La jornada había sido
agotadora. Joan estaba sudando. Tenía la camisa empapada. Cinco cirugías, sin apenas
pausa entre ellas. Se disponía a desenrollar la esterilla para descansar echándose
en cualquier rincón. La fatiga le mantendría ajeno al rumor ambiental. Ese
sonsonete repetitivo de las danzas masái se le había incrustado en el cerebro.
Está colaborando en un pequeño hospital de campaña, precario. Cuatro paredes de adobe con techumbre de cañizo. Suelo de baldosas irregulares realizadas con barro cocido. Veinte catres destartalados forman una línea que junto con armarios de madera sin desbastar, situados en las esquinas, delimitan los pasillos, trazados artificialmente por el mobiliario. Al recorrerlos, se hace necesario esquivar los goteros que agarran a la vida a los pacientes. Heridos con machetes en las intrusiones de otras tribus o con minas enterradas por militares represaliados que buscan venganza; contagiados de dengue o de paludismo; aquejados de gastroenteritis severas por consumir agua contaminada…
Situado en medio de un llano
inhóspito, cuya arena se levanta cuando arrecia el viento y se hace complicado
impedir que penetre en el edificio, cuyas puertas y ventanas están mal
selladas. Dos grupos electrógenos potentes, alimentados con gasoil, generan
energía eléctrica, tras un proceso de transformación. De su correcta marcha
depende que funcionen los aparatos que
utiliza el personal sanitario para atender, operar, aliviar mediante curas y rehabilitar a los
enfiermos. Dos vehículos todoterreno con cuatro integrantes de los cascos
azules de la ONU, cada uno, vigilan la zona.
Sale a asearse en una
palangana en la que vierte agua de un barril de plástico. Cuando vuelve al
interior sus miradas se cruzan. Joan descubre a Ngai en brazos de un adulto que
debe de ser su padre. El niño tiene puesta la camiseta del Barcelona y le clava
unos ojos negros profundos, melancólicos. Los dientes apretados. La cara reseca
moteada de bubas. El gesto huidizo y resignado. Los pies desnudos, agrietados y
polvorientos. El brazo derecho seccionado a la altura de la muñeca, dejando al
aire tendones y pingajos sanguinolentos que aun se rebullen en movimientos
espasmódicos. Un trapo que envuelve un objeto y rezuma sangre, destaca sobre su
torso.
Año tras año, cuando vuelve
a la misión, se enorgullece de su amigo Ngai. Fue complicado ganar su confianza.
Nunca había conocido a criatura más recelosa, pero cuando, al fin, consiguió
que se despojara de todas las cautelas, de las púas que llevaba incrustadas en
el corazón, la vereda sinuosa e inextricable se fue ensanchando hasta tranformarse
en una autopista.
Ngai se ha convertido en el mejor cirujano de Kenia. Joan está en el quirófano, ayudándolo en medio de una operación complicada. Se detiene a evocar el pasado y dirige, sin poderlo evitar, su mirada hacia la cicatriz que rodea la muñeca de Ngai. Su sonrisa le desarma y hace que se le salten las lágrimas. «Me decepciona doctor, nunca hubiese pensado que en el momento álgido de una intervención fuese incapaz de controlar las emociones. De usted aprendí que los pacientes merecen que nunca bajemos la guardia y fijemos en ellos los cinco sentidos».