconferencia. Bueno, también con su hijo y con su nuera, pero las cosas como son, el pellizco que siente en su interior lo achaca a llevar tanto tiempo sin poder achuchar ni besar a sus tesorillos, como el los llama, Mónica y Víctor.

Ha de reconocer que ha sido un acierto el regalo de la Tablet que le hizo Rosa. César llevaba tiempo proponiéndoselo, pero siempre se sacudía. Se le antojaba complicado. Esas moderneces le producían desasosiego, no iba a saber manejarla. Hasta que su nuera, en su cumpleaños, el verano pasado, se presentó con el aparatejo. Se enfadó con ella, le dijo que si les sobraba el dinero estaba bien, pero que se iba a quedar sin abrir, ya no estaba en edad de manejar chismes, que eso era para la juventud. Ella no entró al trapo y allí se quedó, encima del aparador.

Victorino es una persona terca, difícil de convencer, pero Rosa en las siguientes visitas lo fue engatusando. Ella tiene otro carácter, calla y obra. Todavía no se lo explica, pero consiguió, primero que lo sacase de la caja «para que comprobase que no mordía», después le enseñó como se encendía y poco a poco, con bastantes tropezones, las nociones básicas para que se comunicase con ellos por wasap. Todo hay que decirlo, contó con el comodín de los nietos. En su presencia siempre se ablandaba y ellos, una vez abierto el camino, aquellas tardes en el patio, mediante risas y juegos, le terminaron de explicar lo más elemental. Lo fueron alternando con alguna partidilla de tute para que no se le hiciese tan tedioso. A ellos les gustaba jugar con el abuelo que les había enseñado los secretos de dos o tres juegos de naipes. ¡Hay que ver esos micos como entienden estos chismes! Él también se considera una persona mañosa y resuelta en otras actividades, las que ha vivido por edad.

Cuando está metiendo los cacharros en el fregadero escucha la llamada en la Tablet. A paso vivo acude a su despachito, como le gusta llamarlo a su hijo. Cuando murió Sofía, su mujer, habilitaron una habitación de la casa, más acogedora que el salón, sobre todo en las largas noches de invierno. Allí es donde tiene todas las cosas que le sirven de entretenimiento. Ahora, en estos tiempos convulsos, se sienta a pasar muchos ratos: álbumes de mandalas, sopas de letras y sudokus junto con lápices de colores, bolígrafos y material para completarlos; el libro que está leyendo en ese momento y la Tablet. A través de ella recibe videos, mensajes y curiosidades. Se acerca y descuelga pulsando el botón verde.

Aparecen en la imagen sus dos nietos, al fondo distingue a César y Rosa.

—Buenas noches tesorillos, ¿Qué me contáis?

—Hola, abuelo.

A partir de ahí todo le resulta ininteligible, porque empiezan a hablar el uno encima del otro, queriendo ser ambos los primeros que le pongan al corriente al abuelo de sus avatares cotidianos. Interviene César.

— Chicos, si habláis a la vez el abuelo no se entera de nada. Primero que hable Mónica y cuando acabe, Víctor.

No es fácil conseguirlo y se siguen pisando algunas veces, pero Victorino se pone al corriente, entre otras primicias, de que a Mónica le han dado un premio en el colegio por el trabajo que ha realizado para el día del padre. Un dibujo colorido que muestra a la cámara con unas letras que deben ser extranjeras porque no las entiende y, en cuanto a Víctor, parece que se ha caído en el patio jugando al fútbol y tiene las rodillas desolladas, pero, aun así, está contento porque ha marcado dos goles.

—Abuelo ¿Qué invento toca hoy? —le pregunta Mónica.

A Victorino, como a casi todos los abuelos del mundo, unos con más gracia que otros, le encanta contar historias. Tuvo una ocurrencia un día y a los nietos les ha caído en gracia. Les dijo, para darle realce, que había creado una serie llamada los inventos del siglo XX. Narró una anécdota sobre la primera vez que vio funcionar una cosechadora en el campo, en su niñez, salpimentada con expresiones y diferentes cadencias de voz, que a sus nietos les encantó. Como tiene tantos años a sus costillas no faltan capítulos. A ellos les parece increíble que sus padres y abuelos hayan podido vivir sin ciertos utensilios o aparatos que consideran imprescindibles y que pensaban que siempre habían estado ahí.

          —Las puertas que se abren solas.

