No recuerda cuando fue el momento exacto en que su vida se
fue a la mierda, en que empezó a hacer aguas. Su existencia no había funcionado
como una máquina que se activa y desactiva en segundos con botones de on
y off. Ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, puede rememorar
ciertas escenas que entonces no consideró premonitorias de este final. El
proceso fue gradual. Prometedor, ilusionante, degradante y repulsivo.
Julia era una chica mona, de buen ver. Pelo moreno, cara afable, mirada limpia, carácter alegre. Estatura media y cuerpo menudo, con curvas bien definidas. No era mala estudiante, tampoco excepcional. Aprobaba con holgura en aquellos lejanos tiempos de instituto, pero no se planteaba que haría en el futuro, no tenía una vocación definida. La mayoría de sus amigas habían decidido desde tiempo atrás cuál sería su profesión: Cardiólogas, enfermeras, azafatas de vuelo, químicas, periodistas…Sin embargo, ella era un mar de dudas, aplazaba el momento de tomar la decisión, lo consideraba lejano, pero los años fueron pasando y, cuando aprobó la selectividad, no había vuelta de hoja, tenía que elegir la carrera que comenzaría el curso siguiente. Sus padres, siempre en el pueblo y dedicados al campo, no habían tenido la posibilidad de estudiar y estaban ilusionados ante la perspectiva de que Julia fuese la primera licenciada de la familia. No les importaba apretarse el cinturón ante los costes y sacrificios que supondría mandar a la chica a Madrid.
Al final eligió Económicas. No se le daban mal los números.
Con los pies en el suelo, no se consideraba capaz de terminar la carrera de ciencias
exactas, demasiado nivel, además de que no le llegaba la nota. Pensó que tendría
varias salidas con esta elección. Llevar contabilidades, gestionar nóminas de empresas
y sus recursos… para eso si se veía capacitada. Lo de la estancia y manutención
en un colegio mayor era inasumible, demasiado desembolso, pero una tía suya, soltera,
que vivía en Madrid, hermana de su madre, le ofreció cobijo y, aunque el piso
estaba bastante lejos de la ciudad universitaria, aceptó sin dudarlo. Pagaría
una cantidad módica y colaboraría con los gastos de la comida. En cuanto se
instalase, preguntaría por los medios de transporte y las combinaciones para ir
hasta la facultad. También por los billetes más económicos o los abonos.
Conoció a Camilo en la facultad. Le llamó la atención por su
prudencia y moderación. Algo atípico en esas edades y tiempos. No era vocinglero,
no hacía pellas por deporte ni pasaba las horas muertas jugando a las cartas en
la cafetería como otros compañeros. Se implicaba políticamente, pero no era
cabecilla ni buscaba protagonismo. No tenía madera de líder. Acudía a manifestaciones,
pero sin fanatismo. No era un agitador ni se dedicaba a destrozar el mobiliario
urbano, aunque alguna vez le tocó correr delante de la policía para evitar
posibles malentendidos y porrazos.
En clase eran muchísimos alumnos. A Camilo lo conocía de
vista. Su primer acercamiento se produjo un día que la profesora estaba exponiendo
unos conceptos económicos básicos y le preguntó de sopetón. Ella notó que se
azoraba, no sabía si por el apuro de hablar en público o porque no sabía por dónde
salir. Con muy mal estilo se ensañó con él, lo dejó en evidencia, le dijo que estaba
a tiempo de cambiar de carrera. Julia lo vio tan indefenso que intervino
cortando la arenga, ante la sorpresa general. Rebatió a la docente con vehemencia
y le afeó su actitud abusando de su posición. Mantuvieron un diálogo tenso,
pero la profesora, ante los murmullos crecientes, prefirió dejarlo estar, envainársela
y cambiar de tercio.
