Una de
las señas de identidad más marcadas del pasado siglo XX en España fue el éxodo
rural, entendido como desplazamiento de población desde los pueblos hacia las
ciudades. Mayoritariamente, son jóvenes que buscan trabajo o estudian para
mejorar su posición social. De este modo, los pueblos se vacían y las ciudades
se llenan. El atractivo de la gran ciudad de lograr mayor bienestar resultará
real o no, pero esto último no detiene a esa marea que se muestra a todas luces
imparable. Las estimaciones del Banco Mundial para el año 2050 señalan que casi
el setenta por ciento de la población mundial terminará entonces viviendo en
grandes ciudades. Hacer lo contrario será heroico, casi suicida. Ese camino
inverso de volver a lo rural, al campo, al pueblo que te vio nacer se tornará
en descabellado para el común de los mortales. Pero puede que, remando contra
corriente, quede algún atípico que se atreva a dejar que ese camino de vuelta
le ronde en la cabeza. Frente a viento y marea, y con ese pensamiento de volver
a los orígenes que, consciente o no, nunca le ha abandonado, fantasea nuestro
protagonista una y otra vez. ¿Dará el paso? No seré yo quien adelante aquí
acontecimientos. Solo quiero hacer que conste esa profunda lucha interior, ese
desgarro urbano que de algún modo habrá de ser reparado… o no, ¿Quién sabe
dónde ni cómo si así finalmente fuera?
El
hijo del Pielero es una novela de las que se leen fácil, y el
cuerpo te pide más. En la que todo cuadra, pero no te acomodes que puede haber
inesperados virajes al mínimo parpadeo. Naturalismo costumbrista, estilo que
firman una y otra vez Benito Pérez Galdós, Miguel Delibes o, más reciente,
Jesús Carrasco Jaramillo, el de Intemperie, por recorrer de un plumazo o tres
una tradición narrativa española de las de rompe y rasga. Sí, señor, o señora,
aquí podría encuadrarse la presente obra, y resultaría muy correcta, poco
dudosa, su clasificación. Pero Salvador Nombela Silván aporta una frescura muy
actual, más cercana al documentalismo novelado, y ahí se aleja de aquellos
grandes nombres de la narrativa en castellano, creando, desde el grito urbano,
un terreno propio. Podría decirse un «terruño». Su terruño, en definitiva. No
está nada mal para un debutante. Tener sello propio no es tan fácil.
Después
de un libro histórico, memoria de su pueblo, titulado Almorox, ayer y siempre;
después de un libro de relatos, llamado Pandémicos y sempiternos, con el que
debutó en la ficción plasmando en papel la complejidad de las relaciones
humanas, que previamente había mostrado desde su blog «pielerodicharachero»,
llega esta novela donde el autor se abre en canal.
Como
al apartar del cuerpo muerto cada una de esas pieles, que separadas del animal
con precisión quirúrgica sirvieron al humano para arroparse desde tiempo
inmemorial, así disecciona el autor cada una de las vivencias rurales y
urbanas, urbanas y rurales, en un contrapunto que queremos ver confluir.
¿Es
autobiográfica? ¿Y qué primera novela no lo es? La realidad como origen y
superación de toda fantasía, banderas ambas que esgrime el autor hasta
mezclarlas con sutileza. Realismo, ficción o los dos a partes iguales. Uno u
otra. Otra y uno. Donde termine llevando la inercia al protagonista no parece
lo importante. El camino, en cambio, sí. Esa vereda que es la vida, y a los que
te vas encontrando al recorrerla. Marca la ruta, y marcan ellos, los que se te
unen por el camino. Y te marcan para siempre. Además, sin prejuicios se llega
más lejos, y se disfruta más del tránsito. Pues como dejó escrito el poeta, «se
hace camino al andar». Podría decirse, por lo escrito más arriba, que este
prologuista es poco neutral. Algo hay de verdad en esa afirmación, como en
decir que tampoco puedo ser más neutral. Me une una amistad profunda con el
autor, tan verdadera como su prosa. Disfrutémosla.
Hernán
Silván
Doctor
en Medicina y escritor