«Me he pasado», pensó, «pero no podía aguantar más». Elena le cargaba y alguna vez tenía que explotar, aunque haya sido en el momento menos oportuno, pero ciertas reacciones cuando llegan, no se pueden sujetar.
Las copas todavía estaban sobre la mesa. La vajilla en el fregadero. La botella de cava por la mitad. La bandeja con turrón, mazapán, polvorones y peladillas, en el centro. Este año había comenzado de la peor manera posible. «¿o la mejor?» se sorprendió al escapársele esa escueta frase entre los labios.
Elena
se acababa de marchar con Benito e Irene. Sus acometidas durante la velada lo
habían ido sulfurando y, cuando la rojez le subía hasta las orejas, había
soltado una sarta de improperios que dejó a los invitados atónitos. Ella, tras
lanzarle una mirada plena de inquina, los conminó a que abandonasen la casa en
su compañía y la acogiesen en su domicilio. Sumisos y cabizbajos, la siguieron
hasta la habitación de matrimonio, donde recogieron los abrigos que habían
dejado sobre la cama dos horas antes. Elena abrió el armario y, tras unos
momentos de duda, apartando perchas con la mano, eligió una cazadora de ante,
con borreguillo en el interior.
A continuación, se
despidieron de Miguel entre murmullos ininteligibles y se dirigieron a la
puerta principal. Elena iba delante, con el rictus crispado. Salió al
descansillo y llamó al ascensor. Abrió la puerta y la sujetó para que entrasen.
Los dejó pasar y, antes de desaparecer en el interior, dirigió una mirada
furibunda a su marido que los observaba desde el quicio de la puerta.
Llevaban tiempo fríos y distantes,
interpretando una función de teatro sin ensayo previo, pero con muchos
sobreentendidos. Los dos tenían un sueldo aceptable y juntando ambos habían
liquidado la hipoteca en quince años. Todo un lujo, según estaba el acceso a la
vivienda. No habían tenido hijos, no terminaron de decidirse. Era una postura que
sus padres tachaban de egoísta, pero no querían renunciar a su libertad.
Tampoco tenían mascotas. A Miguel, eso de tener animales en casa le daba
aprensión. No era fobia, pero no le gustaban y era una responsabilidad. Tenerlos
generaba unas obligaciones que no estaba dispuesto a asumir. Elena transigió. Tampoco
era amante de las mascotas, si no, seguro que se hubiese salido con la suya,
porque, a terca, pocos la ganaban.
En el caso de que la
trifulca se confirmase y pasase a mayores, Miguel siempre había pensado que,
para los trámites de la separación, eso facilitaría las cosas. Ni horarios de
visita, ni reparto de fines de semana, ni custodias compartidas, ni vacaciones
alternas. La posesión de la vivienda y el resto de las pertenencias sí que
podían generar tensiones para llegar a un acuerdo.
Llevaban veinte años casados
y los últimos cinco habían sido duros. La relación se había ido erosionando
durante los primeros quince y resquebrajando en los siguientes hasta
desmenuzarse en guijarros sueltos que se lanzaban sin disimulo y buscándose los
puntos débiles, con una asiduidad creciente.
Elena, sin embargo, no daba
por zanjada la relación aún. Tenía pensado mandar a Irene la mañana siguiente a
por ropa interior y exterior, calzado y una serie de productos de uso diario,
artículos de tocador y perfumes. Un libro que tenía a medias y el ordenador
portátil que necesitaba para el trabajo. Quería alejarse una temporada. No
tener comunicación con él. A ver si cedía en su postura y sus descalificaciones
y le pedía perdón.
A Miguel no le achantaba lo
del divorcio. Antes, Elena, lo esgrimía de vez en cuando y él se echaba a
temblar, por el qué dirían sus padres y demás familia, pero ahora había visto
que su convivencia había empeorado y que sería mejor así. Ya no se acojonaba
con esas amenazas. Las treguas eran cortas e inestables, las etapas placenteras
también y los altercados y reproches continuos. ¿Para qué prolongarlo más?