Después de clase, Camilo le salió al paso, le agradeció el
quite con mirada franca y la llenó de halagos. Notó como todo su cuerpo se acaloraba
y supuso que sus mofletes adquirían un tono carmesí. Las manos le empezaron a
sudar, así que se limitó a esbozar una sonrisa y salir de escena a paso vivo.
Al día siguiente, cuando llegó al aula, nada más sentarse, advirtió
como Camilo aparecía por la puerta, se dirigía hacia la zona donde ella se
encontraba y se sentaba a su lado. Julia giró la cabeza para comprobar
que la miraba fijamente y que una sonrisa, de oreja a oreja, iluminaba su
rostro. Los días posteriores repitió la operación. Se colocaba en el lugar más
cercano a ella que encontraba libre. Nació entre ellos una amistad que fue
creciendo poco a poco. Comenzaron compartiendo apuntes y charlando sobre temas
triviales, casi siempre estudiantiles: las asignaturas del curso, cuáles consideraban
Marías y cuáles más áridas; de sus preferencias con respecto a los profesores o
lo mucho que les gustaba la ciudad universitaria por el ambiente estudiantil y
sus amplias zonas verdes. Cuando sonaba el timbre de la última clase se despedían
hasta el día siguiente.
Estos adioses se fueron alargando. En ocasiones iban andando
juntos hasta el metro. Fueron tomando confianza y abriendo el abanico de temas
de conversación, pasando por sus respectivas familias e incluso por la
política. Se sentían cada vez más cómodos juntos. Por las tardes, Julia daba clases
particulares tres días en semana, para sacarse un dinero y ayudar en sus
gastos. También le servían de repaso en algunas asignaturas como matemáticas o
estadística. Un día, Camilo le propuso que se quedase a comer en la cafetería.
Después, dieron un largo paseo por el parque del Oeste, se sentaron en un banco
y a la hora de despedirse, junto a la boca del metro, Camilo la miró con ternura,
juntó sus labios con los de Julia y le dio algo parecido a un beso. Ella sintió la suavidad y el calorcito que desprendían.
Un instante fugaz, porque Camilo, todo colorado, se dio la vuelta y desapareció
a la carrera.
Estos paseos se volvieron rutinarios. Pasaron del banco a
la pradera de hierba desde donde, sentados, divisaban las últimas nieves que quedaban
en la sierra o, tumbados boca arriba, contemplaban el cielo limpio, sin nubes apenas.
Allí se produjeron también los primeros revolcones y escarceos amorosos. Búsquedas
ávidas de piel juvenil, tersa como el parche de un tambor, bajo la ropa. Julia recuerda
con inmenso cariño aquellas inolvidables tardes primaverales en el parque del
Oeste.
Su relación se afianzó
durante los años de facultad. Se hicieron inseparables. Novios formales les
parecía una expresión demasiado formal y comprometedora, pero en esa época era
la utilizada. Lo de «mi pareja» no se usaba aún. Los fines de semana también
salían de juerga con amigos, la mayoría de la facultad. Se acuerda de que Camilo
cuando se achispaba tenía la costumbre de imitar el habla de los gitanos, lo clavaba.
Usaba una frase recurrente que decía a sus conocidos refiriéndose a ella a modo
de presentación, amusgando los ojos y con voz cavernosa: «ja me maten, que
sepas payo que mi tronca es d´Ávila, válgame el señor». Se echaban unas risas
con estas y otras simplezas.
Aprovecharon para tener sus primeros encuentros sexuales
los fines de semana en los que su tía partía para el pueblo. Julia se quedaba
en Madrid con la excusa de los estudios. La fogosidad de la juventud salía a
relucir en aquellas tardes en que deambulaban desnudos por el piso después de pasar
horas en la cama susurrando, acariciándose y haciendo el amor.
