sábado, 18 de octubre de 2025

El desgaste

 «Me he pasado», pensó, «pero no podía aguantar más». Elena le cargaba y alguna vez tenía que explotar, aunque haya sido en el momento menos oportuno, pero ciertas reacciones cuando llegan, no se pueden sujetar.

            Las copas todavía estaban sobre la mesa. La vajilla en el fregadero. La botella de cava por la mitad. La bandeja con turrón, mazapán, polvorones y peladillas, en el centro. Este año había comenzado de la peor manera posible. «¿o la mejor?» se sorprendió al escapársele esa escueta frase entre los labios.

 

            Elena se acababa de marchar con Benito e Irene. Sus acometidas durante la velada lo habían ido sulfurando y, cuando la rojez le subía hasta las orejas, había soltado una sarta de improperios que dejó a los invitados atónitos. Ella, tras lanzarle una mirada plena de inquina, los conminó a que abandonasen la casa en su compañía y la acogiesen en su domicilio. Sumisos y cabizbajos, la siguieron hasta la habitación de matrimonio, donde recogieron los abrigos que habían dejado sobre la cama dos horas antes. Elena abrió el armario y, tras unos momentos de duda, apartando perchas con la mano, eligió una cazadora de ante, con borreguillo en el interior.

A continuación, se despidieron de Miguel entre murmullos ininteligibles y se dirigieron a la puerta principal. Elena iba delante, con el rictus crispado. Salió al descansillo y llamó al ascensor. Abrió la puerta y la sujetó para que entrasen. Los dejó pasar y, antes de desaparecer en el interior, dirigió una mirada furibunda a su marido que los observaba desde el quicio de la puerta.

 

Llevaban tiempo fríos y distantes, interpretando una función de teatro sin ensayo previo, pero con muchos sobreentendidos. Los dos tenían un sueldo aceptable y juntando ambos habían liquidado la hipoteca en quince años. Todo un lujo, según estaba el acceso a la vivienda. No habían tenido hijos, no terminaron de decidirse. Era una postura que sus padres tachaban de egoísta, pero no querían renunciar a su libertad. Tampoco tenían mascotas. A Miguel, eso de tener animales en casa le daba aprensión. No era fobia, pero no le gustaban y era una responsabilidad. Tenerlos generaba unas obligaciones que no estaba dispuesto a asumir. Elena transigió. Tampoco era amante de las mascotas, si no, seguro que se hubiese salido con la suya, porque, a terca, pocos la ganaban.

En el caso de que la trifulca se confirmase y pasase a mayores, Miguel siempre había pensado que, para los trámites de la separación, eso facilitaría las cosas. Ni horarios de visita, ni reparto de fines de semana, ni custodias compartidas, ni vacaciones alternas. La posesión de la vivienda y el resto de las pertenencias sí que podían generar tensiones para llegar a un acuerdo.

Llevaban veinte años casados y los últimos cinco habían sido duros. La relación se había ido erosionando durante los primeros quince y resquebrajando en los siguientes hasta desmenuzarse en guijarros sueltos que se lanzaban sin disimulo y buscándose los puntos débiles, con una asiduidad creciente.

Elena, sin embargo, no daba por zanjada la relación aún. Tenía pensado mandar a Irene la mañana siguiente a por ropa interior y exterior, calzado y una serie de productos de uso diario, artículos de tocador y perfumes. Un libro que tenía a medias y el ordenador portátil que necesitaba para el trabajo. Quería alejarse una temporada. No tener comunicación con él. A ver si cedía en su postura y sus descalificaciones y le pedía perdón.

A Miguel no le achantaba lo del divorcio. Antes, Elena, lo esgrimía de vez en cuando y él se echaba a temblar, por el qué dirían sus padres y demás familia, pero ahora había visto que su convivencia había empeorado y que sería mejor así. Ya no se acojonaba con esas amenazas. Las treguas eran cortas e inestables, las etapas placenteras también y los altercados y reproches continuos. ¿Para qué prolongarlo más?