Se habían conocido una noche de copas en
el centro de Madrid. La zona de Huertas era bulliciosa y concurrida. La de
Latina estaba cogiendo auge, aunque de manera incipiente. Y raro era el fin de
semana que Miguel y sus compañeros de facultad no se pasaran por ambas. En
aquella ocasión, fueron a rematar a la discoteca Joy Eslava. sita en la calle
Arenal.
Elena estaba celebrando el
cumpleaños con sus amigas del barrio y, después de cenar en un Burger,
decidieron ir a «mover el esqueleto», como se llamaba entonces al baile en
lenguaje juvenil. Aunque estaban en distinto grupo, coincidieron en la pista,
uno al lado del otro. Se cruzaron sus miradas y se sonrieron mientras se balanceaban
al ritmo de la música rodeados por un montón de jóvenes que llenaban el espacio
que se encontraba bajo las luces de colores y las bolas giratorias plateadas.
Cuando acabó la canción,
Miguel se le acercó y le dijo al oído, pues el volumen era muy alto, que, si le
apetecía tomar algo que le acompañase hasta la barra. Elena asintió y fue tras
él sorteando a personas enajenadas y cimbreantes, que les impedían encontrar un
camino que les llevase hasta el bar. Una vez allí, pidieron unos combinados y
comenzaron a charlar. Lo típico. Primero los nombres, dónde vivían, qué
estudiaban... Ninguno propuso volver con sus respectivos amigos. Cuando se les
acabó la bebida, sonaban «las lentas», canciones melódicas de ritmo suave,
propicias para bailar pegados y Miguel le preguntó si le apetecía echar unos
bailes.
Se gustaron. El brillo de la mirada los delataba. Miguel no era bailarín, pero Elena le dijo que la cogiese por la cintura y se dejase mecer por el ritmo de sus caderas y el compás de la música. Hizo lo que pudo. Aguantó tres piezas porque Elena puso la cabeza sobre su pecho y eso le excitó. Señaló hacía un rincón donde había unos asientos de escay corridos que estaban vacíos. Allí podrían seguir hablando sin que nadie los incordiase, porque sus compañeros llevaban un rato alrededor de ambos metiendo bulla y algún empujón que otro.
Miguel nunca había sido muy
osado en las lides amorosas, así que siguió hablando de lo que le venía a la
cabeza, simplemente porque estaba pasando una velada agradable, aunque no se atrevía
a ir más allá. Elena le miraba a los ojos, se le acercaba hasta rozarlo, se le
insinuaba veladamente, pero él la rehuía, le salía de dentro ese brinquito, con
las posaderas hacia atrás, cuando Elena se le pegaba. Hasta que su espalda dio
con la pared y ella se decidió a lanzar el ataque definitivo al darse cuenta de
que Miguel no tenía escapatoria.
Le acarició la mejilla y se lanzó después, a
besuquearle por el cuello, ascendiendo hasta la oreja. El gustirrinín le
hizo cerrar los ojos. Ella se creció y le besó suavemente los párpados, bajó
por la nariz y puso los labios en forma de ventosa para posarlos directamente
en los de Miguel que abrió en ese momento los ojos de golpe, pues notó una
sensación viscosa entre los dientes. Por fin, «el hombre de hielo» reaccionó,
cuando Elena pensaba en arrojar la toalla y correspondió a sus apasionados
besos y caricias. Inició un torpe magreo bien acogido por la chica.
Llegaron las amigas de
Elena. Se tenían que marchar. En casa les habían puesto la una como hora límite
y, aunque el metro estaba al lado, ya eran las doce y media. Maldijo Miguel su
suerte y tuvo que volver a casa con un calentón y con una obsesión. Consiguió
que ella le garabatease en una servilleta el teléfono. Respiró tranquilo,
aunque le subía del ombligo hacia el pecho un efecto placentero que nunca había
experimentado. Los móviles se empezaban a ver, pero sólo los disfrutaban los comerciales
y los frikis, vocablo que empezaba a acuñarse, aunque era más usual el de personas
extravagantes. Todo en ella le gustaba: su espontaneidad, su risa, su forma de
moverse o de contar cualquier trivialidad. Sus besos le fascinaban.
Le tocó un poco de chufla a
la vuelta.
—Joder con el Miguelito,
parecía agua mansa, pero cómo se revolcaba.
—Tampoco te pases, Moisés.