Comenzaron a buscar trabajo en el último año de carrera. Entonces, había más oportunidades. Un día que Julia salía del metro, un chico que estaba repartiendo propaganda le dio un folleto publicitario de una academia formativa y, entre el listado de cursos que ofrecía, estaba uno de especialización para administradores de fincas. Llamó su atención, pues siempre había oído que la licenciatura en económicas era una de las más valoradas para desarrollar esa profesión. Lo corroboró con compañeros de estudios. También preguntó a algún profesor. Cuando terminó la carrera, en septiembre de ese mismo año, se apuntó e hizo un cursillo bastante completo de seis meses de duración. Se colocó en una empresa destacada en el ramo de la administración de fincas. Le asignaron varias comunidades para gestionar. Se le daba bastante bien, le gustaba. Le fueron ampliando cometidos y encomendando la gestión de nuevas comunidades de vecinos. En un tiempo relativamente corto consiguió un sueldo aceptable y el reconocimiento por parte de compañeros y colegas.
Camilo tuvo más fortuna,
si cabe, porque a través de un contacto conocido de su padre, encontró empleo
en una empresa que se dedicaba a la auditoría de sociedades de todo tipo,
asesoría en inversiones y estudios de mercado. Con un buen sueldo de economista
desde un principio, en una materia para la que había estudiado y en la parcela
que más le atraía. Sus aspiraciones se vieron colmadas porque, además de
demostrar su capacidad desde los inicios, le sonrió la fortuna. Algunos directivos
cambiaron de aires, se mudaron de empresa, incluso de país, por lo que, a los
dos años había conseguido un cargo importante acompañado de un nuevo ascenso a
los pocos meses. Le hicieron subdirector por sus méritos, pero también porque ocurrió
una desgracia. A la persona que estaba ocupando ese cargo hasta entonces,
bastante considerada, le detectaron un cáncer y falleció en poco tiempo.
Se casaron en la iglesia por tradición, pero no por convicción.
Si les preguntaban, decían que eran católicos con la boca pequeña, aunque desde
muchos años atrás no ejercían como tales. Tampoco eran anticlericales, así que
no les costó mucho contentar a sus padres que eran muy tradicionales, anclados
en un pasado que se resistía a desaparecer y a los que darían un buen disgusto:
«las cosas de ahora. Se juntan sin que les hayan echado las bendiciones y luego
vienen las separaciones». Como si los católicos no se divorciasen nunca y una
boda por este rito fuese garantía de por vida.
Sus primeros cuatro años de matrimonio fueron intensos,
trepidantes en todos los sentidos. Viajes, cenas, cines, sexo…un no parar. Sacaban
huecos de donde hiciera falta. A veces, Camilo tenía que viajar al extranjero
por trabajo, durante varios días, incluso desplazamientos transoceánicos y
Julia lo arreglaba con sus compañeros para acompañarlo a Nueva York, Londres, Ciudad
de Méjico, Sidney...
Los fines de semana que no iban al pueblo se desplazaban a
la sierra. Reservaban la estancia en algún bucólico alojamiento rural y daban largos
paseos, lo que ahora se conoce como senderismo. Compraban en alguna tienda de las
localidades de paso, agua, fruta y chacina para hacerse bocadillos. Comían en alguna
pradera que les pillase en la ruta. Por la tarde volvían fatigados después de
la puesta de sol. Se metían en la habitación, a veces ni cenaban. Caían rendidos
en la cama. Durante la noche, si alguno de los dos se despertaba, se pegaba al otro
y comenzaba a hacerle carantoñas que iban subiendo en intensidad hasta conseguir
que se rebullera o ronroneara. Entonces, a través de juegos y caricias en las
zonas erógenas, se iban caldeando los cuerpos hasta alcanzar una temperatura semejante
a la de las ascuas. Hacían el amor con pasión y, exhaustos, volvían a dormirse
de nuevo.