 

Se habían conocido una noche de copas en el centro de Madrid. La zona de Huertas era bulliciosa y concurrida. La de Latina estaba cogiendo auge, aunque de manera incipiente. Y raro era el fin de semana que Miguel y sus compañeros de facultad no se pasaran por ambas. En aquella ocasión, fueron a rematar a la discoteca Joy Eslava. sita en la calle Arenal.

Elena estaba celebrando el cumpleaños con sus amigas del barrio y, después de cenar en un Burger, decidieron ir a «mover el esqueleto», como se llamaba entonces al baile en lenguaje juvenil. Aunque estaban en distinto grupo, coincidieron en la pista, uno al lado del otro. Se cruzaron sus miradas y se sonrieron mientras se balanceaban al ritmo de la música rodeados por un montón de jóvenes que llenaban el espacio que se encontraba bajo las luces de colores y las bolas giratorias plateadas.

Cuando acabó la canción, Miguel se le acercó y le dijo al oído, pues el volumen era muy alto, que, si le apetecía tomar algo que le acompañase hasta la barra. Elena asintió y fue tras él sorteando a personas enajenadas y cimbreantes, que les impedían encontrar un camino que les llevase hasta el bar. Una vez allí, pidieron unos combinados y comenzaron a charlar. Lo típico. Primero los nombres, dónde vivían, qué estudiaban... Ninguno propuso volver con sus respectivos amigos. Cuando se les acabó la bebida, sonaban «las lentas», canciones melódicas de ritmo suave, propicias para bailar pegados y Miguel le preguntó si le apetecía echar unos bailes.

 Se gustaron. El brillo de la mirada los delataba. Miguel no era bailarín, pero Elena le dijo que la cogiese por la cintura y se dejase mecer por el ritmo de sus caderas y el compás de la música. Hizo lo que pudo. Aguantó tres piezas porque Elena puso la cabeza sobre su pecho y eso le excitó. Señaló hacía un rincón donde había unos asientos de escay corridos que estaban vacíos. Allí podrían seguir hablando sin que nadie los incordiase, porque sus compañeros llevaban un rato alrededor de ambos metiendo bulla y algún empujón que otro.

Miguel nunca había sido muy osado en las lides amorosas, así que siguió hablando de lo que le venía a la cabeza, simplemente porque estaba pasando una velada agradable, aunque no se atrevía a ir más allá. Elena le miraba a los ojos, se le acercaba hasta rozarlo, se le insinuaba veladamente, pero él la rehuía, le salía de dentro ese brinquito, con las posaderas hacia atrás, cuando Elena se le pegaba. Hasta que su espalda dio con la pared y ella se decidió a lanzar el ataque definitivo al darse cuenta de que Miguel no tenía escapatoria.

 Le acarició la mejilla y se lanzó después, a besuquearle por el cuello, ascendiendo hasta la oreja. El gustirrinín le hizo cerrar los ojos. Ella se creció y le besó suavemente los párpados, bajó por la nariz y puso los labios en forma de ventosa para posarlos directamente en los de Miguel que abrió en ese momento los ojos de golpe, pues notó una sensación viscosa entre los dientes. Por fin, «el hombre de hielo» reaccionó, cuando Elena pensaba en arrojar la toalla y correspondió a sus apasionados besos y caricias. Inició un torpe magreo bien acogido por la chica.   

Llegaron las amigas de Elena. Se tenían que marchar. En casa les habían puesto la una como hora límite y, aunque el metro estaba al lado, ya eran las doce y media. Maldijo Miguel su suerte y tuvo que volver a casa con un calentón y con una obsesión. Consiguió que ella le garabatease en una servilleta el teléfono. Respiró tranquilo, aunque le subía del ombligo hacia el pecho un efecto placentero que nunca había experimentado. Los móviles se empezaban a ver, pero sólo los disfrutaban los comerciales y los frikis, vocablo que empezaba a acuñarse, aunque era más usual el de personas extravagantes. Todo en ella le gustaba: su espontaneidad, su risa, su forma de moverse o de contar cualquier trivialidad. Sus besos le fascinaban.

Le tocó un poco de chufla a la vuelta.

—Joder con el Miguelito, parecía agua mansa, pero cómo se revolcaba.