Elena me gusta, nos hemos conocido, me cae bien y punto.
—¿Ahora llaman así a los
restregones?
—¿Qué restregones? ¿Cómo
puedes ser tan imbécil? Como te coja te voy a dar una colleja que lo vas a
flipar —dijo, mosqueado.
—¿Qué pasa rompecorazones?
¿Qué no me vas a aguantar una broma?
—Pero no tan basta.
—Entonces, ¿si te comento
que todavía llevas la bandera a media asta me despellejas vivo?
En ese momento intervinieron
el resto para apaciguar a Miguel, que se lanzaba puño en alto y a la carrera,
tras los pasos de Moisés.
No sabía cuando llamarla. Entonces el
control parental era más directo y había que pasar el filtro para poder hablar
con una chica. Tamiz que, en ocasiones, era inquisidor y renuente.
—Buenas tardes, ¿Está Elena?
Tres segundos de silencio al
oír una voz desconocida, joven y varonil. En este caso lo había cogido la madre
y tras la vacilación:
—¿De parte de quién?
—De un amigo.
—¿Ese amigo tiene nombre?
—Me llamo Miguel.
—¿Y de que conoces tú a
Elena, porque no me suena ni tu nombre ni tu voz?
Ahora el titubeo venía del
otro lado de la línea.
—Coincidimos en la
celebración de su cumpleaños. Estábamos en el mismo local…—se frenó aquí.
Pensaba que podía meterse en terrenos pantanosos. Por fin, surgió la voz de
Elena en el auricular. A pesar de ello, no era descartable que la madre se
mantuviese a la escucha en el teléfono supletorio.
Hicieron el amor, por primera vez, un
fin de semana que los padres de Elena se fueron a la sierra, un año después del
inicio de la relación. Tenían en Moralzarzal un chalé pareado que colindaba con
el de sus tíos. Los extrañó que ella no quisiese ir. La excusa de que tenía que
estudiar para la selectividad no les pareció muy creíble, en principio. Podía repasar
en la vivienda de fin de semana, le propusieron, pero ella se mantuvo firme. Les
dijo que allí con sus tíos y primos y con el pesado del hermano, que siempre la
estaba pinchando, no se iba a concentrar. Le iba a cundir más en Madrid, sola y
centrada todo el día en el estudio.
Ese fue un paso importante.
Después, alguna escapada de fin de semana, con la coartada de que iban en un
grupo de amigos, contribuyó a afianzar su compromiso. Congeniaban bien, tenían
gustos parecidos, aunque en política y en fútbol de vez en cuando había algún
rifirrafe.
Los fines de semana solían alternar el Retiro, haciendo una parada a la vuelta en la cuesta de Moyano, con el Rastro. Después, unas cañas, a veces en pareja, otras en grupo y, la mayoría de los domingos por la tarde, iban al cine. Se llamaban todos los días cuando no podían verse y su vínculo se estrechaba cada vez más.
Hasta que llegó el día en
que hablaron de formalizar su historia, independizarse y vivir en pareja. En ese
aspecto tuvo que ceder Miguel. Los padres de Elena eran tradicionales,
católicos practicantes y su niña no podía irse de casa a convivir con el novio
sino pasaba antes por el altar. Así que tocó preparar bodorrio, aunque la
familia de Miguel no quiso extenderse e hizo que se recortasen las previsiones
iniciales de sus futuros consuegros de juntar a quinientas personas. Aun así,
hubo bastante diferencia entre la asistencia de invitados de un lado y del
otro.
Los padres de Elena, Luis y
Fernanda, tardaron en transigir con el noviazgo. No les gustaba Miguel. Todo
les parecía poco para su hija y él no iba a ser menos. Tampoco es que
descendiesen de la «pata del Cid», como a veces le reprochaba a Elena. Luis era
funcionario, trabajaba en un ministerio y Fernanda, auxiliar de enfermería.
Tenían sueldos decentes, pero tampoco era para menospreciar a los demás. A
Miguel le costó un tiempo y algunas triquiñuelas, conseguir ablandarlos, que le
aceptasen y que tragasen con la boda.