          —¿Las puertas que se abren solas? —Preguntan los dos a la vez.

—Si, tesorillos. Cuando vais a la biblioteca o a los centros comerciales, hay unas puertas de entrada correderas, que se abren cuando os acercáis, sin necesidad de que las toquéis.

   ¿Cuándo eras pequeño no existían?

—No. Yo era más que mozo cuando las vi por primera vez.

Recuerda en ese momento una tontería, como se amoscó con lo de los dinosaurios. Resulta que sus nietos todo acontecimiento en tiempo pasado, por lejano que sea, cuando no son capaces de datarlo lo ventilan con una frase socorrida: «cuando el abuelo Victorino era pequeño». Pero aquella vez ya no lo pudo dejar pasar porque entró en el salón y en ese momento Mónica le estaba preguntando a Víctor: «entonces, ¿los dinosaurios dejaron de existir hace muchos años?» y este, sin despeinarse la contestó que «cuando el abuelo Victorino era pequeño». Saltó como un resorte: «de eso nada monada». Tuvo que dejar las cosas claras, ya va juntando años, pero no los quiere todos para él.

          —Empiezo. Como ya sabéis yo conducía un camión e iba a repartir productos a las tiendas de la comarca. Entonces tenía un ayudante que se llamaba Sixto. Abrieron un supermercado en San Martín, el primero de la zona. Su dueño era cliente mío, había tenido siempre una tienda de ultramarinos, le iba bien y quiso ampliar el negocio.

          —Abuelo ¿Qué es una tienda de ultramarinos? —preguntó Víctor.

          —Una tienda en la que se vende todo tipo de productos comestibles en pequeñas cantidades. Así eran casi todas. Pues bien, ese cliente me llamó y me dijo que iba a abrir un supermercado en las afueras del pueblo y que le llevara productos para el nuevo establecimiento. Fui donde me había dicho y aparqué en la parte de atrás, siguiendo unas flechas que indicaban la zona de carga y descarga. No se veía a nadie y le dije a Sixto que diese la vuelta, entrase por la puerta principal y le dijese al encargado que ya estábamos allí. A los dos minutos volvió dando grandes voces: «Victorino, ven, corre». Me asusté, abrí la puerta del camión, de un brinco me planté en el suelo y le seguí. Cuando estábamos a dos metros de la entrada puso la mano como los indios cuando saludan, para indicarme que me detuviese. «Mira esto, Victorino». Avanzó dos pasos al tiempo que exclamaba en alta voz: «¡Ábrete sésamo!». Siguió andando hacia la puerta y, cuál no sería mi sorpresa, cuando veo abrirse las dos hojas a su paso. Ya dentro, se da la vuelta mirando hacia mí y dice: ¡Ciérrate sésamo!» Se pone a andar para atrás, hacia el interior de la tienda y la puerta se cierra sin que nadie intervenga. Con los ojos en blanco me acerqué y, ¡oh, milagro!, la puerta se abrió ante mi presencia y, aunque os resulte extraño, permanecimos entrando y saliendo durante un cuarto de hora totalmente fascinados con el invento e incluso intentando averiguar si tenía truco, no nos lo terminábamos de creer. A Sixto, bastante más expresivo que yo, le dio por troncharse de risa, echaba lagrimones y no dejaba de repetir la frase del cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

          —¡Qué guay!, cuantas cosas no existían cuando tú eras pequeño.

          —No os lo podéis imaginar y hemos sobrevivido sin ellas. Dan para muchos capítulos —se ríe Victorino.

          —Papá, en la tele han dicho que van a empezar a vacunar al personal y los internos de las residencias, después a enfermeros y resto de profesionales que están en primera línea de pandemia. ¿Os han dicho algo en el Centro de Salud?— comenta César.

          —Qué va. Pregunté anteayer y me comentaron que no sabían nada. Lo único que me confirmaron es que lo harían por franjas de edad. De más viejos a más jóvenes.

          —Joder, pues no veas como se están atrasando, desde enero anunciándolo a bombo y platillo.

          —Más lo siento yo, que hasta que no esté vacunado no podremos juntarnos de una vez. Podríais hacer una escapadita.

          —Papá, sé que otros lo hacen, pero aparte de que está prohibido no queremos liarla a última hora. Nos toca esperar un rato más. Te prometo que si se alarga el asunto iré algún día a verte, pero yo solo y con todas las cautelas.