Firmaron una hipoteca para quince años. Compraron un ático
en una zona nueva de Carabanchel, que quedaba a quince minutos andando de la casa
de los padres de Camilo. Incluía plaza de garaje y trastero. Un piso de ciento treinta
metros cuadrados, de los cuales, cuarenta eran de terraza. Desde ella se
divisaba un bonito skyline de la ciudad. Tenía tres habitaciones. La
suya era la más grande y tenía el baño dentro. En unos meses lo amueblaron y lo
decoraron. Dejaron dos habitaciones vacías, de momento, en espera de nuevas
generaciones.
Mantuvieron muchas charlas sobre la cuestión, sobre todo
nocturnas, una vez acostados y después de ponerse al día sobre las rutinas diarias.
Sopesaron todos los pros y los contras de lo que supondría ese cambio en sus
vidas, de si estaban preparados para afrontarlo. Se decidieron a intentarlo ilusionados
y Julia se quedó embazada a los pocos meses. Llevaban casados cinco años.
La familia recibió la noticia con entusiasmo, mimando a la
futura mamá, a veces en exceso, lo que hizo que se sintiese abrumada. A continuación,
vinieron los regalos y los preparativos de la habitación ante la llegada del
nuevo miembro de la familia, aunque no se pudieron explayar tanto como hubieran
querido. Se tuvieron que contener y hacer los obsequios unisex, de momento. No se hacían tantas ecografías, ni los
aparatos eran tan precisos como ahora. Debido
a la posición del feto no les pudieron asegurar el sexo del bebé y no se supo hasta
el momento del nacimiento. Camilo se empeñó en llamarle Asier. Se habían puesto
de moda los nombres vascos, pero a ninguna de las personas cercanas les pareció
una decisión acertada. A Julia tampoco. Se puso terco y su decisión resultó inamovible.
Al verla tan disgustada le comentó a su mujer: «dame este capricho. El
siguiente nombre lo elegirás tú, de verdad, sea niño o niña».
Durante la baja maternal el tema más recurrente entre ambos
fue cómo condicionaría su vida la llegada de Asier y qué tal se apañarían en los
primeros momentos. Camilo pensaba que no había que agobiarse antes de tiempo, mal
que bien, todo el mundo salía del paso. Julia le dijo que tenía pensado
solicitar una reducción de jornada. Ella lo tenía más fácil. En su trabajo no
le pondrían pegas, pues ya se habían dado casos entre las compañeras que lo
habían solicitado. Había buen ambiente y entre unos y otros irían sacando su
parte del trabajo. Así se podrían apañar los primeros meses. Durante ese tiempo
buscarían guardería y cuando cumpliese el año, más o menos, volvería a trabajar
a jornada completa.
Pero no sucedió como tenían previsto, porque durante ese tiempo cambiaron los planes y decidieron ir a por la parejita. Catorce meses después de nacer Asier vino al mundo Lourdes. Camilo propuso entonces contratar a una niñera que se ocupase también de las labores del hogar, pero Julia lo sopesó y decidió renunciar al trabajo y quedarse en casa para criar a sus dos hijos. Con el sueldo de Camilo tendrían suficiente. Ante la cara de estupefacción de su marido, Julia se reafirmó. Pensaba que merecería la pena este sacrificio, que se convertiría en un disfrute lleno de compensaciones. Ver crecer a sus hijos, saciar sus primeras curiosidades, auxiliarlos y estar a su lado en todo momento es un lujo al alcance de pocas madres. «Sí, ya sé lo que me vas a decir. Que se me acaba la coartada del sometimiento de la mujer y la lucha de sexos, pero es una decisión voluntaria. La inmensa mayoría no pueden elegir».