—Tampoco te pases, Moisés. Elena me gusta, nos hemos conocido, me cae bien y punto.

—¿Ahora llaman así a los restregones?

—¿Qué restregones? ¿Cómo puedes ser tan imbécil? Como te coja te voy a dar una colleja que lo vas a flipar —dijo, mosqueado.

—¿Qué pasa rompecorazones? ¿Qué no me vas a aguantar una broma?

—Pero no tan basta.

—Entonces, ¿si te comento que todavía llevas la bandera a media asta me despellejas vivo?

En ese momento intervinieron el resto para apaciguar a Miguel, que se lanzaba puño en alto y a la carrera, tras los pasos de Moisés.

 

No sabía cuando llamarla. Entonces el control parental era más directo y había que pasar el filtro para poder hablar con una chica. Tamiz que, en ocasiones, era inquisidor y renuente.

—Buenas tardes, ¿Está Elena?

Tres segundos de silencio al oír una voz desconocida, joven y varonil. En este caso lo había cogido la madre y tras la vacilación:

—¿De parte de quién?

—De un amigo.

—¿Ese amigo tiene nombre?

—Me llamo Miguel.

—¿Y de que conoces tú a Elena, porque no me suena ni tu nombre ni tu voz?

Ahora el titubeo venía del otro lado de la línea.

—Coincidimos en la celebración de su cumpleaños. Estábamos en el mismo local…—se frenó aquí. Pensaba que podía meterse en terrenos pantanosos. Por fin, surgió la voz de Elena en el auricular. A pesar de ello, no era descartable que la madre se mantuviese a la escucha en el teléfono supletorio.

 

Hicieron el amor, por primera vez, un fin de semana que los padres de Elena se fueron a la sierra, un año después del inicio de la relación. Tenían en Moralzarzal un chalé pareado que colindaba con el de sus tíos. Los extrañó que ella no quisiese ir. La excusa de que tenía que estudiar para la selectividad no les pareció muy creíble, en principio. Podía repasar en la vivienda de fin de semana, le propusieron, pero ella se mantuvo firme. Les dijo que allí con sus tíos y primos y con el pesado del hermano, que siempre la estaba pinchando, no se iba a concentrar. Le iba a cundir más en Madrid, sola y centrada todo el día en el estudio.

Ese fue un paso importante. Después, alguna escapada de fin de semana, con la coartada de que iban en un grupo de amigos, contribuyó a afianzar su compromiso. Congeniaban bien, tenían gustos parecidos, aunque en política y en fútbol de vez en cuando había algún rifirrafe.

Los fines de semana solían alternar el Retiro, haciendo una parada a la vuelta en la cuesta de Moyano, con el Rastro. Después, unas cañas, a veces en pareja, otras en grupo y, la mayoría de los domingos por la tarde, iban al cine. Se llamaban todos los días cuando no podían verse y su vínculo se estrechaba cada vez más.

Hasta que llegó el día en que hablaron de formalizar su historia, independizarse y vivir en pareja. En ese aspecto tuvo que ceder Miguel. Los padres de Elena eran tradicionales, católicos practicantes y su niña no podía irse de casa a convivir con el novio sino pasaba antes por el altar. Así que tocó preparar bodorrio, aunque la familia de Miguel no quiso extenderse e hizo que se recortasen las previsiones iniciales de sus futuros consuegros de juntar a quinientas personas. Aun así, hubo bastante diferencia entre la asistencia de invitados de un lado y del otro.

Los padres de Elena, Luis y Fernanda, tardaron en transigir con el noviazgo. No les gustaba Miguel. Todo les parecía poco para su hija y él no iba a ser menos. Tampoco es que descendiesen de la «pata del Cid», como a veces le reprochaba a Elena. Luis era funcionario, trabajaba en un ministerio y Fernanda, auxiliar de enfermería. Tenían sueldos decentes, pero tampoco era para menospreciar a los demás. A Miguel le costó un tiempo y algunas triquiñuelas, conseguir ablandarlos, que le aceptasen y que tragasen con la boda.