El día del acontecimiento
transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque Miguel y sus padres, Jerónima y
Ángel, se agobiaron con tanta gente a la que atender. Estaban deseando que acabase la jornada, a
pesar de que sus consuegros lo tenían todo milimetrado. Cuando consiguieron
desenredarse de todos los invitados, al final de la velada, los novios remataron
la fiesta en un Karaoke con sus amigos más cercanos. Se cambiaron en el hotel
donde se celebró la boda y donde habían reservado habitación para pasar esa noche.
Los años fueron pasando, la monotonía se
fue apoderando de ellos y la convivencia cambió, poco a poco, hasta llegar a
los extremos actuales en que los reproches y las voces eran constantes. Se
habían vuelto suspicaces en grado superlativo. En los últimos tiempos hubo
sospechas, por ambas partes, de infidelidades, nunca confirmadas.
Miguel miraba, en esos
momentos, la tele desde el sofá. El cotillón y las serpentinas inundaban la
sala de fiestas desde donde se estaba retransmitiendo la Gala «Bienvenido 2026»
con dos rutilantes presentadores de la cadena, flamantes ganadores ambos del
premio Planeta, y con actuaciones de artistas de primer nivel. Lo tenía de
fondo, no apreciaba tanto detalle. Estaba con la cabeza en otro sitio y un
torbellino de emociones encontradas le pasaban por la mente.
Habían visto a la Pedroche retransmitir
las campanadas porque así lo decidió Elena. Para ella era una mujer empoderada,
desinhibida, ecologista y emprendedora. Además de guapa y con tipazo. El traje
fue uno de los detonantes de la discusión después de una tarde noche que ya
venía calentita.
—No sé como te puede llamar
la atención la mujer del mejor cocinero del mundo. A mí me parece más noblote
él.
—No es la mujer de nadie.
—Perdón, la esposa.
—Ni mujer ni esposa, esas
palabras denotan posesión. Qué sepas que Dabid Muñoz esta asesorado por Cristina
en el marketing, publicidad, redes sociales y demás. Por eso triunfa. Qué manía
tenéis los del heteropatriarcado.
Miguel respiró hondo. Ese
tema le irritaba y, además, le gustaba buscarle las vueltas. Había llegado a un
punto en que no se cortaba con Elena, aunque observó que Benito e Irene estaban
visiblemente incómodos con el tono y los derroteros que había tomado la
conversación.
—¿Y se tiene que desnudar
para hacerse valer? Todo por la pasta y no hablo precisamente de macarrones.
—Qué zopenco. No se desnuda. Es un vestido de alta costura con transparencias. Innovador y que marcará tendencia. Confeccionado con materiales biodegradables.
—Pues no te veo yo a ti,
exhibiendo ese cuerpo serrano, aunque la prenda, por llamarle algo, sea
crecedera.
—Podemos cambiar de tema ya,
que os estáis enredando por nimiedades —terció Benito.
—Ya verás que audiencia
tiene y que cantidad de seguidores —perseveró Elena.
—Seguidoras, si acaso. Habrá
zumbadas que lo comprarán, aunque se arruinen.
—Bueno, cada uno hace con su
dinero lo que quiere, Miguel. Y vamos a cambiar de tema o, mejor, a apagar la
tele, que vaya nochecita que nos estáis dando —dijo Irene.
—Cállate gandul —prosiguió
Elena—. No me piques. Más vale que buscases trabajo y no pasases todo el día
zascandileando.
Miguel se esperaba cualquier
cosa, pero estaba claro que su mujer quería darle donde más mella le produjese.
Le pilló con el pie cambiado, se le hinchó la vena y se disparó.
—¿Serás gilipollas? Me
echaron hace menos de un mes, con una indemnización curiosa y un paro de dos
años. Estoy echando currículos. No es fácil encontrar un puesto equivalente siendo
cuarentón.
—Sin faltar.
—¿Qué más quieres que haga
payasa? —añadió Miguel—. Bastante agobiado estoy con mi situación. ¡Vete a la
mierda!
—De momento, me voy a ir de
casa y no sé si volveré. Te has pasado tres pueblos.
—Y tú cuatro aldeas, ¿no te
jode?
—Si al menos me pidieses
perdón…
—Jamones. Estoy calentito,
guapa. No tengo de que disculparme.