La vida cotidiana cambió radicalmente. Los nuevos horarios y ritmos les estresaban y tuvieron que prescindir de casi todos los hobbies. Cuando los niños eran pequeños preferían quedarse en Madrid los fines de semana disfrutando de sus correrías, de sus avances y sus tropiezos, de sus gracias y ocurrencias. Al residir en una zona nueva tenía varios parques infantiles y allí pasaban las horas muertas. Los niños iban haciendo amigos y los mayores también hicieron migas con otros padres. Algún domingo, cuando empezaba a hacer bueno, tiraban para el Retiro. Allí siempre había algún saltimbanqui o titiritero que hacia las delicias de los pequeños. Visitaban a los suegros una vez al mes. Vivían en una pedanía de la comarca de la Moraña, próxima a Arévalo. Se acoplaron a esta nueva vida apenas sin darse cuenta. Camilo no es que fuera un padrazo. Estaba menos tiempo en casa, pero, aunque le costó al principio acostumbrarse, cumplía con sus cometidos paternales con decoro. Cambiaba pañales cuando tocaba, los bañaba y les daba de cenar. A la hora de irse a dormir, cada uno acostaba a un niño. Iban alternándoselos por días y siempre les leían un cuento antes de dormir.
La pandemia lo cambió todo. De un día para otro los
clientes de la empresa dejaron de necesitar servicios y los pedidos se redujeron
a la mínima expresión. Tuvieron que poner a la mayoría de los trabajadores en ERTE.
Camilo se tuvo que adaptar, en tiempo récord, al teletrabajo y, aunque salía a
alguna reunión de forma esporádica, la mayoría se hacían por videoconferencia y
su presencia en casa se hizo habitual. Ni los niños ni Julia estaban acostumbrados
y lo que, al principio, celebraron con alegría, después se convertiría en una
fuente de conflictos. Julia no se podía desahogar con nadie, aparte de los grupos
de wasap donde casi siempre se hablaba de cosas insustanciales y se compartían
chorradas variadas, y eso se le hizo demasiado cuesta arriba. Camilo estaba
insoportable, de un humor de perros y lo empezó a pagar con ellos.
Un día tuvieron una fuerte discusión. Esto supuso un punto
de inflexión porque, aunque es muy difícil estar de acuerdo en todo y las desavenencias
se habían dado con anterioridad, hasta ahora no había faltado al respeto a
Julia. Esta vez la gritó sin miramientos. Ella se sintió menospreciada por sus
gestos altivos y cohibida por sus miradas de matón de taberna. Nunca lo había
visto en semejante estado. Lo peor de todo es que claudicó en sus convicciones y,
al final, Camilo se llevó el gato al agua. «Por ahí no paso. Te he consentido
muchas manías, pero la educación de mis hijos la elijo yo». El tema de debate
era que la escolarización de los niños estaba a la vuelta de la esquina. Tenían
un colegio público al lado de casa, al que se podía ir andando. Julia había
hecho una preinscripción. Llegó una carta del director invitándoles a una jornada
de puertas abiertas para que conociesen las instalaciones. Incluía una pequeña
visita guiada y una charla explicativa sobre la metodología seguida en el colegio
rematada con ruegos y preguntas para cualquier duda o aclaración que
necesitasen los padres. Camilo tenía otros planes. Unos amigos le habían
hablado de un colegio trilingüe en el otro extremo de la ciudad con métodos novedosos
nunca utilizados en nuestro país, copiados de la educación nórdica de la que
todo el mundo hablaba maravillas, puntero en nuevas tecnologías, insuperable en
todos los aspectos; «de élite», fue su expresión. Costaba una pasta, pero merecía
la pena.
—Esto lo teníamos hablado desde hace mucho tiempo, Camilo —replicó
Julia—. Nuestros hijos irían a un colegio público, no sé porque cambias de
repente. Además, en estos tiempos de pandemia, tener que coger todos los días una
ruta de autobús para ir a la otra punta de Madrid no tiene ningún sentido. Son
muy pequeños. Cuando acaben el ciclo infantil, dentro de tres cursos, nos lo
podríamos plantear si vemos que este colegio es tan nefasto, aunque he hablado
con vecinas que llevan a sus hijos y están bastante contentas.