El día del acontecimiento transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque Miguel y sus padres, Jerónima y Ángel, se agobiaron con tanta gente a la que atender.  Estaban deseando que acabase la jornada, a pesar de que sus consuegros lo tenían todo milimetrado. Cuando consiguieron desenredarse de todos los invitados, al final de la velada, los novios remataron la fiesta en un Karaoke con sus amigos más cercanos. Se cambiaron en el hotel donde se celebró la boda y donde habían reservado habitación para pasar esa noche.

 

Los años fueron pasando, la monotonía se fue apoderando de ellos y la convivencia cambió, poco a poco, hasta llegar a los extremos actuales en que los reproches y las voces eran constantes. Se habían vuelto suspicaces en grado superlativo. En los últimos tiempos hubo sospechas, por ambas partes, de infidelidades, nunca confirmadas.

Miguel miraba, en esos momentos, la tele desde el sofá. El cotillón y las serpentinas inundaban la sala de fiestas desde donde se estaba retransmitiendo la Gala «Bienvenido 2026» con dos rutilantes presentadores de la cadena, flamantes ganadores ambos del premio Planeta, y con actuaciones de artistas de primer nivel. Lo tenía de fondo, no apreciaba tanto detalle. Estaba con la cabeza en otro sitio y un torbellino de emociones encontradas le pasaban por la mente.

Habían visto a la Pedroche retransmitir las campanadas porque así lo decidió Elena. Para ella era una mujer empoderada, desinhibida, ecologista y emprendedora. Además de guapa y con tipazo. El traje fue uno de los detonantes de la discusión después de una tarde noche que ya venía calentita.

—No sé como te puede llamar la atención la mujer del mejor cocinero del mundo. A mí me parece más noblote él.

—No es la mujer de nadie.

—Perdón, la esposa.

—Ni mujer ni esposa, esas palabras denotan posesión. Qué sepas que Dabid Muñoz esta asesorado por Cristina en el marketing, publicidad, redes sociales y demás. Por eso triunfa. Qué manía tenéis los del heteropatriarcado.

Miguel respiró hondo. Ese tema le irritaba y, además, le gustaba buscarle las vueltas. Había llegado a un punto en que no se cortaba con Elena, aunque observó que Benito e Irene estaban visiblemente incómodos con el tono y los derroteros que había tomado la conversación.

—¿Y se tiene que desnudar para hacerse valer? Todo por la pasta y no hablo precisamente de macarrones.

—Qué zopenco. No se desnuda. Es un vestido de alta costura con transparencias. Innovador y que marcará tendencia. Confeccionado con materiales biodegradables.


—Pues no te veo yo a ti, exhibiendo ese cuerpo serrano, aunque la prenda, por llamarle algo, sea crecedera.

—Podemos cambiar de tema ya, que os estáis enredando por nimiedades —terció Benito.

—Ya verás que audiencia tiene y que cantidad de seguidores —perseveró Elena.

—Seguidoras, si acaso. Habrá zumbadas que lo comprarán, aunque se arruinen.

—Bueno, cada uno hace con su dinero lo que quiere, Miguel. Y vamos a cambiar de tema o, mejor, a apagar la tele, que vaya nochecita que nos estáis dando —dijo Irene.

—Cállate gandul —prosiguió Elena—. No me piques. Más vale que buscases trabajo y no pasases todo el día zascandileando.

Miguel se esperaba cualquier cosa, pero estaba claro que su mujer quería darle donde más mella le produjese. Le pilló con el pie cambiado, se le hinchó la vena y se disparó.

—¿Serás gilipollas? Me echaron hace menos de un mes, con una indemnización curiosa y un paro de dos años. Estoy echando currículos. No es fácil encontrar un puesto equivalente siendo cuarentón.

—Sin faltar.

—¿Qué más quieres que haga payasa? —añadió Miguel—. Bastante agobiado estoy con mi situación. ¡Vete a la mierda!

—De momento, me voy a ir de casa y no sé si volveré. Te has pasado tres pueblos.

—Y tú cuatro aldeas, ¿no te jode?

—Si al menos me pidieses perdón…

—Jamones. Estoy calentito, guapa. No tengo de que disculparme.