La mañana siguiente Irene va a recoger
las cosas de Elena. Miguel no está. Ha salido a comer en casa de sus padres. Se
ha ido a eso de las once, porque no había dormido bien. Tenía la cabeza cargada
y se le estaba haciendo larga la mañana. Ellos se extrañan de que aparezca solo
el día de año nuevo. El hijo echa el achaque de que su mujer se ha ido a comer
con sus padres.
—No era lo que teníamos
hablado hijo ¿les ha pasado algo? —pregunta su padre.
—No, que yo sepa, pero ya
sabes cómo es Elena.
—Es muy suya, sí, aunque no
entiendo que si comisteis allí el día de Navidad no venga el día de Año Nuevo a
comer con sus suegros como habíamos quedado ¿No os habréis enfurruñado?
—Para ser sincero, un poco
sí.
—Vaya hombre —intervino
Jerónima—. Ahora por cualquier chorrada preparáis el divorcio y por si fuera
poco en estas fechas.
—Eso no se calcula, mamá,
las cosas hay que afrontarlas cuando vienen, aunque todavía no es nada
definitivo.
—A ver si aparece a tomarse
un café.
—Lo dudo.
Los días que siguieron no hubo
comunicación entre ellos. Elena era maestra y no tenía clase hasta después de
Reyes. Miguel estaba en el paro y esas fechas son malas para buscar trabajo, a
no ser de reponedor o de hostelería en campañas de Navidad, que además ya
empezaba a agonizar. Trabajos de batalla para gente que está empezando, pero él
tiene una larga trayectoria laboral y no quiere ocuparse en cualquier cosa.
Prefiere buscar sin prisa, pero sin pausa y no quedarse con lo primero que le
ofrezcan. Para precarizarse tiempo tiene.
Ninguno de los dos se atreve
a romper el hielo y la situación se vuelve rara, no sólo por los días que
llevan sin verse, sino porque, deberían adoptar alguna determinación. Tienen
que hablar y decidir su futuro: si retoman la convivencia, se dan un tiempo o
se separan definitivamente. Miguel está harto y, aunque no tiene trabajo, está
decidido a dejarlo. Tirar con el finiquito y con el paro. Últimamente se le ha
hecho bola. No pilla sus gracias y se aburre soberanamente. Medita esos días y
piensa proponer a Elena que se quede con el piso y le de una cantidad pactada
por la parte que le corresponde. Quedaría libre de ataduras, aunque al
principio se le hiciese duro y extrañase su ausencia. Lo de volver con sus
padres le da mucha pereza. No quiere controles ni reproches de sus progenitores
a estas alturas.
A ella, que tanto ha
alardeado con separarse en varias ocasiones, de palabra y de obra, ahora le
tiemblan las piernas. Lo ha dejado entrever, a veces con demasiado desahogo y a
la hora de la verdad no lo tiene tan claro. Cree que todavía se pueden
arreglar. Miguel no es mala persona, aunque en los últimos tiempos parece que
lo goza sacándola de sus casillas. Siempre han tenido muchas complicidades y
gustos en común y aunque se han ido distanciando, en un desgaste lógico por el
paso de los años, no se pueden haber evaporado de golpe. Siempre quedará un
poso de los gratos momentos compartidos. Otras veces le da por pensar que le
pierde su vena romántica, pero que, en verdad, hace tiempo que no gozan de un
día completo de felicidad. Está hecha un lío.
El sexo también los
distancia. Miguel, sin mantener el apetito y los bríos de los primeros años,
todavía mantiene cierto deseo y, si por el fuese, harían el amor más a menudo.
La realidad es que llevan una media de un polvo a la semana. Generalmente los
sábados por la noche. A los viernes llegan fatigados después de la semana
laboral y el día siguiente ya tienen las pilas cargadas, aunque a veces salen a
cenar con amigos y llegan a casa achispados y con pocas ganas de folleteo. En
esos casos lo suelen suplir, tras un trabajo de aproximación y cortejo por
parte de Miguel, con un revolcón dominical.