         

Victorino tiene setenta y cinco años y está hasta las narices de la mascarilla. Si se lo hubiesen dicho hace un año se lo hubiese tomado a chufla, pero después de perder a Sofía en los primeros zarpazos del virus está dispuesto a hacer caso a todas las recomendaciones de las autoridades. Ha desarrollado una especie de psicosis, aunque no entienda por qué su familia no le puede visitar si están a poco más de una hora y a los vecinos del pueblo de al lado sí. El suyo pertenece a otra comunidad autónoma, Castilla La Mancha y eso lo complica todo, como si los microbios entendiesen de fronteras físicas.

La muerte de Sofía le dejó tocado. Allí, los dos prácticamente solos, sin poderla despedir como Dios manda, después de toda una vida juntos, con las fatigas, sinsabores y, por qué no decirlo, también los logros conseguidos. Comienza a evocar tiempos pasados. Cuando compró el primer camión no pudo pagar las últimas letras y se lo embargaron ¡Qué sofoco! Gracias a su amigo Patricio, que se portó fenomenal. Le prestó el dinero y pudieron seguir adelante y afianzar el negocio.  O el día que le pararon los guardias en Escalonilla y le pusieron una multa por llevar las ruedas lisas. Entonces no se pasaban todavía las ITV. Se había dado cuenta, pero andaban justitos para llegar a fin de mes, quiso apurar y al final le salió más caro el collar que el galgo. En otra ocasión recuerda que subió la temperatura del motor y tuvo que parar para evitar un calentón, pero estaba en medio de un páramo, no había teléfonos móviles. Comprobó que el radiador no tenía agua apenas, debía haber una fuga, así que como no tenía medio de conseguirla, abrió una garrafa de media arroba de las que llevaba en la caja del camión y echó más de la mitad. Ello le permitió llegar hasta un taller en el siguiente pueblo. Había que buscárselas, la gente era mañosa y, a falta de dinero y herramientas, recurría al ingenio.

Cuando pagaron el camión y zanjaron la deuda, cambió la decoración. Tenían muchos pedidos y eso les permitió vivir un poco desahogados e incluso pudieron pagar los estudios universitarios, la estancia y manutención en un colegio mayor, a su hijo en Madrid. Gracias a eso y a que hincó los codos no fue dinero perdido, se colocó poco después en una gran empresa. Fue ascendiendo y gana sus buenas perras.

Se conocían desde niños, el pueblo no es muy grande, pero se fijó en ella como mujer en una verbena de las fiestas. Tenía dieciocho añitos y estaba guapísima con un vestido de flores entallado que le había confeccionado su madre. El acercamiento fue curioso, pero típico en la época «¿Quieres bailar conmigo la próxima pieza?», le preguntó. «Sí, pero si es un pasodoble tengo que bailar con mi padre». ¡Hostias! el tío Mauricio estaba a dos pasos de él. Si le hubiera visto no se hubiera atrevido a decirle nada. Tenía fama de bruto y si alguien molestaba a la niña de sus ojos supuso que era capaz de cualquier barbaridad. Pero todo resultó bien. Sonó una rumba y Mauricio les dejó bailar sin intervenir. Ya no dejaron de hacerlo en toda la velada. Después le explicó que su padre era un mal bailarín, pero que en las fiestas le gustaba echarse algún pasodoble con su hija, pues era uno de los pocos bailes en los que se defendía.

 

El siguiente viernes, a petición de sus nietos que nunca se olvidaban, tocó el invento del mando a distancia.

—Habíamos ido a Madrid a cargar mercancía en el camión. Sixto me dijo que muy cerca de allí vivía su hermana, que si no me importaba que nos acercásemos a saludarla y así lo hicimos. Aparqué el camión y subimos al piso. Estuvo muy amable y nos sacó algo de picar.  Cuando estábamos los tres sentados en el sofá dando cuenta del aperitivo, oí que alguien hablaba cerca de nosotros y me sobresalté porque no había nadie más en la habitación. De repente, me di cuenta de que se iluminaba la pantalla de la televisión y que la voz que había oído era la del locutor.  Me puse en pie de un salto. «¿Qué pasa aquí?». Di dos vueltas al aparato mirando los botones con curiosidad. Le dije a Hortensia que tenían que llamar al técnico, que me había llevado un susto morrocotudo. Debía tener algún cable o contacto interno y se había encendido sola. Ella no podía aguantarse la risa. Me dijo que la había encendido con el mando a distancia. Le gustaba ver las noticias del telediario y esperaba que no nos importara. Ante mi sorpresa, me mostró un objeto que sujetaba en la mano. Me explicó que con él se podía apagar y encender la tele e incluso cambiar de canal. Totalmente novedoso para mí. ¡Pasmao, me quedé!

