La carrocería de un Porsche negro espejea mientras se desliza por el asfalto en la tórrida tarde agostiza. Llantas de aleación, línea aerodinámica, interior ergonómico, tapicería de cuero, volante de madera. Un cartel de grandes dimensiones informa de la proximidad de una gasolinera. El automóvil toma la vía de servicio y se detiene frente al surtidor prepago de gasolina 98 extra plus. El conductor desciende del vehículo. Viste ropa sport de marca: Polo Lacoste, vaqueros Pepe Jeans, zapatos Martinelli. Ocultan sus ojos unas gafas de espejo Ray Ban. Rodea su boca una perilla bien recortada.
Dentro
del establecimiento divisa, fijado al techo, el panel indicador de los aseos. Se
dirige hacia ellos. Al franquear la puerta, aparece ante sí un pasillo de
paredes desnudas, sin puertas ni ventanas. Como único objeto —al fondo—, un
gran armario. Está embutido contra el muro, de suelo a techo. Su primera idea —tras
la sorpresa inicial, al no vislumbrar hueco practicable— es volver al local,
pero una fuerza interior le compele a dirigirse al armario. Se aprecia un texto
en su frontal que, conforme se aproxima, se hace legible: «pase sin llamar».
«¿No será una broma de cámara oculta?», recela alzando la vista hacia los
ángulos. Mientras su mente desconfía, sus manos abren los dos batientes. Gana la
curiosidad. Distingue dos escalones y un pequeño habitáculo. Del otro lado una
cortina translúcida de listas de plástico, similar a las que hay en ciertas cámaras
frigoríficas. La traspasa apartando las tiras con los brazos y desemboca en el
baño, ya con los esfínteres al límite. El suelo es de terrazo. Hace años que no
ve ninguno similar, aunque los motivos le son familiares. Gira la manilla y penetra
en una de las cabinas. Advierte perplejo que carece de taza. En su lugar un cuadrado
blanco a ras de suelo con un agujero y unas huellas para ubicar los pies marcadas
en relieve. En lo alto, una cisterna pegada al techo. De ella pende una cuerda
de cáñamo con varios empalmes. Le choca por lo extemporáneo, pero sólo tiene
tiempo de colocar sus pies en el lugar señalado, desabrochar con rapidez el
botón, bajar la cremallera de la bragueta, ponerse en cuclillas y desahogarse
«¡Qué a gusto se queda uno!», murmura. Su frente brilla por el sudor que
comienza a brotarle.
Al
aproximarse al lavabo —después del alivio—, el descascarillado espejo le
devuelve una imagen que lo deja descolocado. Es la suya, pero de… ¡Cuando tenía
dieciséis años! ¡Qué greñas! La ropa que viste es setentera. Camisa con grandes
picos que le llegan hasta el pecho y pantalones de tergal con las perneras
acabadas en campanas. No puede ser. ¿Qué leches significa esto?
Entra en pánico. Vuelve al establecimiento a la carrera. En el trayecto no encuentra armario ni cortina alguna. Su confusión aumenta. O la tienda es de artículos vintage o se confirman sus peores augurios. No acierta a articular palabra, se limita a comprobar —visualmente primero y de manera táctil después— que los productos que se exhiben corresponden a tiempos pasados. Se detiene ante un expositor de cintas de cassette. Le llama la atención una caja cuya carátula reza: «últimos éxitos de Manolo Escobar, la minifalda y ¡Qué viva España!»
Oye
un vozarrón que le es familiar. Su padre le apremia desde la entrada. «¡Cuánto
tardas muchacho!» Al intentar salir del local se pega un morrón contra el
cristal. Se dirige confuso al gasolinero: «¿Esta puerta no se abre con control
de presencia?» Le pone una cara como si le estuviera hablando un alienígena.
Una vez en la furgoneta se
agobia. La velocidad a la que van es irrisoria, no más de sesenta kilómetros
por hora y el ruido a lata es ensordecedor. Las puertas no ajustan bien. Es
como si se fuera a desarmarse. Sube la ventanilla del todo —girando con brío la
manivela— y se dirige a su progenitor:
— Enciende el aire
acondicionado que no veas como está atizando el sol.
— ¿El aire acondicionado?
Hijo, ¿Estás trastornado?
—Lo que estoy es chorreando.
Tengo sudor hasta en la rabadilla. Esto es tercermundista, cutre, ya lo he
vivido antes ¡Me niego a pasar otra vez por ello!
Despierta empapado, entre
convulsiones y dando puñetazos al aire. Aún jadeante, extiende la mano temblorosa.
Busca a tientas el interruptor de la lámpara. Cuando lo aprieta el haz de luz ilumina
su Iphone 12 que se encuentra encima de la mesilla. Su contemplación lo tranquiliza,
lo relaja, le llena de paz. Ha regresado al presente.