Elena piensa que el sexo
está sobrevalorado y que, con sus casi cincuenta años, no son unos adolescentes
fogosos. Rara vez siente apetito y suele ser Miguel el que se pone sobón y a
veces la hace sucumbir. Al final se alegra, pero tarda un rato en ponerse a
tono y Miguel se desespera. Él suele decir, utilizando un símil hogareño, que
Elena es un horno que necesita un tiempo para calentarse y él, un microondas,
que en cuanto le aprietan el pulsador ya está encendido. «Qué ingenioso ¿Se te
ha ocurrido a ti o lo has escuchado a alguno de tus amigotes en el bar?», suele
ser la frase con que ella despacha sus picardías.
Entonces Miguel hace como que se enfada, le sacude un par de azotes y comienza a tirarle pellizcos y sumergirse debajo de las sábanas en busca de aventuras, para comenzar de nuevo los prolegómenos, pero Elena se defiende, le suelta varias patadas y empujones que, en ocasiones, le hacen dar con sus huesos en el suelo. Terminan cabreados y no cruzan palabra en un buen rato.
—Hola, cari.
—¿Cari?
—¿Cómo quieres que te llame?
—Por mi nombre.
—Qué seco eres, Miguel.
—Ya me conoces, no me vengas
con fingimientos.
—Chico, una intenta hacer
las paces…veo que estás crecidito.
—Supongo que en casa de Benito
e Irene tienes una habitación para ti.
—Sí, pero tampoco quiero
eternizar la situación. Para favor ya fue bastante.
—Precisamente quería pedirte
yo uno. Que permanezcas un poco más de tiempo con ellos.
—No me fastidies Miguel.
—Mientras que busco algo.
—¿En serio me lo dices?
Conviven, pero no son pareja. Se les
hace rarísimo. Llegaron a un acuerdo. Miguel habló claro. No quiere retomar la
relación y le jode gastarse un pastón en alquiler, pues últimamente están por
las nubes y en poco más de un año se comería una buena porción de sus ahorros.
Hicieron demanda de divorcio, pero Elena tampoco ha pagado la parte que le
corresponde a Miguel por el piso. Los dos están incumpliendo, de una o de otra
forma, las estipulaciones contempladas en el acuerdo firmado ante notario y,
sin embargo, cuando ante la ley son dos personas sin ningún tipo de vínculo es
cuando se soportan mejor. Quizá por eso, porque cada uno va a su bola. Cuando
coinciden en las zonas comunes se sonríen. Elena incluso se ilusiona porque
vuelven a compartir a veces el salón y ven alguna serie juntos, que después
comentan y la animadversión no se atisba por ningún lado.
Todo cambia una noche que Miguel, que había vuelto a encontrar trabajo, lleva a una compañera al piso. Vienen algo achispados. Se la presenta a Elena que salió de la habitación en pijama. Se había despertado al escuchar las risas y las llaves de Miguel que se le habían caído al suelo en medio del silencio de la noche.
—Cristina y yo vamos a tomarnos
una copilla. No te preocupes que procuraremos no hacer ruido.
Todo este tiempo en que
Miguel daba explicaciones con la lengua un poco trabada, tenía cogida por la
cintura a Cristina y se le veía muy cómoda con la situación. Elena les dijo que
vale, que se iba a dormir, que ellos verían, pues al día siguiente tenían que
ir a trabajar y la resaca es mala compañera. Pero la realidad es que estaba
celosa, a pesar de que técnicamente llevaban unos meses sin ser nada. Sin
embargo, ella no había perdido la ilusión.
Los acontecimientos se
precipitaron porque una hora después volvió a despertarse y esta vez porque oía
ruidos en la habitación colindante, la de invitados, que había pasado a ser la
de Miguel. Ruidos inequívocos. Se lo pasaron en grande. Toda la noche dale que
te pego y alternando los periodos de descanso con risas y charlas que se
transformaban en murmullos ininteligibles para Elena. No pegó ojo. No solo por
el fragor de la batalla que se estaba librando a escasos metros de su cabecera,
sino por el coraje que sentía, que le quemaba el pecho y le subía hasta las
raíces de los cabellos.
Al día siguiente por la
tarde, cuando Miguel abrió la puerta y entró en la vivienda pegó un respingo. Por
poco se lleva por delante un bulto que estaba en medio del recibidor. Se
sorprendió al pronto, pero su reacción no fue airada.