—¿Y cómo encendíais la tele hasta entonces?

—Pues levantándote y apretando el botón. Algunos avispados utilizaban el palo de la escoba para llegar desde el sofá, pero eran los menos. Entonces nada más había dos canales.  

—Vaya rollo.

—Papá, he hablado con mi amiga Mamen y va a ir un par de días por semana a dar una vuelta a la casa y a prepararte comidas para congelarlas y que vayas tirando de ellas. Se que no te gusta, pero creo que es un dinero bien empleado. No vas a estar siempre de latas y con los comistrajos que te haces.

—Qué bonito. ¡Cómo tiráis con pólvora ajena! Me apaño perfectamente. Desde que murió tu madre me he puesto las pilas. Bien es verdad que las labores del hogar no me gustan ni mucho ni poco, pero tampoco hay que limpiar sobre limpio. Además ¿no decís que cuanta menos gente entre en casa mejor?

—No seas tozudo, ya está apalabrado. Ella tendrá todo el cuidado del mundo, no se quitará la mascarilla mientras esté en casa. Lo sabe bien y es bastante profesional, ¿no ves que acude a unos cuantos domicilios?

—César, antes de que se me olvide. Siguen sin aclararme lo de las vacunas, cada vez que pregunto me miran de arriba abajo como si fuera un agonías. La única novedad es que han empezado a vacunar a los mayores de noventa.

—Qué bien, seguro que te toca pronto porque no serán muchos.

—Esos no, pero los mayores de ochenta se cuentan por manojos, ¿no ves que en este pueblo nada más que quedamos viejos?

Victorino sale únicamente tres veces por semana para ir a echar de comer a dos perros que tiene en una parcela en las afueras del pueblo. En el hogar del pensionista prohibieron jugar a las cartas desde que se decretó el estado de alarma, ese era uno de sus grandes divertimentos. Acudía a echar la partida todas las tardes, pero para ir solo a tomar café no le compensa, lo hace en casa y evita riesgos. Otra cosa que le entretenía bastante era el baile de los sábados. Apartaban el mobiliario contra las paredes y los de la directiva se encargaban de poner música. También lo suspendieron, además de que sin Sofía no tendría ánimos para salir de juerga. La comida se la encarga su hijo en las tiendas del pueblo. Después lo paga por internet y se lo llevan a domicilio. Ni para eso es necesario echarse a la calle. Lo que si ha retomado es la costumbre de salir todas las mañanas a andar, pero se va por caminos donde sabe que no se va a encontrar con nadie, para enredarse lo menos posible.

 

El siguiente viernes toca el microondas. Mónica y Víctor se quedan muy sorprendidos porque de la cocina, es el único aparato que manejan, siempre bajo la supervisión de sus padres.

—Ocurrió en una tienda del Sotillo. Llegué con un pedido y pregunté por el dueño. Su mujer estaba despachando y me dijo que pasase a la trastienda que estaba allí, tomando el desayuno. Acudí con el albarán para cotejarlo con él. Había unas galletas María encima de la mesa camilla. Me dijo que aguardase un momento, se puso en pie y encima del frigorífico tenía una especie de caja metálica blanca, más ancha que alta, que no había visto antes. La parte frontal era la puerta, de cristal transparente, con un asa de aluminio embutido en ella. La abrió y sacó un tazón de leche humeante. Le pregunté por el artilugio y me dijo que se trataba de un microondas, que con él se podían calentar los alimentos en el mismo cuenco que luego te los tomabas sin necesidad de pasar por sartén o cacerola. Todo eran ventajas. Ensuciabas menos cacharros y calentabas la cantidad justa que ibas a comer. «¿Y por donde se prende la lumbre?», pregunté yo intrigado. «No hace falta lumbre, se calienta con ondas por lo visto, de ahí el nombre». Me dejó muerto.