 

La mañana siguiente Irene va a recoger las cosas de Elena. Miguel no está. Ha salido a comer en casa de sus padres. Se ha ido a eso de las once, porque no había dormido bien. Tenía la cabeza cargada y se le estaba haciendo larga la mañana. Ellos se extrañan de que aparezca solo el día de año nuevo. El hijo echa el achaque de que su mujer se ha ido a comer con sus padres.

—No era lo que teníamos hablado hijo ¿les ha pasado algo? —pregunta su padre.

—No, que yo sepa, pero ya sabes cómo es Elena.

—Es muy suya, sí, aunque no entiendo que si comisteis allí el día de Navidad no venga el día de Año Nuevo a comer con sus suegros como habíamos quedado ¿No os habréis enfurruñado?

—Para ser sincero, un poco sí.

—Vaya hombre —intervino Jerónima—. Ahora por cualquier chorrada preparáis el divorcio y por si fuera poco en estas fechas.

—Eso no se calcula, mamá, las cosas hay que afrontarlas cuando vienen, aunque todavía no es nada definitivo.

—A ver si aparece a tomarse un café.

—Lo dudo.

 

Los días que siguieron no hubo comunicación entre ellos. Elena era maestra y no tenía clase hasta después de Reyes. Miguel estaba en el paro y esas fechas son malas para buscar trabajo, a no ser de reponedor o de hostelería en campañas de Navidad, que además ya empezaba a agonizar. Trabajos de batalla para gente que está empezando, pero él tiene una larga trayectoria laboral y no quiere ocuparse en cualquier cosa. Prefiere buscar sin prisa, pero sin pausa y no quedarse con lo primero que le ofrezcan. Para precarizarse tiempo tiene.

Ninguno de los dos se atreve a romper el hielo y la situación se vuelve rara, no sólo por los días que llevan sin verse, sino porque, deberían adoptar alguna determinación. Tienen que hablar y decidir su futuro: si retoman la convivencia, se dan un tiempo o se separan definitivamente. Miguel está harto y, aunque no tiene trabajo, está decidido a dejarlo. Tirar con el finiquito y con el paro. Últimamente se le ha hecho bola. No pilla sus gracias y se aburre soberanamente. Medita esos días y piensa proponer a Elena que se quede con el piso y le de una cantidad pactada por la parte que le corresponde. Quedaría libre de ataduras, aunque al principio se le hiciese duro y extrañase su ausencia. Lo de volver con sus padres le da mucha pereza. No quiere controles ni reproches de sus progenitores a estas alturas.  

A ella, que tanto ha alardeado con separarse en varias ocasiones, de palabra y de obra, ahora le tiemblan las piernas. Lo ha dejado entrever, a veces con demasiado desahogo y a la hora de la verdad no lo tiene tan claro. Cree que todavía se pueden arreglar. Miguel no es mala persona, aunque en los últimos tiempos parece que lo goza sacándola de sus casillas. Siempre han tenido muchas complicidades y gustos en común y aunque se han ido distanciando, en un desgaste lógico por el paso de los años, no se pueden haber evaporado de golpe. Siempre quedará un poso de los gratos momentos compartidos. Otras veces le da por pensar que le pierde su vena romántica, pero que, en verdad, hace tiempo que no gozan de un día completo de felicidad. Está hecha un lío.

El sexo también los distancia. Miguel, sin mantener el apetito y los bríos de los primeros años, todavía mantiene cierto deseo y, si por el fuese, harían el amor más a menudo. La realidad es que llevan una media de un polvo a la semana. Generalmente los sábados por la noche. A los viernes llegan fatigados después de la semana laboral y el día siguiente ya tienen las pilas cargadas, aunque a veces salen a cenar con amigos y llegan a casa achispados y con pocas ganas de folleteo. En esos casos lo suelen suplir, tras un trabajo de aproximación y cortejo por parte de Miguel, con un revolcón dominical.