—Para mí si tiene sentido. La educación de nuestros hijos
no es un tema menor, es primordial para su desarrollo, para que se desenvuelvan
durante toda la vida. Quiero darles lo mejor. Nos lo podemos permitir. También tengo
mis fuentes. He preguntado y este cole, ni fu ni fa. Aparte de que el número de
extranjeros aumenta de año en año de manera descomunal y, con todos mis respetos,
se convierten en una rémora para el resto. En Hight Internacional Scholl
también hay alguno: alemanes, franceses, italianos…es otro nivel.
— ¿Ahora me sales Xenófobo? Panchitos, amarillos, romanís, guachupines…
Así los llamáis, ¿no? ¡Qué decepción! Tu no eras así.
—Ni tú. Eras una paleta y estabas sin desbastar hasta que
te cruzaste en mi camino. Te enseñé muchas cosas de la vida. Ahora te pones fina,
inclusiva, tolerante, pero a mí no me la das. En cuanto rascas un poco sale tu vena
pueblerina y burda.
—Vamos a dejar esta conversación Camilo porque no te reconozco,
estás muy grosero y nos podemos causar daños irreversibles.
—Vale. El lunes voy a matricular a nuestros hijos. Hazte a
la idea. Toma, aquí está el tríptico para que te vayas familiarizando. No se le
puede poner ni una pega. De caerse de espaldas.
Julia no replicó. Fue uno de los más grandes errores de su
vida, pero entonces no tuvo fuerzas para seguir a la gresca y la que calla
otorga.
Después de ese día los enganchones fueron continuos. Ella no le dio suficiente importancia, pero
Camilo le iba comiendo el terreno y con sus grandes voces la silenciaba. Se
engaño a sí misma. Se decía interiormente que le resbalaba, pero en el fondo le
hacían mella, porque no le gustaba el cariz que estaban tomando las discusiones.
Un espectáculo lamentable. Estaba iracundo todo el día, por cualquier cosa les
chillaba y Julia empezó a sentir angustia.
—¿No puedes hablar en un tono normal? —le reprochaba.
—No, porque me sacas de mis casillas con tus ocurrencias. Menudo
rumbo iba a seguir esta familia si yo no estuviese al timón.
Estos improperios eran más que suficientes para que se
hubiera rebelado y le hubiese plantado cara, pero empezó a tragar,
principalmente por los niños y cuando quiso hacerlo era demasiado tarde.
.
Asier era muy extrovertido. Le gustaba ir al pueblo a ver a
los abuelos, pero estas visitas se iban espaciando, primero porque a Camilo no
le agradaban lo más mínimo y segundo porque debido a la pandemia Julia no podía
forzar la situación. Tenía miedo de contagiarles, además de que estaban en otra
comunidad autónoma y había estado prohibido viajar durante meses. Lourdes todo
lo contrario, era muy reservada. A pesar de su corta edad, el abuelo se los
había metido en el bolsillo enseñándoles dos juegos de naipes muy simples, el
cinquillo y las siete y media. «Juegos arcaicos» y «nada didácticos para unos críos»
le decía Camilo a Julia. Pensaba que debían estar enganchados a los videojuegos
y demás entretenimientos del siglo XXI. «Son demasiado pequeños todavía para
eso, ya tendrán tiempo y a mis padres estos ratos les rejuvenecen, les hacen un
efecto de bálsamo reparador».
Las broncas y malos humores de Camilo se acentuaron. Empezó a trabajar fuera dos días en semana y cuando llegaba, a veces oliendo a alcohol, comenzaba el espectáculo. Julia sentía miedo. Asier y Lourdes se dieron cuenta de que su padre estaba raro últimamente y de que cuando llegaba a casa su madre los metía juntos en la habitación deprisa y corriendo. Oyen gritar a su padre, también les llega un ruido que identifican como una palmada. Julia acaba de recibir un bofetón que le deja helada. Este es un límite que siempre había tenido claro, traspasar una línea roja que no iba a consentir, pero llegado el momento se queda muda mientras, a través de una imagen difusa, lo ve irse dando un portazo. Se deja caer en el sofá, se cubre el rostro con las manos y rompe a llorar.