 

El viernes siguiente no se conecta a la videoconferencia. César lo intenta por segunda vez y nada. Los nietos quieren hablar con su abuelo y que les cuente su capítulo de inventos maravillosos. «Nos dijo que tocaba el teléfono móvil». César les dice que va a esperar un rato antes de intentarlo de nuevo, puede que esté en el servicio o haya bajado al patio a hacer alguna tarea. A la media hora le llama, pero directamente al teléfono de casa. Contesta a través del supletorio, le dice que le perdonen, pero que se había metido en la cama porque no se encontraba bien. A ver si descansa, no tiene ganas de videos. Eso le asustó porque lo de ver a los nietos y hablar con ellos era especial para él. Le explica que lleva dos días raro. Primero dejó de oler las cosas, después vinieron los carraspeos, luego le empezó a salir agüilla de las narices y cree que tiene algo de fiebre. El lunes irá al médico, hasta entonces no hay consultorio.

—Papá ¿Cómo que el lunes? Esos síntomas son compatibles con el COVID, lo habrás oído mil veces en la televisión. Voy a llamar a mi amigo Luis y le voy a decir que te acerque a Toledo, a urgencias. Yo me voy para allá desde aquí.

—Tampoco hay que tomárselo tan a la tremenda, hijo. Qué necesidad de andar incordiando a la gente a estas horas, que estarán haciendo sus cosas o tranquilamente en su casa. Total, dos días más o dos días menos tampoco creo que sean tantos.

—Victorino, qué manía tenéis los de vuestra generación de no molestar, aunque sea necesario —le llamaba por su nombre cuando se enfadaba con él—. En dos días te puedes ir para el otro barrio, parece mentira después de lo que pasó con mamá que todavía andes con dudas y con remilgos. Para eso están las amistades.

—Cómo te pones, hijo. Pues nada, llama a Luis o al Sunsum corda si lo crees necesario.

 

Llega a urgencias y pregunta por su padre en el mostrador. Le dicen que está ingresado, que tiene que esperar, por las circunstancias de la pandemia no se permiten acompañantes. Se dirige a la sala de espera. En ese momento le suena el móvil. Es Luis. Descuelga.

—Te estoy viendo, César. Levanta la vista, no, a la izquierda, más, ahora —se acercan, se abrazan, sin acordarse de protocolos pandémicos y le pregunta con la mirada—. Hemos llegado hace una media hora. Acaba de irse el doctor que me ha informado de la primera impresión, antes de diagnósticos definitivos. Parece que tiene ambos pulmones afectados, no saben si poco o mucho. De momento le van a intubar y le van a poner un respirador para ayudarle. Eso es lo que me han dicho. Lo siento, pero no queda otra que esperar.

—Es COVID, ¿verdad?

—Casi con toda seguridad.

—¿Dónde lo habrá pillado? Con lo meticuloso que se había vuelto y las precauciones que tomaba, no me lo explico. Gracias por todo, Luis. Vete ya para el pueblo, bastante has hecho.

—Estaría yo loco. Me quedo contigo. En compañía se te hará más llevadera la espera.

Hasta las dos de la madrugada no les vuelven a informar. Sale el doctor y les dice que la cosa es grave, tiene los dos pulmones infectados, le funcionan al cincuenta por ciento, le han puesto antibiótico y un tratamiento de choque. Depende de cómo responda el paciente en las próximas cuarenta y ocho horas.

          —Mi padre llevaba por lo menos diez años sin fumar.

          —Bueno, el tabaco no ayuda precisamente en estas situaciones, pero a veces hemos visto cuadros similares de gente que no ha fumado en la vida, por eso ni se lo he preguntado, le he dicho cual es la situación clínica que presenta Victorino en estos momentos. Confiemos en que la evolución sea favorable.

          Pero no lo fue, permaneció unos días agonizando, le administraron paliativos a continuación y el viernes siguiente a su ingreso, por la noche, a la hora aproximada en que la familia se comunicaba por videoconferencia, les informaron de que Victorino había fallecido.

 

          El martes, César se dispone a marchar para su casa en Madrid. Ha permanecido todo el fin de semana en el pueblo. Tanatorio, funeral, entierro y el lunes arreglando papeles. Lo más urgente. Todavía quedan muchos por remover. Nada más meterse en el coche le suena el móvil. Es un número desconocido, de esos larguísimos.

          —¿Es usted Victorino Membiela Núñez? No, es mi padre— No se acostumbraba todavía a hablar de él en pasado.

—Le llamamos de la Consejería de sanidad. Queríamos que tomase nota de la cita para que acuda a vacunarse del COVID en su centro de salud.


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