Elena piensa que el sexo está sobrevalorado y que, con sus casi cincuenta años, no son unos adolescentes fogosos. Rara vez siente apetito y suele ser Miguel el que se pone sobón y a veces la hace sucumbir. Al final se alegra, pero tarda un rato en ponerse a tono y Miguel se desespera. Él suele decir, utilizando un símil hogareño, que Elena es un horno que necesita un tiempo para calentarse y él, un microondas, que en cuanto le aprietan el pulsador ya está encendido. «Qué ingenioso ¿Se te ha ocurrido a ti o lo has escuchado a alguno de tus amigotes en el bar?», suele ser la frase con que ella despacha sus picardías.

Entonces Miguel hace como que se enfada, le sacude un par de azotes y comienza a tirarle pellizcos y sumergirse debajo de las sábanas en busca de aventuras, para comenzar de nuevo los prolegómenos, pero Elena se defiende, le suelta varias patadas y empujones que, en ocasiones, le hacen dar con sus huesos en el suelo. Terminan cabreados y no cruzan palabra en un buen rato.

 

—Hola, cari.

—¿Cari?

—¿Cómo quieres que te llame?

—Por mi nombre.

—Qué seco eres, Miguel.

—Ya me conoces, no me vengas con fingimientos.

—Chico, una intenta hacer las paces…veo que estás crecidito.

—Supongo que en casa de Benito e Irene tienes una habitación para ti.

—Sí, pero tampoco quiero eternizar la situación. Para favor ya fue bastante.

—Precisamente quería pedirte yo uno. Que permanezcas un poco más de tiempo con ellos.

—No me fastidies Miguel.

—Mientras que busco algo.

—¿En serio me lo dices?

 

Conviven, pero no son pareja. Se les hace rarísimo. Llegaron a un acuerdo. Miguel habló claro. No quiere retomar la relación y le jode gastarse un pastón en alquiler, pues últimamente están por las nubes y en poco más de un año se comería una buena porción de sus ahorros. Hicieron demanda de divorcio, pero Elena tampoco ha pagado la parte que le corresponde a Miguel por el piso. Los dos están incumpliendo, de una o de otra forma, las estipulaciones contempladas en el acuerdo firmado ante notario y, sin embargo, cuando ante la ley son dos personas sin ningún tipo de vínculo es cuando se soportan mejor. Quizá por eso, porque cada uno va a su bola. Cuando coinciden en las zonas comunes se sonríen. Elena incluso se ilusiona porque vuelven a compartir a veces el salón y ven alguna serie juntos, que después comentan y la animadversión no se atisba por ningún lado.

            Todo cambia una noche que Miguel, que había vuelto a encontrar trabajo, lleva a una compañera al piso. Vienen algo achispados. Se la presenta a Elena que salió de la habitación en pijama. Se había despertado al escuchar las risas y las llaves de Miguel que se le habían caído al suelo en medio del silencio de la noche.


—Cristina y yo vamos a tomarnos una copilla. No te preocupes que procuraremos no hacer ruido.

Todo este tiempo en que Miguel daba explicaciones con la lengua un poco trabada, tenía cogida por la cintura a Cristina y se le veía muy cómoda con la situación. Elena les dijo que vale, que se iba a dormir, que ellos verían, pues al día siguiente tenían que ir a trabajar y la resaca es mala compañera. Pero la realidad es que estaba celosa, a pesar de que técnicamente llevaban unos meses sin ser nada. Sin embargo, ella no había perdido la ilusión.

Los acontecimientos se precipitaron porque una hora después volvió a despertarse y esta vez porque oía ruidos en la habitación colindante, la de invitados, que había pasado a ser la de Miguel. Ruidos inequívocos. Se lo pasaron en grande. Toda la noche dale que te pego y alternando los periodos de descanso con risas y charlas que se transformaban en murmullos ininteligibles para Elena. No pegó ojo. No solo por el fragor de la batalla que se estaba librando a escasos metros de su cabecera, sino por el coraje que sentía, que le quemaba el pecho y le subía hasta las raíces de los cabellos.

Al día siguiente por la tarde, cuando Miguel abrió la puerta y entró en la vivienda pegó un respingo. Por poco se lleva por delante un bulto que estaba en medio del recibidor. Se sorprendió al pronto, pero su reacción no fue airada.