Cuando vuelve, los niños ya están acostados. Se acerca con
la cabeza baja y le pide perdón.
—No sé qué me está pasando cariño, yo no soy así, pero las
cosas no van bien en el trabajo y me da pánico perderlo. Me refugio en el
alcohol. Empecé tomando cañas con los compañeros, pero ahora lo hago sólo y voy
aumentando la dosis. Tengo que ponerme en terapia.
—Camilo, llevas mucho tiempo faltándome al respecto,
poniéndote cada vez más insolente. Lo de zurrarme es lo último, no te lo voy a consentir,
pero reconozco que es un paso importante que admitas tu adicción.
—Me han recomendado el mejor psicólogo para desengancharme.
Especializado en dependencias. Mañana iré a verlo, cuanto antes mejor.
Julia se queda satisfecha a medias. Después de la conversación
se aflojan un poco sus temores. Tener un marido alcohólico no es tranquilizador,
a pesar de este primer paso. No se termina de fiar de Camilo y, el día siguiente,
le pregunta en cuanto entra en casa por el psicólogo y lo que han hablado en la
primera consulta. La contesta que no ha podido ir porque ha sido un día horrible
de trabajo y no ha tenido ni un momento libre.
—Camilo, esto es muy serio, parecías consciente, pero me
estás decepcionando.
—Mañana, te lo prometo.
Pero pasan los días y las excusas no se agotan. «He pedido
cita y no me han dado hasta la semana que viene. Es lo que tiene ser un profesional
de prestigio».
Julia reconoce es su fuero interno que la actitud de su
marido ha cambiado. Se muestra más cariñoso con los niños y a ella la trata
bien. Esa noche hicieron el amor después de mucho tiempo.
Julia se ilusiona, no se da cuenta de que es un periodo
valle hasta que Camilo vuelve a las andadas. Una noche llega con los ojos
vidriosos, oliendo a alcohol y le dice que se va a la cama, que no le apetece
cenar. Le pregunta por el nombre del psicólogo
que le trata para buscarlo en Google. Eso le irrita, le hace perder la razón. «Qué
pasa, puta ¿no te fías de mí?» Coge una silla y la estampa contra la mesa baja
que tienen delante del sofá. El cristal estalla y los fragmentos inundan en
salón. Se acerca a ella y la abofetea. A los niños, que están haciendo los
deberes en su habitación, se les oye llorar de fondo. Vuelve el pánico, pero
esta vez no se queda bloqueada. En principio se encoge como un ovillo en el
rincón, pero de repente se activa una luz en su cerebro. Se zafa del borracho,
coge a los niños y se marchan de casa rápidamente. Camilo contempla la escena
sin inmutarse. Los ve salir, se dobla hacia delante, echa una copiosa vomitona
en la alfombra y se deja caer como un fardo en el sofá entre las esquirlas de
cristal. Se le escapan las lágrimas y descienden hacia las comisuras de los labios.
Allí se funden con los restos de vómito. Se queda dormido casi al instante, con
respiraciones entrecortadas y emitiendo unos ronquidos paquidérmicos.
La primera intención de Julia es ir a casa de sus suegros,
pero por el camino cambia de idea. Se resistirán a entender la gravedad del asunto.
Un hijo siempre es un hijo y lo van a defender a pesar de las pruebas en su
contra. No se encuentra con ánimos de afrontarlo de golpe, de dar explicaciones
y que la tomen por una paranoica. Decide llevarlos a casa de Piedad, su
compañera de trabajo y la mejor amiga que tiene en Madrid. Se conocen desde la
infancia.