—¿Qué hace mi maleta aquí en
medio?
—Imagínatelo.
—Ahora que lo dices…puedo
sospecharlo, pero esto se avisa.
—Después de lo de anoche no
puedes permanecer un día más en mi casa.
—Elena, tu y yo, no somos
pareja. Eso quedó claro. Somos mayorcitos y tenemos vía libre en todo, también
en el amor.
—Perdona, Miguel, sé que es
irracional, pero no puedo soportar que estés con otras mujeres delante de mis
narices. ¿Se te hace raro que siga teniendo celos? El caso es que he pasado un
día mortal de necesidad.
—Perdóname tú, por no haber
medido las consecuencias. Creía que no te iba a afectar tanto, a hacerte tanto
daño. Pensé que te habías hecho a la idea, igual que yo, después del pacto. No
volverá a pasar.
Le explica que había ido
precisamente a recoger. No pensaba marcharse aún, pero como el equipaje estaba
empaquetado y, viendo las consecuencias que había traído su visita de la noche
anterior acompañado de Cristina, lo mejor era largarse. Le da las gracias por
haber sido comprensiva y haberle acogido durante estos meses.
—¿Dónde vas a ir? —preguntó
Elena. Ahora le entraba mala conciencia.
—A vivir con Cristina.
—¿Tan pronto? Ojalá salga
bien, pero permíteme decirte que es una decisión poco meditada.
—Permitido, pero no ha sido tomada
tan a la ligera como piensas. Cristina y yo tenemos cierta amistad. Llevamos un
par de meses quedándonos a tomar algo después del trabajo. Hemos hablado largo
y tendido. En este tiempo, hemos compartido complicidades y confianzas. Siento
algo por ella, creo que es recíproco y vamos a probar. A nuestras edades no
estamos para noviazgos de lustros. Si me equivoco tendré que apechugar.
—¿Es soltera? Disculpa la
curiosidad.
—Disculpada. Nuestra
situación es similar. Es divorciada y no tiene hijos, vive sola. Al final lo de
anoche sirvió como detonante. Es el empujoncito que faltaba para zanjar lo
nuestro.
—Ayer hubo algo más que
empujoncitos. ¡Madre mía! —Elena, se echa a reír.
—¡Hombre! Te puedes apuntar
al Club de la Comedia. Hasta chistecitos te salen. Eso me tranquiliza, sentía
bastante preocupación por ti. Bueno, adiós. Estaremos en contacto —se dirige a
la puerta.
— ¿Ni un beso me vas a dar
de despedida?
—Claro mujer, los que sean
menester. Tienes razón, después de tanto tiempo compartido, qué menos.
Le va a dar un beso en la
mejilla, pero Elena tuerce la cara, en el último instante, y se lo da en la
boca. Dos lagrimones le descienden hacia los labios. Miguel le da otro beso,
esta vez más sentido y duradero. Se da la vuelta y se aleja, arrastrando la
maleta.
Durante los meses siguientes
van solventando los asuntos que dejaron pendientes por pereza o por la vana
ilusión de que la relación se recondujese. Elena paga el dinero acordado por la
parte del piso que le correspondía a él. Miguel se ha ido de la vivienda que ha
sido el hogar familiar y que pasa a ser de Elena en su totalidad.
Cristina y Miguel están cada
día más pillados. En el trabajo hace tiempo que se enteraron y el jolgorio y
las bromas iniciales, han ido espaciándose y su relación forma parte de la
normalidad laboral. Miguel pensaba que
sería complicado que volviese a germinar ese sentimiento de nuevo, pero la vida
te da sorpresas. Además, el tiempo vuela y quiere exprimirlo al máximo.
Elena se resigna al poco tiempo de que Miguel abandonase el nido. Queda con él de tarde en tarde y se wasapean a menudo. Lo felicita por lo bien que le va su vida sentimental. «Vuelves a estar en el mercado», le dice a ella Irene, su mejor amiga. Tiene amistades y varias aficiones que le ocupan el tiempo. No se aburre. Si llega el amor no lo desdeñará, pero tampoco va a salir a buscarlo a pecho descubierto. Se encuentra bien así.