—¿Qué hace mi maleta aquí en medio?

—Imagínatelo.

—Ahora que lo dices…puedo sospecharlo, pero esto se avisa.

—Después de lo de anoche no puedes permanecer un día más en mi casa.

—Elena, tu y yo, no somos pareja. Eso quedó claro. Somos mayorcitos y tenemos vía libre en todo, también en el amor.

—Perdona, Miguel, sé que es irracional, pero no puedo soportar que estés con otras mujeres delante de mis narices. ¿Se te hace raro que siga teniendo celos? El caso es que he pasado un día mortal de necesidad.

—Perdóname tú, por no haber medido las consecuencias. Creía que no te iba a afectar tanto, a hacerte tanto daño. Pensé que te habías hecho a la idea, igual que yo, después del pacto. No volverá a pasar.

Le explica que había ido precisamente a recoger. No pensaba marcharse aún, pero como el equipaje estaba empaquetado y, viendo las consecuencias que había traído su visita de la noche anterior acompañado de Cristina, lo mejor era largarse. Le da las gracias por haber sido comprensiva y haberle acogido durante estos meses.

—¿Dónde vas a ir? —preguntó Elena. Ahora le entraba mala conciencia.

—A vivir con Cristina.

—¿Tan pronto? Ojalá salga bien, pero permíteme decirte que es una decisión poco meditada.

—Permitido, pero no ha sido tomada tan a la ligera como piensas. Cristina y yo tenemos cierta amistad. Llevamos un par de meses quedándonos a tomar algo después del trabajo. Hemos hablado largo y tendido. En este tiempo, hemos compartido complicidades y confianzas. Siento algo por ella, creo que es recíproco y vamos a probar. A nuestras edades no estamos para noviazgos de lustros. Si me equivoco tendré que apechugar. 

—¿Es soltera? Disculpa la curiosidad.

—Disculpada. Nuestra situación es similar. Es divorciada y no tiene hijos, vive sola. Al final lo de anoche sirvió como detonante. Es el empujoncito que faltaba para zanjar lo nuestro.

—Ayer hubo algo más que empujoncitos. ¡Madre mía! —Elena, se echa a reír.

—¡Hombre! Te puedes apuntar al Club de la Comedia. Hasta chistecitos te salen. Eso me tranquiliza, sentía bastante preocupación por ti. Bueno, adiós. Estaremos en contacto —se dirige a la puerta.

— ¿Ni un beso me vas a dar de despedida?

—Claro mujer, los que sean menester. Tienes razón, después de tanto tiempo compartido, qué menos.

Le va a dar un beso en la mejilla, pero Elena tuerce la cara, en el último instante, y se lo da en la boca. Dos lagrimones le descienden hacia los labios. Miguel le da otro beso, esta vez más sentido y duradero. Se da la vuelta y se aleja, arrastrando la maleta.

Durante los meses siguientes van solventando los asuntos que dejaron pendientes por pereza o por la vana ilusión de que la relación se recondujese. Elena paga el dinero acordado por la parte del piso que le correspondía a él. Miguel se ha ido de la vivienda que ha sido el hogar familiar y que pasa a ser de Elena en su totalidad.

Cristina y Miguel están cada día más pillados. En el trabajo hace tiempo que se enteraron y el jolgorio y las bromas iniciales, han ido espaciándose y su relación forma parte de la normalidad laboral.  Miguel pensaba que sería complicado que volviese a germinar ese sentimiento de nuevo, pero la vida te da sorpresas. Además, el tiempo vuela y quiere exprimirlo al máximo.

Elena se resigna al poco tiempo de que Miguel abandonase el nido. Queda con él de tarde en tarde y se wasapean a menudo. Lo felicita por lo bien que le va su vida sentimental. «Vuelves a estar en el mercado», le dice a ella Irene, su mejor amiga. Tiene amistades y varias aficiones que le ocupan el tiempo. No se aburre. Si llega el amor no lo desdeñará, pero tampoco va a salir a buscarlo a pecho descubierto. Se encuentra bien así.