No quiere denunciar, pero Piedad la lleva a la comisaría. Fernando,
su marido, se queda con los niños mientras, acoplándolos con los suyos. Tienen
también chico y chica y esta noche compartirán cama y habitación. La denuncia se
demora bastante rato. Le toman declaración minuciosa, le piden detalles y le
preguntan si puede aportar pruebas. Llaman
a un forense, para que la examine, que tarda dos horas en acudir. Al final mandan a una pareja de policías al
domicilio familiar para que detengan a Camilo. Los indicios son más que
suficientes. Pasará la noche en el calabozo y por la mañana el juez decidirá si
lo deja en libertad.
Lo sueltan hasta que salga el juicio, parece que es la
práctica habitual. Su abogado intenta minimizar las acusaciones. Le ponen una
orden de alejamiento. Aunque le estaría permitido acercarse a recoger a los
niños al punto de encuentro, Julia prefiere no verlo. Negocian los letrados y pactan
que los padres de Camilo se encarguen de la recogida. Ellos no tienen culpa de
nada, les guarda cariño y merecen disfrutar de sus nietos dos fines de semana
al mes. Cuando acuden a las entregas, no profundizan mucho en la charla. Los tres
se sienten violentos con la situación. Sonríen un poco nerviosos, se dicen cuatro
formalidades y se despiden hasta el domingo por la noche.
Se entera por una amiga común, compañera de trabajo de Camilo,
de que está mejor. Al final fue a una clínica desintoxicación y se le nota
menos estropeado. Lo han vuelto a admitir en un puesto bastante más modesto.
Cuando su vida empezó a hacer aguas preparó un desastre inconmensurable. La
empresa estuvo en un tris de quebrar, pero ahora, debido a los servicios prestados
y en reconocimiento a su celo en la época boyante, le habían hecho un hueco.
El domingo sus suegros se presentan en el punto de encuentro
solos, con el semblante sombrío y hechos un pingajo. Julia les pregunta por
Asier y Lourdes. Comienzan a farfullar. No entiende lo que hablan, pero nota
que algo grave pasa. Los intenta tranquilizar para que vocalicen un poco mejor,
a pesar de que ahora es ella la que siente el vórtice de un huracán en su
estómago. El sábado Camilo se llevó a sus hijos a la sierra, iban a pasar el
fin de semana en casa de unos amigos que tenían niños de edades similares. El
domingo después de comer le habían llamado y tenía el móvil apagado o fuera de
cobertura. Todos los intentos habían resultado infructuosos. No sabían quién
era el amigo ni conocían a su familia. No les dio muchos datos. Había llegado
la hora de entregar a los niños y habían venido a contárselo. A lo mejor se
había quedado sin batería en el móvil y habían tenido algún percance con el
coche. «No me cuadra», dijo Julia, «podía haberse puesto en contacto con el teléfono
de su amigo o de cualquiera que le socorriese en carretera y si hubiese ocurrido
un accidente grave ya lo sabríamos».
Hace quince días de la desaparición de Camilo, Asier y Lourdes.
Parece que se los hubiese tragado la tierra. La policía ha tomado todas las
medidas posibles. Los está buscando por tierra, mar y aire. Con drones, con
perros, con buzos… No encuentran rastros de momento. Aparte del revuelo que ha
producido el suceso en todo el país, han puesto una orden de busca y captura internacional.
Las redes sociales arden. Se han creado páginas ad hoc para la búsqueda.
Esta tarde ha venido a visitarla el delegado del gobierno y el capitán de la
guardia civil al mando de las operaciones. Los ha invitado a café. Han entrado
con semblante sombrío. Le han hablado con total sinceridad. Siguen sin encontrar
indicios y cuanto más tiempo pasen sin obtener ninguna pista más complicado
será dar con su paradero. Cuando se han despedido, en el rellano, le han
preguntado, por puro formulismo, cómo se encontraba. «Ni bien, ni mal, muerta
en vida».